Tengo los ojos pegoteados. Los pies llagados. ¿Qué hice?
Por lo menos no estoy preso. Permanece inmóvil un momento para obtener la latitud y la longitud. Nunca volveré a hacerlo. Parece que tiene algo que ver con el ganado. Y con las copas. Y con varias reuniones. Y vasos de sidra.
Tengo el cerebro destrozado. No me gusta cuando no sé ni siquiera en qué mes vivo. ¿Quién anduvo manipulando la cómoda y sacando los cajones? Y estoy cubierto sólo con una sábana y una chaqueta. ¿Marion? Nada más que un colchón sobre los resortes.
Se sentó. Se quitó las escamas de los ojos. El timbre de la puerta. Cierren los compartimientos estancos. Aseguren las escotillas. Taponen todo, no pasarán, infames bastardos. La puerta del fondo.
Sebastián se tambaleó desnudo atravesando el saloncito y entró en la cocina. Dio vuelta la llave y retrocedió presuroso hacia el saloncito, y esperó bajo la mesa. Por el espejo de la pared vio asomarse el gorro del cartero. Tengo que hablar con el cartero. Retira una frazada de la cama de la señorita Frías.
El cartero rodea la casa. Dangerfield abre la puerta.
—Aquí estoy.
—Había ido por el fondo. Pensé que no oía el timbre. Señor, tengo una carta certificada para usted. Ayer no estaba nadie en casa.
—Salí. Ahora me estaba bañando.
—¿Quiere firmar aquí, por favor? Lamento molestarlo, señor. Hoy hace más calor.
—Sinceramente, así lo espero. Muchas gracias. Cuando no me encuentre, pase la correspondencia bajo la puerta.
—Y aquí tiene otra.
—Muy bien.
—Gracias, señor.
—Buenos días.
Un buen cartero. Escribiré al Ministro de Correos y Telégrafos para que lo asciendan. Un cuchillo para abrir las cartas.
Estimado señor Dangerfield:
Intenté sin éxito verlo en su actual dirección. Le envío esta carta certificada en la esperanza de que finalmente la reciba. Tengo mucho que hacer y me resulta difícil dedicar tiempo a buscarlo.
Como usted sabe, su alquiler tiene un atraso de cincuenta y cuatro libras, y además usted ha violado su contrato, que termina en noviembre del año próximo, de modo que faltan catorce meses y una semana y cuatro días. No tengo inconveniente en renunciar a la semana y los cuatro días si usted tiene la amabilidad de enviarme esta semana la totalidad o parte de la suma. Mi esposa no se siente bien a causa de todas las dificultades que nos ha ocasionado esta propiedad. Y cuando fuimos a ver la casa sentí mucho encontrarla en condiciones tales que mi esposa se enfermó.
Deseo que sepa, señor Dangerfield, que no toqué nada ni revisé ninguna de las cosas que parecían ser de su propiedad. Pero debo informarle que en la cocina faltan una sartén grande y una olla. Queda un solo vaso de los cuatro que entregamos con la casa, y dos platos, uno muy rajado y que necesita arreglo, de los cuatro originales. El sofá necesita arreglo, y el viejo sillón, que es una pieza antigua, ha desaparecido totalmente del salón. La alfombra Axminster está cubierta con manchas de sopa y otras manchas que mi esposa, pensando en su esposa, no quiere que yo mencione. Llamé al plomero, con un gasto considerable, para que inspeccionara el lavatorio, y afirma que el caño de plomo fue golpeado con un objeto que quizá era un hacha, y halló otros agujeros de naturaleza sospechosa.
Señor Dangerfield, no me corresponde aconsejarle acerca de su forma de vida, pero mi esposa se siente muy apenada porque un caballero norteamericano como usted quizá no se ajusta a las normas que según sabemos ambos se respetan en Estados Unidos, pero de todos modos mi esposa y yo estamos orgullosos de la ciudadanía que adquirimos en ese país.
Antes de terminar, mencionaré que el cielorraso del dormitorio se ha desprendido en una superficie tan grande que en vista de la impresión que podía causar a mi esposa no le permití subir al piso alto. Los dos espejos desaparecieron, uno es una antigüedad y es difícil encontrarlo, y lo mismo digo de una cortina de encaje en la sala del frente y de nueve piezas surtidas de cubiertos. De buena gana ignoraría aspectos secundarios como las manchas en la alfombra y la grasa en la cocina si esta semana obtuviese satisfacción en la forma de un pago. Mi esposa ha venido haciendo una serie de visitas al médico desde que se sintió tan enferma a causa del incumplimiento del contrato, y yo me he visto obligado a gastar mucho dinero. Estoy seguro, señor Dangerfield, que usted resolverá la situación, y apreciaré que me informe cuándo esté en casa, pues se trata de un viaje largo para no tener ninguna satisfacción. No deseo comunicarme todavía con mi abogado, pues creo que quizá usted estuvo un poco ocupado con su nena, y tal vez descuidó la pequeña deuda pendiente entre nosotros. Mis saludos a su esposa, que tanto mi esposa como yo esperamos goce de buena salud. Respetuosamente suyo.
