—Marion, creo que iré a estudiar esta mañana en el parque.
—Llévate a la nena.
—El cochecito está roto.
—Tómala en brazos.
—Me orinará en la camisa.
—Lleva el pañal de goma.
—¿Cómo podré estudiar si tengo que vigilarla? Irá gateando hasta el estanque.
—¿Pero no comprendes? Estoy muy ocupada con todo esto. Mira el cielorraso. Y ahí estás tú, y además usando mi sweater. No quiero que uses mi sweater. Tengo muy pocas cosas.
—Dios mío.
—¿Y por qué no vas a ver al señor Skully y consigues que arregle ese inmundo baño? Yo sé por qué. Le temes, ésa es la razón.
—En absoluto.
—Sí. Es suficiente que te diga Skully y echas a correr y subes la escalera como un conejo asustado, y no creas que no te oigo cuando te metes bajo la cama.
—Lo único que quiero es que me digas dónde están mis lentes ahumados.
—Hace tiempo que no los veo.
—Los necesito. Me niego absolutamente a salir de casa sin ellos.
—Pues búscalos.
—¿Quieres que me reconozcan? ¿Eh?
—Sí, eso mismo.
—Dios maldiga esta casa. Tiene el tamaño de un ropero y ni yo mismo puedo encontrarme en ella. A este paso, empezaré a romper cosas.
—No te atrevas. Y aquí tienes una repulsiva postal de tu amigo O’Keefe.
Marion se la arrojó a través del cuarto.
—Cuidado con mi correspondencia. No quiero que ande tirada por ahí.
—Vaya correspondencia. Léela.
Garabateado con grandes mayúsculas:
TENEMOS LOS COLMILLOS DE ANIMALES
—Eh. Oh, sí.
—Eso es, un animal detestable.
—¿Qué más?
—Y por supuesto, las cuentas.
—Bueno, no tengo la culpa.
—Sí la tienes. ¿Quién abrió la cuenta en Howth? ¿Quién compró whisky y gin? ¿Quién?
—¿Dónde están mis lentes ahumados?
—¿Y quién empeñó los atizadores? ¿Y quién empeñó el hervidor eléctrico…?
—Oye, Marion, ¿no podemos ser amigos esta mañana? Se ha nublado. Por lo menos cristianos.
—¿Ves? Inmediatamente adoptas un tono sarcástico. ¿Por qué tenemos que vivir así?
—Mis anteojos, maldito sea. Los británicos lo ocultan todo. Bueno, ahora no podrás ocultar el cuarto de baño.
—No toleraré este tipo de conversación.
—Entonces, acéptala.
—Un día lamentarás esto. Vulgar.
—¿Quieres que te arrulle toda la vida? ¿Quieres música de la B.B.C.? Prepararé para ti una serie de programas con el título «Mi trasero era verde».
—Qué mente sucia.
—Soy un hombre culto.
—Sí, gracias a tu vida toda cromada en Estados Unidos.
—Soy un tipo distinguido. Hablo el inglés del Rey. Mis trajes tienen un corte impecable.
—Qué basura. No sé cómo permití que conocieses a mami y papi.
—Tu mami y tu papi creyeron que yo tenía mucho dinero. Y ya que estamos, yo pensé que ellos tenían mucho dinero. Ninguno de los dos tenía monedas, ni billetes, ni amor.
—Eso es mentira. Sabes que es mentira. Nunca se habló de dinero hasta que tú empezaste.
—Está bien. Ocúpate de la nena. No soporto más. Necesito un largo paseo en tranvía por el útero, algo que me saque de esto.
—¿Que te saque? Yo soy quien necesita que la saquen, y puede ocurrir en cualquier momento.
—Está bien. Seamos amigos.
—Sí, te parece muy fácil. Así no más, después de decir cosas horribles.
—Llevaré a la nena.
—Y puedes comprar algunas cosas. Tráeme algunos huesos de la carnicería, y no te vengas con una de esas repugnantes cabezas de carnero, y cuida que Felicity no caiga en el estanque.
—Insisto en la cabeza de carnero.
