Las ocho. Las calles húmedas, charcos de agua sobre los bloques de granito. Hacia el Oeste las nubes se reúnen silenciosamente absorbiendo el olor a turba de las chimeneas humeantes en esta helada noche de sábado. Los pies de pajarito transportan su alma a través de esta ciudad danesa. Las voces ásperas de los diarieros definen las esquinas de las calles que dejan atrás. Allí en la calle del Monje Blanco los oigo decir rosarios. Y en la ventana del hospital se enciende la luz y una enfermera corre la cortina. La morgue del hospital donde se inclinaban con amor sobre desconocidos muertos y la belleza cándida de los que murieron jóvenes. Las velas parpadean en las lámparas de los carruajes en los callejones de los proveedores funerarios. Sintió una mano en el brazo, reteniéndolo, una vieja que le pedía una moneda, sintió el regocijo del corazón y le dijo amablemente que no pasaba nada desde la madre. Y ella se rió del caballero inglés, colmillos en la bruma. Le pagó una copa en la taberna. Los tenía pequeños y estaba orgullosa de la compañía de este caballero protestante, y le contó que su viejo se había derramado agua hirviente sobre el pie y desde ese día guardaba cama. Él le contó muchas mentiras y dejó la taberna convertida en un mar de lágrimas cuando cantó «Oh Danny Boy».
Esta ciudad de calles equívocas, intercambiables, viejas ventanas y corazones dolidos, e hirvientes y oscuros cacharros de té. El cuartito tibio de la muchacha, y sus cosas pulcras, la manta de retazos y la gente moviéndose en el vestíbulo.
Y la lluvia blanda. Entran en las casas con hogazas de pan y manteca y quizás un poco de queso y los niños helados que parlotean despiertos por doquier.
Láminas de luz amarilla por las rendijas de la ventana. Baja los escalones de cemento. Golpeó la D en código morse sobre la puerta verde. Una sonrisa de bienvenida.
—Pasa. Tuve la extraña intuición de que vendrías esta noche.
—Brillante. ¿Una lámpara nueva?
—Sí.
—Magnífico. Y estás friendo.
—¿Quieres comer tocino conmigo? Es lo único que puedo ofrecerte. Y te daré además un lindo pedazo de pan frito. ¿Te gusta?
—Creo que el pan frito es el manjar más delicioso. Mi querida Chris, ¿puedo sentarme aquí?
—Sí. El jueves por la noche me quedé levantada pensando que me llamarías y podríamos ir a ver la iglesia de Cristo.
—Marion está un poco nerviosa. Una pequeña confusión.
—¿Qué pasó?
—Malentendido general. Falta de dignidad de nuestras vidas. Me parece que esa condenada casa se vendrá abajo. Sabes, creo que un día de estos el maldito artefacto se desplomará sobre la calle, y yo debajo. Condenado lugar, tiembla cuando me cepillo los dientes. Tal vez los tranvías socavaron los cimientos, suponiendo que los tenga.
—¿Y cuál es el problema de tu esposa?
—El dinero. Y por cierto que no la critico. Dios. Me gustas Chris. Creo que eres muy simpática. Qué clase de hombres conociste.
—Casi todos inofensivos. Y atados a la madre. Incluso esos hombrecitos oscuros que la siguen a una por Londres. Cuando quieres pasear por el parque parece que ninguno cree que solamente deseas estar sola, no hablar ni que te lleven a ninguna parte, simplemente sola. Y un estudiante de medicina y otros estudiantes. Muchos estudiantes.
—¿En Irlanda?
—Ninguno que me interesara.
—¿Yo?
—Tonto. Quería conocerte. Sabía que nos conoceríamos. Bueno, casi soy responsable de nuestro encuentro. ¿No te parece? Reconozco que tenía mucha curiosidad. Así que, cuando te vi en el banco con tu nena. Muy descarada.
—Eres audaz.
—Me alegro.
—Bien.
—Y tu tocino.