EGBERT SKULLY
Estimado señor Skully:
Una máquina de planchar me atrapó por el cuello y estaré indispuesto por toda la eternidad.Suyo en la muerte.
S. D.
Por qué no podemos ser todos amiguitos. Amigos en Jesús. Ni un ruido en la casa, debe estar hecha de goma.
Encendió el gas, y llenó la tetera. La señorita Frías siempre estaba dispuesta a poner un chelín en el medidor. Veamos, ¿qué es esta carta de O’Keefe? Kenneth, ¿qué hay de nuevo? ¿Qué noticias temibles me comunicas? No me digas nada desagradable, quieres, nada desagradable. Sólo cosas gratas. Creo que me iré de aquí. Completamente solo en esta casa. Y temo sentir ese escalofrío último y definitivo, el que debe evitarse a toda costa. Este mundo me ha provocado tantas molestias y tanta indignidad. Estoy deprimido y atemorizado. Pero antes de que me vaya al fondo, el último viaje, antes de acabar el asunto, unos cuantos sabrán lo que es bueno. Kenneth, no seas ingrato.
Estimado Falsario:
Ni un centavo. Como me lo imaginaba. Bien. Sé que tus asuntos están embrollados. No puedo aguantar más tiempo aquí —como tú dices, camalegre. Ahora, quisiera arreglar la cosa contigo. No me envíes dinero aquí porque vuelvo a la vieja tierra irlandesa, llego el lunes próximo. Hace tres semanas escribí al Irish Times y publiqué un aviso. Y conseguí empleo. ¿Oíste hablar de lady Eclair, Roundwood, Co. Wicklow? Bien, evidentemente lady Eclair quiere hacer bien las cosas y desea un chef francés. Te imaginarás el resto. Para todos los fines prácticos, ahora soy franchute.
Creo que en las cocinas de lady Eclair habrá oportunidades de romance con las doncellas que estarán sometidas a mi lascivo pulgar. Ahora bien, no tengo seguridad absoluta de haber conseguido el empleo, pero lady Eclair dice que pagará mi viaje a Irlanda, y aquí entras tú. Quiero que me tengas siete (7) libras esperando, de modo que no perezca de hambre en ese país agrícola.
Compruebo que el hambre me pone en desventaja cuando trato con gente que come tres veces por día. Dependo de ti.
Abandoné la homosexualidad porque en definitiva me estaba complicando más la vida. Me satisfago con la mano, como de costumbre, pero lo considero muy aburrido. Sin embargo, escribí algo que titulé «Guía de principiantes en la masturbación», en griego para mayor refinamiento, pero renuncié al asunto, desesperado. Entonces decidí volver a la tierra irlandesa. Si debo ser célibe, más vale que lo haga donde el celibato es virtud. Hablo francés lo suficiente para engañar. Dije a lady Eclair que me eduqué en Inglaterra y que viajé mucho por Estados Unidos.
Necesito esas siete libras. O de lo contrario estaré kaput y a merced coloquial de lady Eclair, a quien deseo impresionar con mi dominio del inglés, y también de las cosas interesantes que descubra en la casa. También deseo parecer temperamental, pues así tendré cierto espacio de maniobra, y quizá pueda alternar con alguno de sus invitados ricos, después que hayan saboreado el alimento de mi cocina bien administrada. Si las cosas salen mal siempre puedo sugerir que lady Eclair meta una nalga en una salsera. No me falles.
Dios te bendiga
KENNETH O’KEEFE
Duque Suplente de Serutan
Kenneth, todos queremos circulante. Y como debes saber, si tuviera algo, de buena gana lo compartiría. Pero lo único que tengo aquí es una pila de revistas comerciales que quemaré para calentarme.
El cielo está cubierto de nubes, alto mar grisáceo y caballos blancos. Agitado e inquieto en toda la costa. En un día como este, cuando solía contemplar a los hombres valerosos que salían sobre las aguas profundas. Y las focas emergiendo. Si una luz amarilla centellea al final de la tierra, significa algo terrible. Allá lejos, la muerte y el desastre.
Sebastián busca aspirina. La casa parece extrañamente vacía. El guardarropa. Las ropas de Marion han desaparecido. En el suelo solamente mis chanclos de goma. La nurserí vacía. Desnuda. Quita de mi corazón esa mano blanca y fría.
Recorre otra vez afiebradamente la casa. Abre todos los cajones, revisa los armarios. No está el costurero, ni los ovillos de hilo. Ningún mensaje, ni un anuncio. El escritorio. Con llave. Aferró el atizador y lo descargó sobre la veta suave. Cerró los dedos sobre un pedazo de madera y arrancó la tapa. Adentro, limpio y pulcro, y vacío. Salvo unas pocas tarjetas de visita, mías. Recorrer la cocina. Mirar el garaje. Un charco gris de agua penetra bajo la puerta. No hay cochecito. Una cáscara vacía de bloques de cemento.
