Kern consiguió que le prorrogasen el permiso de permanencia por cinco días más, después de los cuales recibió orden de partir. Le dieron un pase hasta la frontera, y, una vez allí, se dirigió a la Aduana.
—¿Tiene algún documento? —le preguntó el oficial checo.
—Ninguno.
—Vaya ahí dentro. Hay ahora otros varios en las mismas condiciones. Dentro de dos horas será la mejor ocasión de atravesar la frontera.
Kern entró en el edificio. Tres personas estaban allí: Un viejo hombre muy pálido, acompañado por una mujer, y un viejo judío.
—Buenas tardes —dijo Kern.
Los otros respondieron despreocupada e imperceptiblemente. Kern se recostó sobre su maleta. Estaba cansado, y se le cerraban los ojos. La caminata que tenía que hacer prometía ser larga, y deseaba dormir un poco.
—Vamos a cruzar —oyó decir al hombre pálido—. Vas a ver como entonces todo mejorará, Ana.
La mujer no respondió.
—Estoy seguro de que pasaremos —insistió el hombre—. Completamente seguro. ¿Por qué no nos tienen que dejar pasar?
—Porque no quieren saber nada de nosotros… —respondió la mujer.
—Pero a fin de cuentas, somos criaturas humanas…
«Pobre loco», pensó Kern. Oyó imperceptiblemente cómo el hombre continuaba hablando bajo hasta que por fin se durmió.
Despertó cuando el policía de la Aduana llegó y condujo a todo el grupo hacia fuera.
Atravesaron un campo y llegaron a un frondoso bosque que asemejaba en la oscuridad un sólido bloque negro.
El funcionario se detuvo.
—Sigan ese camino y tuerzan a la derecha. Cuando encuentren la carretera, doblen a la izquierda. Buena suerte. Y desapareció en la noche.
Las cuatro personas se pararon, dudando.
—¿Y qué haremos ahora? —preguntó la mujer—. ¿Conoce alguien el camino?
—Yo iré delante —dijo Kern—. Estuve por aquí hace un año.
Tanteaban el camino, en medio de la oscuridad. La luna todavía no había salido. La hierba estaba húmeda y se podía sentir sobre los tobillos su contacto extraño e invisible.
Anduvieron mucho tiempo. Kern percibía cómo los demás le seguían. De súbito vieron la claridad de unas linternas delante de ellos, y oyeron una voz áspera que gritó:
—¡Alto! ¡Quédense dónde están!
De un salto, Kern se echó a un lado saliéndose del camino. Se sumergió en la oscuridad, dándose contra los árboles, y procurando guiarse con el tacto. Chocó contra una mata de moras y dejó en medio de ella su maleta Oyó detrás de sí el ruido de pies que corrían. Se volvió. Era la mujer.
—¡Escóndase! —murmuró—. ¡Voy a subirme a un árbol!
—Mi marido… ¡Oh, esos…!
Kern voló árbol arriba, acurrucándose en una rama, pudo sentir el follaje blando y susurrante que le cubría. La mujer se quedó abajo, completamente inmóvil. Él no la podía ver, simplemente la percibía a sus pies. A distancia, oía la voz del viejo judío.
—¡No! —respondía la voz áspera—. Usted no puede pasar sin pasaporte. Es todo lo que puedo decirle.
Kern aguzó el oído. Después de algún tiempo pudo escuchar la voz débil del otro hombre respondiendo al guarda. Lo habían cogido también. En ese momento oyó, debajo del árbol, un ligero ruido. La mujer se marchaba sola, murmurando airadamente.
Durante un momento todo estuvo en calma.
Después comenzaron a verse bajo los árboles las luces de las linternas. Se oyeron pasos. Kern se apretó más contra el tronco del árbol. Estaba bien escondido en la espesura del follaje. De súbito, oyó la voz histérica y penetrante de la mujer:
—Por aquí debe de estar. Se subió a uno de estos árboles, aquí…
La luz de la linterna se dirigió hacia arriba.
—¡Descienda! —exclamó una voz ruda—. De lo contrario, dispararemos.
Kern reflexionó sobre la situación. No tenía más remedio que bajar. Descendió del árbol. La luz cegadora de la linterna le iluminó la cara.
—¿Pasaporte?
—Si lo tuviera no me hubiese subido al árbol.
Kern miró a la mujer que le había denunciado. Estaba desgreñada y casi fuera de sí.
