Julio. Otra semana, y el final. Veo los toldos de la calle Grafton con una muchedumbre de gente saludable pasando debajo. Todo parece estar bien cuando hay sol. Incluso mis asuntos.
Pero las mañanas en la cama con la sábana hasta los ojos, si uno los oye abajo cuando Marion salió a hacer compras, dando golpes estruendosos en la puerta. Y la puerta no aguanta. Y no paran de golpear y algunos intentan meterse. Oh, el temor de que suban y yo desnudo, mi dignidad se encoge y es un arma bastante mediocre contra las deudas. Y gritan en la escalera, pero no desean que haya nadie, se sienten molestos porque se metieron en la casa.
Marion no lo soporta muy bien. Está preocupada. Ya no podía controlarse, temblaba y lloraba, está cansada de todo. El cabello rubio arratonado, le cuelga de la cabeza como chucrut. Se hunde en el silencio. Si se le rompiera un vaso sanguíneo, los médicos y el gasto serían terribles.
Y me deslizo de la cama y meto los pies tibios en las zapatillas frías. Me envuelvo con frazadas y agachado me deslizo hacia la palangana resquebrajada. Piso el tubo de pasta dentífrica, saco una gota y me cepillo vigorosamente los dientes. El dolor de la mañana. Me inclino sobre la cocina, mudo y hambriento. No hay café, té color de orina. Sólo me resta cantar:
Ven Espíritu Santo
y llena
mi vientre fiel.
Y en el tranvía que llega hasta el fondo de la calle Dawson mi corazón brinca porque esta noche veré a Chris en el salón de Jury. Comprimiendo los labios borro la culpa. Echo una ojeada a la vidriera de la tienda de artículos para caballeros. Pienso en un sombrero hongo con mi próximo cheque. Es necesario. Mantiene la dignidad. La dignidad en la deuda, es mi lema personal. De hecho un escudo de armas. El sombrero hongo cruzado por un bastón.
En la puerta principal de Trinity. Por lo menos esto tiene cierto aire profesional, con todos esos anuncios clavados aquí. Debo reconocer que me asalta un temor abrumador cuando pienso en los exámenes. Estos estudiantes dicen que no hicieron nada cuando tienen los ojos inyectados en sangre. En cambio yo. Sólo veo un paisaje gigantesco de mi total ignorancia. Las semanas que faltan antes del papelito blanco. Un hombre como yo tiene que imponerse. No puedo admitir el fracaso. Debo tener mi bufete adonde llego a las diez de la mañana y cuelgo el sombrero. Y cuando vienen a verme sonrío con expresión tranquilizadora. Gran cosa la ley.
Sebastián Dangerfield cruza la calle adoquinada. Levanta la vista hacia las ventanas manchadas de lluvia de O’Keefe. La pequeña y polvorienta mazmorra. Sube los escalones de la sala de lectura. En verdad, un edificio extraño. Esa gente de pie en los escalones fumando cigarrillos. Afirman que es una pausa en el trabajo. Adentro están los nombres de los muertos gloriosos con guirnaldas oro y rojo sobre el mármol blanco. Y luego uno baja los escalones y pasa la puerta giratoria y se levantan los rostros hundidos en los libros. Atrás, malditos. Ustedes me intimidan y ahuyentan la vida que hay en mí. Especialmente los pocos a quienes veo desde mi clase con la cabeza hundida en los libros. Por mi parte, leeré algunas páginas de la enciclopedia. Agiliza el cerebro. En la balaustrada hay cositas jóvenes y apetitosas mirando la puerta, con la esperanza de conseguir marido. Ni una chispa de alegría en ninguna parte, excepto en unos pocos libertinos a quienes conozco. Por lo demás, una galería calvinista de delincuentes.
Un cielo vespertino intensamente azul. Una ligera brisa, sursudeste. En verdad, soy una pequeña estación meteorológica. A esta hora del día la calle Dame tiene un movimiento especial, grato a los ojos. Grupos de personas acolchando las esquinas. Y en esta callejuela detrás del banco con las hermosas hojas verdes infundiendo vida al granito. Es el más grato espectáculo en una tarde estival.
La puerta lateral de entrada a Jury’s. Ahí está, con los cabellos negros, la piel blanca y los labios oscuros, y la boca, el corazón y el sonido. Sentada serenamente. Y cerca, un comerciante de mirar torcido, lamiéndose los labios por ella. Los conozco. Los conozco muy bien. En este ámbito de absoluta respetabilidad. Pero es un bonito salón con palmeras y sillas de mimbre. Flexiona las piernas, vuelve a cruzarlas. Pálidas uñas, dedos largos y tiernos y humedad en los ojos. Qué tienes debajo, querida Chris. Dímelo.
