Apelando a engañosas seducciones, Sebastián se metió en el II de Parque de Oro. Varias noches después de las diez y media se dirigió, dando grandes rodeos, al I de la calle Mohammed para proceder tranquilamente al saqueo de diferentes artículos. Los transportó en bolsas grises de las que se usan para llevar cerveza. En la casa de empeños cambió un espejo grande por un sombrero hongo, un ardid destinado a evitar que lo reconocieran. E hizo arreglos con el Evening Mail para que se publicara su agradecimiento al Bienaventurado Oliver.
Las dueñas de la casa los invitaron a beber una taza de té. Una anciana pareja protestante, hermanas, de la clase que vive de inversiones. Confiaban en que Sebastián y Marion cuidarían el jardín, porque había varias plantas raras del Himalaya, regaladas por un primo, miembro de la Sociedad Real de Horticultura. Y pensaban dejarles su Wedgwood, pues veían que eran una pareja encantadora, el señor Dangerfield alumno de Trinity, bueno, así se sentían perfectamente seguras. Al principio nos inquietaba tanto la idea de alquilar, en los tiempos que corren no se sabe que gente se puede llegar a conocer, por supuesto Dublín no es lo que era, la gente hace dinero en el comercio y esos individuos que gobiernan el país.
Sebastián con ojos votivos, palabras impregnadas de lealtad, suaves gotas de bálsamo. Me complace profundamente tratar con gente de estirpe protestante. Los ojos de solterona relucientes de honestidad. Sí, la puerta del frente, esos torpes patanes la habían roto cuando trasladaron las cosas, gente descuidada y torpe, ahora había un hombre digno de confianza, qué placer tenerlos a ustedes. Por supuesto, vuelvan otro día. Y enviaré una carga de abono para el jardín. Adiós, adiós.
La casa estaba al final de un callejón. Secreta y encerrada al mismo tiempo. No es posible tenerlo todo. Y prefiero que la carbonera esté fuera de la casa. No es bueno colgar la ropa sobre el carbón. Puedo respirar de nuevo, cultivar flores y comer gratis. Casi.
Marion dijo que debían alquilar la sala y de ese modo pagaban la mitad del alquiler. No estaba dispuesta a caer nuevamente en la pobreza y a verse perseguida a cada momento por lascivos buscadores de dinero. Sebastián se ofreció para publicar un anuncio, con la condición de que alquilaran a un católico.
—No admitiré que un católico viva en mi casa. No merecen confianza. Además, no se bañan.
—Marion. Esto es absolutamente absurdo. Vamos, un poco de democracia.
—Odio a los católicos.
—Hay que perdonar un poco de impureza espiritual.
Marion cedió. Sebastián se instaló frente al escritorio del saloncito y escribió sobre una hoja de papel:
Sala-dormitorio. En Geary. Ambiente tranquilo y culto. Comodidades. Se prefiere señorita empleada, N.B., Cat. Rom., Abst.
Sencillez. Lo de no-bailes elimina a los fantasiosos y los frívolos. Abstemios, siempre favorece la respetabilidad. Sin embargo, debe entenderse que ésta es una casa donde reina la libertad.
El sábado por la tarde aparecieron los dos anuncios. Bajo el rubro Agradecimientos:
Agradecimiento al Bienaventurado Oliver que nos salvó. Con esta publicación se cumple una promesa.
El lunes por la tarde, Sebastián recogió las respuestas. Eran interesantes. Tres adjuntaban fotografías, una de ellas bastante atrevida. Pero no toleraré indecencias. Dios perdone a los católicos.
Se trataba de elegir un nombre apropiado. Había una señorita Frías. Lilly Frías. Una averiguación directa. Enviar una carta y pedirle que viniese a ver la habitación.
La señorita Frías llegó vestida con una chaqueta de tweed y sombrero. Vendedora en una semillería. Complexión mediana y apariencia de andar mediando la treintena. Sebastián señaló que si la señorita Frías tenía interés, podía utilizar el jardín del fondo para trabajar. Abrieron las cortinas del saloncito y la señorita Frías dijo que el suelo parecía hallarse en buen estado.
Me la imagino después de las horas de trabajo con la pala. No tendría inconveniente en conseguir algunos alimentos gratis. Dicen que la horticultura es buena para la salud.
