CAPÍTULO IX

El Director Potzloch era un hombrecillo vivo, con unos mostachos y una tremenda nariz, de la cual las gafas se estaban siempre escurriendo. Vivía en perpetuo movimiento, principalmente cuando no tenía nada que hacer.

—¡De prisa! ¿Quién viene con usted? —exclamó, cuando Steiner entró en su casa acompañado de Kern,

—Precisamos de otro ayudante —dijo Steiner—. Para hacer la limpieza durante el día y ayudar por la noche en las experiencias telepáticas. Y aquí le traigo uno —dijo mostrando a Kern—. Es precisamente lo que necesitamos.

Potzloch le miró atentamente:

—¿Es uno de sus amigos? ¿Cuánto quiere ganar?

—Casa, comida y treinta chelines. Eso de momento.

—¡Una fortuna! —gruñó el director Potzloch—. ¡Es el sueldo de una estrella de cine! ¿Usted me quiere arruinar, Steiner? Con eso casi se podría pagar a un empleado que estuviera registrado en la policía —añadió más tranquilo.

—Puedo quedarme, incluso, sin sueldo alguno —dijo rápidamente Kern.

—¡Bravo, joven! Ése es un buen camino para volverse millonario. Sólo los poco ambiciosos vencen en la vida.

Potzloch resoplaba, intentando sujetar con un movimiento rápido las gafas que se le escurrían.

—Pero conoce mal a Leopoldo Potzloch, el último de los filántropos. Recibirá su paga, quince chelines por mes. Pero eso es una gratificación, quede bien entendido. Gratificación y no salario. De hoy en adelante usted es un artista. Quince chelines de gratificación representan más de mil de sueldo. ¿Tiene usted algún arte especial?

—Toco un poco el piano —contestó Kern.

Potzloch empujó violentamente las gafas nariz arriba.

—¿Podría usted tocar en sordina música de acompañamiento?

—Mi música en sordina es mejor que en tono alto.

—¡Estupendo! —Potzloch se transformó a sí mismo en un mariscal de campo—. Necesita usted practicar música egipcia. En la escena en que la momia es aserrada en pedazos, o en la otra, de la mujer sin piernas, se puede tocar un poco de música.

Desapareció un instante. Steiner miró a Kern y movió la cabeza:

—Tú confirmas mis teorías. Yo siempre dije que el judío es el pueblo que confía más en el resto del mundo. Te hubiera sido muy fácil sacarle los treinta chelines.

Kern sonrió.

—Hay una cosa que debe usted tener en cuenta: La sensación de pánico que dos mil años de progroms y ghettos nos han infundido. Si se tiene eso en cuenta, verá claramente que no es confianza lo que tiene sino temor. Sepa, además, que yo soy un miserable mestizo.

Steiner sonrió, haciendo una mueca.

—Está bien, vente ahora conmigo, a comer matzoth. Vamos a celebrar la Fiesta de los Tabernáculos[3]. La cocina de Lilo es maravillosa.

La exposición de Potzloch consistía en tres partes, un carrusel, una barraca de tiro al blanco y otra denominada «Panorama de las Maravillas del Mundo». Steiner indicó a Kern, aquella misma mañana, el primero de sus deberes: tenía que limpiar el carrusel y pulir los arreos de latón de los imponentes corceles. Tan ensimismado se hallaba, que no sólo limpió aquellos que se le habían encomendado, sino los venados que corrían con música, los cisnes y los elefantes, y no oyó a Steiner que se le aproximaba.

—Anda, pequeño, ven a almorzar.

—¿Cómo? ¿A comer otra vez?

Steiner movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, otra vez. ¿Habías perdido el hábito de hacerlo? Pero ahora estamos entre artistas. Ellos tienen las costumbres más burguesas del mundo. Y por la tarde todavía habrá oportunidad de tomar café con bollos.

—¡Pero esto es maravilloso!; —Kern se echó abajo de una góndola en la que viajaba una ballena—. ¡Mi querido Steiner —dijo—, créame que estoy asustado ante este cambio! Primero en Praga, después aquí. Ayer, aún no tenía ni siquiera idea de dónde iba a dormir. Hoy tengo un empleo, un lugar donde vivir, y de vez en cuando llega uno llamándome a comer. ¡Todavía no puedo coordinarlo todo!

—Debes creerlo —replicó Steiner—. No pienses en ello. Recibe las cosas tal y como llegan.

—¡Espero que esto dure algún tiempo!

—Es un trabajo temporal —dijo Steiner—. Pero, por lo menos, durará tres meses. Hasta que venga el frío fuerte.

