6

Oh el verano y el viento suave. Alivia el corazón y abarata la vida. Apaga ese fuego en la chimenea. Apágalo. Así es mejor.

El carnicero está pocas casas más allá, sobre la misma calle. Una línea de tranvías pasa al lado de la ventana. Y del otro lado de la calle el lavadero más fantástico, con cuarenta muchachas y grandes calderos humeantes. Oh, creo que saben usar exactamente el toque de ácido que es necesario.

El señor y la señora Dangerfield y su hija, Felicity Wilton, que antes residían en Howth, ahora se han mudado al número uno de la calle Mohammed, The Rock, Dublín.

Decidieron abandonar la casa embrujada de Howth. Pero hubo vacilaciones hasta esa mañana después de la tormenta en que Marion abrió la puerta de la cocina para recoger la leche y pegó un grito y Sebastián acudió a la carrera y los dos vieron, allá abajo, un mar manchado de barro donde habían caído el jardín del fondo y el depósito de turba. Se mudaron.

La casa nueva no era nueva. Y no se podía entrar caminando rápido por la puerta del frente, pues uno se encontraba saliendo por el fondo. El señor Egbert Skully llevó aparte al señor Dangerfield y le dijo que le alegraba alquilar a un norteamericano, porque él y su esposa habían trabajado veinte años en las Grandes Tiendas Macy y querían mucho a Nueva York, y le complacía tener inquilinos pareados a ellos. Y espero que usted, su esposa y la nena sean felices aquí. Sé que es un poco reducido, pero creo que les agradará lo confortable de la casa, ja, usted parece un caballero, señor Dangerfield, un hombre a quien le gusta tener comodidades, ¿y usted juega golf? Oh, sí. Pero mis palos no están bien. Los haré ver por un profesional que me diga qué defectos tienen, usted sabe, soy muy puntilloso en la alineación. Excelente idea, señor Dangerfield, y quizá mi esposa pueda dar algunas recetas a la suya. Magnífico.

Las paredes recién empapeladas con flores pardas se sienten húmedas al tacto. Y una bonita alfombra Axminster parda, de cuarta mano, sobre el piso de la sala, y un escabroso canapé azul. La cocina bien, pero la canilla y la pileta estaban afuera, al lado de la puerta. Una escalera estrecha y empinada, un gabinete con una claraboya del tamaño de una fuente, el conservatorio. Y un tocador metido como una caña entre dos paredes, el lavatorio. Torio era un sufijo muy importante en esta casa. Y la ventana de la sala está a medio metro de la vereda, perfecta para los vecinos que pasan, de modo que uno procura que no lo sorprendan con los pantalones bajos. De todos modos, el estrépito del tranvía lo mantiene a uno en guardia.

Una visita al depósito de combustible, para pedir carbón que se apilará bajo la escalera. Marion consiguió cajas y las cubrió con manteles para darles color y respetabilidad.

Y mis mapas especiales, uno o dos raros y antiguos. Tengo una lámina que reproduce un cementerio, y la pongo bajo vidrio grueso. Y bajo la ventana, como si fuera un escritorio, la mesa de jugar a los naipes. Las chicas de la lavandería distraerán mi mente del tedio terrible del estudio. Salen dos veces por día, el cabello con ruleros y los pechos como agujas en esos corpiños norteamericanos que levantan el busto. Creo que el obispo tendría algo que decir al respecto, y con mucha razón. Luego, las veo alinearse en la espera del tranvía, una hilera de rostros blancos bañados de vapor. Y algunas lanzan risitas en dirección al loco que está detrás de la cortina.

Ante nosotros el verano. La vida en esta casita fue tranquila. Nada de beber, y cuidar a la niña cuando Marion salía de compras. Una taza de caldo por la mañana. También veo a una criatura agradable, allá en la ventana. La descubrí mirando hacia aquí con unos ojos pardos bastante grandes, sin sonrisas ni risitas. Cierto desdén, el pelo oscuro lacio y espeso. Y creo que percibo inteligencia, esa mirada es un tanto embarazosa. Me refugio en la cocina. Muy excitante.

