La primavera se convirtió en verano. En Stephen’s Green, los actores ocupaban sillas de tres peniques y se bronceaban un poco. Aquí y allí grandes anillos de flores y patos deslizándose alrededor del cielo. Y ciudadanos que ocupaban tranvías tardíos en dirección a Dalkey para nadar un poco. En esta mañana de junio, Dangerfield pasó por la puerta principal de Trinity y subió las escaleras polvorientas y desvencijadas del número 3, se detuvo al lado del fregadero chorreante y manchado de óxido, y golpeó a la puerta de O’Keefe.
Pasó un minuto y luego se oyó el ruido de pies descalzos y cerrojos corridos, y apareció un rostro barbado y triste, y un ojo vacío.
—Eres tú.
Se abrió la puerta y O’Keefe retornó a su dormitorio. Olor de esperma viejo y manteca rancia. Enmoheciéndose sobre la mesa, una hogaza de pan, con un extremo mordido y marcas de dientes. La chimenea llena de diarios, medias viejas, escupitajos y productos de la autocontaminación.
—Por Dios, Kenneth, ¿no deberías encargar a alguien la limpieza?
—¿Para qué? ¿Te descompone? Vomita en la chimenea.
—¿No tienes un canasto?
—Puedo gastar mi dinero en cosas mejores que un lacayo. Me marcho.
—¿Qué?
—Me marcho. Me voy. ¿Quieres algunas corbatas? Corbatas de moño.
—Sí. ¿Adónde vas?
—A Francia. Conseguí empleo.
—¿Qué es?
—Enseñar inglés en un liceo. Besançon, donde nació la madre de Paul Klee.
—Bastardo con suerte, ¿me dices la verdad?
—Me voy exactamente dentro de una hora. Si me miras muy, muy atentamente, verás que lleno este saco con cuatro atados de cigarrillos, un par de medias, dos camisas, un pan de jabón y una toalla. Luego me pongo el gorro, escupo sobre mis zapatos y los lustro con la manga. Salgo por esa puerta, dejo caer las llaves en la entrada principal y me meto en lo de Bewley a tomar una taza de café, posiblemente solo, a menos que tengas dinero para pagar lo tuyo. Y luego, si aún estás mirando, bajo por la calle O’Connell, paso frente a Gresham, en la esquina doblo a la derecha y ahí verás mi forma esbelta que desaparece en un ómnibus gris que dice aeropuerto, y finis. ¿Ahora me entiendes?
—Kenneth, sinceramente me alegro mucho.
—¿Comprendes? Sistema. Una vida ordenada.
Dangerfield abarca el cuarto con un movimiento de la mano.
—¿Esto es lo que llamas ordenado? Lamento verte tan desordenado.
O’Keefe se toca el cráneo.
—Aquí, Jack, aquí.
—¿Qué harás con esa jarra que está sobre la cómoda? Todavía tiene pegado el precio.
—¿Eso? Es tuyo. ¿Sabes qué significa? Te lo diré. Hace un año, cuando vine a este agujero, estaba saturado de grandes ideas. Pensaba en alfombras y sillones y quizá unos cuadros en la pared, y después invitaría a algunos muchachos de la escuela pública a beber una taza de té y echar una ojeada a mis objetos de arte. Pensé que las cosas serían como en Harvard, con la diferencia de que lograría ingresar en algunos de los clubes, cosa que nunca pude hacer en Harvard. Creí que sería mejor empezar con algunos objetos en el dormitorio, y compré esa jarra por un chelín y cuatro peniques, como puedes verlo por la etiqueta, y eso fue todo. No necesito aclararte que nunca entré en ningún club ni frecuenté a los muchachos de la escuela pública. Me hablan, pero piensan que soy un poco tosco.
—Lástima.
—Sí, lástima. Te regalaré la jarra para que me recuerdes cuando ya no esté en la vieja tierra irlandesa, y viva con una linda muñeca francesa. Dios mío, si tuviese tu acento me instalaría aquí. El acento es todo. Estoy derrotado antes de empezar. En fin, eso no será un obstáculo en Francia.