Lilo preparó una ligera mesa en el prado cercano al vagón. Puso sobre ella un gran plato de sopa de legumbres, con carne, y se sentó junto a Steiner y Kern. El tiempo estaba claro, con ligeros indicios del otoño en el aire. Muchas piezas de ropa lavada estaban extendidas en el campo, y por entre la ropa jugaban una pareja de mariposas amarillas.

Steiner se estiró.

—¡Qué vida tan monótona! Vamos, Kern, a la barraca de tiro al blanco.

Enseñó las armas a Kern, así como la manera de cargarlas.

—Existen dos clases de tiradores —explicó—: Los ambiciosos y los interesados.

—Como en la vida, exactamente —gritó el director Potzloch, que pasaba por allá.

—Los ambiciosos procuran apuntar bien y buscan los números altos. Ésos no son peligrosos. Los interesados quieren ganar algo… —Señaló un grupo de estanterías, al fondo de la barraca, llenas de osos de felpa, muñecas, ceniceros, botellas de vino, figuritas de bronce, utensilios domésticos y otros objetos por el estilo—. Éstos se empeñan en ganar cualquier cosa. Es decir, los objetos de las estanterías más bajas. Sin embargo, si alguien alcanza el círculo de los cincuenta puntos, tiene derecho, si acierta también el tiro siguiente, a los objetos de los estantes superiores, donde todos los premios valen más de diez chelines. En ese caso, les pones en el arma uno de los cartuchos mágicos del director Potzloch; son exactamente iguales a los otros. Están aquí, al lado derecho. El que sea, se asombrará al ver que de repente le falla la puntería. Un poco menos de pólvora, ¿comprendes?

—Está bien.

—Sobre todo, nunca cambie el arma, muchacho —avisó el director Potzloch, que una vez más apareció súbitamente entre ellos—. Los clientes son desconfiados con las armas. Pero no con los cartuchos. Debe usted tener sentido exacto de la proporción. Todos quieren acertar… pero nosotros hemos de tener alguna ganancia. Debe procurar equilibrar estas dos consideraciones. Si consigue realizarlo con éxito, puede considerarse un artista. Todos los que tiren mucho, tienen, naturalmente, derecho por lo menos a casi una tercera parte de los beneficios.

—Aquél que gaste más de cinco chelines de pólvora tiene derecho a ganar una diosa de bronce —dijo Steiner—. Vale un chelín.

—Muchacho —exclamó súbitamente Potzloch—, una importante advertencia. Quiero llamar su atención sobre el premio principal. Ése nunca ha de ser ganado, ¿comprendido? Es un objeto privado de mi casa. ¡Una pieza de museo! —y señaló una bandeja de plata, para frutas, con doce platos y cubiertos del mismo metal—. Debe preferir morir antes que consentir que alguien sume sesenta puntos. Prométamelo.

Kern lo prometió.

Potzloch enjugó el sudor de la frente y dio un empujón a las gafas.

—Sólo de pensarlo me echo a temblar —murmuró—. Mi mujer me mataría. Es una herencia de familia, joven. ¡Una herencia de familia, en esta época sin tradición! ¿Supone usted lo que representa? No importa, usted no podría…

Se apartó rápidamente. Kern le acompañó con la mirada.

—No es tan malo como parece —dijo Steiner—. De todas maneras, sus rifles datan del sitio de Troya. Además, Lilo te ayudará, si las cosas se pusieran difíciles.

Salieron, dirigiéndose después hacia la barraca de las «Maravillas del Mundo». Estaba cubierta de cartelones en colores y se levantaba cerca de tres pies por encima de la hierba del campo. En frente estaba la taquilla, construida como si fuese una pagoda china.

—Una de las inspiraciones de Leopoldo Potzloch.

Steiner indicó un cartelón que representaba a un hombre lanzando relámpagos por los ojos.

—Álvaro, la maravilla telepática, soy yo. Y tú vas a ser mi ayudante.

Entraron en la barraca, en la que reinaba una suave penumbra y olía a sucio. Había una fila desordenada de sillas semejantes a fantasmas. Steiner subió al escenario.

—Ahora atención. Alguno de los asistentes esconderá una cosa en la mano de otra de las personas de las butacas. En general, suele ser una pitillera, una caja de cigarros, una polvera y hasta un alfiler. Sólo Dios sabe la clase de gente que es capaz de buscar un alfiler. Yo lo tengo que encontrar. Invito a alguien del público, que ya está combinado, para que suba al escenario y, tomándolo de la mano, empiezo a trabajar. Si esa persona fueras tú, debes guiarme directamente al lugar donde está el objeto escondido y entonces me aprietas la mano. Un pequeño golpe con el dedo medio significa que acerté. Es fácil. Yo entonces busco hasta que me des el golpecito; entonces me harás comprender si debo buscarlo más arriba o más abajo, moviendo mi mano en la dirección precisa.