Chris con sus largos dedos. Una fuente blanca de tocino tostado. Me gusta tu brazo y tu sweater. Dios mío, ¿cómo eres debajo? Suave dibujo de pezones y verde redondez del seno. Un cuarto tranquilo en la ciudad. Bella muchacha morena. Allá está la principal fábrica de cerveza del mundo volcando las botellas espumosas sobre la calle Watling y Stephen’s Lañe y los bellos camiones azules la distribuyen en la ciudad de modo que siempre y en todas partes yo pueda estar a no más de veinte pasos de una botella. Tengo la certeza de que la cerveza es fuente de alegría, un tónico de la sangre, alimento del cerebro y un gran apoyo cuando uno está en la mala. Esta gente tiene cadenas alrededor de la cabeza. Estos celtas. Pero yo me deslicé en las iglesias, los vi frente al altar, con la voz musical y el corazón de oro y se oía el sonido de los peniques frecuentes cayendo en el cepillo para construirlas más grandes, mejores, más. Mi querida Chris, mi muy preciosa Chris, cómo podría poner mi corazón en tu mano.
Ensarta con el tenedor el pan frito, lo parte. Se lo mete en la boca y mira a Sebastián. Su niña tiene el cabello y los ojos iguales. Su niña es hermosa. Es agradable no estar sola. Y el sábado y el domingo para levantarse tarde.
El señor Dangerfield tomó la costra de su pan y recogió la grasa. Se la metió en la boca.
—Muy bien. La verdad, Chris, en este país el tocino es excelente.
—Sí.
—Y ahora, ¿puedo proponer algo?
—Sí.
—¿Vamos a beber algo?
—Sí.
—Conozco un buen lugar.
—Me pondré las medias de nylon. Preciosas. Me quitaré estas cosas miserables.
—Razonable.
—Miserables. Pero dentro de todo, lo menos miserable.
Despliega las prendas diáfanas. Frente a mí. Muy bien formada.
—Mi querida Chris, tienes un hermoso par de piernas. Sólidas. Las escondes.
—Mi querido Sebastián, muchas gracias. Pero no las escondo. ¿Por eso los hombres la siguen a una?
—Por el cabello.
—¿No las piernas?
—El cabello y los ojos.
—Así que eres el hombre de la casita ruinosa.
—Yo soy.
—¿Puedo decirte algo?
—Por supuesto.
—Pareces un empleado de banco, o tal vez un tipo que trabaja en una distribuidora de carbón. Excepto esa extraña corbata.
—Se la robé a un amigo norteamericano.
—Te diré que eres el norteamericano más extraño que conocí jamás. En general no me gustan.
—Forman una raza animosa y vital.
—Y vives en esa casa con las cortinas pardas rasgadas. Sabes, las paredes y el techo están a la miseria.
—El dueño no lo entiende así.
—Por supuesto. Estoy lista. Me alegro de que me hayas invitado a beber una copa.
Chris propuso una botella de gin. El señor Dangerfield se pone de pie con aire importante para realizar la transacción.
—Salgamos de aquí. Me deprime. Mira cómo se emborrachan y siempre tengo la sensación de que alguno terminará arrastrándose hasta aquí para decirnos algo. Salgamos a caminar. Me parece mucho mejor.
—Me gustas, Chris.
—¿En serio?
—Sí.
—Mira, contigo no sé muy bien a qué atenerme.
Y en la calle la noche del sábado con las viejas que salen a buscar a los que están malgastando el dinero y ocultan entre las manos una cerveza y el movimiento travieso de las muchachas de pollera corta picoteando los pavimentos mientras se abren camino en esta fantástica pobreza. Avanzaron a lo largo del canal. Salió la luna y las sombras bailotearon sobre el agua. Ella le apretó fuerte la mano. Pensando en la felicidad. Las ventanas cerradas detrás de las verjas. La gente reunida en los sótanos alrededor de los puntos rojos del fuego, cabezas canas sobre pechos canos. Casi toda Dublín muerta. Un aire húmedo y fresco que viene del Oeste. Baja por la calle Clanbrassil. Ese canal atraviesa Irlanda hasta el Atlántico. Los negocios de los judíos. Ella le toma el brazo y lo aplica contra su pecho. Algunas pecas en el labio superior.
—Sebastián, me gustaría saber si es posible.
—¿Qué?
—Si somos posibles.
—Sí.
—¿Sabes de qué hablo?
—Creo que sí.
El viento del Oeste ha barrido del ciclo la lluvia. Caminaron lentamente. Él contiene nerviosamente los pies. La voz dulce de la muchacha se eleva en la noche.
—¿Y tu esposa?
—¿Marion?
—Sí.
—¿Qué hay con ella?