De vuelta al agua que hierve en la cocina. Té y aspirina. Té castaño rojizo. Y es lo único que hay. En días así echan los terrones sobre la caja de pino. Dios, dónde están los vientos tibios y húmedos del Atlántico y la profusión de plantas tropicales. Moriré de frío. Hacer algo. Afeitarse. ¿Es cierto que las mujeres son frígidas porque los hombres no tienen barba? Marion, te llevaste lejos tus tetas peludas. Por Cristo crucificado, estoy acabado. No hay hojas de afeitar. Me afeitaré con el borde de la bañera. Señorita Frías, tomaré prestada su toalla, es criminal, pero la situación es desesperada. Voy a rociar ácido nítrico sobre la alfombra Axminster del señor Skully.
Sobre el borde de la chimenea está una de mis preciadas posesiones, mi estatua estoica con una cruz en el vientre. Ahora debo reposar sin moverme, los globos oculares congelados en mi cabeza. Cero absoluto. De modo que Marion me ha dejado con la bolsa que guarda dos contratos de arriendo. Hay un juego llamado cricket. Y ésta es una meta húmeda.
Sebastián se acostó a dormir en la silla supina. A las cinco y cuarenta y cinco entró la señorita Frías. En mi sueño yo acababa de dar la orden de bajar los botes salvavidas, de empezar a cantar, y unas pocas cosas más, y me dirigía a proa para embarcar en una balsa de caucho insumergible. Era el 14 de abril de 1912. Y el mar estaba helado. La luz se encendió. La señorita Frías de pie en el umbral. Mirando. Embarazada.
—Oh, señor Dangerfield.
—Discúlpeme, señorita Frías, temo que me dormí.
—Oh.
Dangerfield se envuelve en la frazada, cubriendo sus partes expuestas.
—Lamento el desorden, señorita Frías.
—Oh, no es nada, señor Dangerfield.
—Detesto pedírselo, señorita Frías, pero quisiera saber si tiene un cigarrillo.
—Ciertamente, señor Dangerfield, con mucho gusto, sírvase.
—Le estoy muy agradecido… realmente agradecido.
—No sé cómo explicárselo, señor Dangerfield, pero la señora Dangerfield me dijo que le comunicase que no piensa volver.
—¿Sabe adónde fue?
—Estaba muy nerviosa, y se marchó sin decirme adónde, aunque entiendo que pensaba tomar el barco de Liverpool, y que tenía boleto para el tren a Edimburgo.
—Temerario.
—Estaba muy nerviosa.
—No habrá recibido mi telegrama.
—No creo que recibiera nada.
—No. Muy lamentable. Hubiera evitado este malentendido. Temerario.
—Señor Dangerfield, limpiaré esto.
—Oh, no se moleste, señorita Frías. Déjelo por mi cuenta. Me ocuparé de todo. El escritorio tiene algunos desperfectos.
—Oh no, señor Dangerfield, parece tan cansado. Yo me ocuparé. No me llevará más de un minuto. Compré un poco de pan y salchichas. Creo que en la alacena hay tomates. Señor Dangerfield, ¿quiere compartir la comida conmigo? Debe tener mucho apetito.
—No podría, señorita Frías, no es justo.
—Por favor señor Dangerfield.
—Bueno, es muy amable de su parte, señorita Frías.
—Oh, no diga eso.
—Maldito sea, la gran puta, perra.
—¿Le pasa algo, señor Dangerfield?
—Oh no, señorita Frías… me pica un poco la pierna. Si me disculpa, iré a cambiarme para comer.
—Por supuesto, señor Dangerfield.
Envuelto en la manta, Sebastián se deslizó fuera del cuarto. Claro, soy un iroqués.
Se puso los pantalones de pana, ocultos y húmedos en un cajón. Fue dificultoso abotonarse la bragueta. No quiero mostrar el pene sonrosado porque la señorita Frías creerá sin duda que me muestro sugestivo. Y jamás podría soportar otra pesadilla por mostración de parte o partes. Debo tener cuidado en el trato que doy a la señorita Frías. Más bien simpática. Refinada. Y en los tiempos que corren no hay muchas así. Todas van tras el sucio dinero. Oh, ¿dónde está la dignidad? ¿Las familias antiguas y las viejas propiedades? ¿Los carruajes y los lacayos? Cómo se ha extendido la vulgaridad. Hay que imponerse. La cabeza gacha. Y Marion lo mismo que el resto. Se escapó, adelante. Afuera, y quédate ahí. No me diste una oportunidad. Llegará el día en que reaparezcas, cuando yo vuelva a ocupar el lugar que me pertenece en este mundo, cuando tenga lo que debo tener. Mi derecho. Y entonces. Mis guardabosques te expulsarán, y para siempre. Fuera. Largo. Fuera.
Estaba aullando.
—¿Señor Dangerfield, pasa algo?
—Todo en orden. Todo perfectamente en orden.
—Cuando guste, señor Dangerfield.
—Gracias, señorita Frías.
Termino de atarme este pedazo de alambre de cobre alrededor de la cintura. Un pedazo de esta cortina para aprovechar el encaje. Un corte por aquí. Otro corte. Otro corte. Otro. Plegar. Así. Esconder un poco los bordes deshilachados. Peinarse los cabellos. Veamos los dientes. Abro los labios. Parecen manchados. Pero tengo una nariz fina y recta, y las aletas nerviosas y anchas. Un aristócrata por donde se lo mire. Y mis ojos son inquisitivos, grandes. Todos dicen que tengo ojos muy bellos.
