Algo le tiraba de la pierna. Abrió lentamente los ojos y vio el rostro airado de Marion inclinado sobre él en esa mañana caótica del lunes.
—Dios mío, ¿qué le pasó a la casa? ¿Por qué no fuiste a la estación a recibirme? Mírate. Gin. Es horrible. Tuve que tomar un taxi hasta aquí, ¿me oyes? Un taxi, quince chelines.
—Bueno, bueno, por Dios, un poco de paciencia y te lo explicaré todo.
—¿Explicar? ¿Explicar qué? No hay nada que explicar, todo está muy claro.
Marion sostenía en alto la botella de gin.
—Bueno, no estoy ciego, ya la veo.
—Dios mío, es terrible. Realmente, pareces un cerdo. Si mami y papi pudiesen ver esto. ¿Qué haces sobre la mesa?
—Cállate.
—No me callaré y no me mires así. ¿Qué significan esas plumas por todas partes? Platos rotos en el piso. ¿Qué estuviste haciendo?
—La danza del macho cabrío.
—Qué horriblemente sórdido. Repugnante. Plumas por todas partes. Maldito, maldito borracho. ¿Dónde conseguiste el dinero? No fuiste a recibirme a la estación. ¿Por qué? Contéstame.
—Cállate. Cálmate, por el amor de Dios. El despertador no sonó.
—Mientes. Estuviste bebiendo, bebiendo, bebiendo. Mira la grasa, el desorden, la roña. ¿Y qué es esto?
—Un pájaro marino.
—¿Quién pagó todo? Vino el maloliente O’Keefe. Estoy segura, lo huelo.
—Déjame en paz.
—¿Pagaste la leche?
—Sí, y ahora, por lo que más quieras, cállate, mi cabeza.
—De modo que pagaste, ¿verdad? Aquí está. Aquí está. Exactamente donde la dejé y el dinero desapareció. Mentiras. Qué infame. Qué perverso infame.
—Llámame rata, no puedo soportar la buena educación además de los alaridos.
—Oh basta, basta. No pienso seguir viviendo así, ¿me oyes? Tus mentiras descaradas, una tras otra y yo que quería conseguir que papá hiciese algo por nosotros y ahora vuelvo para encontrar esto.
—Tu padre. Tu padre es un montón de excremento, excremento bien apretado, de la mejor calidad. ¿Qué estuvo haciendo, jugando a los barquitos en la bañera?
Marion se abalanzó, y el bofetón golpeó el mentón de Dangerfield. El niño empezó a gritar en su cuarto. Sebastián se incorporó en la mesa. Descargó el puño en el rostro de Marion. Salió despedida hacia la alacena. Platos rotos en el suelo. Con su ropa interior andrajosa se detuvo ante la puerta de la nursery. Un puntapié y la abrió arrancando la cerradura. Sacó la almohada que el niño tenía bajo la cabeza y la apretó fuerte sobre la boca que gritaba.
—Lo mataré, maldito sea, lo mataré si no se calla.
Marion detrás, hundiéndole las uñas en la espalda.
—Loco, apártate del niño, llamaré a la policía. Me divorciaré, matón, cobarde, cobarde, cobarde.
Marion aprieta al niño contra su pecho. Sollozando, extiende su largo cuerpo inglés y al niño a través de la cama. El cuarto devuelve como un eco las vacilaciones de su voz gimiente. Sebastián, el rostro pálido, sale del cuarto, golpea la puerta rota, quiere evitar que un corazón culpable conozca el sonido del sufrimiento.
Bien avanzada la mañana, Dangerfield tomó un ómnibus para Dublín. Arriba, ocupó un asiento delantero, castañeteándole los dientes. Por la ventanilla, el llano lodoso y la cancha de golf barrida por el viento. La isla de North Bull desdibujada por la luz del sol. Costaba dinero dejar a Marion. Había en ella sangre vulgar que le venía de alguna parte, quizá de la madre. El padre de la madre había sido comerciante. La mala sangre se nota. Yo sé que se nota. Y yo debería marcharme. En línea recta hacia el buque. Ella no tiene valor para divorciarse. La conozco muy bien. Nunca me dio ni una oportunidad de explicarle la situación. Que se pudra allí. No me importa. Hay que afrontar la realidad de la vida. La realidad, la realidad. Podríamos arreglar las cosas. Prepara buenos platos con queso. Unos días sin comida la obligarán a aflojar. Tal vez me convenga volver con una lata de duraznos y un frasco de crema. Siempre está ventilando la casa. Abre las ventanas por un minúsculo pedo. Me dijo que nunca pedorrea. Por lo menos mis pedos tienen fuerza y ruido.