Preparo una pequeña estantería y la lleno con obras de derecho, una breve biografía del Bienaventurado Oliver Plunket y otras obras acerca de los pájaros. El estante inferior para las revistas comerciales, en los grandes días que se avecinan. Y luego, una sección destinada a mi nutrida colección que, Dios me perdone, robé de distintas iglesias católicas. Pero lo hice porque necesitaba cobrar fuerza en mi pauperismo. Mis favoritos son Esa cosa que llaman amor, La bebida es una maldición, y La felicidad en la muerte.

El primer tranvía de la mañana casi lo envía a uno al piso y Felicity lanza un grito estrangulado desde el conservatorio. Retorno al sueño con un gruñido. Recojo las piernas, como el feto agazapado. Marion usa mi ropa interior. A veces se filtra el sol. Luego Marion camina descalza sobre el linóleo. Incitaciones. Oh, levántate. No me dejes todo por la mañana. En mi corazón donde nadie más puede oírme yo digo, ahora por lo que más quieras, Marion, sé una buena británica y baja a la cocinita y calienta el café, como una buena chica, y quieres, ya que estás, tostar unas rebanadas de pan y no me opondría si tal vez incluyeras nada más que una sospecha de tocino encima, sólo una sospecha, y lo preparases todo sobre la mesa y entonces yo bajo y hago el papel de buen marido, ah querida buenos días, cómo estás, qué buen aspecto tienes esta mañana querida cada día pareces más joven. Esto último está muy bien. Pero desciendo dolorido y agobiado, débil y confuso, el corazón y el alma tapados por cemento.

Pero más avanzada la mañana suceden grandes cosas. Ruido de caballos sobre los adoquines de piedra. Luego, arriba al dormitorio, para mirar la calle. Esos animales negros y delgados relucientes bajo la lluvia suave. Las cabezas erguidas, arrojando rayas de vapor en el aire de la mañana. A veces veo por los pequeños vidrios de las ventanas un lirio sobre una caja de pino. Llévame también contigo. Y no puedo dejar de murmurar fragmentos de los poemas que leí en el Evening Mail:

Duerme tu último sueño,

sin cuidado y sin dolor

descansa donde nadie llorará,

y nosotros también te seguiremos.

Y veo los rostros sonrientes que asoman por las ventanillas del coche, radiantes con la importancia del muerto. Sombreros que saludan a lo largo del camino y manos que se mueven en un rápido signo de la cruz. El whisky pasado de mano en mano. La boca verde y codiciosa ha muerto. Un violín que viene de los campos. Los hongos que engordan en la cálida lluvia de setiembre. Muerto.

Hora de ir a buscar el diario. Y de vuelta con él al lavatorio. Entre las paredes verdes que se despellejan. La sensación permanente de que quedaré entrampado. Una mañana brillaba el sol y yo me sentía maravillosamente. Estaba sentado gruñendo y gimiendo, leyendo las noticias, y luego levanté un brazo y tiré de la cadena. Abajo en la cocina Marion lanzó un grito.

—Eh, Marion, ¿qué pasa?

—Por Dios, basta, basta, Sebastián, idiota. ¿Qué has hecho?

Descenso con veloz irritabilidad por la estrecha escalera, irrupción en la cocina que empieza al pie. Quizás todo esto es demasiado para Marion y enloqueció.

—Sebastián, idiota, mírame, mira las cosas de la nena.

Marion temblorosa en medio de la cocina cubierta con tiras de papel higiénico mojado y materia fecal. De un hueco oscuro en el cielorraso salía agua, yeso y materia fecal.

—Maldito sea, maldito sea.

—Oh condenación, condenación. Haz algo, idiota.

—Por el amor de Dios.

Sebastián sale tambaleándose.

—Cómo te atreves a escapar, maldito inútil. Es horrible, y no aguanto más.

Marion se echó a llorar, y el golpe de la puerta principal al cerrarse sofocó los sollozos.

Atrás la playa de estacionamiento, colina abajo en dirección a la estación. Se detiene junto a una pared y mira pasar los trenes. Uno sólo quiere cagar y vean lo que ocurre. Ese maldito Skully probablemente puso caños de goma. Tres libras semanales por una ratonera, con verdín en las paredes y muebles de cartón prensado. Y Marion tenía que estar justo debajo. ¿Cómo no atinó a apartarse?