—A usted le hubiera gustado, ¿verdad? —gruñó ella—. Pasar solo y nosotros quedarnos aquí. ¡Todos nos quedaremos! —gritó—. ¡O todos o nadie!
—¡Cállese! —refunfuñó el guarda—. ¡Quédense todos juntos! —Enfocó la luz al grupo—. Ya saben que nuestro deber es meterles en la cárcel. ¡Entrada sin permiso! ¿Pero para qué hemos de alimentarles?
¡Media vuelta! ¡Fuera de Austria! Pero tomen nota de esto: la próxima vez disparo sobre ustedes, sobre el primero que vea.
Kern recogió la maleta de la mata de moras. Y los cuatro se volvieron silenciosamente en fila india, seguidos de los guardas, que llevaban las linternas encendidas. No distinguieron a sus adversarios, tan sólo el círculo blanco de las luces y ello les confería un aspecto fantasmal. Como si solamente las voces y las luces los hubieran capturado. Y ahora los expulsasen.
Las luces se apagaron.
—¡Marchen hacia delante! —mandó la voz grosera—. Si alguien intenta volver, recibirá un tiro.
Los cuatro continuaron el camino y no tardaron en divisar luces por detrás de los árboles.
Kern oyó detrás de sí la voz amable del hombre cuya mujer le había denunciado.
—Disculpe a mi mujer, …Estaba fuera de sí… Disculpe… Tenga la seguridad de que ella ya está arrepentida.
—Con lo que hizo no adelantará nada: —dijo Kern despreciativamente.
—Sin embargo, debe usted comprender —murmuró el hombre—, el miedo impulsó a…
—Sí, sí…, comprendo. —Kern se volvió—. Perdonar es más difícil. Sin embargo, ya olvidé lo ocurrido.
Se paró en un pequeño claro. Los otros también se pararon. Kern se echó en la hierba y puso la maleta debajo de la cabeza. Los demás, hablaban quedamente. Después la mujer se le aproximó.
—Ana —llamó el marido.
La mujer se puso delante de Kern.
—Debe usted enseñamos el camino de vuelta —dijo.
—No —respondió Kern.
—¡Por su culpa nos cogieron, so mocoso!
—¡Ana! —gritó el marido.
—Déjela —dijo Kern—. Es mejor que se desahogue.
—¡Levántese! —gritó la mujer.
—Pienso quedarme aquí. Usted puede hacer lo que quiera. Siga por este camino y luego tuerza a la derecha. El camino va directo a la Aduana austríaca.
—¡Judío vagabundo! —vociferó la mujer.
Kern se echó a reír.
—¡Ya me esperaba esa salida!
—Él está planeando volver solo —gritaba ella—. Va a cruzar. Y debe guiamos… está obligado a ello…
Su marido la empujó dulcemente hacia el bosque. Kern andaba rebuscando en los bolsillos un cigarrillo, cuando una cosa oscura saltó, unas dos yardas delante de él, igual que si fuese un gnomo saliendo del seno de la tierra. Era el viejo judío que también se había echado. Se levantó y movió la cabeza:
—¡Vaya bruja!
Kern no respondió. Encendió el cigarrillo.
—¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche? —preguntó suavemente el viejo.
—Hasta las tres. Ahora estarán todos al acecho. A esa hora ya se habrán retirado.
—Esperar es la única cosa que yo puedo hacer —añadió el viejo judío.
—El camino es largo y tendremos que andar a gatas una buena parte del mismo —respondió Kern.
—No importa. Me voy a transformar a la vejez en un indio…
Permanecieron en silencio. Gradualmente las estrellas iban apareciendo entre las nubes. Kern reconoció la Osa Mayor y la Estrella Polar.
—Necesito llegar a Viena —dijo el viejo de repente.
—En cuanto a mí no tengo ningún lugar hacia el cual ir —contestó Kern.
—Muchas veces ocurre eso —comentó el viejo, masticando el tallo de una hierba—. Pero más tarde habrá un lugar al cual tendrá usted que ir. Pero es necesario tener paciencia.
—Es verdad —dijo Kern—. Eso es lo que usted debería haber tenido. ¿Pero qué es lo que estamos esperando nosotros?
—En verdad, nada —respondió tranquilamente el viejo—. Cuando pasa algo, no es nada, y entonces nos quedamos esperando otra cosa diferente.
—Tal vez.
Kern se tendió sobre la hierba nuevamente. Sentía la maleta debajo de su cabeza y le resultaba agradable notarla allí.