El parque Fairview parece una manta húmeda y enmohecida. Me siento un poco mejor. En esa casa O’Keefe rompió un lavabo. Cayó en él cuando intentaba espiar detrás del botiquín de una mujer. El doliente O’Keefe, inclinado sobre los volúmenes de la Biblioteca Nacional estudiando irlandés y soñando con la seducción.
La estación de la calle Amiens, Dangerfield baja del ómnibus, y toma por el sendero que sube hasta la calle Talbot. Dios mío, me parece ver prostitutas bizcas de bocas desdentadas. No me gustaría meterme en una callejuela con una de ellas sin tener una armadura impenetrable, y no hay armadura en Dublín. Pregunté a una cuánto costaba y me dijo que yo tenía una mente perversa. La invité a beber una copa y dijo que los marineros norteamericanos eran groseros y que le pegaban en el asiento trasero de los taxis y le decían que se bañara. Afirmó que le gustaba la goma de mascar. Y cuando tomó unas copas se puso atrozmente grosera. Me impresionó. Me preguntó el tamaño. Casi la abofeteo. Con eso mismo. Yo lo llamo provocación. Y le dije que se confesara. Dublín tiene más de cien iglesias. Compré un mapa y las conté. Debe ser hermoso tener fe. Pero creo que un jarro de Gold Label corre desde el barril en la casa de las aspidistras. Calma los nervios. Ahora no hay tiempo para nervios. Tengo la juventud de mi lado. Todavía soy joven, ni siquiera tengo treinta, aunque Dios sabe que las he pasado muy duras. Mucha gente me dice que tenga cuidado. Joven, no se case sin dinero, sin un buen empleo, sin un diploma. Tienen razón.
Dentro de la taberna con zorros embalsamados detrás de las plantas enmacetadas. Y el salón con manchas pardas. Se inclina y oprime el botón en procura de acción.
Por la puerta aparece el rostro tosco de un joven.
—Buenos días, señor Dangerfield.
—Una hermosa mañana de primavera. Un doble y algunos atados de Woodbine.
—Muy bien, señor. ¿Hoy sale temprano?
—Algunas diligencias.
—Siempre hay que hacer cosas, ¿verdad?
—Así es.
Magníficos clisés. Había que alentarlos. Demasiada gente, maldito sea, quería ser original. Acuñaba frases cuando un lugar común bien colocado servía y evitaba sentimientos de ansiedad. Si Marion quiere formular la absurda acusación de que me gasté el dinero de la leche, dejémoslo así.
Una bandeja aparece por la ventanilla.
—¿Se lo anoto, señor Dangerfield?
—Sí, por favor.
—Me alegro de que haga buen tiempo, y yo diría que usted tiene excelente aspecto.
—Gracias. Sí, parece un día excelente.
Momentos como éste, sentado aquí, deberían preservarse. Me gustaría que los amigos vinieran de visita a casa, y tal vez tendría un bar, pero nada vulgar. Y Marion prepararía bocaditos. Aceitunas. Y los chicos jugando en el jardín. No me opondría a tener un cuarto parecido a éste. Un zorro sobre el reborde de la chimenea y cacharros funerarios. Creo que afuera el mundo camina enloquecido. Y yo marcho a la cabeza. Para tener amigos, y fotografías, y cartas. Y yo también. Y las mujeres que trampean alimentos en beneficio de amantes jóvenes. Nalgas arrugadas a horcajadas sobre sillas de palorrosa, gimiendo cada vez que firman un cheque. Me convierto en amante de mujeres mayores de cincuenta. A ésas sí que les gusta. Buenas para O’Keefe. Pero quizás él se resista. Un hombre sabido pero chapucero. Y ahora consigue ese cheque. Quiero ver dólares. Miles de dólares. Los quiero todos sobre mí para pavimentar las calles de mi almita melindrosa.
—Hasta luego.
—Hasta luego, señor Dangerfield. Buena suerte.
Sobre el puente Butt. Tapado con diarios rotos y viejos decrépitos y desdentados que miran pasar los últimos años. Están aburridos. Sé que los jóvenes aprendieron de ustedes; y ustedes ofrecieron opiniones que les merecieron un breve respeto. Pronto comparecerán ante Dios. Qué impresión le causarán. Pero, caballeros, allá arriba está la felicidad. Todo blanco y azul. Un cielo con luz de acetileno. Y el viaje en tercera. Malditos bastardos.
A lo largo de la plaza Merrion. En camino a la riqueza. Hago crujir los dedos. Ahí está la bandera norteamericana. Mi bandera. Significa dinero, automóviles y cigarros. Y que nadie la critique.