Y el sol se ocultó y parece que lloverá. Será mejor regresar a casa, de lo contrario mi posición se debilita. Llevaré un regalito, una revista de modas llena de lujos.

Marion sentada en el sillón, cosiendo. Se detiene en la puerta, poniendo a prueba el silencio.

—Marion, discúlpame.

Marion mantiene inclinada la cabeza. Sebastián le ofrece el regalo.

—Lo siento sinceramente. Mírame. Te traje un regalo. Mira, tamales calientes con condimento de tinta.

—Oh.

—¿Te gusta?

—Sí.

—¿Estás enojada conmigo?

—No hablemos de eso.

—Mi pequeña Marion. Soy un cretino. Te digo que ese baño de ahí arriba es una buena mierda.

—Tendré algo que leer en la cama.

—Soy un auténtico cretino.

—Qué lindos vestidos.

—¿Me oyes, Marion? Soy un cerdo.

—Sí, pero me gustaría que fuésemos ricos y tuviéramos dinero. Quiero viajar. Si por lo menos pudiésemos viajar.

—Marion, déjame darte un beso.

Marion se puso de pie, lo abrazó con sus brazos rubios, aplicó su larga ingle contra la de Sebastián, e introdujo su lengua en lo profundo de la boca masculina.

En el fondo Marion es buena y no carece de sentimientos, sólo que a veces es un poco irritable. Vamos, entra allí y prepara la comida. Y yo me acomodo tranquilamente en el sillón y leo el Evening Mail. Veo una lista de ofrendas monetarias de conciencia. Gran cosa es la conciencia. Y cartas a propósito de la emigración y las mujeres que se casan por dinero. Aquí hay una carta acerca del Bienaventurado Oliver Plunket. Fui a verlo en la iglesia de San Pedro, en Drogheda. Una cabeza decapitada, antigüedad doscientos sesenta años. Me intimida. Gris, rosa y castigada y un destello de dientes desnudos y muertos a la luz de las velas. Unas fregonas me invitaron a tocarla, señor, tóquela ahora, trae suerte. Temeroso, apliqué el dedo en el mohoso agujero de la nariz, porque en los tiempos que corren la suerte nunca sobra.

Ahora las veo venir por la calle, saliendo de la lavandería. Llenan la calle, y los rostros se alinean en espera del tranvía. Ahí está la chica de los ojos pardos y el cabello oscuro, el rostro incoloro, salvo los labios bien formados. Las piernas enfundadas en medias de algodón y los pies calzados con botas de los sobrantes del ejército. Descubierta, el cabello formando rodete. Se acerca al diariero, las nalgas anudándose blandamente con el movimiento de las piernas. Se mete el diario bajo el brazo y se incorpora a la cola.

Intuyo que no es virgen, pero quizás no tiene hijos y los pezones son capullos rosados, pero incluso si están succionados y son oscuros no me importa. Lleva un pañuelo verde alrededor del lindo cuello. Los cuellos deben ser blancos y largos con una vena azul e inquieta estremecida por el nerviosismo general de la vida. Señor Dios de las alturas, está mirando hacia aquí. ¿Ocultarme? ¿Qué soy? ¿Una rata, una víbora? De ningún modo. Le haré frente. Eres hermosa. Absolutamente hermosa. Descansa el rostro sobre tus pechos primaverales. Te llevo a París y te anudo los cabellos con hojas de estío.

—Sebastián, ya está, trae una silla.

En la cocina cortando una fina rebanada de pan, mientras rasca manteca de una taza.

—Sebastián, ¿qué haremos con el baño?

—¿Qué quieres hacer?

—¿Quién lo arreglará?

—Marion, por favor, es la hora de comer. ¿Quieres que enferme de úlcera?

—¿Por qué siempre rehuyes la responsabilidad?

—Hablemos después de la comida. No me acorrales con las cañerías irlandesas, es una novedad en este país y los caños se confundieron.

—Pero, ¿quién pagará?