Y se sentaron a beber café porque ella afirmó que era mucho mejor que el alcohol y quizás también un sandwich de jamón. Y siempre acerca de los exámenes. Siempre acerca de este lugar. Y el gaélico.
Caminaron hacia la casa. Él le sostenía la mano feliz. Se detuvo al comienzo de la escalera, dispuesto a marcharse. Pero ella lo invitó a pasar. Sobre el piso una carpeta verde, gastada y descolorida. En el rincón un lavabo cuadrado y una cortina roja… La chimenea pulcramente cubierta con un ejemplar del Evening Mail. Una puerta de tablas comunica con el jardín del fondo. Ella dice que cuando llueve fuerte entra agua y moja el piso. Y otra puerta hacia el vestíbulo. Allí me baño y me entretengo hasta bien tarde en la noche. Te jabonaré la espalda. Sería lindo. Soy un tipo extraordinario para sostener conversaciones audaces. Un viejo guardarropa, medio abierto, y una chaqueta verde, y tres pares de zapatos. Sobre el alféizar de la ventana, al lado de la puerta de entrada, una cocina de gas y algunos cacharros colgados de la pared.
Estoy enamorado de este cuarto. Porque es un oasis a donde no llegan los golpes en la puerta… Y el edificio parece sólido. Quiero tener algo sólido en que recostarme. Cuando a uno lo ponen contra la pared es razonable desear que la pared tenga fundamentos sólidos y no amenace derrumbarse.
Sebastián descansaba en la cama mientras ella le contaba. Le hablaba del año que había cursado en la Universidad de Londres. No me gustaba el ambiente y después de un año llegué a la conclusión de que la psicología era una cosa aburrida y vacía, pero de todos modos tuve que dejar porque se me había terminado el dinero. En Irlanda mi padre tenía dinero y por eso estoy aquí. Mi padre era irlandés y mi madre rusa. Extraña combinación, verdad, los dos murieron al comienzo de la guerra de modo que me vine a Inglaterra. Pero ni qué decir tiene que recibí menos de la mitad del dinero de mi padre. En fin, tenía que encontrar trabajo. Así no más. Comprendes. ¿Resultado? El lavadero. Lo odio y odio a Irlanda. Me siento sola y aburrida. Aquí pago treinta y cinco chelines. Y es un cuartito horrible.
Mi querida Chris, no tienes por qué preocuparte. Estoy aquí. Creo que es un lugar precioso, seguro, un nido de amor. Y ya no estarás sola. Te aseguro que existen cosas buenas y la mejor cerveza, y también ananás, y los campos, y gente con fibra y gusto por la vida, y la tierra y el ganado. Sebastián, ¿lo crees realmente? Por supuesto. Pero soy una mujer y no puedo. Odio a estos irlandeses. Los cuerpos andrajosos, su estupidez de borrachos. Los odio. Y tener que oír sus observaciones maliciosas y sus chistecitos sucios e hipócritas. Odio a este país.
Mi querida Chris, no te preocupes.
Ella se puso de pie con sus bellas piernas, y vertió la leche en el cacharro. Con Ovomaltina y bizcochos.
A la una de la madrugada, un momento antes de salir él le dijo que le tenía mucha simpatía. Buena chica. Y mi querida Chris, también yo tengo problemas. Creo que moriré ahogado por el papel. Llegan las cuentas antes del desayuno, y en realidad quiero desayunar primero. Pero Sebastián, cómo te metiste en ese lío. Error de cálculo, querida Chris, y malentendidos.
Al partir le besó la mano. Y caminó en la noche a lo largo del canal, contando las esclusas y las caídas de agua.
El caso es, Marion, que perdí el último tranvía. Bajaba por la calle Nassau como una tromba. No pude alcanzarlo. No estoy en condiciones de correr, de modo que volví a los cuartos de Whitington en la universidad. Es un gran tipo, me ayudó mucho a entender la ley de contratos. Mientes, sé bien cuando mientes.
Entonces, Marion, ¿qué quieres que te diga?
Otras tardes, Chris y él fueron a dar largos paseos y un viernes después que ella cobró fueron al café del cine Grafton, y en el último piso cenaron entre lámparas sombreadas y ventanas medievales. Se estaba tan cómodo, tan descansado y pacífico, y mejor que en casa. Chris insistió tanto en pagar. Pero yo no quise dar mala impresión pareciendo despreocupado. Y después, bajamos por los muelles y cruzamos sobre las esclusas en dirección a Ringsend, el desaguadero de Dublín. Todo oscuro.
