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El sol de una mañana de domingo elevándose desde el mar insomne frente a la oscura Liverpool. Sentados sobre las rocas encima del agua con una cafetera. Allá abajo, distribuidos sobre el muelle, excursionistas de colores vivos. Las velas saliendo hacia el mar. Parejas jóvenes que suben por el camino de Balscaddoon hacia la cima de Kilrock deseosas de hallar lugares de césped y echarse entre las retamas. Un mar verde frío que rompe con líneas de blanco sobre la costa de granito. Un día del nacimiento de todas las cosas, como estrellas reveladas.

Viento húmedo y salado. Y mañana regresa Marion. Y nosotros dos aquí balanceando nuestras piernas norteamericanas. Marion, por favor, espera un poco. Todavía no me apliques las tenazas. Los platos sucios o el trasero sucio del bebé, sólo quiero seguir mirando las velas. Necesitamos una niñera que se lleve al bebé a una plaza pública donde yo no oiga los berridos. O quizá ustedes dos se maten en un choque de trenes y tu padre aguante la cuenta de la funeraria. La gente bien educada nunca discute el precio de la muerte. En los tiempos que corren no es barato.

Un mes con los ojos un poco vidriosos y viaje a París. Un hotelito discreto en la rué de Seine y fruta fresca flotando en una palangana de agua fría. Tu largo cuerpo invernal desnudo sobre la losa y qué sentiría yo si tocase tus pechos muertos. Debo sacarle media corona a O’Keefe antes de que se marche. Por qué será tan tacaño.

Entrada la tarde, los dos bajan la colina en dirección a la parada del ómnibus. Los pescadores con sus lanchas de motor descargan la pesca en el muelle. Las viejas sobre los gruesos tobillos cubiertos de sabañones, miran los pesados pechos colgantes.

—Kenneth, ¿no te parece un bonito país?

—Mira esa mujer.

—Digo yo, Kenneth, ¿no es un bonito país?

—Parecen sandías.

—Kenneth, pobre infeliz.

—Sabes, Constance tenía linda figura. Seguramente me amaba. No podía evitarlo. Pero eso no le impediría casarse con el hijo de una vieja familia yanqui. Cuántas veces me senté con el culo helado en los escalones de la Widener nada más que para mirarla pasar y seguirla hasta el sitio donde se reunía con un idiota muerto de frío.

—Kenneth, estás jodido.

—No te preocupes, me las arreglaré.

Domingo. Día reservado al vacío y la derrota. Dublín, una ciudad clausurada, una gran trampa gris. Sólo trabajan las iglesias, consagradas por la música, las velas rojas y los cristos crucificados. Y por las tardes, largas colas esperando en la lluvia a la entrada del cine.

—Digo yo, Kenneth, ¿tendrías muy grave inconveniente en prestarme media corona reembolsable el lunes a las tres y treinta y uno en punto? El cheque llega mañana y podría pagarte en el consulado.

—No.

—¿Dos chelines?

—No.

—¿Un chelín y seis peniques?

—No. Nada.

—Un chelín es nada.

—Maldito sea, Dangerfield, no me arrastres en tu propia caída. Por Dios, estoy entre la espada y la pared. Mírame. Tengo los dedos como spaghetti húmedos. Suéltame. No pretendas que nos ahoguemos los dos.

—Cálmate, Kenneth. No tomes las cosas tan en serio.

—¿En serio? Es cuestión de vida o muerte. ¿Qué quieres que haga? ¿Saltar de alegría?

—Estás nervioso.

—No estoy nervioso, soy prudente. Quiero comer mañana. ¿Crees sinceramente que los cheques llegarán?

—Por supuesto.

—Cuando estés encerrado en el asilo clamando por una copa no quiero acompañarte. Es suficiente que se hunda uno de los dos. No los dos. Quiero comer esta noche.

—Y yo quiero cigarrillos.

—Mira, aquí está el ómnibus, te daré tres peniques y me los devuelves mañana.

—Kenneth, antes de que te marches quiero decirte una cosa. Eres un amor de hombre.

—Oye, no me fastidies, si no quieres los tres peniques me los guardo. Es la mitad del pasaje.

—Kenneth, te falta amor.

