Sebastián estaba sentado, doblado sobre el vientre, exultante. Una noche maravillosa. Estaban sentados en la Casa Escocesa entre dos grandes barriles. Afuera, los botes Guinness hacían chug chug. Estentórea risa de Clocklan.
Creo que me las arreglaré para que sea una gran noche. Invitación a toda clase de hombres. Dolientes y enfermos, hipócritas y perversos. Sucios y deshonrados. Comunicantes cotidianos y miembros prestigiosos de la Legión de María. Fracasados y al borde del fracaso. Dublín abunda en empleados y funcionarios de menor categoría. A las nueve en la oficina hasta la seis, a casa. Los cuerpos arruinados y maltratados. La esposa no pondrá allí su mano, ni practicará un doloroso bombeo. Una reunión de angustiados y humillados. El señor Dangerfield, alias Danger, Bullion, Balfe, Boom y Bestia, le dirá cómo salir del asunto. Pero conviene recordarlo, es duro pero justo. Estas pequeñas jodeduras demostraron a la gente que ustedes podían aguantar. El dolor tanto como el placer.
Y creo que debería haber una mesa en medio del piso, para mostrar el animal. Cuadernos baratos para anotar, por favor. Les diré todo lo que quieran saber. Tal vez ahora no parezco gran cosa, pero de aquí a cinco años. Uf. Y no olviden que además estoy en Trinity. Nadie me detendrá. Para clausurar la velada bailaré una danza española y atraparé aceitunas con la boca y también otras cosas. Y por supuesto canciones, dirigidas por el señor Dangerfield y el té y las masas servidas por auténticas putas del norte de Dublín, para los que están reprimidos.
—Clocklan, sufro un terrible ataque de tristeza.
—Agarra la maldita cerveza y deja la tristeza. Esta será una gran fiesta.
—Debería volver a casa, Percy.
—Deja eso. No puedes perderte esta diversión.
Subían por la calle Grafton llevando paquetes grises de cerveza. Dangerfield cantaba:
Mi corazón es como una uva aplastada.
Sólo la pepita me queda.
Sólo la pepita.
—Me echarán de casa.
—Dios, en qué casa vives. A tu mujer, un buen puntapié en el agujero. ¿Te echará? Tonterías. Estamos en Irlanda.
Pasaron una verja de hierro y descendieron los escalones negros y empinados. Tony Malarkey, anfitrión, sonriente, todo complacido como un toro que huele la nalga cálida de una vaca en celo, contando los paquetes de cerveza. Ojos sobre los corchos. Pasan por un fregadero, y luego se abre una enorme cocina. La bebida sobre la mesa. Clocklan lleva la suya a un rincón de la habitación, ocultando la botella bajo unos harapos. Malarkey lo mira.
—¿Qué piensas hacer con esa bebida, Clocklan, maloliente puta vieja?
—No pienso malgastarla en tus viejas tripas.
El aire se llena con el estallido de los corchos. Olor de paredes y cavidades húmedas. Sensación de largos corredores y cuartos ocultos, túneles en la tierra, pozos negros y bodegas de vino llenas de colchones mohosos. Una lamparita encendida en el centro de la cocina. El piso, manchado, azulejos rojos. Paredes encaladas y vigas costrosas cruzando el techo. Y más gente irrumpiendo por la puerta, cargada con bolsas de cerveza.
Sebastián se mete botellas en los bolsillos. Está armándose. Atraviesa la habitación. Una muchacha baja y robusta está de pie, sola. Ardientes ojos verdes y largos cabellos negros. Quizás el padre es fabricante de ataúdes. O ella es criada.
Sebastián a su lado. Ella marca una reja. Uf, no es criada ni sierva. Qué ojos verdes, animales. Él aferra la botella, la sostiene entre las rodillas, un rápido movimiento del tirabuzón. Luego endereza el cuerpo. Bop. La espuma parda se derrama por las comisuras de sus labios. Sonríe a la chica.
—¿Cómo se llama?
—Raro que me lo pregunte así, de improviso.
—¿Qué le gustaría que le preguntase?
—No sé. Pero es extraño que de pronto me pregunte el nombre.
—Me llamo Sebastián.
—Yo me llamo Mary.
—Mary, parece italiana.
—¿No es usted un poco atrevido?
—Buuuuubebo. Danggiggigi. Que en africano quiere decir cualquier cosa menos bonita.
—Se está burlando. No me gusta. Usted es raro.
—Tenga una botella de cerveza, Mary. Quiero decirle algunas cosas. Primero, unas palabras acerca del pecado.
—¿Usted qué sabe del pecado?
—Puedo perdonar el pecado.
—Lo que dice es pecado. No hablaré con usted si dice esas cosas.
Asumiendo el papel de caballero, Sebastián ofreció un vaso de cerveza a Mary. La llevó a un banco y se sentaron a charlar. Ella dijo que cuidaba la casa. El padre no podía mover el vientre desde hacía tres semanas y tuvieron que llamar al médico y el médico no pudo ayudarlo y pensaban que podía morir envenenado. Explicó que el hombre se quedaba acostado y no salía a trabajar. Estaba así desde hacía meses y el olor era insoportable y ella tenía que atender la casa y a los dos hermanitos.
Clocklan en el otro extremo del cuarto, haciendo la corte a una rubia de suave piel. La reunión destila matices de hastío y descontento. De pronto una botella de cerveza atraviesa volando el cuarto, y se rompe en la cabeza de un tipo afeminado. Se oyó un estremecido murmullo de admonición y un coro de aliento. Una silla en pedazos, y una muchacha se retuerce y grita que no la manosearán. Sebastián se refugia en su banco con Mary, y le relata lo que está pasando. Algo atraviesa el lugar. Clocklan se ha apartado de su rubia y conversa con un hombrecito que según dijo alguien era joyero por oficio y disposición. De pronto Clocklan levantó el puño y lo descargó sobre el rostro del hombrecito. El tipo cae al suelo, y gatea desesperadamente hacia la seguridad de un banco, lejos del mugido de Clocklan, y recibe un puntapié en el rostro de una muchacha que creyó que intentaba mirarle bajo la pollera.