Sebastián entra en el saloncito. Una mirada culpable al escritorio destrozado. La señorita Frías deposita una gran fuente de salchichas sobre la mesa circundada de caoba. Un mantel, lonjas de tocino. Un cuenco de leche y una pila de pan bien cortado. Azúcar. Los platos limpios y brillantes, el cuchillo a un lado, el tenedor al otro.
La señorita Frías se sentó, y la mano alisó la pollera en actitud de modestia e insinuante sensualidad. Dangerfield vacilante. Hay que dejar que el pensionista haga siempre el primer movimiento hacia el alimento.
—De veras, es muy bondadoso de su parte, pero no creo que en realidad sea justo permitírselo, señorita Frías.
—Señor Dangerfield, no tiene ninguna importancia. Me gusta hacer algo, como cocinar.
—Pero después de un día pesado. Creo que es pedir demasiado.
—Oh, no.
La señorita Frías sonrió con sus dientes un poco grandes, bien formados. Parecidos a los míos. Sin lápiz labial. Es grato mirarle la boca. Está sentada calmosamente, y me pasa las cosas. Esa fuente.
Sebastián se sirvió cuatro salchichas, dejando cinco. Pensaba servirse únicamente tres pero cierto instinto incontrolable me indujo a tomar cuatro. Y paso el pan a la señorita Frías. Debo mostrar que mi atención no se concentra en las salchichas. Tal vez Marion le habló, y le contó muchas mentiras de mí. La señorita Frías comprobará por sí misma que soy buena persona. Si hubiese más gente como la señorita Frías, gente bondadosa y considerada. Sus cabellos grises son muy tentadores.
—Estas salchichas son deliciosas. Señorita Frías, creo que nunca comí nada igual.
—Las consigo en la calle Pembroke. Un negocio que está pasando el puente. Fabricación casera.
—No es verdad, señorita Frías, que eso demuestra que no hay nada mejor que las cosas hechas en casa.
—Concuerdo, realmente, señor Dangerfield.
—Y bien, ¿cómo anduvo el trabajo, señorita Frías?
—Me temo que siempre igual. Cuando el trabajo en el negocio me cansa, me consuelo pensando que me permite conocer a mucha gente diferente.
—¿Y cómo andan las ventas?
—En esta época disminuyen. Empieza a pedirse la papa temprana, y creo que es el momento de plantar frutales.
—¿De veras? Es fascinante.
—Oh, señor Dangerfield, creo que si lo hiciera un tiempo acabaría por aburrirme mucho.
—Pero es muy interesante.
—Me aburre.
—¿La aburre?
—Un poco. Estoy cansada de trabajar para otra gente. Señor Dangerfield, quisiera trabajar para mí. Pero es tan difícil empezar.
—Sí, señorita Frías, en estos tiempos las cosas son un poco difíciles. Por supuesto, ya no son como antes.
—Qué gran verdad ha dicho, señor Dangerfield. Ahora todo el mundo arregla su jardín. Ayer un hombrecito vino a pedirme semillas de petunia. Parecía un hombre humilde. Supuse que era jardinero de alguna casa. Después descubrí que es un hombre muy adinerado, que nos compra mucho. En los tiempos que corren es tan difícil conocer a la gente.
—Extraordinario. Realmente extraordinario.
Sebastián llenó de té la taza de la señorita Frías, y retiró una rebanada de pan. La señorita Frías tenía tres salchichas. Tengo que demostrarle que las dos que restan no me interesan. Hay que aguantar. Que ella tome la iniciativa. Paciencia es el lema. Reprimir los deseos animales.
—Señor Dangerfield, sírvase esas dos salchichas antes de que se enfríen.
—Oh, imposible, señorita Frías, ya tomé mi parte. Realmente. ¿No las quiere?
—Estoy satisfecha.
—Pero de veras insisto en que se sirva por lo menos una, señorita Frías.
—No, realmente. Vamos, permítame servirle.
—Bien, reconozco que tengo un poco de apetito. Generalmente cuido mucho mi dieta. Dígame, señorita Frías, ¿le gusta Irlanda?
La señorita Frías emitió una risita. Un sonido suave y tierno. Es muy simpática.
—Bien, señor Dangerfield, es mi patria, pero sinceramente no puedo negar que a veces pensé vivir en otro lado. Pero me gusta bastante. La gente es buena.
—Yo diría que los irlandeses son una raza excelente. Ahora bien, usted viene de Wexford. ¿Usted diría que en Wexford la gente es mejor?
La señorita Frías gargarizó una risita menuda.
—Oh, no sé, señor Dangerfield, pero son industriosos.
—Sin duda, una gran cualidad.
—¿El trabajo?
—Señorita Frías, una cosa muy necesaria para la mayoría de las personas. Y ahora, señorita Frías, no quiero abordar situaciones personales, pero si pudiese elegir, ¿qué haría en este mundo?
—Creo que trataría de tener mi propio negocio. Y a usted, señor Dangerfield, ¿qué le gustaría?