La señorita Frías decidió tomar la habitación y dijo que deseaba trasladarse inmediatamente, pues le agradaba abandonar sin demora el lugar que ahora ocupaba. La señorita Frías parecía una persona interesante. Mostraba los primeros signos de la edad, una ligera papada, la sonrisa nerviosa, la boca delgada y un poco tensa, estaba viviendo los últimos años de fecundidad. Y respetabilidad.
Después que se marchó, Sebastián se acomodó en la silla que consideraba propia, con respaldo ajustable. Podía descansar en posición supina y mirar el cielorraso. Después de un rato se movió. Era el momento de pasar revista. Mirar las cosas retrospectivamente. Había recorrido un largo trecho. Del Promontorio a Geary, de la clase inferior a la media, del carbón bajo la escalera al carbón fuera de la casa, de la canilla afuera a la canilla adentro, del frío al calor. Lejos de las puertas y las paredes agrietadas y cerca de las alfombras y el Wedgwood. Mi prestamista se sorprenderá. Sólo extraño los tranvías, el hermoso armatoste que me llevaba sobre las vías rectas a Dublín y me traía de vuelta. Sin duda el señor Skully se sentirá un tanto conmovido al descubrir que nos fuimos, quizá por el alquiler y tal vez por esas libras pendientes. Oh Dios mío, qué mundo egoísta. Pero yo diría que Skully tendrá que trabajar mucho para encontrarme ahora. Es tan agradable aquí. Y creo que me complacerá sobremanera charlar con la señorita Frías acerca del jardín.
El miércoles por la tarde llegó la señorita Frías en un taxi con sus cosas. Sebastián se acercó sonriente a la puerta. La habitación estaba lista. Una lámpara sobre la cama, para leer. Magnífico. Los muebles desempolvados y lustrados con cera a la lavanda. Un riel para la cortina. Una linda habitación. Muchas plantas bajo la ventana, daban sombra. Mi cuarto favorito. La oscuridad crea una sensación de seguridad, pero nada es bastante bueno para el pensionista.
Marion y yo tenemos camas gemelas. Es mejor así. No quiero reuniones de lascivia y fecundidad. Cuando llegué a Irlanda fui a las farmacias en busca de esas cosas. Dije, por favor una docena. El hombre me dijo, cómo se atreve a pedir semejante cosa y se escondió detrás del mostrador hasta que me marché. Naturalmente pensé que estaba loco. Seguí caminando por la calle. Un hombre con una ancha sonrisa, cómo le va y cómo no. Mostré los dientes un segundo. Observé que los suyos estaban un poco ennegrecidos. Le hablé amablemente, y le pedí el modelo norteamericano, si era posible. Vi que la cara se le alargaba, la mandíbula flotaba, las manos se retorcían y una botella se rompía en el piso. La mujer que estaba detrás salió indignada del negocio. Con un áspero murmullo el hombre me dijo que no vendía esa clase de cosas. Además por favor váyase porque los curas le cerrarían el negocio. Pensé que el caballero debía tener algo contra el modelo norteamericano que yo prefiero. Entré en otro negocio y compré una barra de Imperial Leather, en vista de que eso me daba categoría. Discretamente pedí al hombre media docena, modelo inglés. El hombre murmuró en voz baja una plegaria, dulce madre de Jesús, sálvanos de los licenciosos. Luego se persignó y abrió la puerta para que me marchase. Salí pensando que Irlanda es un país muy peculiar.
Volví a estudiar, y comprobé que tomar ese espléndido brebaje preparado con cacao era muy grato con la señorita Frías. Marion decía que necesitaba descansar, de modo que la señorita Frías y yo nos sentábamos a charlar una hora durante la noche.
—Señorita Frías, perdóneme la pregunta, pero estoy sumamente interesado en las pensiones irlandesas. ¿Estuvo en una de ellas?
—En efecto, señor Dangerfield. No vale la pena repetir la experiencia, pero uno se acostumbra a ellas.
—Y bien, ¿cómo son, señorita Frías?
—Bueno, señor Dangerfield, en algunas hay gente bastante simpática, pero con tanto movimiento es difícil dormir durante la noche.
—¿Qué clase de movimiento, señorita Frías?
—Sería muy embarazoso explicarlo, señor Dangerfield.
La señorita Frías con su sonrisa leve y tímida y los párpados pálidos entornados sobre los ojos. Creo que sus pestañas eran grises. Había trabajado en Inglaterra, en el campo. Ahorrado dinero. Quería establecerse por su cuenta. Decía que era emprendedora.