—Skully, y lo sacará de su huevito de oro.

—Y el olor, Sebastián. Qué se puede hacer con el olor.

—No es más que mierda saludable.

—Cómo te atreves a usar una palabra tan fea.

—La mierda es mierda, Marion, y lo será hasta el día del Juicio.

—Es una cosa sucia, y no permitiré que la digas en presencia de Felicity.

—La oirá, y ya que hablamos de cosas sucias me ocuparé de que la encamen antes de que cumpla quince.

Marion conmovida silenciosamente. Mete cáscara de huevo en el café para asentarlo. Vean las uñas de los dedos, mordisqueadas. Se mueve en medio del desastre.

—Bueno, Marion, cálmate. Hay que adaptarse. Lleva tiempo acostumbrarse.

—¿Por qué tienes que ser tan grosero?

—La vulgaridad que llevo en la sangre.

—Trata de ser sincero. No eras así antes de que viniéramos a Irlanda. Este país vulgar y sucio.

—Vamos, cálmate.

—Los chicos descalzos en la calle en invierno y los hombres mostrándote sus cosas en los umbrales. Repugnante.

—Calumnias. Mentiras.

—Son un sucio rebaño. Ahora comprendo por qué sólo sirven para criados.

—¿No te parece, Marion, que estás un poco resentida?

—Sabes que es así. Mira a ese espantoso O’Keefe y sus sucias ideas. Parece que Estados Unidos no los mejora. Saca a flote lo peor que tienen. No serviría ni para criado.

—Creo que Kenneth es un caballero hecho y derecho. ¿Lo oíste tirarse un pedo? Veamos, ¿lo oíste?

—Qué inmundicia. No hay más que ver con qué excitación se acerca al gato cuando el animal está en celo para comprender que es un sujeto ruin. Cuando entra en la habitación siento que me viola mentalmente.

—Es legal.

—La repulsiva sensualidad del campesino irlandés. Y quiere dar la impresión de que es un hombre bien educado. Míralo comer. Qué irritante. Manotea todo. La primera vez que lo invitamos entró como si nosotros fuéramos sus criados y empezó a comer antes de que tuviéramos tiempo de sentarnos. Y arrancaba los pedazos de pan, cómo no ves esas cosas.

—Vamos, vamos, un poco de paciencia con el pueblo que dio a tu país un Jardín del Edén donde jugar, que les enciende el fuego y les sirve el té.

—Ojalá nos hubiésemos quedado en Inglaterra. Habrías ingresado en Oxford o Cambridge. Y por lo menos habríamos conservado cierta dignidad.

—Reconozco que de eso no queda mucho.

Marion piernas largas se instaló en el sillón. Qué te hace tan alta y esbelta. Levantas los párpados y cruzas las piernas con algo que me gusta y en ti esos zapatos neutros adquieren un aire sexy. Y reconozco, Marion, que no eres charlatana. Y cuando tengamos nuestra casa en el Oeste con el ganado de Kerry comiendo el pasto en las colinas y yo sea Dangerfield K. C. todo volverá a su cauce.

Un tranvía golpea cerca de la ventana, cruje, se balancea y traquetea siguiendo los rieles que lo llevan a Dalkey. Un sonido reconfortante. Los mapas se estremecen sobre la pared. Irlanda es un país de juguetes. Tal vez debería acercarme a Marion sobre el diván. Estamos experimentando con el matrimonio. Tengo que encontrar los anticonceptivos o de lo contrario otra boca reclamando leche. La chica de ojos pardos de la lavandería tiene unos veinticinco años. Marion otra vez chupando los dientes postizos, puede significar que quiere.

En el dormitorio, Dangerfield frota los pies enfundados en medias sobre el linóleo frío. Y el sonido de Marion usando la escupidera detrás del biombo auténtico de la dinastía Ming suministrado por Skully. Y un tironcito a estas cortinas andrajosas, en bien de la intimidad. Incluso en este gran país católico hay que protegerse, o lo miran a uno cuando se desviste, pero recuerde que los protestantes usan prismáticos.