—Bien, señorita Frías, para ser totalmente franco con usted, nada me encantaría más que ser asegurador de Lloyd’s o heredar una gran fortuna.
—Ja, ja, señor Dangerfield, a todos nos gustaría eso.
—Ja, ja, por cierto.
—Pero eso no es fácil, ja, ja, ja.
—Eh, je. Me temo que no, señorita Frías. Claro que no. Ja, ja.
—Ja, ja.
—Señorita Frías, ¿quiere venir a tomar una copa conmigo?
—Bueno…
—Vamos ahora mismo, tuvo un día muy pesado. Y creo que merece algo después de esta comida tan agradable. Le hará bien un paseíto. Conozco un lugar muy interesante, Los Tres Ojos.
—Pero no quiero que la gente piense mal, señor Dangerfield… ya sabe cómo hablan todos. Sé que no tenemos mala intención. Pero me da miedo.
—No se preocupe. Está oscuro y llueve, no veremos a nadie.
—Bueno, de acuerdo.
—Ah, una cosita. Me pregunto, señorita Frías, si usted podría hacerme un pequeño favor. Tal vez pueda pagarme el alquiler de esta semana, estoy un poco escaso.
—Ya lo pagué a la señora Dangerfield.
—Oh, comprendo, qué dificultad. En realidad, señorita Frías, no quiero molestar a nadie. Usted debe decidirlo, y no quiero que de ningún modo se sienta obligada. ¿Podría adelantarme una libra del alquiler de la semana próxima? Por supuesto, no se sienta obligada. No le quepa duda que jamás me atrevería a pedirle nada semejante, si no fuera por las circunstancias. Usted comprende.
—No, yo entiendo, pero la señora Dangerfield me cobró el alquiler de todo el mes próximo por adelantado.
—Esa perra sucia. Le pido perdón señorita Frías. Le ruego me perdone, a veces me confundo tanto.
—No se preocupe, señor Dangerfield.
La señorita Frías se dirigió hacia su cartera, depositada sobre el alféizar de la ventana. Extrajo una libra del monedero. Sebastián se distraía inclinándose, gruñendo y atándose el cordón del zapato.
—Señorita Frías, de veras es usted sumamente amable.
—No es nada.
—Me molesta tanto hacerle ese pedido, señorita Frías, pero ¿podría prestarme un pañuelo? Me temo que el que llevo puesto es muy insatisfactorio.
—Pero, por supuesto, elija uno. Están en el primer cajón de la cómoda.
Sebastián en el cuarto de la señorita Frías. Había uno amarillo. Brillante y suave.
—Señorita Frías, ¿puedo usar éste?
—Sí, claro.
—Elegante. Me gusta un poco de color. Creo que Los Tres Ojos le agradará mucho. Señorita Frías. Ah, me siento renovado. Digo más, ágil. Déme los hechos, señorita, y al demonio con la ficción. Quiero los hechos.
—Ja, ja.
Descendieron los escalones del pequeño porche del frente. Sebastián ofreciéndole el brazo. Un millón de blandas gotas descendiendo. Ella le sostenía apenas el brazo. Y en las calles de la clase media y en esas ventanas había comodidades. Sillones secos. Sebastián silbó una tonada.
Por una calle lateral, atravesando lotes vacíos, jardines de los pobres y paredes encaladas, toldos plegadizos, baldosas brillando por doquier en estas calles oscuras y retorcidas. Las gallinas haciendo ruido.
Los Tres Ojos eran un lugar pequeño y tibio. Se acomodaron en el banco duro y estrecho. Una llamada del timbre. Asoma una cabeza. Buenas noches, señor. Y las bebidas. La señorita Frías pidió un vaso de oporto.
—¿Por qué vino a Dublín?
—Para ser enfermera.
—Y maltratar a los pobres infortunados.
—Lo dejé.
—¿Por qué?
—No me gustaba mucho, y no me llevaba bien con las otras chicas. Y pagaban mal.
—Y entonces, ¿qué hizo?
—Empecé a trabajar en la Compañía de Seguros de Dublín, pero tampoco me gustó. Después me fui a Inglaterra. Pero en la oficina había un hombre que no me interesaba mucho. No nos llevábamos bien.
—¿Por qué?
—Tenía muy elevada opinión de sí mismo. Era mi jefe.
—Comprendo.
—Y yo no quería darle la satisfacción.
—Hizo muy bien, señorita Frías. Y ahora, dígame, señorita Frías, ¿qué edad tiene?
—Oh, señor Dangerfield, no puedo decirle eso.
—Oh, sí, puede, señorita Frías.
—Oh, no puedo decírselo. Sencillamente no puedo.
—Señorita Frías. Soy su amigo. Recuérdelo. Amigo. Puede decirme cualquier cosa, todo. Y por supuesto, la edad. Veamos, ¿qué edad tiene?
Sebastián se inclinó y cubrió la mano de la señorita Frías, en el regazo de la mujer. Confortamiento en momentos de angustia.
—Oh Dios mío, señor Dangerfield, tengo treinta y cuatro.
—Excelente edad. La mejor.
—¿Cómo lo sabe?
