12

Afuera llueve. Una mañana fría. Felicity en su cochecito, en la cocina, revolviendo un cepillo de dientes en un frasco de jalea. Marion de pie, apoyada en el reborde de la chimenea, frente al hogar oscuro y vacío. Calza chinelas, está envuelta en una frazada, se le ven las canillas. Acaba de leer la carta, la pliega cuidadosamente y la devuelve al sobre.

Adiviné que había problemas. Bajé la escalera con mi habitual inocencia y caí de boca en su silencio que es el signo de que tiene un arma. Permaneció de pie, inmóvil, como si estuviese mirando al mozo de cuadra que le ensilla el caballo. Una mancha de lápiz labial en la comisura de la boca le hace una sonrisa retorcida. Por un instante se me ocurrió que era una Inca. Se mostró bastante amable cuando le pregunté de quién era la carta. Dijo sencillamente, de tu padre.

—Iré a buscar mis lentes.

—Me temo que la carta es para mí.

—¿Qué quieres decir, temes algo?

—Sólo eso. No la leerás.

—Un momento, esa carta es de mi padre, y me propongo saber qué dice.

—Y yo me propongo que no lo sepas.

—No te hagas la difícil.

—Haré lo que me parezca. No pienso seguir tolerando tu maldad.

—A qué viene toda esta charla. No actúes como si tuvieras pruebas secretas contra mí.

—Te aseguro que no es pura charla. Me marcho.

—Mira, Marion, no me siento bien. No quiero pelear a esta hora de la mañana. Y ahora, explícate. ¿Qué significa eso de que te marchas?

—Que me voy de aquí.

—Hay un contrato de alquiler.

—Ya lo sé.

—Por tres años.

—Sé que es por tres años.

Marion enarca el ceño. Lleva una mano al hombro, recoge la frazada. Sebastián de pie en el umbral con piyama púrpura, pantuflas rojo vivo y sweater gris de cuello alto, el tejido empieza a deshacerse y el hilo de lana cuelga a su espalda y desaparece en los escalones.

—Ah, por Dios, no empecemos otra vez. Sólo quiero saber de qué habla. Bien sabes, si es que se trata de aclarar las cosas, que nunca rendiré ese maldito examen si tengo que soportar más peleas. Veamos, ¿de qué se trata? ¿Mi padre te ofreció dinero o algo por el estilo?

—No leerás la carta.

—Muy bien. No leeré la carta. Y ahora dime, ¿de qué demonios se trata?

—Tu padre está de mi lado.

—Mira Marion, de acuerdo. Ahora sabemos que harás las cosas a tu gusto. Conozco la basura que seguramente viene en esa carta. Y es probable que te haya enviado un cheque.

—En efecto, eso hizo.

—Y te dijo que yo siempre fui un bastardo.

—Así es.

—Expulsado de las escuelas.

—Sí.

—Muy bien. ¿Qué piensas hacer?

—Irme de aquí ahora mismo.

—¿Adónde?

—Esta mañana hablaré con un agente.

—¿Y el contrato?

—Asunto tuyo.

—Perra estúpida.

—Adelante. Di lo que quieras. No me importa. A propósito, dejaste la mitad de mi sweater en la escalera.

—Ahora, Marion, entendámonos. No creo que esta pelea nos lleve a ninguna parte.

—En todo caso, a ti no te llevará a ninguna parte.

—Dime, ¿de cuánto es el cheque?

—Es asunto mío.

—Tengo que sacar del empeño la máquina de escribir. La necesito para escribir mis notas.

—Ja, ja, ja.

Marion echa hacia atrás la cabeza burlona, los ojos desdeñosamente entrecerrados. La vena azul, bella y ancha en la garganta rubia. Un fragmento rosado y sus canillas moviendo las pantuflas, moliendo el polvo de carbón en el piso.

—Supongamos que admito algunas indiscreciones.

—¿Indiscreciones? Mira, eso sería realmente divertido.

—Ahora que tenemos la posibilidad de empezar de nuevo.