La señorita Frías se sentaba frente a él ante la mesa de la cocina. Al principio bebían en el saloncito, pero cuando se conocieron un poco mejor, se estableció una atmósfera más amistosa y se sentaron alrededor de la mesa de la cocina. Una noche ella dijo que confiaba en que la señora Dangerfield no se molestaría porque ella conversaba a solas con el marido, como en efecto ocurría.
Pasaron algunas semanas así. Semanas de cálida seguridad. Hasta una mañana. Solo en la casa. Frío y nubes cubriendo el cielo, fuente de lluvia. Se oyó un golpe sospechoso en la puerta del frente. Puestos de combate. Sebastián acude prontamente al cuarto de la señorita Frías para echar una rápida ojeada a la escalera. Dios mío, soy un geek cocinado. Hosco y vigilante, las manos angelicalmente entrelazadas, la lluvia cayéndole del sombrero negro, estaba de pie el descontento e ingrato Egbert Skully. Contengo la respiración para no hacer el menor ruido. En puntas de pie. La desesperada esperanza de que la maldita puerta del frente esté con llave. Me arriesgo y voy rápidamente al fondo.
Sebastián echó llave a la puerta de la cocina. Corrió las cortinas del saloncito. Otro golpe en la puerta del frente, ruido de pasos que descienden y pasos alrededor por el costado de la casa. Sebastián se acerca a la puerta del frente. Con llave. De vuelta al cuarto de la señorita Frías, corre ajustadamente las cortinas, y deja un par de centímetros para espiar y ver. Golpes en la puerta del fondo. Este bastardo entrometido. Me siguió la pista. Me ha descubierto. Me desplacé únicamente de noche, con un complicado disfraz y chucherías y cosas y agobiado y por lo demás incapacitado. Qué lástima.
Sebastián lanzó un chillido.
—Yyyyyyy.
Skully golpea la ventana detrás de estas cortinas que vibran con el tremendo golpeteo. Soy un tonto. Corrí las cortinas. Skully lo advirtió. Sucio y pequeño bastardo. Gracias a Dios que las puertas están cerradas. Debo conservar la calma. Quizá el temor sea cierto estado y condición de la mente. En teoría estoy aquí pero en realidad me fui. Usemos la telepatía mental, tan eficaz como cualquier otra cosa en una situación así. Señor Skully. Señor Egbert Everad Skully. Escúcheme. El señor Dangerfield, el señor Sebastián Balfe Dangerfield se fue a Grecia. Le digo que está en Atenas tocando el tambor. Se fue hace un mes en el barco Holyhead porque no quería hacer ese fatigoso viaje a Liverpool. No está detrás de esa cortina verde con flores rojas como usted cree, aterrorizado y dispuesto a escupir unas pocas libras para librarse de usted. Salga de esta casa y olvídelo. Y en todo caso, qué son cincuenta libras. Nada. Bien que se libró de este bastardo, Dangerfield. Señor Skully, ¿me oye? Le digo que estoy en Grecia.
Más golpes en la ventana. La telepatía no produce efecto. Este animal irlandés seguramente no tiene cerebro para recibir el mensaje. Cuánto aguantará este cerdo. Patán. El más odioso de los filisteos. Ahora mismo quisiera convertirme en cierto Percivil Buttermere O.B.E. y aparecer en la puerta armado de bastón y piyama, echar una ojeada, ver a Skully, retroceder y con muchas nasales británicas, decir mi buen hombre, ¿usted está loco? Vaya, qué intenta hacer. Le molestaría muchísimo dejar de golpear mis ventanas y salir de mi porche. ¿Es el carbonero? Entonces dé la vuelta, mi cocinera lo atenderá, y si no lo es, le importaría muchísimo desaparecer, usted tiene un aspecto sumamente sospechoso.
De pronto Skully se volvió. Manipuló el portoncito del frente. Después de pasar lo cerró cuidadosamente. Dándole esa apariencia de intacto.
Temblando, Sebastián fue a descansar en la silla supina. Por favor, Dios, no permitas que Skully encuentre a Marion o me arrancará la piel a tiras. Soy un hombre que está sentado aquí y ha sido descubierto. La única solución es darle algunas libras. Enviárselas por correo desde East Jake. Esa bestia peluda vendrá aquí, a la mañana, al mediodía, a la noche y después y entre horas. Oh, qué mundo de angustia y malentendido. Conseguir el alquiler de la señorita Frías y enviarle algunas libras. Hay que tomar precauciones y organizarse para aguantar el sitio.