—Señorita Frías, a veces siento que tengo cincuenta y tres. Es poco frecuente, pero a veces me siento con veinte. Como los días. ¿Nunca sintió que un martes era sábado? ¿O una semana toda hecha de viernes? Hace poco tuve setenta. Pero recuerdo que treinta y cuatro es una magnífica edad. Señorita Frías, ¿tiene inconveniente en que beba otra copa, rápidamente?
—Oh, no. Hágalo.
—Y ahora, señorita Frías, vamos a lo concreto. ¿Qué desea? ¿Qué quiere de la vida?
—Dios mío, qué pregunta.
—Contésteme. Con sinceridad, señorita Frías.
—Bueno, su pregunta es muy amplia. Quiero muchas cosas en la vida. Por supuesto, como ya le dije, mi propio negocio.
—Ah, quiere dinero, señorita Frías. Anda en busca de dinero.
—Yo no lo diría así.
—Pero le gustaría, ¿no es verdad?
—Pero, señor Dangerfield, ¿uno no trabaja también para salvar el alma?
—La gente se congracia con Dios. Cree que él puede ayudarla. Bien, señorita Frías, ¿en qué piensa por la mañana cuando se levanta?
La señorita Frías movía su vaso y lo miraba.
—En prepararme para ir a trabajar.
La señorita Frías se rió, con una risa que le venía del estómago. Y dijo que convenía regresar porque tenía que levantarse temprano. Sebastián compró una botellita de whisky Power’s. Se la metió en el bolsillo. Golpeó a la puerta, reclamando al barman la última copa para el camino. Puso la mano en la cintura de la señorita Frías, guiándola, mi querida fragata, fuera del local. Querida, cuidado con el timón.
De regreso en la casa.
—Señor Dangerfield, le gustaría un poco de café. Lo compré hoy.
—Señorita Frías, sabe, usted sería una esposa excelente.
—Oh, señor Dangerfield.
—De veras.
—Oh, ja, ja. Oh.
La señorita Frías en la cocina. Sebastián en la silla supina, levantada unas pocas muescas. Se sirve una copa. Crueldad no es la palabra, Marion. Hice todos los esfuerzos posibles en beneficio de nuestra pequeña familia. Las cosas no eran ideales, pero yo estaba dispuesto a sacar el mejor partido. Yo también quiero salir y gozar de la vida. Soy humano. Pero la señorita Frías ha sido muy buena conmigo. Cómo se mueve alrededor de esa cocina. La flexión de su nalga no está nada mal y de su zapato marrón sale una pierna fuerte y bien desarrollada. La mano pesada, pero eso no es problema. Las manos pesadas son signo de tristeza. La señorita Frías tiene un físico bastante bueno. Amable y juvenil. Veo todas las curvas, las salientes y los huecos, los dedos. Yum yum yumm. Oh sí, apretar, atraer y sentir. Adelante, te hace bien. Necesito ayuda y un cortés período de descanso, de sueño, de paz, para sobrevivir estas pocas semanas hasta que sea absoluta y podridamente rico.
—Señorita Frías, le serviré una copita.
—Muy poquito.
—Sabe, señorita Frías, me reconforta mucho tenerla aquí.
La sangre le teñía la cabeza. La señorita Frías desvió la cara.
—Hablo en serio, señorita Frías.
—Me gusta estar aquí.
—Debo pedirle disculpas por todo este trastorno.
—No se preocupe.
—Me molestaría que no fuese feliz aquí.
—Soy muy feliz. De veras, señor Dangerfield. Creo que es el lugar más agradable que he conocido. Me siento tan libre y cómoda.
—Eso mismo, señorita Frías… sin duda, eso mismo.
—Me gusta que las cosas sean libres y cómodas.
—De acuerdo, completamente de acuerdo, libres y cómodas. Cómodas y libres… así deberían ser las cosas, y así me gustan, señorita Frías. Nada de ataduras.
—Sí, eso creo.
La señorita Frías trajo el jarro de café con una fuente de bizcochos. Se sonrieron a través de la mesa.
—A cada momento aparecen problemas, ¿no es verdad, señorita Frías? Situaciones desagradables. Pero ya vendrán tiempos mejores. Hay muchas nubes, todas de plomo. Señorita Frías, usted me gusta.
—Y usted también me gusta.
Los bizcochos fueron ofrecidos a Sebastián. Tomó cuatro. La señorita Frías revolviendo el azúcar. Los dos con los ojos preocupados. Oh los ojos.
Sí ojos.
No ojos.
Qué cosas ven ellos.
Dicen algunos que felicidad
y otros
sufrimiento.
Oh los ojos.
Oh sí,
los ojos.
—¿Señorita Frías?
—¿Sí?
—Seré completamente sincero, pues sé que con usted es posible, sin que haya malentendidos.
—¿Sí, señor Dangerfield?
—Señorita Frías, ¿puedo dormir en su cuarto?
Una pausa. Un toque de rubor en el rostro de la señorita Frías. Sus ojos bajaron hacia el café. Sebastián continúa con la voz del buen compañero, un sonido sin inflexiones.