El director Potzloch vino apresuradamente a su encuentro, muy excitado.

—¿Comprende bien lo que ha de hacer?

—Estamos tratando justamente de ensayar —respondió Steiner—. Siéntese, director, y esconda alguna cosa. ¿Tiene por casualidad un alfiler?

—¡Naturalmente! —Potzloch volvió la solapa de su chaqueta.

—Naturalmente que tiene un alfiler —susurró Steiner volviéndole la espalda—. Ahora venga aquí, Kern y ayúdeme.

Leopoldo Potzloch cogió el alfiler con una expresión de astucia y lo escondió en la suela del zapato.

—¡Adelante, Kern!

Kern subió al escenario y cogió la mano de Steiner, guiándolo junto a Potzloch, y Steiner inició la búsqueda.

—¡Me hace cosquillas, Steiner! —bufó Potzloch, soltando una risotada.

Al cabo de pocos minutos, Steiner encontró el alfiler. Repitió el experimento con una caja de cerillas. Kern aprendió las señales y el tiempo que Steiner necesitaba para encontrar la caja de Potzloch se iba volviendo cada vez más corto.

—Muy bien —dijo Potzloch—. Practíquenlo algo más esta tarde. Sin embargo, lo principal es esto: Cuando usted represente el papel de espectador, debe dudar, ¿comprende? De lo contrario los asistentes notarán que es truco. Para evitarlo tiene usted que fingir que duda. Vaya hacia delante, Steiner. Voy a hacerle una demostración.

Se sentó en una silla al lado de Kern. Steiner subió al escenario.

—Y ahora, señores y caballeros, invito a uno de los señores a que venga al escenario —pidió Steiner en la sala vacía—. La transmisión de pensamiento se va a operar simplemente con el contacto de mi mano. Ni una palabra debe ser dicha. Sin embargo, el objeto escondido debe aparecer.

El director Potzloch dio señales de que pensaba aceptar el convite del mago y habló entre dientes. Empezó entonces a dudar. Movíase en la silla, luchando contra las gafas, y mirando a su alrededor embarazadamente. Después sonrió, ingenuo, medio se incorporó, rió sin motivo, se volvió a sentar rápidamente y por fin se levantó decidido y a grandes pasos, solemne, consciente de sí, curioso y dudando, se dirigió hacia Steiner, que se retorcía muerto de risa.

Cuando llegó cerca del escenario, miró a su alrededor.

—Ahora reproduzca exactamente lo que hice, muchacho —dijo a Kern, intentando animarlo con una sonrisa de autosatisfacción.

—Eso es difícil de ser reproducido —dijo Steiner aplaudiéndole.

Potzloch se esponjó de placer ante la lisonja,

—Confieso que no puede imitarse. Por algo soy un viejo actor experimentado. Genuino autoconocimiento, creo yo.

—Este compañero nació autoconsciente —explicó Steiner—. No creo que encuentre dificultad alguna.

—¡Perfectamente! Ahora voy a ver cómo va el carrusel.

Y Potzloch se evaporó.

—Es un temperamento volcánico —comentó Steiner con admiración—. ¡Y tiene más de sesenta años! Ahora voy a enseñarte cómo lo debes hacer, cuando no sepas mostrarte lo suficientemente indeciso. Debes hacerlo sobre todo en el caso de que se haya presentado algún otro antes que tú. Aquí hay diez filas de butacas. Primero te llevas la mano hacia el pelo y me indicas el número de la fila en la cual está el objeto. Simplemente con los dedos. En segundo lugar, cuántas sillas hay a la izquierda del espectador buscado. Luego, disimuladamente, tocas en tu cuerpo el lugar que corresponde al escondrijo del objeto. Así, ya estaré en condiciones de encontrarlo.

—¿Sólo necesita esas indicaciones?

—Nada más. La gente es extraordinariamente falta de imaginación para estas experiencias.

—Me parece muy fácil.

—Los trucos deben ser fáciles. Los preparativos complicados casi siempre fallan. Ejecutaremos ese número esta tarde. Lilo también ayuda. Y ahora te voy a enseñar la caja de música. Es otra pieza de museo. Uno de los primeros pianos que se construyeron en el mundo.

—No sé si todavía podré tocar alguna cosa.