—Cuidado al cerrar la puerta. Esta mañana se le cayó encima al cartero.
—Por todos los santos del cielo. Lo único que falta es que me inicie un juicio.
En la calle Mohammed espesa de tráfico y tranvías ruidosos. La lavandería una colmena de actividad. Ahí están azotando las sábanas, y así debe ser. Un sol cálido y amarillo. El país más hermoso del mundo, lleno de zarzas y las zarzas son personas. Me quedaré aquí para morir y nunca moriré. Mira la carnicería. Mira los ganchos, gimiendo con la carga de carne. Está arremangado y empuña el hacha. Un grupo entero detrás del mostrador.
Entra en el parque. Verde, pasto verde blanco y suave por la lluvia nocturna. Los canteros de flores. Círculos y cruces y pequeños y bonitos cercos. Elige el banco. Recién pintado. Si mi padre muere en otoño seré muy rico, la ubre de oro. Y sentado en un banco de plaza por el resto de mi vida. Qué día cálido y agradable. Me gustaría quitarme la camisa y bañarme de sol el pecho, pero me echarían por indecencia. Ayuda al crecimiento del vello, le da un elegante matiz dorado. Querida niña, deja de pegarme en la espalda. Vamos, quédate en la frazada y juega y nada de tonterías. Dios mío, suelta la manta, creo que voy a matarte. Papá tiene que estudiar derecho y convertirse en un abogado de la Corte, muy muy importante y ganar mucho dinero. Una gran ubre dorada. El bronceado en el pecho significa riqueza y superioridad. Pero estoy orgulloso de mi humildad. Y aquí, leyendo la lengua muerta, mi librito de derecho romano. Por parricidio, despeñado de un promontorio en una bolsa con una víbora. Gorda fealdad retorciéndose en la entrepierna. Y tú, hijita, gorgoteando en el pasto, diviértete ahora. Porque papá está acabado. Lo atacan desde todos los costados. Incluso en sueños. Y anoche soñé que llevaba una pila de diarios bajo el brazo y trepaba a un ómnibus y atravesaba corriendo el Curragh con macizos caballos galopando al costado. En el ómnibus, un hombre estudiaba las mariposas con una lente de aumento. Y nos dirigíamos hacia el Oeste. Luego, un buey saltó desde detrás de un seto y el ómnibus lo cortó y lo dejó colgando de un enorme gancho frente a una carnicería de aldea. De pronto estaba en Cashel. Las calles llenas de cabras y las alcantarillas pardas de sangre seca. Y en la quietud del sol ardiente, una multitud de hombres y mujeres con gruesos abrigos negros descendiendo por el medio de un camino invernal, a cada lado el calor vacilante del estío. El funeral del usurero. La sorprendió, los labios burbujeantes, los ojos móviles, sentada sobre el empleado del negocio en un cajón venido de Chicago y oyó que el cajón se derrumbaba y se lanzó sobre ellos con una hachuela. Y conspiraron entre labios cálidos y húmedos, aferrándose unos a otros las ropas para meter veneno en el té, las manos temblorosas extendidas hacia la gaveta y la carne del otro, para enmadejar un capullo de pecado entre el ananás y los duraznos. La caja estaba cerrada. Verano. La larga línea deslizándose. A través de Cashel. Una canción:
Deslizándose a través de Cashel
una caja al sol
a través de Cashel, de Cashel
el usurero ha muerto.
El usurero ha muerto
en una caja al sol.
El empleado consiguió a la esposa
y el usurero ya se acabó.
Tened piedad del usurero.
Hay una mano en la gaveta,
hay una caja al sol,
piedad de Dios al usurero.
Alguien hablaba con Felicity. Santo Dios. Aaah.
Había doblado una rodilla y estaba acuclillada sobre los muslos apretados. Felicity tironeaba del dedo extendido. La joven inclinaba la cabeza. Hola, nenita, hola. Tenía una falda verde, haciendo juego con el pasto y las medias de algodón, los tobillos delgados y esbeltos. El trasero redondo y reluciente se apoyaba sobre los talones.
—Hola.