Subiendo los escalones. Una gran puerta negra. Aplomado, aproximación al escritorio de la recepcionista. Gastadas irlandesas de edad madura y miseria. Agobiando a los pobres comepapas que se dirigen al país del otro lado del mar. Para que empiecen a saber cómo es que lo mandoneen a uno. Y tan simpáticas con el joven universitario del Medio Oeste que entra brioso.
—¿Puede decirme si llegaron los cheques?
—Usted es el señor Dangerfield, ¿verdad?
—En efecto.
—Sí, llegaron los cheques. Creo que el suyo está por aquí. Pero, ¿no hay cierto arreglo con su esposa? Creo que no puedo entregárselo si ella no lo autoriza.
Dangerfield comienza a prepararse para una erección irritada.
—Vea, si no tiene inconveniente retiraré inmediatamente el cheque.
—Lo siento, señor Dangerfield, pero tengo orden de no entregárselo sin permiso de su esposa.
—Deme inmediatamente el cheque.
La boca de Dangerfield parece una guillotina. La mujer se muestra inquieta. Perra insolente.
—Disculpe, pero tendré que preguntar al señor Morgue.
—Usted no preguntará nada a nadie.
—Lo siento muchísimo, pero tendré que preguntar al señor Morgue.
—¿Qué?
—Recuerde que soy la responsable de estos cheques.
El puño de Dangerfield describió un círculo en el aire y aterrizó ruidosamente sobre el escritorio. La recepcionista pegó un salto. Y se le aflojó la mandíbula inferior con una sugestión de obediencia.
—Usted no preguntará nada a nadie, y si no me da inmediatamente ese cheque la acusaré de robo. ¿Me entiende? ¿Hablo claro? No permitiré que una sierva irlandesa se entrometa en mis asuntos. Esta irregularidad llegará a oídos de las autoridades correspondientes. Deme ese cheque y basta de tonterías.
La recepcionista con la boca abierta. Un hilo de saliva desciende por la mandíbula. Una vacilación fugaz y el temor obliga a una mano nerviosa a entregar el sobre blanco. Dangerfield la quema con ojos enrojecidos. En el vestíbulo se abre una puerta. Varios campesinos, que miran desde la escalera, vuelven rápidamente a los asientos, con las gorras sobre las manos entrelazadas. Y una declaración final de Dangerfield.
—Ahora, maldito sea, cuando vuelva por aquí quiero que me entregue el cheque al instante.
Desde la puerta, una voz con acento del Medio Oeste.
—Eh, amigo, ¿qué pasa?
—Tonterías.
—¿Qué?
De pronto, Dangerfield tiene convulsiones de risa. Da media vuelta, abre bruscamente la puerta y baja a saltos los escalones. El verde oscuro del parque del otro lado de la calle. Y a través de las copas de los árboles, los edificios de ladrillo rojo del otro lado. Mira esas grandes losas de granito sobre las cuales camina. Qué bien formadas, qué sólidas. Patán celta. Estoy en favor de la cristiandad pero es necesario frenar la insolencia. Con la violencia si es necesario. Cada uno en su lugar, así es mejor. Abrirse paso. Visitaré después a mi prestamista y compraré una trompeta para tocar por el camino de Balscaddoon. A eso de las cuatro de la madrugada. Y creo que me meteré en esta hermosa casa que veo aquí con las ventanas antiguas. Esta taberna es oscura y reconfortante y suscita una sensación profesoral. La puerta del fondo se abre sobre el Trinity College, que está enfrente. Siento que me encuentro cerca del saber y de los estudiantes que no toman la cerveza suelta. Quizá deposito excesiva confianza en la atmósfera.
Guardo el dinero en lugar seguro. Me espera una vida brillante. Calles y casas viejas, los gritos de los recién nacidos y los rostros felices y sonrientes escoltando a los muertos recientes. Automóviles norteamericanos acelerando calle Nassau abajo y los cuerpos de exoficiales del ejército indio enfundados en tweed que entran con paso vacilante en el recinto oscuro y cultivado del Club de la calle Kildare para beber el whisky matutino. Aquí está el mundo entero. Mujeres de Foxrock con tobillos más esbeltos y nalgas bien perfiladas, en el atavío ajustado y terco que ostenta la marca de la prosperidad, contoneándose porque poseían el mundo y se dirigían a beber café y a ver una exposición de cuadros. No me alcanza. Más. Veo a Marion como parte de la escena. Haré dinero. Yo. Sale el sol. Jesús como anticonceptivo. Esta gran verja de hierro alrededor de Trinity cumple una función útil. El mundo resurrecto. Banderas amarillas en el cielo, todo por mí, Sebastián Bullion Dangerfield.
Y tú, querido Dios
dame fuerza
para poner el hombro
a la rueda
y empujar
como todos los demás.