Sin duda, un sótano de condenados. No puedo tolerar a los tullidos económicos y no simpatizo con los que otrora fueron ricos. Ahí están todos huyendo de todos. Quizá no puedo soportar que esta espera acabe. Los pocos que quedan en el centro de la habitación. Los otros derrotados en la batalla se habían retirado a los rincones del cuarto y no tenían opinión, de pie con los ojos vidriosos y borrachos.
Mary levanta los ojos verdes.
—Oh, qué cosas ocurren aquí.
—Una banda de desesperados, Mary.
—¿De qué región de Inglaterra viene?
—No soy inglés, Mary.
—¿Qué es, entonces?
—Norteamericano.
—¿De veras?
—Y usted es irlandesa.
—Sí.
—¿Y le gusta Irlanda?
—Me gusta. No aceptaría vivir en otro país.
—¿Ha vivido en otro lugar?
—No.
—¿Y le gusta su padre?
—Qué pregunta extraña. ¿Por qué me hace preguntas tan raras?
—Usted me gusta. Quiero saber si usted simpatiza con su padre.
—No. No me gusta.
—¿Por qué?
—Porque él no simpatiza conmigo.
—¿Por qué no simpatiza con usted?
—No lo sé, pero nunca me quiso.
—¿Cómo sabe que él no la quiere?
—Porque me pega.
—Santo Dios, Mary. ¿De veras, le pega?
—Sí, me pega.
—¿Por qué?
—Por nada.
—Debe ser por algo.
—No. Si llego tarde a casa me pregunta por qué llego tarde y no importa lo que yo diga, encuentra una excusa para golpearme y me arrincona en el vestíbulo, para que no pueda escapar, y empieza a pegarme. Me odia.
—¿En serio?
—Sí. Y sin razón. Apenas entro en la casa, lo veo sentado escuchando la radio, y voy a colgar mi chaqueta, y entonces me llama a la sala y me pregunta dónde estuve, y me acusa de ver a hombres en los parques y salir con ellos. Y yo no estuve con nadie. Luego me dice mentirosa y me insulta y si le explico que estoy diciendo la verdad, se me viene encima.
—¿Y su madre?
—Murió.
—¿Y usted cuida de su padre y sus hermanos?
—Sí.
—¿Por qué no se va? Vaya a Inglaterra y consiga empleo.
—No quiero abandonar a mis hermanitos. Son muy pequeños.
—Pero ahora no puede pegarle.
—A veces lo intenta, pero ya soy más fuerte que él.
Puedo contemplar a Mary. ¿De qué se trata? Es fácil descansar los ojos en ella. ¿También será fácil tocarla? Las mangas del sweater arrolladas hasta los codos, las muñecas esbeltas y flexibles y los hombros bien formados. No quisiera vérmelas con ella, excepto en la pasión mutua.
De pronto un estrépido en la puerta, la tabla del medio cede y aparece una enorme cabeza cantando.
El bello trasero de Mary Maloney
es la dulce manzana del pecado.
Que me den el bello trasero de Mary
y una botella llena de ginebra.
Un hombre, los cabellos congelados por la cerveza y la grasitud humana, el pecho rojo centelleante bajo la chaqueta negra, los puños nudosos rotando alrededor del cráneo pétreo, se zambulló en el cuarto lleno de almas torturadas con una canción caudalosa.
Tu madre nació de Jesús
con los cabellos blanconieve
y el más grande par de tetitas
que el mundo conoció jamás.
Mary dio un codazo a Sebastián.
—¿Quién es? Qué canción chocante.
—Es el hijo del auténtico Lord Mayor de Dublín. Y su tío escribió el himno nacional.
Mary apreciativa, sonriente.
El hombre atravesó las baldosas rojas saludando ásperamente a la gente aquí y allá, y hablando a todos.
—Me encantaron las cárceles británicas. Y ustedes hermosas mujeres. Qué bien construidas. Me encantaría hacérselo a todas ustedes y a sus hermanitos.
Vio a Sebastián.
—Por el amor de nuestro Santo Padre, el Papa, ojalá consiga otra máquina de escribir dorada. Dame tu mano Sebastián antes de que te mate a golpes con ejemplares encuadernados del Catholic Herald. ¿Cómo estás, por el amor de Dios?
—Barney, te presento a Mary. Mary, éste es Barney Berry.
—Encantada de conocerlo, Barney.
—Mary, eres hermosa. ¿Cómo estás? Me encantaría hacértelo. No dejes que esta puta te toque o te desflore. ¿Cómo estás, Mary?
—Muy bien.
Barney se alejó de un salto y subió a la mesa e inició una ágil danza de macho cabrío.
Mary se volvió hacia Sebastián.
—Parece buen tipo.
—Un hombre excelente, Mary.
—¿Su tío escribió la canción?
—Mary, cuando digo algo, es la verdad. Sólo digo la verdad. Y dígame, Mary, ¿qué piensa hacer con su vida?
—¿Qué quiere decir?
—En la vida.
—¿Qué me propongo ser? No lo sé. Ignoro qué quiero ser. Cuando era pequeña pensaba ser bailarina. No me disgustaría ir a la escuela de arte. Me agrada dibujar.
—¿Qué dibuja?
—Toda clase de cosas. Me gusta dibujar mujeres.
—¿Por qué no hombres?
—Me gustan más las mujeres. Pero también los hombres.
—¿Pero más las mujeres?
—Sí. Nunca me hicieron esta clase de preguntas. Jamás conocí a un hombre gentil.
—¿Ninguno?
—No me refiero a usted. No lo conozco. Quizá es buen hombre. Las mujeres son amables.
—¿Le gusta el cuerpo de la mujer?
—Qué preguntas extrañas. Y además, ¿por qué quiere saber eso?
—Porque usted tiene un hermoso cuerpo.
—¿Cómo lo sabe?
—Por los dientes.
—¿Cómo?
—Buenos dientes, buen cuerpo. Los dientes de Dios son dientes sanos. Mary, debe acompañarme a beber una copa.
—Todo está cerrado.
—Oh, hay lugares.