—Señorita Frías, no quiero que me interprete mal. Pondré el colchón en el piso de su cuarto. Le confieso que soy un poco raro. Después de tantos problemas creo que no soportaré dormir solo. ¿Le importaría muchísimo? Sé que debe parecer un poco irregular, pero qué diablos, más vale que le sea sincero.
—Oh no, señor Dangerfield, no es nada irregular. Sé cómo debe sentirse. No me importa. Comprendo lo que usted quiere decir.
—Señorita Frías, usted de veras es buenísima. Muy comprensiva.
—Pero, ¿está seguro de que no se sentirá incómodo? Yo puedo dormir en el suelo, estoy acostumbrada. Solíamos hacerlo en el ejército territorial.
—Je, je, de ningún modo. El colchón es realmente perfecto. Pero, por supuesto, espero no ser una molestia.
—De ningún modo, señor Dangerfield, no me molesta.
—Me gusta su café. Muy bueno.
—Me alegro. Lo preparé en una jarra de vidrio.
—Es el método apropiado.
—Sí.
—Señorita Frías, esta velada ha sido sumamente grata.
—También a mí me gustó.
—Me alegro de que así sea.
—Mucha gente mira con desprecio a la mujer que entra en una taberna.
—Son anticuados, señorita Frías.
—Precisamente.
La señorita Frías recogió la vajilla. El agua corriente. El sonido de la limpieza. Lo mejor del mundo es no tener que afrontar los platos grasientos por la mañana. Aquí estoy trayendo mi colchón. Gris, rayado, una masa húmeda. Despacio ahora, sobre el piso. Tengo que conseguir una manta. No es posible que la señorita Frías vea estas sábanas sucias… no sería bueno. Vamos, pasemos la puerta, fuera del camino esa silla antes que la rompa. Que le dé el tratamiento. Como a las antigüedades genuinas de Skully. Devolver el pañuelo de la señorita Frías. Plegar los pantalones. Todo muy ordenado. Mi ropa interior está un poco rota. ¿Qué es mejor, dormir desnudo o demostrar la modestia de esta ropa interior rota? Modestia a toda costa. Son las cosas que dan felicidad al matrimonio. Las comidas a su hora, azúcar, manteca y sal sobre la mesa. Las medias remendadas e ir al cajón y encontrar una camisa limpia. La señorita Frías acertó al lavar esos platos. Sin ruido. Sin excusas. Excelente persona. ¿Tengo olor? Me huelo la axila. Un poco. No es posible tenerlo todo.
Ahora me envuelvo con la manta, y tapo cualquier indicio de suciedad. El cuarto de la señorita Frías tiene cierto espíritu. Personalidad. Digamos que es un cuarto vivido. ¿Quizá debería parecer dormido? No. Nada de falsedades hipócritas. Acostado, sincero, honesto y despierto.
La señorita Frías entró en el cuarto.
—¿Seguro que se siente cómodo allí, señor Dangerfield?
—Muy seguro. Notablemente cómodo.
—Recogeré algunas cosas.
La señorita Frías retiró su bata de un perchero que estaba detrás de la puerta, y una bolsa de celofán verde del cajón de la cómoda. Se dirigió al cuarto de baño. Agua corriente. La puerta se cierra. Afronto una semana terrible. Una semana de lunes constantes. Creo que partiré de un viernes. Y debo jugar a la perfección este juego de no ser visto.
Vuelve la señorita Frías.
—Señor Dangerfield, apagaré la luz. Espero que esté realmente cómodo.
—Realmente feliz. Señorita Frías, sé que esto es muy molesto para usted. Quiero que comprenda que lo aprecio verdaderamente. Hasta ahora he contado a mis amigos con una mano de dedos amputados.
—Oh señor Dangerfield.
Se apagó la luz. Ella estaba de pie frente a la cama, quitándose la bata. No debo forzar tanto los ojos para ver todo lo posible. No quiero que lo advierta. Se acuesta con piyama verde. Por lo que puedo ver, le sienta bien. Trepa hasta la almohada desde los pies de la cama. Qué cosa, la lascivia. Fuera. Apetito carnal o apertura al orificio. Llegar al cerebro de la señorita Frías. Se encuentra instalada en su cama. Mueve las piernas entre las sábanas. Escucho atentamente esas cosas. Oh, no se me escapa nada. Y la señorita Frías, acostada allí, como tú en tu camita, y yo aquí, postrado, en el suelo porque todo es tan minúsculo en el mundo. Sobre el borde, a través de la oscuridad y todo lo demás, veo los grandes dedos de tus pies emergiendo bajo las mantas. Y si levanto un poco la cabeza puedo ver el resto de ti. Me siento tan solitario y tú también estás solitaria. Encuentro de corazones. Recuérdalo. Tantas veces y click, nos alejamos en este mundo sin techos.
—¿Señorita Frías?
—¿Sí?
—¿Puedo tomarle la mano?