—Oye, Kenneth, no quiero entrometerme pero…
—Sí, ya sé. Dónde conseguí dinero. Eso, amigo mío, es un asunto de estado supersecreto.
—Lástima.
—Vamos, salgamos de una vez. Recoge las corbatas si las quieres, y la jarra, o lo que se te ocurra. No volveré a ver estos cuartos sórdidos. Ni una sola vez encendí fuego en esa chimenea. Tengo veintisiete años y siento como si tuviera sesenta. No sé, no sé, creo que preferiría morir antes que pasar nuevamente por todo esto. Tiempo perdido. No me gradué. Creo que asistí a cuatro clases de griego y dos de latín en los últimos seis meses. Aquí todo es difícil, no como en Harvard. Estos chicos trabajan día y noche.
—¿Puedo llevarme estas hojitas de afeitar usadas?
—Lo que quieras. Durante el resto de mi vida seré tan pobre como un ratón de iglesia.
Sebastián recogió en un puñado las corbatas y las distribuyó en sus bolsillos. Llenó una toalla de papel con hojas de afeitar y varias láminas de jabón. Sobre la mesa, una pila de cuadernos baratos.
—¿Qué es esto, Kenneth?
—Son los frutos, podría agregar que echados a perder, de mis esfuerzos por ser un gran autor.
—¿No pensarás dejarlos aquí?
—Ciertamente. ¿Qué quieres que haga?
—Nunca se sabe.
—Pues yo sé. De una cosa estoy seguro, y es que no soy escritor. No soy más que un hijo de perra hambriento y sexualmente insatisfecho.
Dangerfield estaba volviendo las páginas del cuaderno. Leyendo en voz alta.
—“En la familia irlandonorteamericana común ésta habría sido una muy grata ocasión de hipócrita y auténtica alegría, pero los O’Lacey no eran la familia irlandonorteamericana común y la atmósfera mostraba una tensión casi sacrílega…”
—Acábala. Si quieres leer eso, llévatelo. No me recuerdes esa basura. No escribiré más. Mi oficio es la cocina.
Los dos salen del dormitorio con los periódicos extendidos sobre los resortes del colchón. La marca del cuerpo. Enero aquí adentro y junio afuera. O’Keefe, la rata triste, la hogaza de pan mordisqueada. Y el fregadero un ensombrecido vestíbulo de grasa. Bajo el mechero de gas recortes de tocino color verde y una taza rota medio llena de grasa; lo primero que hará O’Keefe será sin duda abrir un restaurante de gran categoría. Vidas puntuadas por sagaces acuerdos comerciales, fugaces pantallazos de felicidad que concluyen en lamentables abortos. Que a uno lo mantienen despierto por la noche, y además pobre.
Bajaron a los saltos los escalones gastados. Caminaron sobre los adoquines. O’Keefe adelante, las manos hundidas en los bolsillos, con cierta cadencia, como una oruga. Seguido austera, nerviosamente, por el inquieto Dangerfield con sus pies de pajarito. Al número 4 para orinar.
—El acto de orinar siempre me da la oportunidad de pensar. Es lo único bueno que saco de eso. Y ahora, a la calle. Otra vez en movimiento. La sensación más grata del mundo. Oye, Dangerfield, ¿qué se siente teniendo esposa e hijo? Para ti es problema incluso salir a la puerta.
—Uno se las arregla. Vendrán mejores tiempos. Puedes estar seguro.
—En Grangegorman.
—¿Sabes, Kenneth, que los graduados de Trinity tienen tratamiento preferencial en Gorman?
—Bien, te asesinarán. Pero te diré una cosa, Dangerfield, no me desagradas tanto como quizá crees. Tengo un rincón sensible en alguna parte. Ven, te pagaré una taza de café, aunque es malo fomentar la debilidad.
O’Keefe desaparece con sus llaves en el cuarto del portero. El portero lo mira con una sonrisa.
—¿Se marcha, señor?
—Sí, me voy al Continente soleado, sinceramente suyo.