—Bueno, es tu esposa. Y tienen una hija.
—Así es.
—Mira, no me ayudas nada.
—No puedo, yo mismo no veo claras las cosas.
—¿Los quieres? ¿Quieres a Marion?
—Quiero a Marion, a veces muchísimo… a ella y la niña, pero por mi causa son desgraciadas.
—¿Y nosotros?
—¿Nosotros?
—Sí.
—Creo que nos llevamos bien.
—¿Te parece?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo nos llevaremos bien?
—Imposible saberlo. Me gustas muchísimo.
Ella se detuvo y se volvió hacia Sebastián.
—Me gustas. Para una mujer es mucho más difícil si el amor significa algo y significa para todas las mujeres y quiero que signifique algo para mí.
—Me gustas, me gustas mucho.
—Volvamos a mi cuarto.
La arrastra suavemente de la mano.
Volvieron pasando por tres calles estrechas. Los pies vacilantes sobre los escalones. El movimiento de la cerradura. El interior del cuartito y la lámpara nueva y luminosa. Chris corre las cortinas. Sebastián sirve gin, de espalda a la chimenea. Ella está de pie sobre la alfombra verde, desabotonándose la chaqueta. La mira, muchacha de cabellos largos y oscuros. Bebo mi gin con mano temblorosa. Ella permanece silenciosa en el centro del cuarto, frente a él. Sebastián se sienta. Chris cruza las angostas muñecas sobre el ruedo del sweater, pasa la prenda de lana sobre la cabeza y desnuda los brazos. La pliega con cuidado sobre la cama. Las manos apoyadas por el dorso sobre la espalda, los cabellos, una sugestión. Sé como eres debajo. Se acerca a su silla, se inclina sobre la cabeza de Sebastián. Apretaste tu seno contra mi rostro. Y la punta sólida sobre mi boca y entre mis dientes. Arriba, tus ojos lloran y las lágrimas se reúnen en el mentón. Echa hacia atrás la cabeza sobre la silla y toca los ojos de Sebastián. Le habla en voz baja.
—Encenderé dos velas. Son italianas y están perfumadas. Sabías que debía ocurrir esto. Hasta esta noche iba al zoológico. Pensé en eso toda la semana, y en ti. ¿Puedo mirarte?
—Sí.
Cálida luz de la vela. Los ojos grandes y oscuros de la muchacha.
—Ahora vuélvete. Pensé que eras más delgado. Un vientre de hombre de negocios. No haces ejercicio.
—Mis manos rehúsan trabajar.
—Ayúdame a poner el colchón en el piso. Sobre los diarios. Pareces raro. Los dos. Qué raro es un hombre. Ahí me siento ausente y desnuda.
—Oh, diablos.
—¿Qué ocurrió?
—Un golpe en el pie. Me corté el dedo.
—Te curaré. Lo lavaremos.
Vierte agua en la palangana, hasta los bordes y le mete los pies.
—¿Mejor?
—Sí, mucho mejor.
—Ahora los secaremos y un poco de talco. ¿Está bien? Es tan extraño y curioso, los hombres y las mujeres y todo, debe tener algo que ver con el sentido de lo positivo y lo negativo. No son azules las venas. En algún sitio leí que son la parte más suave del cuerpo, ninguna parte de una mujer es tan suave.
Los dedos de Chris le suben por la pierna, hundiéndose en el vello. La palangana desborda. Espera secreta y tímida, mientras se afloja la pollera.
—Ahora las medias. Me siento molesta. Este horrendo cinturón con las ligas.