—Tonterías. Basta con tocar un par de canciones bonitas. En la escena de la momia aserrada, la música debe sonar en tono lento y patético. Para la chica sin piernas toca una cosa alegre y acompasada. Nadie oye nada…

—Muy bien. Quiero practicar un poco y después tocaré para que me oiga.

Kern se metió en el pequeño agujero, abierto detrás de los palcos, por el cual el piano enseñaba sus dientes amarillos. Después de alguna reflexión, escogió la Marcha de Aida, para la momia. Para la mujer-fenómeno, una pieza ligera, llamada El Sueño Nupcial de Junebug. Tocaba el piano y pensaba en Ruth, en Steiner, en las plácidas semanas que le esperaban: pensaba también en la comida y comprobaba que jamás se había sentido tan bien, durante su vida entera.

Una semana después, Ruth apareció en el Prater. Llegó exactamente en el momento en que comenzaba la función de las «Maravillas del Mundo».

Kern le buscó un sitio en la primera fila. Desapareció entonces, excitadísimo, hacia su lugar en el piano. Para conmemorar la visita modificó el programa. En la escena de la momia tocó La Serenata de las Linternas Japonesas y para la muchacha sin piernas Linda Estrella. Resultaron muy apropiadas las músicas para las escenas. Después, cuando entró Mongo, el hombre de las selvas australianas, añadió, por determinación propia, el prólogo de Pagliacci, su mejor interpretación, que le dio una buena oportunidad para lucirse en acordes y arpegios.

Fuera, Leopoldo Potzloch le esperaba.

—¡Espléndido! —exclamó complacido—. ¡Mucho mejor que de costumbre! ¿Es que ha bebido algo?

—No —respondió Kern—, me he sentido inspirado.

—Muchacho —continuó Potzloch agarrando sus lentes—. Hasta hoy había dudado mucho de usted. ¡Me hallaba incluso casi decidido a rebajarle la gratificación que le había asignado! De hoy en adelante deberá hallarse siempre inspirado. Un artista debe hacerlo.

—Sí, señor Potzloch —dijo Kern.

—Estoy pensando que podría usted tocar una música especial para el número de las focas. Cualquier cosa clásica, ¿eh?

—De acuerdo —contestó Kern—. Conozco un fragmento de la Novena Sinfonía; es precisamente lo que usted desea.

Entró en la barraca y se sentó en la última fila. Enfrente de él, entre un sombrero con plumas y la calva de un hombre distinguió la cabeza de Ruth a través de la niebla del humo de los cigarros. Y de súbito aquella cabeza le pareció la más elegante, la más linda del mundo. Por un instante desapareció, en el momento en que los espectadores se inclinaban atacados por la risa, y volvió a aparecer de nuevo como una visión extraordinariamente vaga; era casi imposible a Kern creer que aquella cabeza perteneciese a alguien con quien podría hablar, al lado de quien podría pasear.

Steiner apareció en el escenario. Vestía una túnica negra en la cual había pintados símbolos astrológicos. Una mujer gorda escondió su barra de labios liada en un pañuelo en el bolsillo de un muchacho, y Steiner invitó a alguno de los espectadores a que subiera al escenario.

Kern parecía dudar; dudaba, realmente, de un modo magistral. Y hasta cuando ya estaba en medio del escenario, hizo como si quisiera volver a sentarse. Potzloch le echó una ojeada aprobatoria (y se equivocaba, porque aquella vez no se trataba de una ficción artística, sino de que en aquel momento a Kern se le había ocurrido que tal vez después a Ruth le disgustase pasear con él).

Después de esto, todo marchó perfectamente.

Terminada la exhibición, Potzloch llamó a Kern.

—Muchacho —le dijo—, ¿qué ha sido lo que le ha pasado hoy? Hizo un trabajo estupendo. Llegó hasta a aparecerle en las sienes un sudor nervioso. El sudor es una cosa difícil de fingir, lo sé por propia experiencia. ¿Cómo lo consiguió usted? ¿Conteniendo el aliento?

—Creo que fue miedo al escenario.

—¿Miedo al escenario? —exclamó Potzloch, radiante—. ¡Por fin! La excitación de que es víctima todo verdadero artista antes de entrar en escena. Voy a decirle una cosa: usted toca ahora un acompañamiento para las focas y para el hombre de las selvas, y yo le aumento cinco chelines el sueldo. ¿Vale?

—¡Vale! —dijo Kern—. Y diez chelines adelantados.

Potzloch se le encaró.

—¿Ya ha aprendido usted la palabra «adelantado»?

Sacó del bolsillo un billete de diez chelines.