Eran las once cuando tomó el tranvía de regreso. Chris lo acompañó hasta la parada. Marion instalada en el asiento escabroso. Mirándolo desde un ejemplar de Wornan’s Home Companion que un barbero le había regalado a Sebastián. Tenía cierto aire alegre. De mi boca brota una conversación acolchada. Y ella le pregunta si quiere un poco de leche caliente con azúcar. Muy bien. Conversan de Estados Unidos y las mansiones.
Cuando subieron vio flores en la caja que estaba al lado de la cama. Marion se desviste frente al pequeño espejo. Se cepilla el cabello. Lo nombra con su voz quejosa.
—¿Sebastián?
—¿Qué?
—Sebastián.
Pausa, mirando el tocador, y arrugando la tela con el cepillo.
—Sebastián, ¿qué nos está pasando?
Sintió que el cuerpo se le estremecía, estuvo rígido un segundo y levantó las rodillas en la cama. La sábana que se alza lentamente.
—¿Qué quieres decir?
—No sé. Algo nos ocurre. No nos hablamos. Apenas te veo.
—¿Que no me ves? Por supuesto que me ves.
—Sabes a qué me refiero.
—¿Qué?
—Que no estás conmigo. Me siento aislada.
—Es sólo hasta el examen.
—Ya lo sé, pero vuelves tan tarde a casa.
Marion forma pequeños promontorios en la tela. Él siente livianos los pulmones.
—Quizá tienes que estudiar, pero te muestras indiferente cuando estamos juntos.
—¿Qué quieres decir?
—Indiferente… como si no me quisieras.
—Absurdo.
—Por favor, Sebastián, no te burles de mí, tengo sentimientos lo mismo que tú. No puedo dejar de ser inglesa. Ni evitar la desesperación cuando estoy sola aquí, y también durante la noche. No quiero pelear o discutir más. ¿Qué será de nosotros y de Felicity? ¿Tu padre no nos ayudará?
—No puedo pedirle mientras la situación no sea realmente desesperada.
—Pero él es rico.
—No puedo.
—Pero debes hacerlo. No me importa si a veces sales e incluso te emborrachas. Pero preferiría que estuvieras en casa. Todas las tardes, después de las seis. Solías hacerlo. Y si pudiéramos tener un poco más de felicidad cuando estamos juntos. Es lo único que pido. Nada más que eso.
—La tensión es muy grande.
—Pero quién tiene que soportarlo todo. Estoy en esta horrible casa día tras día, y lo único que veo son estas paredes húmedas y espantosas. Si por lo menos pudiésemos salir al campo unos días, y ver los campos verdes y sentirnos libres en lugar de escondernos detrás de la puerta de la cocina intimidados por ese horrible señor Skully. Llamó anoche.
—¿Qué le dijiste?
—Que hablase contigo.
—Oh.
—¿Qué podía hacer para sacármelo de encima? Creo que también él estuvo bebiendo. Incluso tuvo el descaro de decir que podíamos lustrar el llamador de la puerta. Tiene una excusa para venir aquí cuando se le antoja. Qué sensación horrible. No me gustan sus ojos. No tiene carácter. Incluso le escribí a papá. Pero ya sabes que están pasando por una situación muy difícil.
—Sin duda.
—Sí, de veras. Sé que no comprendes. Nos ayudarían si pudieran.
Él se volvió sobre el costado y hundió la cabeza en la almohada. Marion apagó la luz. Su mano apartó la sábana. Un gemido de resortes oxidados. La oscuridad cayó sobre él como el mar. Un lecho de dolor. Que la marea oscura me lléve. Y me fui con el mar y me arrodillé a rezar en lo profundo.
Despertó bruscamente. Sudoroso y con miedo. Marion se aferraba a él sollozando. Oye el golpeteo del corazón de su mujer y los gemidos. Mi corazón está agobiado por el remordimiento y el cálculo. Dublín entreteje su trama de calles y corre por ellas gritando y llorando. Los niños se acurrucan en los umbrales. En las alcantarillas se vierte la sangre de cerdo. Frío e invierno.