Y el miedo. Me sube desde los pies y me siento vacío y enfermo. Siento que estoy ante una gran oscuridad. Tengo que saltar y no llegaré del otro lado. Bienaventurado Oliver te invoco nuevamente, hazme pasar estos exámenes. Tal vez crees que no soy más que un presuntuoso macho cabrío, pero bien puede decirse que eso no es todo lo que hay en mí. Y me juzgan. Con un papel y todas esas preguntitas. Y yo me veo apareciendo en el tablero. Oh qué día espantoso. Mirando el papel con los nombres pulcramente escritos. Naturalmente empiezo por los más distinguidos y luego los que vienen después y los últimos nombres de las terceras menciones. Ningún Sebastián Dangerfield. Y la pequeña nota de condenación al final del papel blanco. Un candidato fracasado. Qué sé yo de derecho. No puedo estacionar en mitad de la calle o hacer demasiado ruido o presentarme desnudo en público. Y sé que un hombre no puede violar a una doncella menor, ni con su consentimiento, ni sin él, ni a una esposa o doncella adulta, ni a otra mujer contra su voluntad so pena de multa y cárcel, por iniciativa de una parte o del Rey.
Oh, sí, conozco algo. Y puedo atender un caso. Geek versus gook. Por qué me persigue así, Skully.
Marion entró por el garaje con los brazos llenos de paquetes.
—¿Sebastián?
—¿Qué?
—¿No dijiste que te ocuparías de los platos?
—No pude.
—¿Por qué no?
—Skully.
—¿Qué quieres decir?
—Estuvo dando vueltas alrededor de la casa toda la mañana.
—Oh no.
—Oh sí. Como te digo.
—Yo sabía que no podía durar.
—Mi buena Marion, nada dura.
—Oh Dios mío.
—En efecto.
—Cuándo seremos libres.
—Anímate, lo peor ya pasó.
—Cállate… estamos otra vez en el punto de partida.
—De ningún modo. Al final, Marion.
—Y dime, ¿cómo explicaremos a la señorita Frías todo esto, que nos ocultamos y no contestamos la puerta y todas esas cosas?
—Olvidas que la señorita Frías es católica. ¿Cómo crees que sobreviven en Irlanda?
—¿Y cuando él esté curioseando?
—Le enviaré un giro desde el norte de Dublín. Con una nota diciéndole que estoy en casa de amigos.
—No lo engañarás.
—Pero hay que intentarlo. Todos los trucos imaginables. Tenemos que advertir a la señorita Frías.
—No, por lo que más quieras.
—Es inevitable.
—¿Por qué?
—Supón que Skully aparece una noche, y prueba las puertas y golpea las ventanas. No podemos quedarnos sentados y no hacer nada. Le explicaré a la señorita Frías que conocí a uno de esos tipos que pueden salir de Grangegorman, loco como una cabra, le pagué una copa y desde entonces me persigue. Entenderá. La ciudad está colmada de tipos así.
—Qué situación horrible.
—Vamos Marion, anímate. Levanta el ánimo. Todo se arreglará. Déjalo en mis manos.
—Ya he cometido esa clase de error. Por qué teníamos que firmar ese contrato. Habrá que pagar el alquiler hasta el final.
—Una costumbre de este país. Tranquilízate. Cambiaremos nuestro ritmo de vida. Le hablaré a la señorita Frías de ese loco (los católicos tienen gran respeto por los insanos) y le diré que vamos a oscurecer el frente de la casa.
—Dios mío, no podemos sugerir una cosa semejante.
—Es necesario. Ahora bien, si lo hacemos construiré una barricada móvil al costado de la casa, de modo que Skully no pueda pasar al fondo, y entonces encendemos la luz. Creo que incluso podré arreglarme con la señorita Frías. Entre nosotros hay cierto rapport.
—Lo he observado.
Marion entró en la cocina. Tensa y dolorida. La oye arreglar los paquetes de alimentos, un grato sonido. No me dejaré derrotar ni desanimar. Aguantaré unas semanas más, y estaré fuera de todo esto. En condiciones de entregar a Skully su dinero de sangre. Organizaré una campaña de tal naturaleza que conseguiré el derrumbe incondicional de Egbert, el carnicero. Y el resto que está en el Promontorio, también puede esperar lo suyo. Se acabó la paz. No más sesiones soleadas con el Irish Times por la mañana, contemplando el desorbitado crecimiento de mi jardincito. Pero oh sí, tomemos sol mientras podamos y cuando corramos las húmedas cortinas sobre el alma del día, tengamos la certeza de que veremos otra vez la luz del día.