—Ya no tengo duda alguna: ¡se ha convertido usted en un verdadero artista!

—Bien, muchachos —dijo Steiner, pueden marcharse. Pero estén aquí de vuelta a las nueve, para cenar. Tenemos piroshky[4] caliente, el plato nacional de la Santa Rusia. ¿No es verdad, Lilo?

Lilo asintió con la cabeza.

Kern y Ruth pasearon a través del campo, por delante de los puestos de tiro y en dirección al carrusel. Las luces y la música del parque de diversiones venían a su encuentro como una ola resplandeciente, quebrándose enfrente de ellos en espuma radiante.

—Ruth —dijo Kern cogiéndola de un brazo—. Estoy pasando la gran noche. Voy a poder gastarme contigo quince chelines.

—No vas a hacer nada de eso —dijo Ruth, parándose.

—Ya lo creo que sí. Me gastaré quince chelines contigo. Y voy a hacer ese gasto como lo hace el Nuevo Reich alemán: sin poseer el dinero. Vas a ver.

Llegaron hasta el «Paraíso de los Fantasmas». Era un gigantesco laberinto con barreras que desaparecían en el aire al paso de los carruajes, entre un acompañamiento de risas y maldiciones. El gentío se amontonaba a la entrada. Kern se abrió camino entre la aglomeración arrastrando consigo a Ruth. El hombre de la taquilla le guiñó un ojo:

—Hola, George —le dijo—. ¿Todavía por aquí? Entre de prisa.

Kern abrió la puerta de uno de los cochecitos.

—¡Sube!

Ruth le miró asombrada.

Kern rió.

—¡Así es cómo se hace! Pura magia: ¡No pagamos nada!

Se oyó un zumbido. El coche se inclinó un poco. Después se sumergió en un oscuro túnel. Un monstruo cargado de cadenas se levantó girando delante de ellos y amenazó a Ruth. Ésta gritó, apretándose más contra Kern. Segundos después se abría una tumba y un grupo de esqueletos se puso a agitar ruidosamente los huesos en una horrenda marcha fúnebre. El coche salió entonces del túnel, giró rápidamente en torno a una curva y penetró en un nuevo agujero. Venía otro coche en dirección opuesta, y las dos personas que lo ocupaban se apretaban la una contra la otra y los miraban con terror, el choque parecía inevitable, cuando el espejo que los reflejaba giró sobre sus goznes; entraron entonces en un infierno humeante, a través del cual pasaron entre clamores y manos pegajosas que les tocaban el rostro.

—Te están aclamando, ¿no? —gritó Kern.

—A mí, no —gritó Ruth, en respuesta, cerrando los ojos; surgiendo después, al final, a la luz, donde el coche se paró. Kern y Ruth se levantaron. La segunda frotándose los ojos.

—Qué bonito resulta que todo desaparezca de repente —dijo ella, sonriendo—; que vuelvan la luz, el aire y el viento, y que nuevamente se pueda respirar y moverse.

—¿Viste alguna vez un circo de pulgas? —preguntó Kern.

—No.

—Entonces, ven.

—Buenas noches, Charlie —le dijo la mujer de la puerta—. ¿Hoy es su día libre? Puede entrar. Alejandro II está trabajando.

Kern miró satisfecho a Ruth:

—Ves. No se paga nada. Entra.

Alejandro II era una pulga fuerte y rojiza, que hacía su primera aparición como «estrella» en el escenario. Su domador se sentía ligeramente nervioso, pues hasta entonces Alejandro II sólo se había exhibido como «caballo» delantero izquierda en un tiro de cuatro pulgas que arrastraban un coche y poseía un temperamento muy impulsivo en el que no se podía confiar. El público, que incluyendo a Ruth y Kern se componía de cinco personas, le miraba con una atención extraordinaria.

Alejandro II realizó una impecable exhibición. Trotó, subió al trapecio, se balanceó en él, llegando a la parte cumbre de su número: el trabajo de trapecio con la maroma, que realizó sin caer ni una sola vez.

—¡Bravo, Alfonso! —dijo Kern, estrechando la mano del complacido domador.

—Gracias. ¿Le gustó el espectáculo, señorita?

—¡Fue maravilloso! —Ruth también le estrechó la mano—. No puedo comprender cómo llega usted a conseguirlo.

—Es muy fácil. Sólo hace falta tener mucha paciencia. Hubo quien me dijo que con ella se podía dominar hasta las piedras. La cuestión es paciencia. ¡Imagínese, Charlie!; inventé un truco para Alejandro II. Le pongo a tirar de un cañón durante la media hora anterior a la representación. El mortero pesado. Así se cansa, y usted sabe que la fatiga ayuda a la obediencia.

