Estos días puedo deslizarme en el cuarto de baño y realizar dignamente mi tocado.
La señorita Frías pasa frente a mi puerta. Marion la deja abierta en el ajetreo de la comida de la nena. Yo estoy en la cama y miro a la señorita Frías que pasa en diferentes etapas de sugestivo descuido. En su kimono rojo, las canillas rojas, agradables con el tipo de tobillo delgado que yo prefiero. En realidad, la señorita Frías está bien construida. Y esta mañana me vio. Sonreí, como uno hace en casos así. Se le puso escarlata el cuello. Está muy bien que la cara se sonroje, pero cuidado con las que tienden a sonrojarse en el cuello.
Fui a tomar el desayuno. Querida hija cierra la boca piojosa. Ciérrala. O le meteré algo para taparla. Y por cierto no será jalea de grosellas.
—Daaa, da.
—¿Qué pasa?
—Aaa, da puu-puu.
—Deja tomar el desayuno a da-da. Da-da tiene hambre. Y ahora, cierra la boca.
—Basta. Tiene perfecto derecho a hablar.
—La encerraremos en el garaje… no entiendo por qué no se usan cadenas para sujetar a los chicos. Voy a Trinity.
—Adelante, no te lo impediré.
—Pensé que querrías saberlo.
—Bien, no me interesa.
—Vamos, vamos. Mi retorno. Me parece que deberíamos pagar una libra de la cuenta de electricidad. Marion, ¿me escuchas?
—Te oigo.
—Sería buena idea resolver una parte de ese problemita.
Marion vierte leche en un recipiente.
—Oye, Marion, ¿estás enferma? Ahora, por todos los demonios…
—Deja de usar ese lenguaje frente a la niña. Y también frente a la señorita Frías. Estoy harta. Si quieres ir, pues hazlo.
—Vamos, Marion, sé razonable. Más tarde o más temprano hay que pagar las cuentas, porque de lo contrario cortarán la corriente. ¿Qué pensarán las señoritas Smith? Yo creo que…
—Por lo que más quieras, deja de gimotear. ¿Desde cuándo te preocupa lo que la gente piense?
—Siempre fui así.
—Qué porquería.
Sebastián se pone de pie y camina hacia la cocina, y pone el brazo sobre los hombros de Marion.
—Por favor, quítame las manos de encima.
—Marion.
—Creí que pensabas ir a Trinity. Vete, pues.
—No quiero desaprovechar la salida.
—Qué mentiroso.
—Eres un poco severa, Marion.
—Y vuelves borracho.
—Por favor. Te meteré una bala en la boca.
—Por qué no peleas con un hombre. No pienso darte un penique.
—Tengo una propuesta…
—No pienso cambiar de idea.
—Muy bien, Marion. Si así lo quieres. Sé protestante y miserable. Si me disculpas. Me marcho.
Sale de la cocina con el rostro de piedra. Toma un bolsón del saloncito y se mete en la habitación de la señorita Frías. Dos jarrones. En el bolsón. Y el sombrero hongo bien ajustado sobre el cráneo. Sale rápidamente por la puerta del frente, tropieza en la bajada y al suelo. Cae de cabeza sobre el laurel, la cara golpea el suelo cubierto de hojas en descomposición. Los jarrones en alto, por razones de seguridad. Algunas malas palabras para aliviar la tensión. Tironea el portoncito verde. No se abre. Un puntapié. Se abre bruscamente. El gozne inferior cuelga del resorte.
Llegó a Dublín en el piso superior del tranvía. Se deslizó entre la multitud elegante de la calle Grafton. Pasa bajo las tres bolas de oro y se acerca al mostrador. Deposita los dos jarrones. Un hombre funeral se inclina murmurando sobre ellos.
—Bien, señor Dangerfield.
—Herencias. Fino Waterford.
—Ya lo veo, señor Dangerfield. No se vende mucho en estos tiempos. Parece que la gente no le da mucho valor.
—El vino está popularizándose mucho.
—Ah sí, señor Dangerfield. Ja.