Frente al pan, el té, un frasco de jalea de grosellas negras, abundante en vitaminas C, salchichas y un poco de margarina, Sebastián enfrentó el rostro grisáceo de la señorita Frías. Una pizca de pintura labial y un toque de lápiz alrededor de los ojos. Ella tomó el pan con cierto aire de reserva. Yo le acerqué la margarina porque no puedo tolerar los malos modales en la mesa aunque en general soy hombre muy tolerante.
—Señorita Frías, debo explicarle una situación bastante extraña. En realidad, ridícula. Confío en que no la inquietará. Ocurre que un hombre está rondando la casa. Es inofensivo, pero totalmente deschavetado. Fue tonto de mi parte, pero por casualidad una noche le regalé un cigarrillo en una taberna, sin pensar en las consecuencias. Me pareció que era un sujeto más o menos interesante. Sin embargo, me impresionaron sus ojos. Resultó que había salido de Grangegorman con la tarde libre. Después, toda la situación cobró un sesgo muy fantástico. A este hombre se le metió en la cabeza que era el dueño de una casa en que yo viví, y que le debo dinero.
—Una situación realmente absurda, ¿no es verdad, señor Dangerfield?
—Por cierto. Y ahora vino aquí. Bien, no me queda más remedio que ignorarlo. Cerrar las puertas y ventanas y correr las cortinas. Pero me pareció lógico avisarle. No es nada grave. Pero no quisiera que usted se encontrase con que un desconocido le golpea la ventana. Es un sujeto completamente inofensivo. Si no fuera así no le darían permiso. Así que ignórelo.
—Señor Dangerfield, ¿no podría avisar a la policía?
—Oh, prefiero no hacerlo, señorita Frías. Sería injusto que este pobre infeliz sufriese maltrato, y después le prohibieran salir. Creo que es mejor ignorarlo, de ese modo seguramente se cansará. Si la encuentra afuera y él empieza a hablarle del alquiler y el dinero dígale sencillamente que no estoy en casa y que se marche.
—Sí, eso haré. Gracias por avisarme. En realidad, señor Dangerfield, imagino que un desconocido podría atemorizarme.
—Por supuesto.
—Yo lavaré estos platos, señor Dangerfield. Quédese sentado y termine su té.
—Oh no, señorita Frías.
—Me llevará sólo un minuto.
—Muy amable de su parte, señorita Frías.
Sebastián se mojó los labios. La señorita Frías deja correr el agua. Sebastián recoge el mantel. Se limpia rápidamente los labios. Marion lee en el dormitorio. Una hermosa noche. Creo que iré al dormitorio y comunicaré la buena noticia a Marion.
—Oye, Marion.
—¿Qué pasa?
—Todo está bien. Ya te dije que la señorita Frías entendería.
—De acuerdo.
—Déjame lugar.
—Ve a tu cama.
—Hace frío. ¿No quieres un poco de lo que yo tengo?
—Boca sucia, ve a hablar con la señorita Frías.
—Ahora te prefiero a ti.
—Quita las manos.
—Uiiiiiii
—Eres repugnante.
—Es el modo de vivir. La luz. Bing. Que haya electricidad. Que haya gas para tener siempre agua caliente y cocinar. Que haya un aquelarre caliente para quienes lo necesitan. Hemos recorrido un largo trecho, Marion. Un largo trecho.
—Y tú para nada ayudaste.
—Inclínate.
—Vete.
Del cuarto de la señorita Frías llegaba el sonido de la música. Y los laureles susurraban afuera. El aire olía a verde, fresca emanación de las ramas. Cuando yo era pequeño, una doncella negra me pinchaba el pene. Se llamaba Matilda, y yo la miraba por el agujero de la cerradura, empolvándose su intimidad. Me hacía muchas cosas. Se preocupaba de mi fisiología. Los negritos lo tienen más grande. Oh, te alimentan por los dientes y el peso y te limpian las orejas y otras cosas y te cortan las uñas y cepillan el cabello pero no hay una orgía del órgano. Creo que Marion piensa que el mío es demasiado pequeño.
Pero yo sé
que es más grande
que la mayoría.