Sostiene un pecho con cada mano, presiona sobre la sangre, las venas llenas, y la carne de los labios oscuros un cilindro alargado y los ojos un jarabe de frío blanco y tibio gris. Se le acerca. Le está diciendo que ella se expresa así, y lágrimas de silenciosa felicidad y deseo bailar para ti. De pie, los pechos apretados uno contra el otro, y luego las manos sobre la cabeza y un rápido giro del pecho y la carne. Y nuevamente toca la piel del hombre con la suya. Desliza su cuerpo en el cuerpo del hombre y le dice que está pronta y que en realidad siempre lo había sabido, comprendes, todos esos días que estaba allá en la calle esperando el tranvía tan frío, intolerable, sola, hambrienta de amor semanas enteras, el cuerpo húmedo y Sebastián y ahora todo el vapor de la lavandería salió de mi corazón, estoy pronta y mi ingle está húmeda. Querida Chris estás colmada de tierno amor que desborda de tus labios oscuros. Afuera en la calle que pasa frente a la catedral de San Patricio oigo el canto gregoriano. No es lejos. Ella curvó la lengua y echó en el oído de Sebastián un aire tibio y húmedo. Siento que el aire tibio que soplaste en mi oreja es como el aire estival inmóvil y sofocante de esa tarde de un día de Westchester en Estados Unidos, en el camino de Pondfield, y yo estaba recostado sobre la espalda escuchando la música que entraba por la ventana desde un jardín próximo. Era joven y estaba solo. Te siento frío Sebastián, prefiero lentamente, armonizamos tan bien, evita retirarte como el sol que se oculta, que yo sea tanto un cuerpo bombeante de hembra que ordeña oro. Mira los olivos y los ríos, mil Oh Sebastián mil, siento y alimento y empujo y corazón y bomba. Porque, querida Chris tu cuello descansa en mi brazo. Oigo las campanas de Cristo. Oh Sebastián ahora, oh Dios mío, ahora oh ahora, apriétame cómeme oh Dios mío me gusta. La cabeza de la muchacha colgando hacia atrás, las palabras cayendo por su mentón en el hueco del hombro de Sebastián, llegaste, no puedo esperar pero eres tan raro, por favor un cigarrillo. El sudor secándose en la piel de ambos, y bocanadas de humo para mirarlas cómo suben enroscadas hacia el cielorraso.
—Qué tipo extraño.
—¿Yo?
—Sí. ¿Y qué sientes ahora?
—Todo lo bueno.
—¿Por ejemplo?
—Alegría. Alivio.
—Algunos hombres sienten desagrado.
—Qué lástima.
—Sí. Y yo me siento mejor. Lo necesito. ¿Cómo es ella?
—¿Marion?
—Sí.
—Un enigma, no obtiene lo que quiere.
—¿Y qué quiere?
—Las dos cosas. Dignidad y yo. Me tiene a mí. Comprendes, en cierto modo. Pero no es suya la culpa.
—Cómo es cuando…
—¿Hacemos el amor?
—Sí.
—Le gusta. No tan creativa como tú. Posee una gran sexualidad latente.
—¿Y tú la aprovechas?
—Se expresa. La preocupación no facilita las cosas.
—Me pregunto si en realidad existe la vida sexual perfecta en el matrimonio.
—Crece y decrece.
—Sí. Qué cosa tan complicada. Siempre me atemorizó. Una se siente rara ahí. Hace cosquillas. Me hace pensar, y es tan suave. Debe ser un instinto besar las cosas suaves. Cuando yo tenía quince años creía que mis pezones eran como la piel de los labios y los besaba y cuando mi madre golpeaba a la puerta del cuarto de baño me aterrorizaba la posibilidad de que me preguntase qué les había pasado. Era una obsesión. El sexo de los padres es tan distinto. A los diecisiete tuve una impresión terrible viendo hacer el amor a mi madre y mi padre.
—Por Dios, dime qué ocurrió.
—Tenía gripe y pasaba para el baño y los vi desde la escalera. Estaba empezando a aprender y no sabía que una mujer podía sentarse sobre un hombre. Se lo conté a mi amiga y después no quiso hablarme durante un mes.
—Chris, siempre me sorprendes. Eres inteligente.
—Y tú debes ser inteligente si puedes apreciarlo.
—Exactamente. Me gusta este cuarto. Pequeñas comodidades, pequeñas alegrías.
—No necesitas mucho.
—En efecto. ¿Y tú?
—Casarme, supongo. La mayoría de las mujeres lo desean.
—Y luego, ¿qué?
—Hijos. No deseo una empalizada alrededor de la casa y un marido cariñoso que se esfuerza todo el día en el banco local. Pero sí cierta satisfacción. ¿De qué te ríes?
—Pensaba en mí mismo.
Se apoya en el hombro y lo mira.
—Dime, ¿sabías que quería acostarme contigo?
—Jamás lo pensé.
—¿Lo deseabas?
—Instantáneamente, desde la primera vez que te vi.
—Yo sabía que llegaríamos a esto. Y ahora que lo hemos hecho, ¿cómo te sientes?
—No lo sé. Siento que te conozco.