No se volvió. Cosquilleaba el vientre de la nena. Desvanecimiento de un momento mágico. Ese rodete de cabello negro.
—Hola.
Lo mira por encima del hombro, ojos oscuros de mirar directo. Voz melodiosa.
—Hola. Estaba admirando a su nena. ¿Cómo se llama?
—Felicity.
—De veras. Hola, Felicity, ¿no es cierto que eres una nena bonita? ¿No es cierto?
Qué labios sobre qué dientes blancos. Los hombros del vestido, los brazos que pasan por pequeños círculos. Me gustaría aferrarte.
—Trabaja en la lavandería, ¿no es así?
—Sí. Y usted vive en la casa que está enfrente.
—Sí.
—Seguramente me vio mirando por su ventana.
—¿Qué hace en ese cuarto?
—Es mi escritorio.
—Veo que bebe mucho té.
—Café.
—Es agradable.
—Tiene muy lindo cabello. ¿No es cierto, no es cierto, nena?
—Tengo que irme. Adiós, Felicity, adiós.
Mueve los dedos largos. Una leve sonrisa y se aleja por el sendero de asfalto. Los pliegues de la tela se dividen a través de sus pantorrillas y más anchos sobre sus muslos. Otro saludo con la mano. Sonríe nuevamente. Por favor, vuelve y juega conmigo. Tu ropa tan razonable es sexy.
Arrojaré al mar este maldito derecho. No asimilo una palabra. Los niños son buena publicidad. Muestran el producto final, el propósito de todo el asunto. Creo que tiene vello en las piernas. Lo que me gusta, una leve sugestión del varón. Estoy enamorado de esa chica. Del modo de caminar, el movimiento de las caderas. El cuello lo dice todo, un ligero alargamiento. Ciertamente no soy homosexual, ni el hijo de un duende. Quiero saber dónde vive y qué hace por la noche. Debo saberlo. Oh, creo que las cosas empiezan a mejorar. Si consigo que arreglen el baño. Cualquier cosa. Taparlo, mandarlo a la calle, lo que sea. Pero es tan poco lo que Egbert y yo tenemos en común, y especialmente el dinero. Cómo puede abordarse este asunto de los desperfectos de la cloaca. Siento que yo actúo en un nivel distinto de experiencia. Retiro mi traje oscuro del empeño y llevo a Marion al Delfín a comer carne asada y beber Beaujolais. Necesita distraerse un poco. Pobre chica. Es tan difícil vivir con un bastardo como yo. Y mañana vengo al parque.
En la gran olla negra gorgoteaba una cabeza de carnero. Marion se lavaba el trasero sobre una palangana en el piso. Una cosa bonita por seis peniques. La nena fue llevada discretamente a la cama, arriba, la tarde había concluido y comenzaba la noche. En toda la ciudad de Dublín la gente vuelve a sus casas llevando algunas salchichas, un poco de manteca rancia y algunas bolsitas de té.
—Sebastián, alcánzame la talquera que está sobre el borde de la ventana.
—Cómo no.
—¿Cómo estaba el parque?
—Muy agradable.
—Hay tanto olor.
—Mira, es la cosa más bonita del mundo. La necesito para el cerebro. La cabeza de carnero es alimento cerebral.