—¿Cañón? —dijo admirada Ruth—. ¿Sus pulgas también usan cañones?

—Y toda una artillería pesada de campo. —Y el domador dejó que Alejandro II, como recompensa, le diera una gran picada en el brazo izquierdo—. Es nuestro número más popular, señorita. ¡Y la popularidad es la que llena las arcas!

—Pero ellas no se odian unas a otras —observó Kern—. No se pueden exterminar entre sí; en eso son mejores que los hombres.

Llegaron junto a la autopista.

—¡Qué tal, Peperl! —gritó el hombre de la entrada, a través de la reja metálica—. Coja el número siete; aborda bien y con fuerza.

—¿No tienes la impresión de que soy el prefecto de Viena? —preguntó Kern a Ruth.

—Mejor que eso. Me parece que eres el dueño del Prater.

Entraron en el coche, chocando ruidosamente con los otros, y pronto fueron arrastrados por el remolino. Kern reía y soltaba las manos del volante. Ruth intentaba conducir, con el ceño fruncido, atentísima. Al final renunció, se volvió hacia Kern como si le pidiese perdón y sonrió. (Aquella rara sonrisa que le iluminaba el rostro, dándole un aspecto dulce e infantil).

Dieron una vuelta por una media docena de barracones (desde el León de Mar hasta el Adivino Indio). Nadie les cobró la entrada.

—Observa —dijo Kern, orgulloso—, que todos me llaman con un nombre distinto, pero por todas partes tenemos la puerta abierta. ¡Ya ves qué popular soy!

—¿Nos dejarán también subir gratis en el ferrocarril liliputiense?

—¡Seguro! Como artistas asistentes del director Potzloch nos van a tratar como huéspedes de honor. Ven, vamos en seguida hacia allí.

—¡Hola, Schani! —dijo el hombre desde la ventanilla de la taquilla—. ¿No quiere traer a su novia?

Kern asintió, y se sonrojó, evitando la mirada de Ruth.

El hombre cogió dos tarjetas postales de un montón que estaba a su lado y se las entregó a Ruth: eran retratos de la rueda gigantes y un panorama de Viena.

—Un recuerdo nuestro, señorita.

—Muchas gracias.

Entraron en uno de los vagones y se sentaron junto a la ventana.

—No aclaré lo referente a mi novia —dijo entonces Kern—, porque hubiera sido muy largo de explicar.

Ruth rió.

—Y como consecuencia de ello gozamos de un homenaje especial: las tarjetas postales. La única cosa lamentable es que ninguno de nosotros conoce a una persona a quien enviárselas.

—Es verdad —respondió Kern—. No conozco a casi nadie, y los pocos que conozco no tienen domicilio fijo.

El vagón se desvió suavemente hacia la colina, viéndose abajo el panorama de Viena que aparecía gradualmente, igual que si fuese un gran abanico. Primero, el Prater con la línea brillante de sus avenidas iluminadas, tal como un doble hilo de perlas en tomo del cuello oscuro de la floresta.

Después, igual que un gigantesco aderezo de esmeraldas y rubíes, el suntuoso centelleo del Parque de Diversiones, y finalmente la infinidad de luces de la propia ciudad que iban hasta casi donde la vista no las podía alcanzar; y más allá, la esbelta línea oscura de la cadena de montañas.

Estaban solos en el vagón, que subía cada vez más alto, en una curva suave, y después se deslizaba paralelo a la tierra, de tal modo que de súbito les pareció que ya no estaban en el departamento, sino que viajaban en un silencioso aeroplano, mientras que la tierra giraba dulcemente bajo ellos, dándoles la sensación de una fantástica nave aérea que no poseía en parte alguna su campo de aterrizaje, y bajo la cual se deslizaban millares de hogares; millares de casas iluminadas, cuartos y lámparas, dando la bienvenida a la luz nocturna, extendiéndose hasta el horizonte, poblando el espacio de tejados diseminados que les llamaban y seducían; sin que ninguno de ellos fuese el suyo.

Se sentían suspendidos en la oscuridad del exilio, y la única claridad que poseían era la triste luz de la nostalgia.

Las ventanillas del vagón-habitación estaban abiertas.

El interior era confortable e iluminado. Lilo había extendido sobre la yacija de Kern una brillante colcha y una vieja cortina de terciopelo de la barraca de tiro. Dos faroles japoneses pendían del techo.

—Una noche veneciana para vagabundos modernos —dijo Steiner—. ¿Estuvisteis en el pequeño campo de concentración?