—Que tenga mucha suerte, señor O’Keefe. Todos lo extrañaremos.
—Hasta luego.
—Adiós, señor O’Keefe.
Unos cuantos saltos hasta el lugar en que Dangerfield espera bajo el gran arco de granito, y otro movimiento para pasar la puerta principal que da a la calle Westmoreland. Se sumergen en el aire con olor a humo y café y se instalan en un cómodo reservado. O’Keefe se frota las manos.
—Estoy impaciente por llegar a París. Quizá haga un contacto adinerado en el avión. Rica muchacha yanqui que viene a Europa en busca de cultura y desea ver los sitios interesantes.
—Y quizá también los tuyos, Kenneth.
—Sí, pero se entiende que me ocuparía de que no viese nada más. ¿Por qué nunca me ocurren cosas como ésas? Ese tipo que vino a visitarme a mi cuarto y que había llegado de París, un sujeto simpático, me dijo que en París una vez que uno conseguía entrar en un grupo la cosa marchaba como sobre rieles. Por ejemplo, un grupo teatral con el cual se relacionó. Una serie de mujeres hermosas que gustaban de los tipos como yo, poca apariencia pero mucho cerebro e ingenio. El único inconveniente, según me explicó, es que les gusta viajar en taxi.
La empleada se acercó a recoger el pedido. Dos tazas de café.
—Dangerfield, ¿quieres un pedazo de torta?
—Una sugerencia muy cordial, Kenneth, si estás seguro de que es lo que corresponde.
—Y además, señorita, quiero mi café con dos, recuerde que son dos, jarritos de crema y además caliente un poco las masas.
—Sí, señor.
La empleada suelta una risita, recordando la mañana en que este loco de escasa estatura y lentes entró y se sentó con su gran libro. Todas las empleadas temían atenderlo, porque se mostraba tan hosco y tenía una expresión rara en los ojos. Permaneció sentado, solo, toda la mañana, volviendo una página tras otra. Y a eso de las once levantó los ojos, se apoderó de un tenedor y empezó a golpearlo contra la mesa, reclamando que lo sirvieran. Y ni por un instante se quitó el gorro.
—Bien, Dangerfield, en menos de una hora saldré a buscar fortuna. Dios, estoy nervioso, como si fuera a perder mi virginidad. Esta mañana me desperté con una erección que casi tocaba el techo.
—Y, Kenneth, tiene casi seis metros de altura.
—Y está lleno de arañas. Dios, hace un par de semanas estaba desesperado. Vino a verme Jake Lowell, un verdadero bostoniano de Harvard, pero es negro. Tiene todas las mujeres que quiere, pero en ese momento andaba escaso. Dijo que yo debía hacerme maricón. Afirmó que era más intelectual y que estaba en mi línea. Y así, una noche preparó mi iniciación. Era exactamente como asistir a un baile en Harvard. Yo me sentía nervioso, y me saltaba el estómago. Y fuimos a una taberna donde suelen reunirse. Me explicó todo lo que tenía que decir para que supiesen que estaba en la misma línea. Dijo que todas las invitaciones importantes se consiguen cuando uno está en el asunto.
—Bastante escabroso, Kenneth.
—Un tiro al aire. Finalmente conseguimos una invitación para una fiesta y yo estoy todo nervioso pensando cómo debe sentirse una mujer y entonces ellos cancelan el asunto porque Jake es negro y seguramente provocaría muchas peleas en la fiesta. Observa bien. Nadie se peleaba por mí.
—Kenneth, parece increíble pero es así. Recuérdalo siempre.
—Dios mío, qué puedo hacer.
—Quedan los animales, o hacer una escena en público con intenciones indecentes, y llevar un cartel con tu nombre y dirección.