Sebastián tomó una revista de cine y se hundió en el sillón, esperando que el carnero estuviese listo. El áspero brillo rojizo de estas caras. Cierta vez me abordó un buscador de talentos en una colonia de verano. Dijo, no le gustaría venir a Hollywood. Le dije que tendrían que alimentarme a coñac día y noche. Afirmó que hablaba en serio y que deseaba que pensara en la propuesta. Le indiqué que la pensión de mi familia era más o menos igual. Pero muchacho, espera a que te den la primera película. El nombre del individuo era Bill Kelly. Llámeme Bender Kelly. Decía que su madre y su padre habían nacido en Irlanda y que pensaba viajar alguna vez a Irlanda en busca de talento, y que quizá hallaría auténticos talentos. El señor Kelly me informó que recibían muchas chicas de Irlanda. Pero en realidad esas jóvenes irlandesas no llegaban muy lejos en Hollywood. Hay que hacer concesiones en el momento estratégico. Por supuesto, uno tiene que comprender que en este mundo siempre hay que hacer concesiones, mejor eso que fracasar. Algunos aguantan, pero no mucho tiempo. Pero un tipo como usted podría llegar lejos. ¿Dónde aprendió a representar? Discúlpeme, señor Kelly, nací actor. Bueno, eso es lo que todos dicen. El señor Kelly bebió unas cuantas copas y afirmó que Hollywood lo destruía a uno como solían hacer esos tipos aztecas que se conseguían una chica, la vestían a todo lujo, como una gran estrella, la subían al altar y le arrancaban el corazón. Pero señor Kelly, qué sórdido. Claro que es sórdido, por eso hay que ser duro. Pero yo soy pura hojarasca, sé que no lo soportaría. Bien, señor Sebastián Bife. Sebastián Balfe Dangerfield. Dios. Bueno, de todos modos me gustaría contraer matrimonio y tener hijos. Me encamé con algunas chicas del colegio secundario. Tal vez no sea muy elogiable pero ¿acaso la vida no es así, y hay que aguantar lo que venga? En mis tiempos he manejado a algunas estrellas muy grandes. Grandes. Realmente grandes. Y el señor Kelly se emborrachó y vomitó por todo el bar. Conviene recordar que hay una aldea llamada Hollywood en las montañas Wicklow.
Marion tararea en la cocina. No es un hecho frecuente.
—Nena, prepara unas tostadas.
—Corta el pan.
—Estoy estudiando.
—Desde aquí veo esas estúpidas revistas de cine.
—Marion, ¿te gustan los hombres de pecho velludo?
—Sí.
—¿Bíceps?
—Un poco.
—¿Y los hombros?
—Que puedan usar un traje.
—¿Dirías que soy tu hombre?
—No me gustan los hombres que tienen barriga.
—Un momento. ¿Barriga? Nada de eso… Mira. Quieres venir un instante. Mira. Absolutamente nada. Podrías decir que ahí no existo.
—Ven y ocúpate de esta maldita cabeza.
—Encantado. Te digo que está saliendo maravillosamente. Con bombos y platillos. Tocad el cuerno, malditos.
—Corta el pan.
—Cómo no, querida.
—No digas eso si no piensas mover un dedo.
—Pienso moverlo.
—No, no lo piensas.
—Muy bien, no lo pienso. ¿Por qué no compramos un receptor de radio? Creo que necesitamos una radio.
—¿Con qué?
—En cuotas. Un sistema para personas como nosotros.
—Sí, y con eso podríamos pagar la cuenta de la leche.
—Podemos tener leche también. Unos pocos chelines semanales.
—En ese caso, ¿por qué no trabajas medio día?
—Debo estudiar.
—Por supuesto. Sí, por supuesto, tienes que estudiar.
—Oh vamos, vamos, vamos, dame un besito. Vamos, en los labios, uno solo.
—Déjame.
—Eso no es juego limpio.
—Por favor, trae la silla.
—Entonces, vayamos al cine.
—¿Te olvidaste? Como sabrás, tenemos una hija.
—Mierda.
—Basta. Deja de usar conmigo esa horrible palabra.
—Mierda.
—Si repites eso dejo la casa. Puedes usar esa clase de lenguaje con tus amigos obreros, pero yo no lo soportaré.
—Márchate.
—Todas las comidas son iguales, absolutamente todas.
—¿Comidas? ¿Qué comidas?
—Dios mío, con qué me casé.
—Mira, no estabas obligada a casarte conmigo.
—Bien, ahora desearía no haberlo hecho. Papá tenía razón. Eres un haragán. Solamente sabes beber con tus perversos amigos, y todos son unos inservibles. ¿Acaso te ayudarán a progresar?
—Basura británica. ¿Progresar en qué dirección? ¿A dónde hay que llegar?
—A convertirse en alguien. Crees que todo es muy fácil, ¿verdad? No creo siquiera que obtengas tu diploma. En los exámenes haces trampa. Y no te pienses que todo lo que haces pasa inadvertido. No te finjas asombrado, yo bien sé cómo halagas a tus profesores. ¿Cuánto tiempo piensas aguantar de ese modo?