Por la mañana silencio total entre ellos. Sebastián calienta sopa, le mete pedazos de pan y bebe una taza de té. Cómo odio el temor a todo esto. Odio mi propio odio. Salir de todo esto con la fuga y el crimen. Pobre Marion. Nunca me sentí tan triste o dolorido. Porque siento que todo parece tan inútil e imposible. Quiero poseer algo. Quiero que salgamos de esto. Abandonar este condenado país que odio con todas mis fuerzas y que me arruinó. Destrozar con un atizador la cabeza de Skully. Un Jesús verde alrededor de mi cuello y este maldito cielorraso que filtra y el inmundo linóleo y Marion y sus zapatos deformados y sus medias y bombachas y sus tetas y la maldita espalda enjuta y las cajas de naranjas. Y el olor sombrío de la grasa y los gérmenes y las toallas manchadas de esperma. Toda la pudrición detrás de las paredes. Dos años en Irlanda, encogido pezón sobre el pecho del frío Atlántico. El país de la leche agria y los borrachos que de noche se caen gritando a las zanjas, emitiendo agudos silbidos a través de los campos y los pantanos pardos llenos de alimañas. Allá están mirando entre las ortigas, contando las hojas de pasto, cada uno esperando que el otro muera, con ojos de vaca y cerebro de víbora. Monstruos que gruñen encadenados y gimen en los oscuros pozos de la noche. Y yo. Creo que soy el padre de todos. Recorro los senderos, reconforto, les digo que traten de vivir mejor, y no dejen que los niños vean cómo el toro sirve a la vaca. Bendigo sus ríos de plata, entono lamentos desde las torres redondas. Traigo simiente de Iowa y revitalizo sus pasturas. Yo soy. Sé que soy el Custodio del Libro de Kells. Campanero de la Gran Campana, Lord Rey de Tara, «Príncipe del Oeste y Heredero de las Islas Arran». Y les digo, estúpida banda de bastardos, que soy el padre que endulza el heno y aplica la tierra húmeda y la potasa a las raíces y el cuentista de todas las bocas. He bajado de las naves vikingas. Soy el fertilizador de la realeza por doquier. Y el Monarca Calderero que baila la danza del macho cabrío sobre la Hogaza de Azúcar y ejecuta pasos de fox-trot en las calles de Chirciveen. Sebastián, el eterno turista, Dangerfield.
Dos días sentado en el cuartito. Dos veces salió a comprar una lata de spaghetti y patas de cerdo. Al tercer día, el remordimiento se complica con la ociosidad. Lee las cartas de los que tienen problemas en las últimas páginas de una revista femenina y algunos proverbios de la Biblia, a cuenta de la cristiandad implícita en todo ello. Y de pronto el ruido del correo. Sobre el suelo del vestíbulo una carta de O’Keefe.
Querido Farsante:
Estoy hasta la coronilla. Soy un hijo de puta hambriento. Tanto que sería capaz de comer perro. Compré una lata de arvejas y me regalo con una ración de doce después de cada comida. Este lugar es el más aburrido que conocí jamás. Puse un anuncio en el periódico local, enseñanza de inglés a chicas que quieren entrar al servicio de familias en Inglaterra. Aparecieron dos. Una tan fea como el pecado en la vejez y sabía muy bien lo que yo quería y no le importaba, pero a pesar de mi necesidad no pude seducirla, ni siquiera con fines académicos. Estoy destinado a amar a mujeres hermosas y a inspirarles el deseo de acostarse con otro. Pero en realidad las cosas son más complicadas. La otra chica se quejó al director de la escuela y temí que me dieran el kaput. Pero el director es una buena pieza y se rió y simpatizó, pero me dijo que dejase el asunto porque no era muy conveniente para la escuela. Eso con respecto a mi vida heterosexual de la cual me he retirado oficialmente.
Mi personalidad homosexual es completa. Estuve leyendo a André Gide en francés, al marqués de Sade y Casanova. Enamorarse de un chico es precisamente como ellos dicen. Tengo miedo de que me descubran o que él me denuncie. Viene de noche a mi cuarto y se burla de mí apagándome la luz y luego luchando en la oscuridad. Cristo, creo que me volverá loco. Sin duda sabe, estos chicos franceses lo saben todo, pero me toma el pelo exactamente como Constance solía hacer en mis habitaciones de Harvard. Si estuviese en Estados Unidos la clase me habría denunciado hace mucho tiempo. Ven que siempre le hago preguntas y nunca le grito cuando se acerca a mi escritorio, y en cambio lo trato de lo mejor. Estar enamorado de un chico es una experiencia que todos deberían hacer pero me está subiendo la presión, aunque debo decir que para mí es más excitante que perseguir a mujeres que nunca me dieron nada. Todos lo hacen. Me muero de deseos de oler la tierra irlandesa. Llevo el Eire en la sangre, en las venas y los carrillos. Pienso unirme a los judíos para combatir a los árabes o a los árabes para combatir a los judíos. Qué demonios. Estoy harto de todos. Entre otras cosas me dejo la barba. No más mujeres… he descubierto que soy impotente, ejaculatio praecox.