Y Marion que sostiene el ruedo del vestido y lo pasa sobre los hombros ágiles. Dice que quedan solamente treinta chelines.

—Nuestro acento y nuestros buenos modales nos permitirán salir del paso. ¿Sabías, Marion, que no pueden encarcelar a un protestante?

—No tienes responsabilidad. Y que mi hija se críe entre irlandeses salvajes y tenga que aguantar a uno de ellos toda su vida… Pásame la crema, por favor.

Sebastián pasa la crema, sonríe y agita los pies desde el borde de la cama. Deja caer el cuerpo con un crujido de resortes y contempla las manchas rosadas en el cielorraso. Marion está un poco aturdida y confundida. Es difícil para ella. Estaba quebrándose. No es tan fuerte como yo, hizo una vida protegida. Tal vez no debió casarse conmigo. Todo es cuestión de tiempo. Bombear incansablemente; aire adentro y afuera y luego todo acaba como los postigos de una casa que se derrumba. Empieza y termina con un olor antiséptico. Me agrada pensar que el fin se parecerá a hojas de madreselva que se cierran, y que desprenden una fragancia última en la noche, pero una cosa así les ocurre sólo a los santos. Se los descubre por la mañana con una sonrisa en los labios y se los entierra en un sencillo cajón. Pero yo quiero una lujosa tumba de mármol de Vermont en el cementerio de Woodlawn, con rociador automático y plantas de verdor permanente. Si a uno lo atrapan en la facultad de medicina lo cuelgan de las orejas. Te ruego que no olvides reclamarme. No me cuelguen todo hinchado, las rodillas apretando las nalgas rojas de otros donde vienen a ver si soy gordo o flaco y a todos nos apuñalaron en el Bowery. A uno lo matan en las calles de inquilinato y lo cubren de flores y lo meten en el líquido. Por Dios, gordinflones idiotas, sáquenme ese líquido. Soy funebrero, tengo mucho trabajo y no puedo morir.

—Marion, ¿piensas a veces en la muerte?

—No.

—Marion, ¿piensas a veces que morirás?

—Por favor, Sebastián, ¿podrías dejar ese horrendo tema? Estás de mal humor.

—Nada de eso.

—Sí. Vienes todas las mañanas a ver los funerales de esos infelices. Horrible y sórdido. Creo que te da un placer perverso.

—Más allá de este valle de lágrimas, arriba, hay otra vida, inconmensurable en el tiempo, y toda esa vida es amor.

—Crees que me atemorizas con esos aires siniestros. Sólo me aburres, y pareces repulsivo.

—¿Qué?

—Sí, lo que oíste.

—Por el amor de Dios, mírame. Mírame en los ojos. Vamos, anímate.

—No quiero mirarte en los ojos.

—Son unos globos oculares honestos.

—No puedes hablar en serio de nada.

—Sólo te hice una pregunta acerca de la muerte. Quiero saber lo que sientes, quiero conocerte a fondo. O tal vez crees que esto es para siempre.

—Tonterías. Tú crees que es para siempre, bien lo sé. He observado que por las mañanas no sueles estar tan animado.

—Necesito unas horas para adaptarme. Sacudir el sueño.

—Y gritas.

—¿Qué?

—Hace unas pocas noches gritaste, cómo saldré de esto. Y otra vez también, qué es esa cosa blanca en el rincón, quítenla de ahí.

Dangerfield se aprieta el vientre, y ríe sobre los resortes que crujen.

—Puedes reírte, pero creo que en el fondo hay algo grave.

—¿Qué hay en el fondo? No comprendes que estoy loco. ¿No lo ves? Mira. Trata de ver. Locura. Eh. Estoy loco.

Sebastián hizo un guiño y sacó la lengua.

—Basta. Siempre quieres hacer el payaso pero nunca estás dispuesto a nada útil.

Dangerfield la miró desde el lecho, y ella flexionó los largos brazos a la espalda y los pechos salieron de las tazas del corpiño, y los pezones bronceados se endurecieron con el aire frío. Una línea roja sobre el hombro marcado por la tira. Sale cansadamente de sus bombachas, enfrenta el espejo y se pasa crema blanca por las manos y la cara. Rayitas pardas alrededor de los pezones. Marion, a menudo hablaste de usar el tratamiento con cera, pero después de todo me gustas así.