—¿A qué se refiere?

—Al paseo de los Fantasmas.

—Sí. Sí que estuvimos.

Steiner se echó a reír.

—Mazmorras, subterráneos, cadenas, sangre y lágrimas. El Paseo de los Fantasmas se ha convertido, de repente, en una bonita atracción, ¿eh, Ruth? —Steiner se levantó—. Tomemos un poco de vodka.

Cogió la botella que estaba encima de la mesa.

—¿Quieres un poco, Ruth?

—Sí, un poquito, por favor.

—¿Y tú, Kern?

—El doble que ella.

—Pequeños, estáis aprendiendo.

—Bebo porque estoy alegre —explicó Kern.

—Dame un poco a mi también —dijo Lilo, que llegaba con una bandeja llena de oscuro piroshky.

Steiner se lo sirvió, después se rió irónicamente y levantó el vaso.

—¡Viva la Melancolía, la sombría madre de las alegrías de la vida! —Lilo depositó la bandeja sobre la mesa, colocándola junto a una jarra de barro llena de cohombros aderezados y a un plato con pan moreno al estilo ruso. Cogió después su vaso y lo vació lentamente. La luz de los faroles relucía en el líquido claro, dando la impresión de que bebía en un diamante rosáceo.

—¿Me das otro vaso? —le preguntó a Steiner.

—Los que quieras, melancólica hija de las estepas. ¿Y tú, Ruth?

—También quiero otro poquito.

—Y otro para mí —dijo Kern—. He de celebrar un pequeño aumento de sueldo.

Se sentó y se puso a comer la pasta caliente, rellena de carne y coles. Steiner se sentó después en su cama, cruzó las piernas y se puso a fumar. Kern y Ruth lo hicieron sobre el colchón en que dormía el primero, que estaba en el suelo.

Lilo iba de un lado a otro, limpiando las cosas. Su alta sombra se reflejaba en las paredes del vagón.

—Canta un poco, Lilo —le pidió de súbito Steiner.

Ella asintió, y cogió la guitarra que estaba colgada en un rincón. Cuando hablaba, su voz era áspera, pero al cantar se tomaba profunda y clara. Se sentó a la media luz. Su cara habitualmente impasible, se animó y sus ojos centelleaban con un brillo salvaje y melancólico. Entonó canciones populares rusas y viejos aires zíngaros. Al cabo de un rato dejó de cantar y miró a Steiner. La luz se reflejaba en sus ojos.

—Continúa cantando —pidió Steiner.

Asió nuevamente la guitarra y empezó a templar las cuerdas. Después comenzó una suave y continua melodía en un solo tono; la letra ascendía por el aire como los pájaros en la oscuridad de las vastas estepas, canciones de vagabundos, canciones de próxima paz, bajo las tiendas de campaña y a la luz moribunda de los faroles: parecía que hasta el propio carromato se transformaba en una tienda, sumergido precipitadamente en las tinieblas.

Ruth estaba sentada delante de Kern, inclinándose sobre él; los hombros se apoyaban en sus rodillas y él sentía la suavidad y el calor de su espalda. La muchacha apoyó el rostro en las manos de Kern. La sangre le corría ardientemente, tornándole prisionero desamparado de olvidados deseos.

Algo latía en su interior, algo oscuro que se hallaba dentro de él y a su alrededor, que vibraba en el profundo lamento de la voz de Lilo y el palpitar de la noche, algo que le iluminaba y se apoderaba de su ser. El muchacho puso las manos en torno al delicado cuello que se levantaba delante de él y lo atrajo hacia sí.

Un impresionante silencio reinaba cuando Kern y Ruth salieron. Los barracones ya estaban cubiertos con los hules grises, el jolgorio había acabado, y después del tumulto y la alegre algarabía, del estallido de los rifles, de los gritos agudos de los altavoces, la floresta había tornado a su silencioso dominio, amortajando a las multicolores barracas.

—¿Piensas volver esta noche a casa? —preguntó Kern a Ruth.

—No sé; quizá no.

—Quédate conmigo y podremos pasear por aquí. Quisiera que el mañana jamás llegara.

—Y yo también. El mañana me parece aterrador e incierto. ¡Se está tan bien aquí!

Pasearan en medio de la oscuridad. Alrededor de ellos los árboles aparecían inmóviles. Estaban envueltos por el silencio como en un manto invisible y cariñoso. No se percibía siquiera el más leve susurro de una hoja.

—Tal vez seamos nosotros las únicas personas que todavía estén despiertas.

—No sé. La policía siempre está despierta.