El lugar lleno de humo. Cráneos bamboleantes. Los que se vieron forzados al silencio, adheridos a los muros blancos y descascarados y los castigadores, una banda numerosa. Barney canta, y se balancea sobre las baldosas. Transpiración. Clocklan ha dejado a la rubia para llevarse al pequeño joyero hacia el fondo oscuro de las catacumbas con el fin de seguir castigándolo. Le golpea la cabeza con la base del puño. Es verdad, el lugar burbujea y se retuerce, sencillamente se retuerce. Malarkey aúlla que es un rey excelso y maldito y si los demás no lo vivan les romperá la cara. La mujer de Clocklan se sube a la mesa para bailar. Golpes y meneos, ella marca el compás. Y Percy vuelve con una ancha sonrisa que se le borra cuando ve a su mujer sobre la mesa, y dice que es una repugnante trotona y que no tiene el más mínimo orgullo, cómo baila así frente a toda esta manada.
Pienso que el padre de Mary es un patán grosero y constipado. Las cosas que existen al norte de Dublín no son nada recomendables. Pero creo que Mary tiene mucho encanto y sensibilidad. La llevo conmigo a mi jardín personal de luz de sol, al que no llamo Edén por obvias razones. Señora, puedo tocarle los pezones con los ojos. Creo que esta gente en general está toda contra todos. No les importa vivir entre sábanas sucias y proceder indiscriminadamente. Sin el más mínimo pensamiento de las consecuencias que Dios les reserva.
Malarkey tomó del brazo a Dangerfield.
—Sebastián, ¿quieres ver la cosa más sorprendente de tu vida?
—Por supuesto.
—Ven a la bodega.
Sebastián y Mary siguen a Tony.
—Y ahora, por amor de Dios no hagan el menor ruido, pues de lo contrario el viejo Clocklan tendrá un ataque. Miren ahí.
Al fondo del salón largo y oscuro se detuvieron frente a una ventana medio abierta. Se inclinan sobre el alféizar, miran por el agujero negro. En el centro del cuarto, dos figuras sobre un angosto catre de tela, remolino de cuatro piernas retorcidas. Revolcándose. Se oyó un sonoro crujido. Y luego un grito. El catre se desarma, los traseros desnudos golpean la piedra. Un Clocklan desnudo aferrándose desesperadamente a la suave piel desnuda. Ella dijo Oh Dios mío qué pasó y gimió. Clocklan gruñe, ignorando las risas que vienen del vestíbulo, pegado a la rubia gimiente.
—Sebastián, ¿alguna vez en tu vida viste algo parecido?
—Tony, debo reconocer que Clocklan tiene muchísimo espíritu.
—Sucia puta irlandesa. Sería capaz de montarse a la madre en el ataúd.
Mary vuelve corriendo a la cocina. El lugar está atestado. El piso cubierto de botellas rotas. Una muchacha de pie en un rincón, borracha, orinándose la pierna enfundada en nylon. Un lindo charco. Una voz afirma.
—Digan lo que quieran de mí, pero por Dios, no insulten a mi Rey.
—Me monto a tu viejo Rey.
—¿Quién dijo eso?
—Me monto a tu viejo Rey.
—Vamos, a ver, que se presente. ¿Quién dijo eso?
—El rey es pura mierda.
—Vean, no toleraré eso.
—Arriba Irlanda.
—Dios salve al Rey.
—Pelotas para el rey.
—Dios salve a todos los presentes. Y también a los demás.
Oh, guía mi camino de retorno a esta sangre católica. Y hablemos también de la matanza. Puños agitados en el humo y el olor. Qué escena lamentable. Bastaría un decibel de todo esto. Decadencia moral. Y una agradable carencia de fibra. Pero de decencia, ni el más mínimo rastro. Debo detener esto.
Dangerfield toma una silla y sube a la mesa, cierra los dedos sobre la lámpara eléctrica y la arranca del cielorraso. Un chisporroteo azul llameante. Cáscaras de yeso se rompen en el piso. El cuarto oscuro se puebla de gritos.
—María y José están masacrándonos.
—Sáqueme de encima las manos sucias.
—¿Quién lo hizo?
—Me han robado.
—Me la dieron. Aaaay.
En la oscuridad Sebastián guió a Mary y juntos subieron los escalones de hierro que conducían a la calle. Pasaba un carruaje.
—Oiga, buen hombre.
El coche se detuvo.
—La señorita y yo queremos beber una copa, ¿conoce algún lugar?
—Seguramente, seguramente.
Treparon al mohoso interior. Se acomodaron sobre una masa de tapizado roto y alfombras húmedas.
—¿No es maravilloso, Mary?
—¿Por qué arrancó la luz del techo? Podría haber muerto alguien.
—Me abrumó la depravación y el general decaimiento moral. Mary, ¿su padre alguna vez le pegó en el pecho?
—Me pega en todas partes. Pero sé defenderme.
—Mary, la llevaré a The Head. Donde podamos beber con gente de más categoría.
—Mejor me vuelvo a casa.
—¿Por qué?
—Es necesario. Usted va a Trinity.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo una de las chicas. Todos esos estudiantes de Trinity son iguales. Los únicos buenos son los negros. Son caballeros. No son atrevidos ni se propasan.
—Mary, tal vez no soy negro pero tampoco soy malo.
—Se rió de esa gente que estaba al fondo, toda desnuda.
—Estaban reunidos en congreso.
—Qué modo de hablar.
El coche pasa bajo el puente ferroviario. Deja atrás a los fabricantes de monumentos. Y un negocio donde yo solía guardar mis raciones. Olor frío y lechoso. A menudo yo compraba dos huevos y una tajada de tocino. A una chica de amplio pecho. Me miraba fijamente. Y una vez compré avena y salí y me emborraché terriblemente del otro lado de la calle. Invité a los jubilados a beber una copa. Vinieron todos con sus bufandas apretadas, tosiendo graciosamente. Y todos me contaron cuentos. Acerca de los hombres y sus hijas. Los oí antes, pero una vez no es suficiente —necesito escucharlos con mayor frecuencia. Y después desparramé por ahí mi bolsa de avena.
Sebastián besó a Mary. Ella se defendió los pechos con los codos. Pero entreabre la boca. Y tiene un traserito duro y muslos gruesos pero no puedo meterle la mano en el seno. Tampoco pellizcarla ahí debajo. Ni un centímetro. Dime, Mary, ¿qué te parece si tú y yo vamos donde crecen los olivos? O por lo menos donde no hay esta maldita humedad. Muchacho, qué labios estrechos.