—Los norteamericanos se enloquecen con estas cosas.
—Diez chelines.
—Que sea una libra.
—Quince y no discutamos.
Sebastián se volvió con el dinero. Chocó con un hombre que entraba por la puerta. Un hombre de cráneo rotundo y hombros perfilados contra el tiempo.
—Jesucristo vuelve a casa a descansar. Sebastián.
—Percy, cómo te va.
—Desagoto la mierda de los baños públicos de Iveagh House. Bebo lo que encuentro y monto cuando puedo.
—Realmente magnífico.
—Y vengo a empeñar cinco libras de carne.
—Eh, imposible.
—Aquí está.
—Percy, es increíble.
—Bebamos una copa. Espera un segundo mientras dejo la carne, y te lo contaré todo.
Sebastián esperó bajo las tres bolas. Percy, sonriente, salió y empezaron a andar por la calle. Percy Clocklan, un hombre bajo y corpulento. Tan vigoroso que podía derrumbar las paredes de una habitación soplando fuerte. Pero lo hacía sólo en las casas de la gente que no le gustaba.
Se sentaron en el rincón de una minúscula taberna. Unas pocas brujas cada una masticando sus propias encías en los oídos sordos de la otra. Diciéndose las cosas más sucias que pueden imaginarse. Realmente chocante. El rostro de Percy Clocklan era todo sonrisa y alegría.
—Sebastián, lo he tenido todo. Mi padre fue gerente de un banco. Mi hermana miembro de la Sociedad Expiatoria, mi hermano director de una empresa y yo vivo en Iveagh House, sobre la calle Bride, un refugio de pobres y moribundos.
—Ya vendrán tiempos mejores.
—Deja que te explique. Aquí estoy, educado con la crema en Clongowes. Nueve años en el comercio textil aguantándome a esos terribles idiotas y ni un aumento. Le dije al gerente que se metiese la mercadería en el culo. Jesús, no debería haberlo hecho. Mírame ahora. Todas las mañanas tengo que agarrar un caño y dedicarme a limpiar la porquería de estos bastardos irlandeses que vienen de noche hartos de encamarse y hacen sus cosas en los pisos. La otra noche sorprendí a un viejo piojoso meando en la fuente. Pero saco apenas un chelín para una comida y dos chelines y seis peniques para pagar la cueva donde duermo. Soy el mozo. Y ésa es la cosa buena. Y me pagan y me meto en las piezas y por ocho peniques tengo a las que se retrasaron.
—Percy, ¿qué querrías tener en la vida?
—¿Sabes lo que quiero? Te lo diré. Y puedes escuchar a esos malditos cretinos que están sentados ahí hablando idioteces durante horas y no llegan a ninguna parte. Te diré lo que quiero y en realidad es todo lo que quiero. Quiero una mujer con las tetas y el culo terriblemente grandes. Las tetas y el culo más grandes de todo el puterío. Me la monto… Oh las tetas, las tetas. Pensar en ellas. Dios sabe lo que es bueno. Nada más que las tetas, y un culo muy grande de modo que pueda volver a casa por la noche y tirar un pedazo de carne en la parrilla y llenarme las tripas y luego montármela. Quiero algunos chicos. Algo por qué trabajar. Incentivo, eso quiero. Estoy aquí en una maldita taberna irlandesa perdiendo el tiempo. Me acerco a los cuarenta y tal vez podría haber sido un tipo importante con automóviles y criadas, pero no me importa una mierda. Ahora eso terminó y es inútil quejarse. Pero si tuviera una mujer con un par de tetas terriblemente grandes no me verían más el pelo en una taberna. Sería tan feliz como el pecado. Me casé una vez pero nunca volveré a cometer el mismo error. Quería beber todas las noches y tenía terror de los hijos.
—Percy, primero el embarazo. Y luego la copa para reaccionar de la inseguridad que trae el embarazo.