—Aquí no hay policía. Ni uno siquiera. Esto es el bosque. ¡Qué hermoso es pasear por él! Hasta nuestros pasos son silenciosos.

—Es cierto, no se oye nada.

—Pero yo sí que noto algo; te siento a ti. O tal vez sea yo misma. De una manera o de otra, no me puedo imaginar lo que esto sería sin ti.

Continuaron andando. Estaba todo tan tranquilo que hasta el silencio parecía un murmullo, como si estuviese esperando un monstruo extraño que viniera de lejos.

—Dame la mano —dijo Kern—. Tengo miedo de que desaparezcas de repente.

Ruth se le acercó todavía más. Sentía el cabello de ella junto a su cara.

—Ruth —dijo el muchacho—, sé que esto no es sino un rápido sentimiento de posesión mutua, en medio de esta huida de la soledad; pero para nosotros significa mucho más que ciertas cosas a las que se dan grandes nombres.

Ella recostó la cabeza sobre su hombro. Se quedaron así un momento.

—Ludwig —dijo Ruth—, a veces no quisiera ir a ninguna parte. Deseo tan sólo dejarme caer sobre la tierra y morir.

—¿Estás cansada?

—No, cansada, no. Podría continuar andando así la vida entera. ¡Es tan agradable! Igual que si caminase en el aire.

Comenzó a soplar un ligero viento. Las hojas caídas empezaron a agitarse. Kern sintió una gota tibia en la mano. Otra le cayó en la cara. Miró hacia el cielo.

—Está empezando a llover, Ruth.

—Sí.

Las gotas empezaron a caer con más fuerza y frecuencia.

—Toma mi chaqueta —dijo Kern—. No la necesito. Ya estoy habituado.

La puso sobre sus hombros. Ella sintió súbitamente una extraña sensación de estar protegida. El viento cesó. Por un instante, el bosque pareció quedarse tranquilo. Entonces un relámpago, amplio y silencioso, rasgó aquella oscuridad. El trueno le siguió al poco rato, e inmediatamente la lluvia empezó a caer con más intensidad.

—¡Ven de prisa! —gritó Kern.

Corrieron hacia el carrusel, que cubierto por las lonas que llegaban hasta el suelo se perfilaba impreciso en la noche, cual una torre de leyenda.

Kern levantó una punta de la cubierta y los dos entraron agachados por debajo de ella; se quedaron palpitantes, con la impresión de que se habían cobijado bajo un gigantesco tambor sobre el cual batía la lluvia.

Kern cogió a Ruth por la mano y la atrajo hacia sí. Rápidamente sus ojos se habituaron a la oscuridad. Las siluetas de los caballos aparecían como fantasmas. Las corzas se habían petrificado de repente en su eterno vuelo de quimera. Los cisnes extendían sus alas como sombras misteriosas y los pacíficos y macizos dorsos de los elefantes eran tan oscuros como la propia noche.

—¡Ven aquí!

Kern arrastró a Ruth hasta una góndola. Cogiendo de aquí y de allí los almohadones de seda de los otros carruajes preparó un mullido lecho en el suelo de la misma. Después tiró de la cubierta bordada en oro de un elefante.

—Vas a tener una colcha como si fueras una princesa.

Fuera se oía el fragor de la tormenta. Los relámpagos iluminaban con una luz pálida, incolora y lejana, la oscuridad de la tienda, y cada destello hacía surgir a los animales entre sus adornos y arreos de vivos colores como en una suave y lejana visión de un paraíso encantado, como dispuestos en círculo para un eterno destile.

Kern veía la cara pálida de Ruth con sus oscuros ojos, y cuando la tapó con la colcha notó su pecho bajo su mano, tan desconocido, extraño y excitante como lo sintió aquella primera noche en el hotel Bristol de Praga.

La tempestad y el estruendo del trueno apagaban el tamborileo del techo de lona, del que la lluvia escurría en cascadas; el suelo vibraba con los violentos estallidos y repentinamente, en el silencio que siguió al retumbar de un último trueno más violento, el carrusel se desprendió de sus trabas y empezó a rodar lentamente. Más despacio que de día, casi con trabajo, como si estuviese bajo la influencia de un toque mágico, el organillo comenzó a tocar lento, extrañamente entrecortado de pausas. Pero dio simplemente una media vuelta, como si se hubiese despertado por un instante de su sueño; paró después y también el organillo quedó silencioso, como si se hubiese quebrado de cansancio, en medio de una nota. Sólo se escuchaba el rumor de la lluvia… La lluvia, la más vieja canción de cuna del mundo.