Ahora que recorremos los muelles, recuerdo cuánto desearía ver un poco de generosidad. Esta Mary belicosa resulta un poco molesta porque es dura como una piedra y casi está intentando pelearme. Recojo esa impresión. Me sujeta la mano y sin provocación me la retuerce. Me suelto y me aparto de ella.
—Mary, tengo que mostrarte algo.
Sebastián extrajo del bolsillo una caja de fósforos. La abrió y mostró a Mary una imagen del Bienaventurado Oliver Plunket.
—¿Eres católico? Seguro que no.
—Mary, soy todo y especialmente católico.
—No puedes ser católico y además otra cosa.
—Mary, soy un gran viento que viene de East Jesus, un geek de Galia.
—Quieres burlarte. Y tengo que volver a casa. Vivo cerca del puente de la Capilla.
—Vamos, Mary, quiero que conozcas esta hermosa posada antigua. La más bella de su tipo en Europa. Y te cantaré:
Oh, la calle de la Taberna es la más tonta
de las calles enloquecidas,
oh, la mejor, realmente la mejor
para este mugido de Misurí.
—¿Te gusta?
—Tienes mucha labia.
—Mary, cuando todo el mundo sea una camalegre. Ése será el momento.
—Estás loco.
Sebastián asomó la cabeza por la ventanilla y habló amablemente con el conductor.
—Mary, vamos a un cuartito tibio con un fuego encendido. Y te pagaré unas copas si podemos sentarnos y charlar. Me gustaría hablarte de las cosas del papismo. Jamás podríamos salir adelante sin el Papa. Él mantiene un poco de dignidad en esta tierra. Si hubiese unos cuantos más como él no existiría tanto libertinaje y engaño. Mary, en este mundo hay mucha gente mala.
Mary movió la cabeza en el hombro de Sebastián y murmuró:
—Bésame de nuevo.
Sebastián se sobresaltó, enarcando el ceño.
—Mary, ¡realmente!
—No me avergüences.
Puedo ver el Palacio del Tribunal del otro lado del río. Oh, los alegatos de infracción a la paz del Rey en el reino de Inglaterra, cometidos mediante la fuerza y las armas, de acuerdo con el derecho y la costumbre de Inglaterra, no deben formularse sin mandato del Rey. Oh, estas cositas de la ley. Las conozco todas. Y un río es una corriente natural de agua de mayor volumen que un arroyo o un riachuelo. Y el Liffey es un río. Y la bóveda de los cuatro tribunales es como un chico postrado. Pero no importa. Esta Mary, con su trasero espatulado, retorciendo el cuerpo tosco y tenso. Siéntate en mi rodilla, ahora, mientras desaprendo las leyes de la cloaca. A uno le ocurren muchas cosas extrañas, de peculiar naturaleza. Quizá si tuviera un pez, muerto y legamoso y si mantuviese abierta la ventana de la señorita Frías y las cortinas corridas y esperase que el narigudo Skully asomara la cabeza y le diese un latigazo violento en la cara. Plosh. Justo entre los ojos. Pifff. Toma ésa, grosero.
Un corcovo cuando el coche pasó sobre el cordón de la vereda, dando vuelta a la calle de la Taberna. El sucio vehículo se detuvo frente a un portón de hierro cerrado. El caballo relinchó nerviosamente. Atacado de pulgas. Sebastián descendió cautelosamente y el hombre le pidió una libra.
Los dos esperando en el silencio. Una situación de ligero malentendido. La oportunidad de medirse verbalmente. Sebastián empezó calmoso.
—Dime, viejo, ¿te gustaría pasar la Navidad en el «Joy», echando los dientes por tu trasero católico?
—A esta hora de la noche es una libra.
El hombre lo mira con ojos letárgicos que desbordan chelines. Clava los ojos en los ojos sangrientos y desorbitados, marcados de gris alrededor de los globos rojos.
—Quizá quieras que te destroce esa boca de rata y te haga un bautismo celta en el Liffey, vulgar ladronzuelo.
—Llamaré a los guardias.
—¿Qué?
—Llamaré a los guardias.
—¿Qué? Maldito sea.
Sebastián disparó una mano y atrapó por la chaqueta al hombre, hasta que el rostro bajó hacia la calle y los pies se elevaron en el asiento.
—Maldito sea, di otra palabra insolente y te hago tragar el caballo y el coche. ¿Me entiendes?
—Llamaré a los guardias.
—Cuando acabe contigo no podrás llamar a tu condenada madre. Porquería. ¿Me oyes? Porquería. Una libra, bastardo. Repugnante hipócrita. No tienes decencia. Ni amor. ¿Sabes lo que es amor? ¿Dónde está tu amor, bastardo? Caramba, te estrangularé si no muestras un poco de amor. Muéstrame un poco de amor o te estrangulo.
Una vaga sonrisa se dibuja en la boca del hombre. Sus ojos son dos agujeros aterrorizados. Escenita en la calle de la Taberna. Mary baja, le tironea los dedos alrededor de la garganta del hombre silencioso.
—Déjalo. ¿Qué te hizo? ¿Por qué no le pagas y lo dejas ir?
—Cállate.
—Eres terrible.
—Cállate. Vamos a beber, todos.
Un resplandor de esperanza en los ojos del hombre, y culpabilidad. Sebastián, siempre sosteniéndolo del cuello.
—¿Vendrá a beber una copa?
—De acuerdo, entraré a beber.
—Quiero volver a casa.
—Ya está, Mary. Este caballero vendrá y tomará un trago. Y tú también.
—Quiero volver a casa. Eres terrible.
—De ningún modo. Este caballero sabe que estaba aprovechándose de mí. Sé bien cuánto es hasta la calle de la Taberna.
Mirada esquiva del hombre.
Sebastián se acercó a la verja de hierro y extendió una mano y oprimió el botón del timbre en la pared. Espera. Sebastián sacude la verja. Un murmullo suspicaz surge del callejón oscuro.
—¿Quién está ahí? Basta de escándalo. Váyase a dormir… aquí no hay nada.
Sebastián mete la cara entre los barrotes.
—Viajeros del Oeste. Sólo diez minutos. Somos amigos del hombre de la barba.
—Váyanse. Salgan de aquí. ¿Qué se creen que es esto?
—Nos envía el hombre de la barba. Amigo del cadáver.
La voz se aproxima.