—¿De verdad? Oh, nosotros. De modo que ahora es nosotros.

—Pienso en el contrato de alquiler.

—Tú lo firmaste.

Sebastián se volvió y subió tranquilamente la escalera. Tip top, tip top. A su espalda el hilo de lana. El dormitorio. Se despoja de la púrpura, se enfunda los pantalones. Ata un nudo en el sweater. Se calza los pies sin medias. Una chaqueta para mejorar la respetabilidad. Y mi querido par de zapatillas de golf. Lástima, debo llevarlas al empeño. Seguramente diez chelines y seis peniques. Ahora, mi querida Marion, te daré algo en que pensar.

En el baño, Sebastián arrancó una tabla del piso, con el taco de la zapatilla de golf hundió un clavo en el caño de plomo. Bajó serenamente la escalera. Marion lo vio pasar por el vestíbulo.

La puerta se cerró con un quejido.

Apuesto una cosa. No insistirá mucho tiempo en lo mismo. Es definitivo. Si lo quiere así, así será.

Esta amargura y este odio nebuloso. Ningún camino cómodo que lleve a la ubre de abundancia. Aquí estamos en la noche cerrada de todo. Porque cuando yo vivía en Estados Unidos tenía muchas cosas buenas. Nunca tuve que preocuparme por el agua caliente. Iba a mi club, donde sobraba. Uno se pone bajo una ducha y la deja caer sobre la cabeza. Me calmaba. Facilidad y confort y calma es lo único que quiero. Y en este maldito tranvía salgo al encuentro de la deuda y también de otras cosas. Soy un estudiante universitario de pie en la escalera de la capilla con el papel blanco que dice que conozco la ley de contratos y puedo recibir salarios de hambre por un año. Mi certificado de que no robaré de la gaveta abierta porque soy un caballero y cerraré la gaveta después de saquearla.

Las cuatro en este martes oblongo. Sebastián pasa por la puerta de una taberna secreta, se aproxima cautelosamente a un espacio vacío frente al mostrador. El barman se le acerca suspicaz.

—Quiero un Gold Label triple. Rápido, por favor.

—Señor, me temo que no puedo servirlo.

—¿Qué dice?

—No puedo servirlo, señor, las normas de la casa, usted ya bebió suficiente.

—¿Que yo bebí lo suficiente? ¿Qué diablos quiere decir?

—Señor, creo que ha tenido suficiente para sus necesidades. Ya ha bebido bastante.

—Esa actitud es despreciable.

—Tranquilo, señor. Tengamos paz. Cuando recupere la sobriedad, con mucho gusto lo serviremos. Duerma un poco, y se sentirá muy bien.

—Terrible insulto. ¿Está seguro de que usted no está borracho?

—Vamos, señor, hay un lugar y una oportunidad para todo.

—Por Dios.

Sebastián se apartó del mostrador, enfiló hacia la puerta y salió a la calle. Aturdido. Avanzó por el pavimento pasando frente a las vidrieras de los negocios con lapicera y lápices y escalones de piedra que terminaban en puerta georgianas y lanzas negras de empalizadas, y un salón de té con mujeres grises agrupadas alrededor de las mesas. Así que estoy borracho. Cristo crucificado. Borracho. No hay más remedio que sufrir este insulto como he sufrido tantos otros. Lo olvidaré en pocos años, no hay por qué preocuparse. Daré una vuelta en tranvía. Dalkey. Ese pueblito tan simpático en la costa, con pequeños castillos y todo eso. El lugar adonde iré a vivir cuando tenga dinero. Odio este país. Creo que odio este país más que cualquier otra cosa. Borracho. Hijo de perra, debería aferrarlo de las orejas, ahí detrás del mostrador, y golpearlo contra el cielorraso. Pero es mejor olvidar todo el asunto. Estoy en el fondo del pozo. Reconozco que me encuentro en un estado tal que apenas puedo pensar. Pero no permitiré que mí insulten. Inadmisible ultraje.