—Absurdo.
—Has insultado a todos mis amigos. A la gente que podría ayudarte. ¿Crees que están dispuestos a ayudar a un inútil, un completo inútil?
—¿Inútil? ¿Inútil? ¿Yo un inútil?
—Y un mentiroso.
—¿Mentiroso?
—No te indignes. Mis amigos podrían ayudarnos, lord Gawk podría haberte presentado a una firma londinense.
—¿Quién se lo impide?
—Tú. Tu actitud insultante. Me arruinaste socialmente.
—De ningún modo. ¿Por qué me atribuyes la culpa si tus amigos aristócratas te ignoran?
—¿Que yo te culpo? Dios mío, ¿cómo no culparte si llamaste prostituta a lady Gawk, le arruinaste la fiesta y me avergonzaste? ¿No es tuya la culpa?
—Esa mujer es estúpida. Decadente moral.
—Mentira. Estás ahí sentado y hace un mes que no te bañas, tus pies huelen y tienes las uñas sucias.
—En efecto.
—Y he tenido que sufrir la humillación de que mi familia se viese comprometida. ¿Qué te parece? Papá tenía mucha razón.
—Papá tenía mucha razón. De acuerdo. Y ahora, santo Dios, déjame cenar en paz. Papito, papito. Bastardo estéril, ese papito tuyo no es más que una sanguijuela en el trasero del Almirantazgo, y un montón de mierda pomposa.
Marion salió corriendo del cuarto, subió a los saltos las escaleras. Oyó cómo cerraba de golpe la puerta del dormitorio, luego el crujido de los resortes de la cama. Silencio.
Y luego los sollozos ahogados. Se apoderó del salero, y lo agitó sobre la fuente. Pero nada salió. Alzó el brazo. El salero voló a través de la ventana y se partió en pedacitos sobre la pared de cemento gris, afuera. De un puntapié mandó al suelo la silla, recogió su chaqueta. Metió la mano detrás del reloj, donde sabía que estaba el cambio que Marion había venido ahorrando durante semanas. Se apoderó de todo el dinero y lo dejó caer tintineante en el bolsillo.
El rostro casi púrpura. Culpabilidad. Rechinar de dientes. El alma que intenta salir por la boca, y tragando se la devuelve al cuerpo. Si se pudieran acallar esos sollozos.
Pidió una botella de cerveza y un Gold Label, y después dijo al muchacho que le trajese otra cerveza y otro Gold Label. El jovencito no entendió. Sebastián golpeó el suelo con el pie y gritó.
—Haga lo que le digo.
El muchacho, de mangas cortas, murmuró.
—Señor, no debe hablarme de ese modo.
—Discúlpeme, estoy nervioso. Tráigame también cigarrillos.
Qué día inmundo. Necesito compañía. Una ciénaga de abrigos oscuros, tosiendo y escupiendo. Salgamos de aquí.
Cruzó la calle. Allí tenían un tocadiscos automático. Puso «Esa vieja magia negra» y «Jim nunca me trae lindas flores». Como Chicago. Un hombre de Chicago me acusó cierta vez de tener acento de Harvard. ¿De dónde viene usted, de Evanston? No hable con los tipos como yo. Los lastimados y los estúpidos, los que moquean y estornudan. Sus tetas malolientes y velludas. No le critico que tenga vello alrededor de los pezones. Eso no es problema. Ocurre que no me gustan los británicos, una raza estéril y agenital. Sólo sus animales son interesantes. Gracias a Dios que tienen perros. Ella desea pasarse la vida sentada sobre el trasero en la India, flagelando a los nativos. Anhela la calle Bond. El té de la tarde en Claridge. Lady Gawk cosquilleándose el pubis con un abanico chino. A esa mujer le romperé algo en la cara. Es terrible cómo pierdo la dignidad. Me preocupan tontos malentendidos. Que se vaya. Le diré que se marche y no vuelva.