—Muéstrese a la luz, y deje de armar escándalo. Ni muerto estaría una tranquila con el ruido que hacen. A ver la cara. ¿Quién es la mujer? Aquí no se admiten mujeres. ¿Qué se creen que es esto?
—Vamos, vamos… es la Dama del Alba.
—La Dama del Alba, mi trasero. Esto es intolerable (usted ya estuvo aquí) ¿por qué tanto barullo? Usted sabe que no puede comportarse así. No hagan ruido al entrar y váyanse pronto.
—Oh, usted es una mujer excelente, y tiene el cuerpo de una mujer de treinta.
—Acabe con eso. ¿Dónde está el hombre de la barba?
—En Maynooth. Dijo que el precio de la bebida era escandaloso y por unas plegarias podía conseguirlo gratis.
—No diga blasfemias y cuidado con esos barriles. Usted es un embrollón… Los conozco muy bien a todos.
—Vamos, vamos, señora…
—No me llame señora… sé lo que anda buscando.
El grupo avanza lentamente. Llega al final del corredor. Atraviesa una puerta. A lo largo de la pared oscura. El interior del cuarto medieval de luz amarilla. El ojo pineal del mundo.
—¿Dónde está Catherine, la chica? Envíela con dos cervezas calientes y un vasito de ginebra para la dama, y lo que guste usted misma. Y no me desagradaría un ratito en la cama con usted.
—Oh, acábela con eso, y no haga ruido.
En este semicírculo de expectativa. Sofás rechonchos y retorcidos. Aquí no hay mucho sentido de fraternidad británica a pesar de lo deportivo de la habitación, con cuadros de cacerías por todas partes. Catherine es una belleza y lo mismo Mary alrededor de la nariz y los ojos. Pero éste es un sofá de cerda de caballo. Canta conmigo, Mary.
Sebastián
bendito eres,
y Sebastián,
y también la auténtica canción.
Una mecha nocturna reunida
con un sótano repleto de besos.
Móntame.
Toca, hip, mi tierno
yo,
el gran árbol del amor.
Catherine, la doncella, entró con una bandeja de bebidas. Mira a Sebastián con una sonrisa astuta y tímida. Ojos azules, y algo de la bovinidad celta en los tobillos. El cochero se limpia la boca con la manga y limpia el borde del vaso con la mano para purificarlo.
Mary sentada inmóvil, alisándose la pollera y mirando a Sebastián.
—¿No te gusta, Mary?
—Está bien.
—Señor, es una excelente cerveza.
—Bastante buena.
—Tiempo lluvioso.
—Sin duda.
Me parece que no llegaré muy lejos con esta conversación o con Mary. Procuro excitar su simpatía por mi condición de individuo ajeno a la iglesia y a la gracia. Puede ser el agujero de la aguja que me permita llegar al suyo. Mi enfoque de la vida es cloacal. Mucha gente lo ha dicho. No por eso me propongo aflojar. Si hay ilusión, gocemos del asunto con elegancia. Te tendré, Mary. Como a Marion. En los buenos viejos tiempos tenía a Marion bien atada. Alrededor del dedo. Arriba a preparar el té. Y tostadas. Eso era amor. Pero yo lo maté. Las cosas no duran. Cambian. Y a veces se multiplican, como los bebés.
Entró la encargada del establecimiento.
—Bueno, fue la última vuelta. Tengo que acostarme.
—Una para el camino y para usted. Somos viajeros muy cansados.
—¿Quiere que me arresten?
—No sea que nos maten al salir.
—Acábela. Usted es una buena pieza. Si los dejo entrar, no puedo sacarlos. Una vuelta y nada más. Catherine, dos whiskies y una ginebra, y afuera. En los tiempos que corren no se puede conseguir que trabajen, sólo piensan en trapos y salir a bailar. Antes les rompía el trasero a patadas, a ella y a sus amiguitos. Ahora no quieren trabajar.
—No saben ocupar su lugar.
—Si lo sabré. Vienen del campo y cualquiera diría que son niñas de sociedad. Hay que bajarles los humos.
—Las he visto viajando en primera clase.
—Ésas deberían caminar… jamás en primera clase.
—Disciplina. Más disciplina.
—Salen con negros todas las noches de la semana. Yo les quitaría eso.
—Llegará el día en que reciban el merecido castigo por su pereza. Estoy segura.
—Cuanto antes mejor.
—Creo firmemente en la justicia.
—Totalmente de acuerdo.
—Ahora, si me disculpa un momento, debo hacer pipí.
—Son trece chelines y seis peniques.
—Mi cochero la atenderá.
Sebastián se abrió paso por el corredor y salió a una puerta al aire libre. Orinó profusamente. Se encontró con Catherine que volvía en la oscuridad. Se entrelazaron. Y ella le puso la mano entre las piernas. Y dejó caer ruidosamente la bandeja. El corredor se iluminó súbitamente.
—¿Qué están haciendo? Vamos, no toleraré eso con mis empleadas. Basta. Catherine, quita los brazos del caballero, sucia porquería.
—Vamos, vamos, está bien. Catherine y yo nos perdimos en el corredor.
—Lo conozco bien, Romeo. Y tú vuelve a la cocina, descarada. Porquería.
Sebastián aplicó a madame un pellizco en el trasero mientras valsaba pasando a su lado y ella le aplicó un golpe en la mano. Oh, Dios, oh. Iremos a sentarnos todos bajo el árbol shittah. Algo que nadie sabe es que empeñé un espejo de un retrete público. Uno de esos artefactos modernos, atornillado. Usé el extremo de un tenedor para sacar los tornillos, y fui a lo de mi prestamista. Después me dirigí al cine Grafton para cenar en el interior seudotúdor. Sentado al lado de la ventana, desde donde podía ver Dawson Lounge escrito en un alto muro. La felicidad puede ser incómoda. Y la espera de la comida fue grande, pero evoqué unos pocos temores para moderar el resplandor de la dulzura conservadora. La empleada, una hermosa muchacha de complexión oscura, la boca generosa y los dientes blancos y los pechos saludables de opulenta ondulación mientras se acercaba con las fuentes de comida. Oh, cómo me despierta el apetito.
Madame de pie en la puerta, el enorme busto sobresaliendo del corredor.
