10

Con dos tomos bajo el brazo sale por la puerta trasera del Trinity College. Una tarde cálida y luminosa para tomar el tren. Estos comerciantes van a sus jardines estivales y quizá a nadar un poco en Booterstown. En días así Dublín es una ciudad tan vacía. Pero no los parques o las tabernas. Sería una buena idea llegarse a la calle de la Paz y comprar un poco de carne. Me gustaría preparar una buena cena con una botella de cerveza, y luego salir y caminar por la orilla y ver algunas buenas mozas. Por tratarse de un país tan puritano, pueden verse cuerpos muy bonitos si uno está atento y vigilante cuando algunas se cambian en la playa.

—Buenas tardes, señor.

—Buenas tardes.

—¿En qué puedo servirlo, señor?

—Para ser sincero, me gustaría un buen pedazo de hígado de ternera.

—Bueno, señor, puedo ofrecerle un lindo pedazo, está muy fresco. Un minuto.

—Adelante, fantástico.

—Aquí lo tiene, señor. Un hermoso pedazo. ¿Piensa salir de paseo, señor? Viene muy bien un poco de carne fresca.

—Sí, de paseo.

—Ah, Inglaterra es un gran país, ¿no es verdad, señor?

—También ustedes tienen un lindo país.

—Ah, sin duda tiene sus virtudes. Cosas buenas y otras malas. Pero siempre es así. Aquí tiene, señor, y que su paseo sea muy agradable. Es una linda tarde.

—Sí, muy hermosa.

—Veo que usted es un hombre culto, y lleva unos libros muy gruesos.

—En efecto. Bueno, adiós.

—Que lo pase bien. Buena suerte, señor.

Caramba, qué conversación. Especialista en lugares comunes. Paseo, un cuerno. Pero es un lindo pedazo de hígado.

La oscuridad de la estación Westland Row. Compró los periódicos, los enrolló y subió la escalera. Sentado en el banco de hierro, podía ver a la gente volcándose por el portón. Dónde están los esbeltos tobillos de las mujeres. Ninguna de ustedes. Todas percheronas. Bueno, qué hay en el diario. Monotonía. Las Aventuras de Félix el Gato. Dejemos esto. Debo ir al baño. Qué espacioso. Goteo de agua. Santo Dios, el tren.

Retumbante, pesado, juguete negro y sucio. Pasa entre silbidos con toda la banda de esas caras vespertinas espiando y gesticulando en las ventanillas. Debo encontrar un compartimiento de primera clase. Dios, todo este maldito tren está repleto. Oh caramba, probaré en tercera. Enderezarse. Poner la carne en el portaequipaje, buscar un lugar, sentarse.

Enfrente la gente que vivía en las casas dobles de Glenageary y Sandycove, todos hundidos en el periódico leyendo afiebradamente. Por qué algunos de ustedes no miran por la ventana los lindos paisajes. Vean el canal y los jardines y las flores. Caramba, es gratis. No tiene sentido inquietarse por la impiedad. Y usted, bastardo encogido y minúsculo, qué mira. El hombrecito me clava los ojos. Afuera, por favor.

Chug, chug, chug.

Chu, chu, chu.

Wuu, wuu, wuu.

En viaje. No debo preocuparme por esta condenada gente. Me pone nervioso. No debo irritarme. Sigue mirándome. Si insiste juro por Dios que lo arrojo de cabeza por esa ventana. Era de prever esta grosería en tercera clase.

La muchacha sentada enfrente lanzó una exclamación ahogada. Qué es esto. Seguramente subí a un tren que va a Grangegorman. Que le pasa a ésta. Ese bastardo encogido debe andar en algo, sin duda le tocó la pierna. Libertino. Quizá debería hacer algo contra este tipo. No, mejor me ocupo de mis propios asuntos. Ya las cosas están bastante mal. Bueno, mírenlos. Todos los que están sentados allí se retuercen y ríen por lo bajo. Qué miran. Es intolerable. Pienso pasar una linda tarde con mi hígado y caminar un poco y por qué esa chica aprieta la cara contra el libro. Acaso está ciega. Consígase un par de anteojos perra estúpida. Tal vez ese bastardo la molesta, ella se sonroja. La maldita represión sexual en esta ciudad. Eso es. Ahí está la raíz del asunto. Distracción. Necesito distracción. Leeré los avisos fúnebres.