Termina la canción. Afuera, de pie frente al cine en espera del tranvía traqueteante. Qué ruidoso, emerge de la noche descendiendo la colina, vehículo absurdo y bamboleante. Se diría que funciona como un molinillo de café. Pero me gustan el color y los asientos, todos verdes y cálidos, anaranjados, rosados y pasionales. Y subir la escalera en espiral hasta el piso superior y ver a los escolares sentados en la plataforma exterior. Me gusta porque puedo ver todos los jardines y algunas de las ventanas del atardecer. Cuando llegué a este país me impresionaron los tranvías. Desde la plataforma superior se puede ver el interior de algunas ventanas personales. Mujeres que tienen puesta únicamente la bombacha. Con frecuencia vi mucho cromado en los dormitorios y estufas eléctricas resplandeciendo en las paredes. Y las camas cubiertas con edredones de satén, grandes, gruesos y rojizos.
Descendió en la calle de la Universidad. Enjambres de transeúntes. Una banda de jóvenes gaiteras estaba pasando frente al Trinity College, todas de verde y borlas y acordes. La, de da deda la de. Seguidas por gruñidos. Este parque de diversiones inglés. Quiero entrar en una taberna. ¿Dónde? Debo dinero en todas. En realidad, me caracterizo por mi capacidad para obtener crédito en una taberna, y eso ya es mucho decir. Subo por la calle Grafton, me animo con su riqueza. Pero dónde están los ricos. Pobres y miserables bastardos como yo, no tienen dónde ir. Nadie los invita. Por qué nadie me invita. Vamos, invítenme. Todos tienen miedo. En la calle Duke. Me disponía a cruzar. Ya tenía un pie fuera de la vereda. Un momento.
En la vereda de enfrente, mirando la vidriera de la zapatería. No debo entregarme al pánico. No embrollar las cosas. Tengo que acercarme a ella antes de que reanude la marcha. Permanece inmóvil. No se mueve. Desairado. No, no admitiré un desaire. Uf. Me ve. Está confundida. Momento óptimo. Muestro ligera sorpresa. Estoy sorprendido. No tengo que demostrarlo. Naturalidad. Bravo y noble. Y por supuesto, un caballero. Un rápido saludo.
—Buenas tardes.
—Hola.
—¿Mirando ofertas?
—Sí, para pasar el tiempo.
Mate en una jugada.
—La invito a tomar una copa.
—Bueno…
—Vamos.
—Bien, nada me lo impide. De acuerdo.
—¿Dónde vive?
—Camino de Cintura Sur.
—Usted no es irlandesa.
—¿Por qué lo dice? ¿La voz?
—No, los dientes. Todos los irlandeses tienen dientes cariados. Usted los tiene buenos.
—Ja ja.
Llegaron al final de la calle Grafton.
—Entremos en esa taberna. Arriba tiene buenos asientos.
—De acuerdo.
Esperan en la acera. Pasan dos escarabajos norteamericanos. Una ráfaga de viento. El cielo frío. Le toma la mano un instante, cálidos nudillos en los dedos largos. Nada más que para ayudarla a cruzar la calle. Sube la escalera delante de Sebastián, con un movimiento extraño. Enagua blanca. Pies pequeños, de paloma. Voces a la vuelta del corredor y en la puerta. Se acallan ligeramente cuando entran y se sientan. Ella cruza las piernas y se alisa la pollera sobre la bonita rodilla.
—Mi nombre es Christine.
—El mío…
—Conozco el suyo.
—¿Cómo?
—Por una de las chicas del lavadero. Tiene un amigo que trabaja en el almacén donde compra su esposa.
—Fantástico.
—Es cierto.
—Seguramente también sabe qué como.
—Sí.
—¿Qué?
—Cabeza de carnero.
—Oh, en efecto.
Eres una muchacha muy hermosa. Blanca. Tu cuerpo debe ser muy blanco. Déjame comer el loto. Esta noche salí sintiéndome muy mal. Qué débiles son nuestros corazones. Porque ahora podría brincar de alegría. El mundo obedece a una ley. Grandes y pardooscuros. Los ojos.
—¿Le gusta trabajar en el lavadero?
—Lo odio.