—Me llamo Moritz Rosenthal y soy de Godesberg —dijo el viejo después de un rato. Sacó de su mochila un gastado abrigo Ulster gris y se lo puso sobre los hombros, adquiriendo todavía mayor parecido con un gnomo—. A veces es ridículo tener un nombre, ¿no cree?, especialmente de noche…
Kern levantó los ojos y miró su cigarro encendido.
—Y más cuando no se posee pasaporte. Los nombres deben estar escritos; de lo contrario, no nos pertenecen.
El viento batía las copas de los árboles, provocando un murmullo que daba la impresión de que el océano se hallaba por detrás del bosque.
—¿Cree usted que efectivamente dispararán los guardas si vuelven a sorprendernos? —preguntó Moritz Rosenthal.
—No sé. Probablemente no.
El viejo balanceó la cabeza.
—Es la ventaja de tener uno sesenta y cinco años. No se tienen muchos años que perder…
Al fin Steiner pudo averiguar el lugar en que estaban escondidos los hijos del viejo Seligmann. La dirección que estaba guardada en el libro de oraciones hebreo era la exacta. No obstante, los pequeños habían mudado de casa. Fue necesario mucho tiempo para descubrirlos; todo el mundo le tomaba por un confidente de la policía y procuraban despistarle.
Cogió la maleta y salió de la pensión.
La casa estaba situada en el lado oriental de Viena. Le costó más de una hora localizarla. Subió las escaleras. En cada piso había las puertas de tres departamentos. Encendió cerillas para leer los nombres. Finalmente, en el quinto piso, descubrió una placa ovalada con esta inscripción:
SAMUEL BERNSTEIN. Relojero.
Llamó.
Detrás de la puerta oyó un ruido de muebles que se corrían.
Una voz cautelosa preguntó:
—¿Quién es?
—Tengo un encargo para entregar —dijo Steiner—. Una maleta.
Sintió de súbito que le estaban espiando y se volvió rápidamente.
La puerta del departamento de enfrente se abría silenciosamente. Un hombre pálido, en mangas de camisa, apareció en el umbral. Steiner puso la maleta en el suelo.
—¿Con quién quiere usted hablar? —preguntó el hombre de la puerta.
Steiner le miró.
—Bernstein no está en casa —añadió el hombre sin esperar contestación.
—Traigo conmigo unas cosas de Seligman —dijo Steiner—. Según creo, aquí viven sus hijos. Yo estaba presente cuando murió.
El hombre le examinó durante un buen rato. Después gritó:
—¡Puede dejarlo entrar, Moritz!
Se oyó el ruido de un cerrojo y una llave que abría la cerradura, abriéndose la puerta de Bernstein. Steiner cerró los ojos a pesar de que la luz era débil.
—Cómo… —dijo—. ¡No puede ser! ¡Pero si es el viejo Moritz!
Moritz Rosenthal estaba de pie junto a la puerta. En una de las manos tenía una cuchara de palo. Un abrigo Ulster le pendía de los hombros.
—Soy yo —respondió—. Sin embargo, ¿quién…?
¡Steiner! —dijo súbitamente, con una gran sorpresa—. ¡Tendría que habérmelo supuesto! No hay duda que mi vista cada vez está más débil. Sabía que estaba usted en Viena. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos?
—Hace cosa de un año, querido Moritz.
—¿En Praga?
—En Zúrich.
—Es verdad, en la prisión de Zúrich. Buena gente aquélla. He andado muy atropellado, últimamente. Hace seis meses todavía estaba en Suiza. En Basilea. Allí es muy buena la comida. Desgraciadamente no dan cigarros: igual que en la prisión de Locarno. Me dio pena abandonar aquello. Milán en cambio no vale nada. —El viejo se interrumpió—. Entre, Steiner. Estamos aquí, hablando en medio del pasillo, como si fuéramos criminales.
Steiner entró. El departamento era reducido: una cocina y un cuarto. Como muebles había un par de sillas, una mesa y dos colchones con mantas. Varios instrumentos estaban esparcidos sobre la mesa. Y entre ellos algunos relojes baratos y una caja pintada con ángeles barrocos, que sostenían un reloj antiguo, cuya manilla era una figura de la Muerte balanceándose atrás y adelante.
De un clavo del hogar pendía la lámpara de la cocina que difundía una luz verdosa. Una gran cazuela de sopa rebosaba en el hornillo de hierro de un fogón de gas.