—Y ahora basta, afuera todos, antes de que vengan los guardias y echen abajo la puerta.
—Permítame agradecerle la agradable velada.
—Afuera.
—¿Me estoy convirtiendo en perro?
La dueña de casa se echó a reír. Los empujó hacia la salida, pasando al lado de los barriles. Y borrachos acechando en los portales, vomitando y meando. Sebastián dijo al cochero que los dejase en el Puente de Metal, y que llegaría el tiempo en que él le reembolsaría tanta amabilidad.
Subieron los escalones lisos. De pie, mirando las gaviotas y los cisnes. Mary aferró el brazo de Sebastián.
—Una hermosa vista.
—Sin duda.
—Todas las gaviotas.
—Sí.
—Me gusta hacer esto.
—¿De veras?
—Cierto.
—Sí, es una sensación agradable.
—Como si uno flotara, o algo así.
—Sí, flotando.
—¿Qué pasa, no te gusta?
—Me encanta Mary.
—Hablas sin parar, y de pronto tienes una idea y callas.
Me había distraído la comida en el restaurante del cine Grafton. Porque la empleada era tan amable. Una fuente colmada de excelentes y gruesas salchichas, y lonjas y una montaña de papas doradas. Oí a la empleada decir por la escotilla que se apurara porque el simpático caballero estaba muerto de hambre. Y el té era tan sabroso que yo me reía sin poder contenerme con el goce desbordante de todo eso.
Y una suave brisa de la calle Grafton, que me tentaba a vivir eternamente. Pero sé cuándo ha llegado el momento de hacer crecer las margaritas, aromáticas y frecuentes. Y justo cuando estaba acuchillando una salchicha se oyó un grito. La puerta de la cocina se abrió bruscamente. La empleada salió disparada, una fuente blanca se le rompió en la cabeza, perseguida por una joven de rostro sudoroso, el cabello, mechones congelados en desorden alrededor de la cabeza. Gritaba que quería matar a alguien, que no podía soportar más en ese agujero caliente. Gritaba y decía que la dejaran sola. Siguió rompiendo platos. Y egoístamente, temí la posibilidad de que destruyese mi placer. En efecto, sentí que la indignidad de todo el asunto me había arruinado la comida. Pero se calmó y le dieron cinco minutos de descanso para que depurase la cabeza de toda esa rebelión. Sólo por mi comida, yo desbordaba ternura hacia su piel trabajadora y los manchones rojos de sus piernas. Pero la disciplina es necesaria. De todos modos, apoyo totalmente ese momento de ensueño cuando uno ya no aguanta más.
Sebastián se inclinó sobre el hombro áspero de Mary, y besó la comisura de su boca, mientras ella apartaba la cabeza.
—No lo hagas donde todos pueden vernos. Vamos a mirar la vidriera del negocio de lanas.
Cruzaron el puente, tomados de la mano. Contemplaron las prendas de lana. Mary dijo que estaba ahorrando para comprarse un vestido en primavera. Explicó que el padre nunca le permitía comprar ropa nueva, y que la acusaba de querer usarla en los bailes.
Dijo a Sebastián que tenía amigas que iluminaban fotografías, y que algunas de las tomas no eran muy agradables. Quizá ella hiciese lo mismo muy pronto, porque el tío tal vez recogiese a los hermanos, y entonces sería libre. Lo único que no le agradaba de la vida en Phibsboro era la cárcel de Mountjoy. Un día que pasaba por la cárcel vio a un hombre aferrado de los barrotes y tenía una extraña barba y le pidió que le trajese un poco de champaña y salmón ahumado. Sólo atiné a escapar y es lo mismo en Grangegorman, todos corriendo de un lado para el otro con la cabeza vacía.
Pasaron frente a las casas viejas y ruinosas de la calle Dominick. Mary le mostró la casa donde vivía antes de mudarse a la calle Cabra. Dijo que era un lugar terrible lleno de borrachos y los tipos se mataban con cadenas de bicicleta. La aterrorizaba la idea de salir de noche. Pero en la calle Cabra se paseaba por el Jardín Botánico y le gustaba leer los nombres raros de las plantas en latín, y paseaba a lo largo del Tolka, un bonito río.
—Vivo aquí.
Se detuvieron frente a una casa de ladrillos rojos.
—Mary, ¿cuándo puedo volver a verte?
—No sé. Si hablas bajo podemos entrar en el vestíbulo. Vivo arriba.
—Mary, eres una chica simpática.
—Les dices lo mismo a todas.
—Deja que te bese la mano.
—Está bien, si quieres.
—Hermosos ojos verdes, y cabellos negros.
—¿Crees que soy muy gruesa?
—De ningún modo. ¿Estás loca?
—Bueno, estoy a dieta.
—Déjame ver. Oh, de ningún modo, sólo llenita. Y esto, está perfecto.
—Eres atrevido.
La espalda contra la pared, él frente a Mary y los brazos tensos, teniéndola por los codos cubiertos por la chaqueta de color ciruela. La besó, y ella echó hacia atrás la cabeza.
—¿Te gusta, Mary?
—No debería decírtelo.
—Puedes decírmelo.
—Pero tú no besas como los demás.
—¿Los demás?
—Sí.
—Pero, Mary, soy hombre refinado.
—Pero ellos no hacen así.
—Y no son refinados.
—No es eso.
—Te daré otro.
Ella cierra los brazos sobre la espalda de Sebastián, aprieta.
—No hacen así.
—¿Te gusta?
—¿Por qué quieres saber?
—Quiero llevarte.
Un ruido a través del cielorraso. Mary se inmoviliza, la cabeza echada hacia atrás, atenta. Murmura.
—Dame la mano.
Lo conduce al fondo del vestíbulo y baja dos escalones detrás de la escalera. Esperan, y luego ella descansa la mano en los cabellos de Sebastián, y rasca. Bueno para la caspa. Oh la vibración en este vestíbulo. Se respira seguridad. Mary, tu boca y la salsa de tomate.
—Sebastián es un nombre raro.
—Venerable.
—¿Qué?
—Eso significa. Merecedor de honor y respeto.
—Eres extraño.
—Iiiii iiiiii iiik
—Eres un tipo de labia.
—Y tú una chica bien formada.
—Lo dices por decir.
—Oh, de veras. Mira aquí, qué hermosura. Y allí también. Grande en todas partes.