¿Qué pasa con el dinero? Me dejaste colgado. Tienes que comprender que me opongo a eso. Dependo de ti. Nada más excepto que espero ir pronto a París. Todas las semanas ahorro cien francos de mi sueldo y perderé definitivamente mi castidad con una prostituta. Mis mejores deseos para Marion.
Dios te bendiga
KENNETH O’KEEFE,
duque de Serutan.
Jamás veré tiempos de bonanza. Digamos con un poco de mayordomo. Con O’Keefe en la puerta principal anunciando su paso con cierto acento aristocrático. Kenneth seguramente tiene problemas de dinero pero se las arreglará.
Un lindo empleo. Una vida bastante agradable. No advierte que ahora lo está pasando bien. Pero en realidad creo que Kenneth necesita una menopausia.
El mes de agosto. La temporada de fútbol, una soleada tarde de Nueva Inglaterra. Un aire estival neutro sopla dulce y suave sobre el pasto. Y miren a esa gente saliendo de los vestuarios llena de brío y energía, y por supuesto de entusiasmo. Ver una pelota que desciende en una espiral perezosa sobre el campo, y se zambulle en los brazos brutales de un amable idiota que arremete en este tiempo estival tan extraño e indiferente. Por cosas así sería capaz de arrodillarme en este cuartito destartalado y llorar. Pero no juego al fútbol, y sin embargo el deseo de ese aire seco y ávido me oprime el corazón. Oh, cómo me duele el recuerdo. Y las lindas muchachas. Como el pan, buenas para comer. Cómanme. Y coñac, alfombras y automóviles. ¿Qué tengo ahora? La Ley de Ayuda a los Veteranos. Y también la de Derechos. Y cuando uno llega a la edad que tengo ahora inevitablemente siente que necesita tratamiento preferencial. Preferencia por el veterano. Tuve un sueño en que estos veteranos me miraban. Llegaba a Battery Park. Salían por millares del ferry de Staten Island. Y otros emergían del metropolitano viniendo desde Brooklyn. Redoblando grandes tambores con los puños recubiertos de cuero, y sosteniendo en alto antorchas de la libertad. Dispuestos a atraparme. Y qué terrible sentimiento. A atraparme por libertinaje y engaño. Por no ir al frente. Les digo, papanatas, que yo estaba detrás del libro. El hombre detrás del libro. Tenían una estatua de la Virgen Bendita. Pero les ruego, no soy más que un chico común. Oye, chico, eres un leproso moral y un degenerado. Somos los veteranos católicos y vamos a purificar a los piojosos bastardos como tú ahorcándolos. Pero les digo que soy rico. Muchacho, no eres rico. Marchaban por Wall Street, y atravesaban la ciudad para atraparme. Duermo en mi cuarto sucio de alcohol con la llorosa hermana de alguien. Encuentran mi cuarto, eligen mi puerta parda incombustible entre un millón de puertas. Yo estaba en Washington Heights por el anonimato. Ellos estaban en la calle 125, rumor de tambores. Por favor protección. Ninguna. Yo un ejemplo. A una milla de distancia con carteles, «Eliminemos a los degenerados». Pero les digo que yo no estoy degenerando. Dios mío, también tienen perros. Esta hermana de alguien, sollozando. Caballeros, les digo que soy protestante y estoy por encima de esta tontería. Mira, muchacho, sabemos quién eres. Pero, caballeros, soy irlandés y católico. Hermano, vamos a colgarlo por decir eso. Piedad. Ruido de pies subiendo las escaleras. Afirmo que todo fue muy desagradable. Echaron abajo la puerta. Un jugador de fútbol se zambulle en el cuarto. Hermano, soy de Fordham y a los pervertidos como tú los arreglamos sin vueltas. ¿Qué te pasa Hermano, estás loco o algo por el estilo? Por cierto que me encogí aterrorizado y metieron un asta de bandera por la ventana y me sacaron del rincón, me dieron puñetazos en las costillas y me retorcieron las pelotas y me ahorcaron. Me desperté con la sábana hecha jirones. Marion pensó que me había dado un ataque, o quizás era papafobia.
En este cuartito. No puedo hacer más que sonreír. Un tranvía pasa traqueteando. Y hago girar mis pulgares. Y tomo algunos de estos diarios y los apelotono en el hogar. Un fosforita. Mi cuarto anaranjado. Mañana tengo que ver a Chris, tal vez a la noche. Sólo puedo pensar en que estoy en el Valle de las Colinas oliendo el ajo o en las orillas del Barrow, una tarde estival en el aire de alondras, y últimas canciones y los saltos de los salmones. Los dedos nocturnos me tocan. Tristeza de la madreselva. Tarareo. Tengo que llorar.