—Tómame la mano.
—Podrás amamantar a tus hijos. Déjame ver tu axila.
—Rehusó afeitarme por nadie.
—Olor a Rusia.
—Cómo te atreves.
—Intenso. Y tu ombligo.
—¿Inglaterra?
—No, pero interesante. Si tengo que trabajar para ganarme la vida adivinaré la suerte de la gente por el ombligo.
—Una mujer quiere que conozcas solamente el suyo. Es extraño que hasta esta noche yo estuviese dispuesta a retornar a este sórdido cuarto. Encender la radio y escuchar a individuos muy tontos. Y cocinarme comidas mezquinas. Es muy distinto poder cocinar para otro. Todo es tan extraño y repentino. Uno espera que ocurra. Y ocurre. Ahora sé cómo eres desnudo. Ya no podré mirarte desde el lavadero. Estaré desnudándote mentalmente. Es ridículo cuando uno piensa en los genitales de un hombre y en el modo en que se viste. Deberían usar faldas o pedazos de alfombras.
—Yo haría cortar las mías en Saville Row.
—Los curas tendrían que usarlas negras. Deja que te muerda. Quiero morderte. Oh, tienes algo en el ombligo. Pelusa.
—Además.
—Mi ombligo es asexuado y chato y no junta nada. Y besar estas cositas raras. ¿Te gusta?
—Más. Te digo que más y más.
—Y también en tu ombligo.
—Por Dios, sí.
—¿Y allí? Tiene un olor raro. Es muy chiquito.
La noche tan larga y grata. Espero que podré recordarla cuando sufra. Sus dedos tan suaves. Dulce sustancia de muchacha, sola y húmeda y amante y movediza sobre mí, sobre mí y aún más, protegido por su corazón y cada uno por los muslos del otro, mi cabeza extraviada, los cabellos que cosquillean y acarician y se enroscan y como una bóveda de olores y carne y gusto salino como cuando uno nada. Vivo en esa casa de cemento agrietado. Voy a la ciudad en un tranvía absurdo, a Trinity con todos los demás y ahora hundo la cabeza en las pinzas blancas y redondas de los muslos de una desconocida. Sus manos bajan por mis piernas. Desgarran las islas de cartílago de mis rodillas y después me tambalearé eternamente en las calles. Su cabeza oscura se mueve en el aire de la vela amarilla. Este treno en mi cráneo escarlata. Las chicas de la lavandería están de pie sobre calderos de ropas humeantes, golpeándolas con gruesos tobillos celtas y haciendo un strip tease. Las veo a todas allí y nos reímos, je jo ja, el ritmo de la cosa y las chicas campesinas, desnudas por primera vez en su vida, cayendo en las calderas y las jabonaduras, resbalando, batiendo y palmoteando sus cuerpos obesos. Es día de fiesta. El manicomio bestial. Y él, yo, alzó su mano sagrada y les dijo que callasen un minuto para ordenarlas en fila y dar a cada una la jarretera verde de tréboles que pudieran usar sobre el muslo izquierdo de modo que los obispos no criticasen la desnudez. Ahora, todos ustedes, afuera. A las calles, Dublín es una bella ciudad de bonitos desnudos. Ustedes se parecen a los oblatos y sus nalgas también. Que toque la banda. Las dirigió por las calles. En el Puente Butt se detuvieron y el simpático caballero las dirigió mientras entonaban el verso: «Dejé mi corazón en un jardín inglés». En la ciudad se difundió prontamente la noticia de que había cierta desnudez en las calles. Las tabernas se vaciaron. Y los millones de hijos de campesinos y también otros, todos en bicicleta a ver esas finas formas juveniles de sólida contextura.
Los dedos esbeltos de Chris se metieron en los muslos y los de la muchacha se cerraron sobre sus oídos y él dejó de escuchar el ruido de sopa de la boca de Chris y sintió el dolor breve de los dientes que mordisqueaban el prepucio tenso y el latido de su propia ingle bombeando el fluido desbordante en la garganta femenina, acallando la voz gentil de la muchacha y empapando las cuerdas vocales que entonaban la música de su corazón solitario. Los cabellos oscuros se extendían en mechones limpios sobre el cuerpo de Sebastián, y durante el siguiente y silencioso minuto fue el hombre más equilibrado de la tierra, abandonado por su simiente, despojado de su mente.