Donoghue —(Segundo aniversario)—. Recordando con tristeza y amor a nuestro querido padre, Alex (Rexy) Donoghue, fallecido el 25 de julio de 1946, que vivía en plaza Fitzwilliam (Puerta del Carnicero en el matadero de Dublín), que Dios se apiade de su alma.

Misa por su eterno descanso. R.I.P.

Se fue para siempre, el rostro jovial,

el corazón alegre y bondadoso

el hombre a quien quisimos tanto

cuyo recuerdo jamás nos dejará.

En sus oídos, como gotas de plomo caliente.

—Caramba, qué es eso. Aquí hay mujeres.

Silencio absoluto en el compartimiento cuando el trencito traqueteó sobre el Gran Canal y los descuidados jardines del fondo de las casas, en Ringsend. Sebastián pegado al diario, casi rozándole los ojos. Y de nuevo, como una obscenidad dicha en la iglesia.

—Le digo, señor, que hay damas en el vagón.

Quién sería el primero en saltar sobre él. Debía dejar que alguno de ellos hiciera el primer movimiento. Le atrapo las piernas cuando empiece el lío. Esta situación me preocupa. Odio este tipo de cosas. Por qué, Dios mío, tuve que meterme en este condenado vagón. Cómo saldré de esto. No cabe duda, ese hombre es un maniático sexual. En cualquier momento empezará a decir obscenidades. Mi paciencia tiene un límite. Es como esa vieja que decía su rosario y después de diez oraciones lanzaba una sarta de palabrotas horribles. Y no puedo soportar la grosería. Mírenlos, todos se comportan como si nada ocurriera. Mejor levanto los ojos, tal vez quiera liquidarme con un golpe sorpresivo. Ese hombre en el rincón, con la nariz roja. Se ríe, apretándose el estómago. Dios mío, sálvame. Nunca volveré a viajar en tercera clase.

—Repito e insisto. Hay damas presentes.

Sebastián lo encaró, y sus labios prácticamente masticaban las palabras.

—¿Qué dice?

—Bueno, ¿no ha olvidado algo?

—No lo entiendo.

—Le repito que hay damas presentes. Debería examinar su propia apariencia.

—¿Se dirige a mí?

—Sí.

Esta conversación ya es demasiado. Debí haber ignorado a este idiota. Una situación muy embarazosa. Debería golpear a ese bastardo del rincón que parece divertirse tanto. Veremos si le gusta tener la mandíbula rota. Por qué no encierran a gente como ésta en Irlanda. Toda la ciudad está llena de tipos así. Si me atacan, por Dios que iniciaré juicio a la empresa por vender pasaje a este loco. Esas dos chicas están muy nerviosas. Este condenado tren es un rápido a la costa. Dios mío. Procuraré dominarme. Control. Control absoluto y completo hasta la costa.

—Señor, su comportamiento es abominable. Debo advertirle. Esta es una cosa terriblemente grave. Escandalizar en un medio público. Está mostrando una parte de su cuerpo.

—Disculpe, pero métase en sus asuntos o le rompo la cara.

—Es asunto mío evitar esta clase de cosas cuando hay damas presentes. Vergonzoso. Usted ve que hay otras personas en el vagón.

No hay nada que hacer. No debo permitirle que me obligue a iniciar una conversación así. Tengo que usar el cerebro. Estamos llegando a Booterstown. En un minuto salgo. ¿Que muestro el cuerpo? Sí. Se me ven los dedos. Santa y católica Irlanda, tengo que usar guantes. No quiero ser indecente mostrando los dedos y también el rostro. De veras, es la última vez que aparezco sin máscara. Un momento crucial. Pero no me someteré al capricho de ninguno de ellos, y menos aún de ese patán desequilibrado.

Evito el rostro rojizo, encogido, insistente y maníaco. Los ojos clavados en la ventana. Ahí está el parque y el lugar donde me habló por primera vez mi querida Chris. Oh, liberación. Ese monstruo risueño en el rincón. Lo sacaré fuera del vagón y a puntapiés lo llevaré de un extremo de la estación al otro. Qué hace. Señala su propio vientre. ¿Yo? ¿El vientre? Cristo crucificado. Está afuera. Toda completamente afuera. Pego un salto en dirección a la puerta. Salgo. Veloz. Detrás, una voz.

—¿No se olvida algo más?

Un rápido giro, arrebata del portaequipaje el paquete manchado de sangre.

Y detrás.

—Parece que hoy olvida su carne a cada momento.