Sebastián abandona silencioso el lecho y se aproxima al cuerpo desnudo. Aplica los puños sobre las nalgas de su mujer y ella le aparta las manos.

—No me gusta que me toques ahí.

Y la besa en la nuca. Humedece la piel con la lengua y los largos cabellos rubios se le meten en la boca. Marion retira del perchero la bata azul. Sebastián se desviste y se sienta desnudo en el borde de la cama, quitándose la pelusa blanca del ombligo, e inclinándose para quitar la roña endurecida entre los dedos de los pies.

—Sebastián, quisiera que te bañases.

—Mata la personalidad.

—Eras tan limpio cuando te conocí.

—Renuncié a la limpieza en favor de la vida espiritual. Preparación para un mundo distinto y mejor. No hay que molestarse por un poco de roña. Mi lema es el alma limpia. Quítate la bata.

—¿Dónde están?

—Bajo mis camisas.

—¿Y la vaselina?

—Detrás de los libros, en el estante.

Marion desgarra el papel plateado. Los norteamericanos son notables para crear envases. Lo envuelven todo. Se abre la bata, se la quita de los hombros y la deja caer a los pies, y luego la pliega cuidadosamente sobre los libros. Se arrodilla en la cama. Cómo son otros hombres, gruñen y gimen, todos curvados y circuncidados, con o sin. Ella sube a la cama, la voz tierna.

—Quiero como hacíamos en Yorkshire.

—Humm.

—¿Siempre te gustan mis pechos así?

—Humm.

—Sebastián, dime cosas, háblame. Quiero saber.

Sebastián se acerca en un movimiento circular, apretando contra el suyo el cuerpo largo y rubio, y pensando en un mundo exterior de tambores redoblantes bajo la ventana azotada por la lluvia. La lluvia que cae sobre los adoquines de piedra. Y está de pie afuera, mientras un tranvía repleto de obispos pasa retumbando, y todos alzan las manos sagradas en una bendición. La mano de Marion aprieta y se me mete en la ingle. Ginny Cupper me llevó en su automóvil a los campos llanos de Indiana. Estacionó al borde de los bosques, y caminamos entre las filas soleadas de los maizales, las plantas ondulantes sobre un horizonte amarillo. Vestía una blusa blanca y tenía una mancha gris de sudor bajo los brazos y la sombra de sus pezones era gris. Éramos ricos. Tan ricos que jamás podríamos morir. Ginny reía y reía, y la saliva blanca en sus dientes iluminaba el rojo oscuro de su boca, alimentada con el alimento más refinado del mundo. Ginny a nada temía. Era joven y antigua. Sus brazos y piernas pardas se balanceaban con salvaje optimismo, y todas sus partes eran bellas. Bailaba sobre la larga capota de su Cadillac carmesí, y al mirarla yo pensaba que Dios debía ser mujer. Saltó hacia mis brazos y me derribó y gritó en mi boca. Las cabezas apretadas en el cálido suelo de Indiana y yo clavado a una cruz. Un cuervo graznó al sol blanco y mi esperma chorreó sobre el mundo. Ginny había lanzado su largo Cadillac contra el parapeto de un puente de Saint Louis, y el coche resplandeció como un cuajarón de sangre en el barro y el limo del Mississippi. Estábamos todos en el silencio estival de Suffolk, Virginia, cuando el ataúd de cobre fue depositado nuevamente en la bóveda de frío mármol. Fumé un cigarrillo y lo aplasté sobre las esquinas negra y blanca de la tumba. En el estancado vacío de la estación ferroviaria, después que se fueron los automóviles, entré en el baño de mujeres y vi las obscenidades fálicas en las puertas de madera y las paredes grises. Me pregunto si la gente creerá que soy un tipo lascivo. Ginny tenía gardenias en su hermoso cabello castaño. Oigo el tren. La respiración de Marion en mi oído. Se me sacude el estómago, el último resto de fuerza. El silencio del mundo. Las plantas ya no crecen. Ahora vuelven a crecer.