—Tengo encanto. Sería un magnífico esposo. Y he sufrido un fracaso tras otro. Pero quizá quería casarme con Constance Kelly sólo porque sabía que ella no podía aceptarme. Si hubiera venido a decirme Oh Kenny, querido, me entrego, soy tuya, me habría arrojado sobre ella como un tiro y luego habría huido a doble velocidad. Retrospectivamente creo que la única vez que me sentí feliz fue en el ejército. Excepto la vez que estuve en el Sur, acantonado con esos miserables sudistas. Pero en general lo pasé muy bien. Engordé. El jefe de la compañía era un hombre de Harvard, así que no necesito aclararte que me puso detrás de un enorme escritorio, con un soldado que me preparaba café. Y oía a todos esos bastardos quejándose de la piojosa comida y cómo extraño los platos de mamita y entonces les dije que mi madre nunca había sabido cocinar tan bien. Querían darme una paliza. La comida casi debilitó mi voluntad, al extremo de que pensé en una carrera militar, hasta que descubrí que podía conseguir lo mismo afuera si tenía bastante dinero.
—Kenneth, hablando de dinero.
Las mandíbulas de O’Keefe se cerraron con un golpe seco. Extendió rápidamente la mano para aferrar un bizcocho.
—Mira, Kenneth, sé que es un pedido un poco repentino, pero ¿no podrías prestarme diez libras?
O’Keefe recorrió el salón con su único ojo, en busca de la empleada, y le indicó que se acercara.
—La cuenta, dos cafés, dos masas y este bizcocho. Me marcho.
O’Keefe, las manos adelante y atrás, acomodando el gorro en su lugar. Levanta el bolso y lo cuelga a la espalda. Dangerfield se pone de pie, un perro fiel siguiendo el precioso hueso.
—Kenneth, diez libras, prometo devolvértelas en cuatro días, las tendrás cuando llegues. No lo dudes. Un préstamo absolutamente seguro. Mi padre me envía cien dólares el martes. Te digo, Kenneth, que es absolutamente seguro, tu dinero está más seguro conmigo que en tu bolsillo, puedes matarte en el avión.
—Muy considerado de tu parte.
—Digamos ocho.
—Tú dirás ocho. Yo no digo nada. No las tengo. Me lo paso trotando las calles, perseguido por la mala suerte, rascando un centavo aquí y allá y por primera vez en muchos meses consigo un poco de dinero para darme un baño y cortarme el pelo y salir del pantano y entonces te presentas y quieres arrinconarme otra vez. Dios mío, por qué tengo que conocer gente pobre.
Caminaban hacia la salida entre las sillas y las mesas con sus revestimientos de vidrio y las empleadas de pie al lado del mostrador, los brazos cruzados sobre los senos negros, el tintinear de copas y las esferas de manteca, y el olor de los granos de café tostado. De pie frente a la caja registradora, O’Keefe rebusca en su bolsillo. Dangerfield espera.
—Está bien, está bien, vigílame, adelante. Sí, acertaste, tengo dinero. Me aguantaste, me diste de comer, es cierto, es muy cierto, pero ahora me estás jodiendo.
—No he dicho nada, Kenneth.
—Aquí tienes, maldito sea, agárralo, por amor de Dios, y emborráchate, tíralo, rómpelo, haz lo que quieras, pero quiero que me devuelvas el dinero a mi llegada. De veras, me jodiste.
—Vamos, Kenneth, no es necesario reaccionar así.
—Soy un idiota. Si fuera rico te mandaría a la mierda. El pobre arruinando al pobre.
—Kenneth, la pobreza es temporaria.
—En tu caso puede ser, pero yo no me engaño, sé perfectamente que puedo hundirme para siempre y quedarme allí. Todo este mierdoso sistema existe para mantenerme en la penuria. Y no lo soporto más. Tuve que romperme el culo para conseguir este dinero. Trabajar. Usar mi cabeza.
—Dime como lo hiciste.
—Aquí tienes, lee.
O’Keefe extrajo de su bolsillo varias hojas de cuaderno. Garabateadas, rasgadas y sucias.
—Están bastante roñosas.
—Lee.