—Lo que me falta es una hembra y dinero.

El ómnibus reanuda la marcha. La cabeza de O’Keefe desaparece en el piso superior y sobre un cartel verde, Guinness le hará bien. Muy cierto.

Otra vez colina arriba. Domingo en el desierto de Edar. Qué bueno conocer los viejos nombres. Hay que respirar hondo. Últimamente tuve sueños en que me arrestaban. Me aferran desde atrás y me detienen por escándalo público. Mientras no se trate de una acusación de indecencia. Hay que ir al negocio y conseguir que este buen hombre me entregue algunos cigarrillos.

—Lindo día, señor.

—Sí.

—Perdone la impertinencia, señor, pero ¿usted es el caballero que vino a vivir en la cima de la colina?

—Eso mismo.

—Ya me parecía, señor. ¿Y le gusta?

—Espléndido.

—Me alegro mucho, señor.

—Hasta luego.

Oh, les digo. Les digo, nombres y números. Quiero ponerme un saco sobre el rostro. ¿Por qué no se acercan para verme comer? Abran mis cartas con vapor de agua y vean si uso braguero. Y me gusta que mi esposa ande descalza. Es bueno para la mujer. Aseguran que es la cura de la frigidez. Odio la frigidez. Vengan a verme y espíen por cualquier ventana.

Ascenso a la Cima y abajo está el Foso de Gaskin, el Agujero del Zorro y la Tripa del Gaitero. Y el promontorio de Casana donde se reúnen las aves marinas. Cierta tibieza en el aire. Me encanta. Solitario y dominical. Se encontró con el gato. Debió haber encerrado allí a O’Keefe. Quitarle la escalera. Una buena lección de valor.

Se le acercó una joven.

—Señor, ¿tiene fuego?

—Por supuesto.

Dangerfield encendió un fósforo, y lo acercó al cigarrillo de la muchacha.

—Muchísimas gracias.

—Bienvenida en tan hermosa tarde.

—Sí, se está bien.

—Es emocionante.

—Sí, es emocionante.

—¿Salió a caminar?

—Sí, mi amiga y yo estamos paseando.

—¿Están rodeando el promontorio?

—Sí, nos gusta. Vinimos de Dublín.

—¿De qué viven?

—Bueno, yo trabajo.

—¿En qué?

—Mi amiga y yo trabajamos en Jacob’s.

—¿La fábrica de bizcochos?

—Ponemos las etiquetas a los envases.

—¿Le gusta?

—Más o menos. Un poco aburrido.

—Sigamos caminando.

—Bueno. Avisaré a mi amiga.

Los tres caminando juntos. Conversación trivial. Nombres, Alma y Thelma. Y la anécdota del vapor Reina Victoria, naufragó aquí a las tres de la madrugada del quince de febrero de 1853. Trágico desastre. Y allí está la cantera. Vean las piedras. Con esta roca hicieron el puerto. Oh, yo les digo, Alma y Thelma, Howth tiene mucho sabor histórico. Y podría decir que yo también contribuyo. A mi modo, con modestia. Y ellas pensaron que se estaba burlando y eran católicas y lanzaron risitas ante ese rostro protestante.

Oscureció un poco. Permítanme tomarlas de la mano. Oh, de noche Howth es un sitio peligroso. Las jóvenes necesitan protección. Y yo la sostendré de la mano Alma y es una linda mano a pesar del trabajo. Thelma va adelante. ¿Le molesta, Alma? Thelma está lejos en la oscuridad. Detengámonos ahora, así. Está mejor, el brazo alrededor de la cintura, más seguro. ¿Le gusta? Caramba, qué hombre apurado, y besando a un desconocido, ¿qué pensará mi amiga? Dígale que me siento muy solo y que usted no pudo resistir un abrazo inocente. Vivo aquí, ¿quiere venir? Oh no. ¿Una copa? Soy miembro de las Pioneras. Entonces un vaso de agua. Podría venir el domingo próximo. Estaré en África en el centro del Congo. Tiene un lindo busto, Alma. Usted no debería hacerme esas cosas. Vamos Alma, entre un momentito y le mostraré el telescopio. No sea grosero, además no puedo dejar a mi amiga. La honestidad nunca me lleva a ninguna parte. Alma, déjeme darle un beso de despedida. No crea que no me gustó, pero mi amiga se lo contará a mi hermana. Adiós.