—¿Por qué?
—Oh, el calor y el vapor y el ruido.
—¿Y cómo es donde vive?
—Oh, no sé. No sé cómo podría describirlo. Por lo menos hay árboles en la calle. Eso siempre ayuda. Es sencillamente una de esas casas en terraza del camino de Cintura Sur. Vivo en el sótano. Es bastante agradable, comparado con lo que tendría que soportar en otros lugares.
—¿Sola?
—Sola. No tolero compartir la vivienda.
—¿Qué quiere tomar?
—Cerveza, por favor.
—¿Cuánto hace que trabaja en el lavadero?
—Unos meses.
—¿El pago?
—No muy bueno. Cuatro libras diez chelines.
—Christine, opino que usted es una muchacha muy simpática.
—¿Qué estudia?
—Derecho. Una coincidencia muy grata. Estaba desesperado. Deshecho y vencido. Un paseo por la calle Grafton a veces me reanima. Pero todos parecían tan deprimidos como yo.
—Es mala hora. Sólo se encuentra gente que busca distraerse.
—¿Y usted?
—Simplemente miraba. A menudo lo hago. Me agrada pensar que en los negocios hay cosas que deseo. Bajo del ómnibus al principio de Stephen’s Green y atravieso el parque. Prefiero ir por ese lado, y miro los patos desde el puente y bajo por la calle Grafton. A veces tomo un café en una de esas heladerías y luego a casa. Esa es toda mi vida.
—¿Y por el lado de la cultura?
—El cine, y a veces por un chelín me siento al fondo del Gate.
Están sentados y luego encienden cigarrillos. Generalmente no apruebo que se fume. Pero ahora veo que las cosas parecen bien encaminadas. La luz que se enciende repentinamente en medio de las sombras. Muy cristiano. La luz que muestra el camino. Cuando se me ocurría la idea, entraba en la iglesia de la calle Clarendon, a rezar y a veces a ver si adentro estaba más caliente, y después sentarme un rato, para aflojar un poco la tensión. He soportado momentos de tremenda tensión y en esa penumbra católica y su gaélico inherente, me sentía ligeramente triste y lamentable, y consideraba el antes y el después y a menudo tenía el sentimiento de que en verdad conseguiría apoderarme de algunos dólares. Ignoro por qué el dinero alivia la tristeza. Pero la alivia. Oh Christine. ¿Cómo eres bajo la ropa?
Pidieron otra vuelta de cerveza y ella lo miró y sonrió y dijo que debía volver a casa. Y, ¿puedo llevarla? No es necesario. Insisto. Realmente no es necesario. Por puro placer, entonces. De acuerdo.
Caminaron por la calle Suffolk, llegaron a la calle Wicklow y entraron por la calle Grand George. Y allí había nacido Thomas Moore. Entre, conózcala, es una hermosa taberna. Pero debo volver a casa para lavarme el cabello. Estaremos nada más que unos minutos.
Entraron. Las figuras embarazadas los miraban y murmuraban en voz muy baja. El hombre les indicó un reservado, pero Dangerfield dijo que beberían en el mostrador.
Oh, muy bien, señor, una hermosa tarde. Sin duda.
Y cuando dejaron atrás el Caballo Herido él trató de meterla allí. Pero ella dijo que desde la esquina podía seguir sola. Pero yo debo acompañarla.
La casa en que vivía estaba al final de una larga hilera. Pasaron un portón de hierro, y un minúsculo jardín con un arbusto y barrotes sobre la ventana. Y su puerta está al pie de tres escalones, con un caño para desagotar el agua, que sin duda pasa debajo de la puerta. Lo invitaría a pasar pero tengo que lavarme el cabello. Oh, no se preocupe. Y gracias por acompañarme a casa. De ningún modo, y ¿puedo volver a verla? Sí.
Bajó los escalones. Una pausa, se volvió, sonrió. La llave. La puerta verde. Unos segundos. Una luz que se enciende. Una sombra que atraviesa la ventana. La suya. Qué tierna y cálida, más tierna que todas las rosas. Ven, Dios mío, y llena mi corazón en este viernes triangular.