Esta es mi situación. No tengo ropas para vestir y no he comido en dos días. Debo viajar a Francia donde tengo empleo. En la situación actual carezco absolutamente de escrúpulos o de consideración por el respetable apellido de O’Keefe. Por lo tanto, me presentaré en el consulado norteamericano con el fin de que me deporten, y procuraré que el asunto tenga amplia publicidad en la Prensa Irlandesa y en el Independiente de Irlanda, que considerarán muy divertido y un material interesante el hecho de que un norteamericano está en la vieja patria irlandesa sin un penique, ignorado por sus parientes. Si consigo dinero hacia fines de la semana saldré inmediatamente para Francia, y ustedes no oirán hablar más de mí. Hablando francamente, cualquiera de las dos alternativas me parece conveniente, aunque debo pensar en mis parientes y en lo que dirán los vecinos. Creo que este asunto avergonzaría mortalmente a mi madre.
Suyo sinceramente,
K. O’KEEFE
O’Keefe extrajo del bolsillo otra carta.
—Esta es la réplica del padre Moynihan. Los zapatos que me dio mi madre estaban destinados a él y yo dije a los funcionarios de la aduana que si tenía que pagar un solo centavo de derechos por ellos los tiraba al mar. De modo que los dejaron pasar. Oh Dios mío, nunca olvidaré a este bastardo.
Dangerfield sostenía el papel azul entre las manos.
Me siento casi incapaz siquiera sea de escribirte pues ésta es la carta más despreciable que jamás he tenido el desagrado de recibir y además equivale a un chantaje. Es difícil creer que seas producto de un buen hogar católico, o para el caso que seas mi sobrino. Eres un insulto para el pueblo norteamericano. Sin embargo, según parece siempre existe un elemento, la resaca y los seres perversos engendrados en el arroyo, que es una amenaza para las personas decentes que consagraron su vida y su esfuerzo a criar matones desagradecidos. Cómo te atreves a amenazarme con tanta insolencia. Sólo porque eres el hijo de mi hermana no he atraído la atención de la policía hacia tu sucia correspondencia. Te adjunto las treinta monedas de plata y entiéndase que no toleraré nuevas comunicaciones tuyas. Mientras estuviste aquí como huésped mío violaste mi hospitalidad y también la dignidad a la cual estoy acostumbrado en esta parroquia. También estoy al tanto de tus esfuerzos para corromper la pureza de una de las hijas de la señora Casey. Te lo advierto, si vuelvo a oír de ti, comunicaré a tu madre los detalles de este execrable ultraje.
J. MOYNIHAN P.P.
—Kenneth, esto es fantástico. ¿Qué hiciste allí?
—Oh, eso. No quiero recordarlo. Le dije a la chica que trabajaba en la biblioteca que tenía que liberarse. Pareció fascinada. Pero cuando me marché seguramente sintió remordimientos y en el confesionario reveló al viejo bastardo que yo le había tocado el brazo, lo de siempre. Nada nuevo. Lo que ya sabemos, desesperación, frustración, sufrimiento. Y ese viejo e hipócrita bastardo con sus botellas de whisky y su dignidad bien guardadas. Nunca tuve tanto frío en toda mi vida. Esa casa maldita era como una morgue. No estaban dispuestos a echar al fuego un poco más de turba. Y apenas descubrió que yo no tenía un cobre y que vivía de su caridad, suprime el fuego y desaparecen los cigarrillos que había por toda la casa y el ama de llaves vigila la cocina como un halcón. Sin embargo, no hay motivo para irritarse, esa carta insultante llegó con diez libras. Las veces anteriores en que le pedí dinero me mandó media corona.
—En realidad, Kenneth, eres un hombre de recursos. Si regresaras a Estados Unidos serías rico.