—Aquí no estamos seguros.
—¿Dónde?
—Podríamos ir atrás. Es muy tranquilo.
Una luz al final del corredor. Caminan frente a una hilera de cochecitos rotos, excelentes para transportar cosas a la casa de empeño. Pueden pasar frente a cualquier propietario. En los tiempos que corren hay que estar alerta. Tengo hambre de amor. No amor común, sino auténtico. El amor que es como música o algo así. Mary es una chica buena y fuerte para el trabajo pesado. Limpiar pisos y cosas por el estilo. Ella y una casa que sea refugio del alma. Ya estoy harto del tipo delicado. Si consigo a Mary como doncella, a Chris como pensionista, la señorita Frías como secretaria y Marion para dirigir todo, formaríamos un grupo magnífico. Podría ocupar mi lugar en la sociedad, arreglarme la ropa y todo lo demás. Oh, habrá cambios. No toleraré tonterías, ni descuidos. Por lo menos tengo normas. Y sé que la sociedad respeta a un hombre por su disciplina.
Lo sostenía de la mano, y lo guiaba. A esta hora de la madrugada. Debo volver a casa. Y este olor de estiércol. Mary abrió la puerta derruida de un galpón.
—Cuidado con las bicicletas. Por aquí.
—¿Qué es esto?
—Carbón.
—Por amor de Dios.
—¿Qué pasa?
—¿Qué es esto, Mary?
—Un colchón.
El tableteo de una escoba que cae. Mary murmura atemorizada:
—Jesús, María y José.
Y Sebastián, solícito.
—Ruega por nosotros, Bienaventurado Oliver.
—Estaremos bien. ¿Quieres una botella de cerveza?
—Mary, te querré hasta el último suspiro. ¿Dónde está?
Mary mete la mano detrás de las cajas y la turba.
—Es del dueño de casa. La oculta aquí, cuando las tabernas cierran. La esposa le arma escándalo si trae bebida a la casa.
—Eres muy buena, Mary.
—¿Dices muchas cosas sin pensarlas?
—¿Qué?
—Lo que dijiste.
—¿Qué dije?
—Cuando te expliqué que tenía la cerveza.
—Ven, siéntate a mi lado mientras abro la botella.
Se acercó y se sentó en el colchón, a su lado, apoyada en la pared, mientras él quitaba el corcho con una maniobra de la muñeca. Estamos entre restos de carbón. Y una pila de turba. Ocurre que yo sé que los perros y los gatos prefieren el carbón y la turba. Y no me agrada sentarme en medio de todo eso.
—Mary, está muy tranquilo aquí.
—Sí, hay paz.
—Lo necesito, Mary.
—¿Por qué?
—Por muchas razones. Pequeñas dificultades aquí y allá. La mayoría malentendidos. Una chica como tú me reconforta mucho.
—Aquí no está muy limpio ni es muy cómodo.
—Acércate.
—No sé qué decirte.
—Estoy casado.
—Ya lo sé.
—Por el buen Dios, Judas, José y el surtido general de bienaventurados y santos.
—Pero no me importa que estés casado. Creo que nunca me casaré.
—No lo hagas.
—¿Por qué?
—Podría tocarte en suerte un irlandés.
—¿Y qué?
—Vuelven borrachos a casa y te rompen la cabeza. Se arrojan sobre tu trasero todos los sábados por la noche y por poco te matan. Y otras noches también. Cerdos. Mary, no querrás eso.
—Quizá.
—En ese caso, nada tengo que aconsejarte. Consigue otra botella de cerveza.
—Bebes rápido.
—Indispensable, Mary, vista la general falta de decencia.
—¿Qué haces?
—Estudio derecho.
—¿Y además?
—Horticultura. Colecciono estampillas, y adornos de bronce de los caballos. Me interesa mucho la observación de las aves. Rehuso jugar. Rehuso absolutamente apostar a un caballo.
Los ojos de Mary cavilosos. Sebastián se inclina y aprieta los labios en su oreja. Mary se inclina sobre él. Y yo meto la mano bajo su sweater. Estas dos montañas que emergen del mar.
—Mary, ¿vendrías a Inglaterra conmigo?
—Sí. Iré adonde tú quieras.
—Necesitaremos un poco de dinero.
—Tengo treinta libras en el banco.
—Alcanzará.
—Pero no estoy segura de poder retirarlas.
—¿Están a tu nombre?
—Sí.
—El dinero todo lo puede.
Dangerfield gruñe pues ella no era un peso liviano. Pero aquí tenía una muchacha buena y fuerte, no teme al trabajo, no lo creo. Dispuesta a poner el hombro para empujar la rueda. Ese es el problema del mundo, no hay bastante gente que ponga el hombro a la rueda, y dejan que otros hagan el trabajo. Hay que sacudirles la pereza, se van los domingos, estúpidos paseos por el campo. Es doloroso verlos buscando algo que hacer el día libre. Tengo que poner a Mary de espaldas porque los pedazos de carbón atraviesan el colchón y se me clavan en la columna. Off. Como una tortuga que se vuelve. Vamos, muévete. Me parece que no estoy en condiciones de hacer este esfuerzo. Circo, payasos, arriba el sweater. Uf, qué hombrón y cómo jadea. Mi pensamiento más penetrante se entretiene con el cuerpo de otra, y penetra hasta la raíz. Cuántas cosas más interesantes pueden hacerse con treinta libras, que no tenerlas en el banco. Tiene los senos en todo el pecho. Nunca conocí pezones como estos. Seguro que son buenos para amamantar. En la calle Grafton hay un restaurante llamado La Ubre, atendido por robustas matronas del campo. El almuerzo de tetas es una especialidad. No más privaciones del seno. Porque en mi propio caso nunca me parecen suficientes, y aunque esta noche estoy un poco cansado me encanta jugar con este extraño par.
—Sebastián, nunca sentí una cosa así. Adentro es todo púrpura. Hazme todo, todo lo que quieras. Quiero que lo hagas todo.
—Tranquila, Mary. No querrás tener un bebé, ¿no es cierto?
—No me importa. Quiero todo, todo.
—Te arruina la vida.
—Igual lo quiero.
—Otra noche, cuando esté preparado.
—No quiero que uses esas cosas. Lo quiero así. Vamos.