—Ya lo sé. Ya lo sé. Fui un terrible estúpido. Pero ella no quería saber nada. Decía que era demasiado joven para esclavizarse con los hijos. Ahora comprendo mejor. No quería renunciar a su empleo. Yo no tenía ninguna influencia sobre ella. Ahora no me importa, cualquier puta vieja me sirve, y montones de vino tinto para olvidarme de la comida y del alquiler.
—¿Y dónde conseguiste esa carne?
—Sebastián, ni una palabra de esto. Mira, es confidencial. Tenía esa tipa que trabajaba con los carniceros. Me pasaba hasta ocho libras de la mejor carne del día. Vendía tres o cuatro libras y me quedaba bastante para conseguir mi botella de tinto y meterme el resto en la tripa. Anduve bien muchos días. De tanto en tanto le daba unas libras al viejo Tony Malarkey para sus chicos. Viví un tiempo con él, pero es como una gallina irlandesa, cacareando y celoso cuando yo venía de una noche con las retrasadas. No puede soportar que otros lo pasen bien. De modo que me mudé. Pero descubrieron a la mujer.
—¿Y hoy dónde conseguiste la carne?
—Ahora te lo explico. La sorprendieron robando la maldita carne y ahí mismo la echaron. Y esa noche quiso que me la montara gratis, y yo le dije si creía que era un toro de establo para malgastar mi energía en su esqueleto irlandés y sus tetitas chatas sin un pedacito de carne detrás. De veras, hay gente que no tiene decencia. Sebastián, eres el único tipo decente que conozco. Cuando tienes dinero pagas una copa y no cacareas. Yo debería haber sido cura y habría llamado todas las semanas el furgón de Morgan, con unos buenos tragos y un ama de casa con tetas como pirámides; entonces sí que hubieras oído buenos sermones. Habría enseñado la maldita decencia a esta gente. Pero cuando no conseguí más carne de esta puta irlandesa, busqué otra en una carnicería. Entraba todos los días a comprar huesos para una semana, y no pasó mucho tiempo antes de que empezara a sacar carne para mí.
—Eres un tipo terrible.
—Y hay una nena irlandesa en la Iveagh House que la tiene conmigo. Dice que un par de pelotas decentes en la mano vale más que un pene volando.
—Percy, serías un excelente marido.
—No me vengas con ésas.
—De veras.
—Mírame. Estoy perdiendo el pelo. Duermo al lado de un montón de vendedores de diarios y todos me dicen hola en la calle Grafton. Yo, del Clongowes Wood College.
—Mírame, Percy.
—Te miro. Más dinero que el presidente con el cheque de los veteranos.
—Percy, los gastos son enormes. Y tengo que mantener mi dignidad.
—Dignidad de puta irlandesa. ¿Quieres venir a una fiesta?
—Esta noche no.
—Sebastián, ¿estás loco? En la casa de Tony, las Catacumbas. Tony quiere verte. Oí decir que O’Keefe se fue a París y se hizo maricón.
—Es cierto. Está en una ciudad pequeña y persigue todo lo que se mueve.
—Dios, ven a la fiesta.
—No puedo.
—Entonces, bebamos una copa.
—Percy, he sufrido mucho desde la última vez que te vi. Cierto señor Skully, que es el dueño de la casa donde yo vivía, me busca para reclamarme dinero. Y además, hay algunas casas de comercio.
—Sebastián, deberías dedicarte a las apuestas. Ahí está tu problema. Una apuesta me cambia completamente el día. Caray, vamos a tomar una copa de vino tinto.
El vino tinto es dulce y espeso, sangre muerta seca. Corre por las calles. Sólo atino a imaginarme que me gustaría estar entre dos muslos. Conocía a una chica que usaba un sweater anaranjado. Le ponía las manos sobre la desnuda cintura del vientre esbelto. Era una lechera. Yo era un caballero. Estábamos sujetos en un abrazo erótico.
Bajaron por la calle entre los chicos y las alcantarillas de granito hablando del dinero que se hacía criando ovejas.
—Sebastián, ¿alguna vez te montaste una?
—Realmente, Percy.
En
Argelia
hay una ciudad
llamada
Teta.