—Quiero dinero aquí. Me quedaría hasta la muerte si tuviese los medios necesarios. Pero qué bastardos roñosos. Hay que evitar el campo. Después de mi visita al reverendo Moynihan se me ocurrió hacer la prueba con la hospitalidad por el lado de mi padre. Falsos hasta la médula. Pero cuando llegué me dieron lo mejor que tenían, aunque era una situación embarazosa. Yo estaba sentado en un extremo de la mesa con mantel y servilleta, y ellos masticaban sobre la madera desnuda. Y yo les preguntaba por qué no podía ser igual que ellos y comer sobre la madera, y me contestaban: Oh no, vienes de Estados Unidos y queremos que te sientas cómodo. Incluso impedían que los cerdos y los pollos entraran en la casa, aunque en realidad no me importaba. Pero cuando empezaron a preguntar si pensaba marcharme, como un buen estúpido les dije que no tenía dinero. Puf. Las gallinas y los cerdos otra vez en la casa, y nada de mantel y servilleta. En fin, me quedé hasta Nochebuena, cuando mi tío dijo arrodillémonos todos y recemos el rosario. Y me hubieras visto, sobre la piedra dura y fría murmurando avemarías y pensando en las nalgas que hubiera podido pellizcar en Dublín. Me fui al día siguiente, después de la cena de Navidad. Supuse que lo menos que podía hacer era asistir a la comida.
—Una delicada concesión.
Cruzaron la calle y O’Keefe compró el Irish Times y recorrieron garbosamente el puente, ambos envueltos en un torrente de palabras originadas en la excitación de O’Keefe y los recuerdos de Dublín. Formaban una extraña pareja y un grupo de niños empezó a gritarles judíos, judíos, y O’Keefe se volvió con un dedo acusador, irlandeses, irlandeses, y se quedaron mirándolo en silencio, los pies descalzos.
—Eso es lo que me gusta de Irlanda, tan tolerante y fraternal. Imagino que lo único que quiero de esta vida es un fuego decente en la chimenea, una alfombra sobre el piso y un sillón cómodo para instalarme y leer. Y unos pocos dólares de modo que no necesite esclavizarme y alternar con la gente de dinero ni, puedo agregar, contigo mismo, en estas precisas circunstancias. Pero Dios mío, cuando no tienes dinero, el problema es el alimento. Cuando tienes dinero, es el sexo. Cuando dispones de ambos se trata de la salud, te inquieta la posibilidad de un ataque, o algo por el estilo. Y si todo anda bien temes a la muerte. Y mira esas caras, suspendidas en el primer problema, como lo estarán por el resto de sus días.
—¿Y cuál es mi problema, Kenneth?
—Que vives en un mundo de ensueño. Crees que porque naciste rico continuarás así. Pero hay demasiados tipos como yo que esperan la oportunidad de subir. Consigue tu diploma, el pasaporte a la seguridad, y usa anticonceptivos. Si te llenas de hijos estás acabado.
—Hay un grano de verdad ahí.
—Cultiva la relación de esos estudiantes ricos de Trinity. Les gustas. A mí me perjudica el acento, pero tan pronto corrija mi fonética, ya verás cómo navego. Volveré de Francia convertido en un hombre nuevo.
En la calle Cathal Brugha doblaron y O’Keefe compró la edición parisiense del Herald Tribune y The Western People. Metió los diarios en el bolso y enfrentó a Dangerfield.
—Aquí nos separamos. Mis principios rechazan las despedidas.
—Como quieras, Kenneth. Deseaba agradecerte el dinero.
—No lo hagas tan doloroso. Limítate a devolverlo. Cuento con ello. No embrolles las cosas.
—Por supuesto.
—Hasta luego.
—Cuídate, Kenneth, y usa armadura.
—La primera vez no quiero nada entre mi persona y la carne. Dios nos bendiga.
Dangerfield se quedó ajustando los trozos de alambre que le sostenían los pantalones. Un apretado puñado de billetes. O’Keefe a la deriva, perdido y en pecado. Había comprado una camisa verde, de los excedentes militares, para aguantar más tiempo.
Kenneth O’Keefe se volvió y avanzó en medio de la mañana soleada. Los pantalones sin botamangas moldeando las piernas que Constance Kelly había dicho que eran tan lisas. El gorro encasquetado firmemente para engañar a los mendigos y el único ojo, una goma húmeda buscando el signo que indicaba el camino hacia el limbo de los vivos, la matriz espesamente alfombrada de los ricos ociosos.