—Por Dios, cálmate, Mary. No lo arruines todo. No seas tonta.
—No soy tonta, sé lo que quiero.
—Los dos nos arruinaremos. Los bebés quieren comer, no te lo permito. Esta noche no.
—Por favor, hazlo. Quiero todo. Nunca sentí una cosa así.
—Volverás a sentirlo.
Mary aplasta sus labios sobre él. Enlaza la rodilla de Sebastián con sus muslos, lo aplasta contra el suelo y voltea una botella de cerveza. Jesús, Mary, no puede ser. No me hagas esto. En mi vida ya hay bastante malentendido, no necesito un hijo ilegítimo. Ella quiere obligarme a ceder. Rehuso absolutamente entregarme por la fuerza. Qué indignidad. Está loca. Sin reservas. No se para en nada.
—Mary, seguro que alguien nos oyó.
—Todos duermen. Me gusta.
—¡Mary!
—Me gusta.
—Mary, de veras.
—Me gustas.
—Mary, nos descubrirán.
—Me gustas tanto.
—Mary, basta.
—Me gusta sentirlo. Nunca sentí nada igual. ¿Es veneno?
—Cura el dolor de garganta.
—Puerco.
—De veras.
—Ahora me lo apliqué.
—La espalda me mata, Mary. Afloja un poco.
—¿Así está mejor?
—Mary, la botella de cerveza se derramó por todo el piso.
—La besé.
—Mi cerveza.
—¿Seguro que no es veneno?
—Cuidado, Mary. Me haces doler.
—Qué rico. Me gustas. Si quieres me voy contigo.
—Un lindo viajecito. ¿Puedes ahorrar algo? Mary, el dinero es importante.
—Tengo solamente las treinta libras. No puedo ahorrar.
—Con un poco de cuidado. Mary, sobrevivir es la orden.
—Por favor, bésame.
Su mano aferra desesperadamente una botella de cerveza, besa la boca afiebrada de Mary y ella le abre la camisa y le besa el pecho. Los cuerpos ruedan a un lado y al otro. Mis problemas me acompañan a todas partes, incluso en los desvíos. Por lo menos Mary y yo tendremos lo suficiente para vivir en Londres. Unas vacaciones para mí. Un empleo para ella. Aflojaré algunas de estas cadenas irlandesas. Con tal de que me mantenga lejos de Gales y la cárcel. Porque allí estaré protegido. Ocho millones más. De este sótano abandonado de Dios con el trasero desnudo de Mary brincando sobre mí. El momento de adoptar decisiones. Prepararé una trampa para Skully con un saco, ya saben ustedes de qué, listo para caerle en la cabeza. Y secreto, muy silenciosamente y por la noche. Con la experimental Mary. La visión del asunto casi es demasiado. Un festín de alegría. De todos modos, Mary, toma de mí lo que necesites para que no vayas por ahí pidiendo más. Una orgía sexual, si es necesario, todo lo que pueda darte, porque ahora me voy. Déjamelos. Con mi nueva lengua. Pienso ser una realidad.
—Te quiero, Sebastián.
—Mary, tus lindos ojitos.
—Quiero irme contigo.
—Necesitamos dinero para los dos.
—También tengo cuatro libras ahorradas para mi vestido.
—Es mejor que las traigas.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Mary, por un tiempo no.
—¿Por qué no?
—Tengo que hacer planes.
—Pero, ¿por qué no puedo verte?
—Mi esposa.
—No tiene por qué saber.
—Hay que tomar precauciones.
—Pero yo quiero quedarme contigo.
—De acuerdo, pero debemos tener cuidado y no apurar las cosas. Puedo ir primero a Londres, y luego te vienes. Necesito un poco de dinero.
—Te daré algo.
—Puedo necesitar bastante.
—Puedo darte la mitad.
—No necesito tanto, pero ya veremos.
—Quiero ir contigo.
—Te escribiré. A Poste Restante.
—Está bien. ¿Lo harás?
—Confía en mí, Mary. No quiero que tu padre sepa. Tenemos que evitar las situaciones desagradables.
—Es un bastardo.
—Mary, no debes decir eso. Es un hombre un poco confundido. Hay muchos como él. Pero no lo tomes a mal. Recuerda, duro pero justo. Así son las cosas. Y, Mary, no quiero que te equivoques. Te daré una semana o dos para pensarlo, y si entonces aún quieres venir, envíame diez libras. Al principio puede ser difícil.
—No me importa, mientras me dejes estar contigo.
—Mary, mira si hay otra botella de cerveza antes de que me vaya. Un traguito para acompañar mi largo viaje. Fíjate si hay una o dos para llevar. Me ayuda a pensar.
—Te gusta mucho la cerveza.
—Mary, gustar no es la palabra. La llevo en la sangre y también en otros lugares. Quiero que me escribas al Poste Restante de la oficina de Geary. Pero no uses mi nombre. Escribe a Percivil Buttermere. La ortografía es importante. P-e-r-c-i-v-i-l B-u-t-t-e-r-m-e-r-e.
—Raro.
—Mary, es cuestión de saber quién aguanta más.
—Me gustas. ¿Y viviremos juntos y harás todo eso? ¿Sí?
—Claro.
—No me importa si morimos.
—No digas eso. Provocas a Dios. Debemos desalentar esa actitud. Envuelve las botellas.
—Bésame otra vez.
—Y no te olvides de Percivil Buttermere. Es muy importante. Te diré cuándo debes enviar el dinero. Ni una palabra a nadie.
—No hablaré. De todos modos, no tengo con quién.
—Tengo que marcharme.
—La última vez, con la lengua.
Gritos en la casa de Mary, pero no de ella. Me alejé rápido de la calle. Pasé por el mercado de ganado. Y hombres gritando a los vacunos. Cuál es cuál. Empujaban a las reses gimientes por las puertas y les disparaban en la cabeza o las ponían en el barco. La noche ha concluido. Significa que hay que esperar otra.
Una mañana fresca y nueva. Unas pocas almas en las calles. Entró en una taberna donde los viejos estaban sentados, las manos aferrando vasos de sidra, escupiendo en el aserrín. La conversación cesó cuando entró Dangerfield. Todos se volvieron para mirar.
Había un hombre
que armó una nave
para marcharse
pero se hundió.