Alma huye en la noche. Con su corazón que acaba de encenderse por la presencia de un desconocido y yo sé que estás pensando que habría visto tu linda ropa interior nueva. Mañana la meterá en el cajón durante una semana. Y por un simpático protestante como él, y habrían tomado chocolate y viajado en taxi y los bailes. Inquietantes posibilidades que quizá no se repitan nunca. Thelma, no es cierto que él era formidable.

A través de mi agobiadora puerta verde. En esta casa de sonidos. Debe ser el mar. Seguramente atraviesa incluso el piso. El gato. Exactamente como O’Keefe con un ojo. Dice que no puede recoger una pelota. Y cuando lo llevaron al hospital y se lo sacaron nunca le dijeron que le quedaba uno solo. Kenneth, de todos modos te quiero. E incluso más si hubieses podido enterrar el hacha en el gato, exactamente detrás de las orejas. Creo que esta noche la sala de estar es más segura. No quiero apremiar a los demonios. Y tomaré un pequeño refrigerio. Y leeré mi linda y gruesa revista comercial norteamericana. Nadie sabrá jamás lo que hizo por mí en los momentos malos. Mi biblia de felicidad mensual. La abro y ya estoy ganando sesenta y tres mil al año. Unos trescientos mil y parece más auténtico. Y debo ir a mi oficina de Connecticut. Insisto. Y por la noche descanso en mi club. En Nueva York la cosa es difícil porque los irlandeses se meten en todas partes. Imitan a los protestantes. Y tendré una simpática y reducida familia de dos niños. Los mejores métodos anticonceptivos. Jamás debe permitirse que la lascivia se meta en uno. La pasión del momento, y el desastre por años. A lo sumo dos veces. Podría ser fatal. Marion haciendo ese ruido de succión con los dientes postizos. Succiona y afloja, adentro y afuera, pero es imposible. Sencillamente imposible, eso no existe. Se pegan a las encías y después se aflojan. Un circulito de vello alrededor de los pezones, cosquillea la boca del bebé. Oh, ella vivirá mucho tiempo. Me enterrarán. Pero antes estudiaré la ley de sociedades anónimas y quizá después me ocuparé del negocio de inversiones. Sebastián Bullion Dangerfield, director de Pesos Inc., la principal firma bancaria del mundo. Y luego, acción. Cambiar las tasas de interés de los prestamistas. ¿Disminuirlas? No, elevarlas. De todos modos, la gente no debe empeñar cosas. Y enviar a O’Keefe al Sudán para que pueda correr desnudo.

Dangerfield se acomodó, los pies contra la pared. El viento estremecía las ventanas. De pronto un gemido largo y angustiado que venía del cielorraso.

—Los dientes de Dios.

Mantener la calma. Es inútil perder el valor. Y gemidos bajo el piso. Por el amor de Dios.

Aferra el hacha, entra en su cuarto. El aire del mar, un gran fantasma húmedo, penetra por la ventana abierta. La cierra de un golpe. Arranca las mantas de la cama. No sea que haya víboras. Ahora hace correr el agua del inodoro para quitarse el miedo. Y arregla el cuarto, tiende la cama. Y otro trago del excelente gin Cork. Unos golpes a la almohada para ventilarla. Santo Dios. El cuarto se llena de plumas flotantes. Maldito sea. Por el amor de Dios, si así lo quieren… Fuera este maldito acolchado.

Y Dangerfield levanta el hacha sobre la cabeza desmadejada, y la descarga una vez y otra vez sobre la almohada. Gritos de dinero, dinero. Arrastra el colchón y pasa la puerta, atraviesa el vestíbulo y entra en la cocina. Lo sube sobre la mesa. Y tiene a mano el hacha para hendir al primer impostor que pise el cuarto. Otro trago abundante. Sin duda es bueno para las tripas y por lo menos acelera mi viaje al país del olvido. Dejé mi alma sentada contra una pared y me fui, me miraba y yo me enfriaba porque las almas son como corazones, más o menos rojas y cálidas, muy parecidas a corazones.