La señorita Frías movió el brazo en dirección a la voz y curvó la muñeca sobre el borde de la cama. Y los dedos de Sebastián se cerraron alrededor de su mano. Era un niñito y mojaba la cama porque creía que estaba afuera con muchos chicos jugando en un pantano, y podía orinar en cualquier parte. Tocar a la señorita Frías parece seguro y triste. Porque pienso que la empujo a mi propio pozo. Por compañía o los huesos de su mano. Uñas y nudillos. Pero siento que ella aprieta más fuerte. Sus músculos tironean de mis huesos. Ahora estoy de rodillas. Y los codos apoyados en su cama. La cabeza le tiembla. Los cabellos desplegados en gris y negro. Suspiros de su boca. Siento sus manos tristes sobre la espalda. Déjame entrar bajo las mantas. Su lengua acaricia mi oreja. Jugo. Suelto los botones, caliento mi pecho frío con el suyo. Señorita Frías. Oh señorita Frías.
Ella eleva la espalda. Y yo te quito el piyama. Garganta del llanto natal. Con besos le enjugo las lágrimas. Han desaparecido. Te sentiste sola en la oscuridad.
Yacen el uno al lado del otro. La señorita Frías tiene la mano sobre el ceño. Vuelve a ponerse el piyama. Va al cuarto de baño.
—Señorita Frías, tráigame un vaso de agua.
Estaba bebiéndolo cuando ella se echó a llorar. Le tomó la mano y ella se desasió y se tocó la cabeza. Las manos sobre los ojos.
—Vamos, vamos, ése no es modo de comportarse.
La señorita Frías le vuelve la espalda.
—No debía haberlo hecho.
—Vamos, vamos, está bien.
—No, no está bien. Oh Dios, no debí dejarlo venir a mi cuarto.
—Fue caritativo.
—No es cierto. Estuvo mal. Oh Dios… que Dios me perdone.
—No lo tome así.
—Es pecado mortal. Y usted me llevó a eso, señor Dangerfield.
—Señorita Frías, usted misma lo hizo.
—Oh Dios, no es cierto. No fue culpa mía. Jamás podría confesarlo. ¿Por qué lo hizo?
—¿Por qué lo hizo? Se necesitan dos para hacerlo.
—Por favor, no lo agrave.
—No lo agravo, señorita Frías. Se está mostrando muy infantil.
—Se lo ruego.
—Se salvará si dice el acto de contrición.
—Tengo que decirlo.
—Dios está en la habitación. Dígalo.
—No hable así… podríamos caer fulminados.
—Tranquilícese, señorita Frías.
—No quise hacerlo. Sé que no quise hacerlo.
—Sí, quiso.
—No, por favor, no quise.
La señorita Frías se volvió de costado, el cuerpo estremecido y sollozante.
—Señorita Frías. Dios es todopoderoso.
—Pero es un pecado mortal que debo confesar al cura, y además es adulterio.
—Por favor, señorita Frías. Domínese. Esto no le hará bien.
—Es adulterio.
—Un pecado mortal es igual a otro.
—Estoy condenada. No es lo mismo.
—¿Quiere que me vaya?
—No me deje sola.
—No llore. Dios no la condenará. Usted es una buena persona. Dios persigue únicamente a los que son bastardos sin remedio, pecadores habituales. Usted debe mostrarse comprensiva.
—Tendré que decir su nombre.
—¿Qué?
—Su nombre. Tendré que decírselo al cura.
—¿Por qué? Qué tontería.
—Me lo preguntará.
—De ningún modo.
—Sí. Y enviarán el cura a mi madre.
—Ridículo. El cura debe limitarse a perdonar sus pecados.
—No.
—Señorita Frías, usted hizo lo mismo otra vez.
—Sí.
—Por Dios. ¿Y el cura fue a ver a su madre?
—Sí.
—¿Y preguntaron el nombre del individuo?
—Sí.
—Realmente, es fantástico. ¿Y cuándo ocurrió?
—Cuando yo tenía veinte años.
—¿Cómo fue?
—Un hombre que trabajaba para nosotros. Me enviaron a un convento en Dublín para hacer penitencia. El cura dijo que no me daría la absolución si no revelaba el nombre. Y usted es casado.
—¿Tiene miedo del cura?
—Sí.
—En el puerto hay una iglesia especial, y allí puede confesarse. Averiguaré dónde es.
—Oh, no. No puedo aparecer ahí. No es respetable.
—El pecado, señorita Frías, nunca es respetable. Cálmese un poco, todo saldrá bien.
—No sé qué hacer.
—No todos los confesores son iguales. Trate de encontrar uno más comprensivo.
—Los conozco y no puedo preguntar a nadie una cosa como ésta. Se enterarían todos.
—Ahora, duérmase, mañana se arreglará todo.
Sebastián extendió la mano. Unas palmadas amistosas en el hombro. Se secó las lágrimas y se limpió la nariz. Bebí un sorbo de agua y tragué, procurando calmar la sed. La señorita Frías había cerrado los ojos. Se dormiría. Tenía un lindo sueldito, no había por qué preocuparse. Podía recibir todo lo que aguantara y confesarlo de una vez. Oh Señor, a pesar de todas tus faltas aún te amo. Y él le preguntará, ¿usted se meneaba? Tus nalgas. Seguramente hay muchos escalones de aquí al cielo. E Irlanda es la que está más cerca. Pero están arruinando a Jesús con tanta publicidad.