Brilla un extraño sol de primavera. Y los carros tirados por caballos retumban avanzando hacia el desembarcadero, al final de la calle Tara, y los chicos descalzos de rostro blanco gritan.
Entra O’Keefe y se trepa a una banqueta. La mochila se le balancea sobre la espalda, y él mira a Sebastián Dangerfield.
—Unas bañeras enormes. El primer baño en dos meses. Cada vez me parezco más a los irlandeses. Es como entrar en el subte, allá en Estados Unidos, uno pasa por un molinete.
—¿Fuiste en primera o tercera clase, Kenneth?
—En primera. Me rompí el culo lavándome la ropa interior y en esos condenados cuartos de Trinity no se secaba nada. Finalmente, envié mi toalla al lavadero. Allá en Harvard podía usar un cuarto de baño con azulejos y enfundarme en la ropa interior limpia.
—¿Qué tomarás, Kenneth?
—¿Quién paga?
—Acabo de visitar a mi prestamista con una estufa eléctrica.
—Entonces, págame una sidra. ¿Marion sabe que empeñaste la estufa?
—No está en casa. Fue con Felicity a visitar a sus padres. En los páramos de Escocia. Creo que Balscaddoon estaba deprimiéndola. Rasguidos en el cielorraso y gemidos del entrepiso.
—¿Cómo es el lugar? ¿No tienes miedo?
—Ven conmigo. Puedes quedarte el fin de semana. No hay mucho de comer, pero compartiremos lo que sea.
—Es decir, nada.
—Yo no lo diría así.
—Yo sí. Desde que llegué todo anda mal, y esos tipos de Trinity creen que me sobra el dinero. Piensan que la Ayuda a los Veteranos significa que cago dólares o tengo una diarrea de monedas. ¿Recibiste el cheque?
—Iré a ver el lunes.
—Si el mío no llega, reviento. Y tú cargas con una esposa y una hija. Puf. Pero por lo menos te sacas el gusto. En cambio, yo… absolutamente nada. ¿Hay mujeres abordables aquí en Howth?
—Trataré de averiguar.
—Mira, tengo que hablar con mi instructor, y preguntar dónde dictan mis clases de griego. Nadie lo sabe, todo se hace en secreto. No, no quiero otra copa. Iré el fin de semana.
—Kenneth, quizá te esté esperando con la primera mujer en tu vida.
—Sí.