—Precisamente estaba preparando algo para los pequeños —dijo Moritz Rosenthal—. Nos coge usted aquí como ratones en la ratonera. Bernstein está en el hospital.
Los tres pequeños del finado Seligman estaban encogidos junto al hogar. No miraron a Steiner. Miraban hacia la cazuela de sopa. El mayor era un muchacho de cerca de catorce años; el pequeño tendría siete u ocho.
Steiner dejó la maleta en el suelo.
—Era de vuestro padre —dijo a los pequeños.
Los tres niños se miraron simultáneamente, casi sin moverse.
Apenas si volvieron la cabeza.
—Le vi —continuó Steiner—. Me habló de vosotros…
Los pequeños continuaron mirándole y no respondieron. Sus ojos brillaban como negras piedras pulidas, redondas. La llama del gas creció. Steiner se sentía mal. Tenía la impresión de que debía decir alguna cosa amable y humana, pero todo lo que se le ocurría le parecía trivial, falso, ante la miseria que emanaba de aquellos tres niños silenciosos.
—¿Qué contiene la maleta? —preguntó por fin el mayor. Tenía una voz incolora y hablaba suave y cautelosamente.
—Varias cosas que fueron de vuestro padre y algún dinero.
—¿Y ahora todo es nuestro?
—Naturalmente. Por eso os la traje.
—¿Puedo abrirla?
—¡Claro! —dijo Steiner sorprendido.
El pequeño se levantó. Era delgado, moreno y alto. Se aproximó lentamente a la maleta con los ojos fijos en Steiner. Con un rápido movimiento de animal, le agarró la valija y dio un salto hacia atrás, como si temiese que Steiner le fuera a disputar la presa, e inmediatamente la llevó al cuarto vecino. Los otros dos pequeños le siguieron de cerca, empujándose uno a otro como dos grandes gatos negros.
Steiner miró al viejo Moritz.
—Bueno —dijo aliviado—. Ellos tendrían que enterarse al cabo de algún tiempo…
Moritz Rosenthal movió la sopa.
—No debe significar mucho para ellos. Saben que la madre y otros dos hermanos murieron. La noticia no puede afectarles mucho ahora. Las cosas que se repiten ya no hieren por mucho tiempo.
—O hieren cada vez más profundo —dijo Steiner.
Moritz Rosenthal le traspasó con sus ojos rodeados de arrugas.
—No, cuando las personas son jóvenes o demasiado viejas. El período intermedio es el peor.
—Es verdad —dijo Steiner—. Los que están alrededor de los cincuenta años son los que más sufren.
Moritz Rosenthal balanceó la cabeza plácidamente.
—Ya los pasé. —Cubrió la cazuela con la tapadera—. Conseguimos encontrar un sitio para ellos —dijo, refiriéndose a los pequeños—. Mayer se llevará uno a Rumania. El segundo se quedará en un orfelinato en Locarno. Conozco a una persona que le pagará la estancia. Y, por ahora, el mayor se quedará aquí, con Bernstein.
—¿Ya saben ellos que se han de separar?
—Sí. Pero no se apenaron mucho. Hasta incluso diría que les gustó. —Rosenthal se volvió sobre sí mismo—. Steiner —dijo—. Traté al viejo Seligmann durante veinte años. ¿Cómo murió? ¿Saltó realmente del coche?
—Sí.
—¿No le empujaron?
—No. Saltó él solo.
—Oí hablar de ello en Praga. Allí dijeron que había sido empujado. Vine entonces aquí a buscar a los pequeños. Le había prometido, hace mucho tiempo, hacerlo. No era muy viejo, podía tener poco más de sesenta años. Nunca pensé que terminase así; verdad es que se volvió medio loco, después de la muerte de Raquel. —Moritz Rosenthal miró a Steiner—. Fue muy amante de su familia y tuvo muchos hijos; como ocurre, casi siempre, con todos los Judíos. Sin embargo, la obligación de ellos, actualmente, es no tener hijos.
Y se arropó con el abrigo Ulster, como si sintiese frío súbitamente, tomando el aspecto de mucho más viejo y fatigado.
Steiner le ofreció un paquete de cigarrillos.
—¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí, querido Moritz? —le preguntó.
—Hace tres días. Fui detenido en la frontera. Después crucé en compañía de un muchacho que, por cierto, dijo conocerle. Se llama Kern.
—¡Kern! Claro que le conozco. ¿Dónde está?
—Por ahí, en Viena. Exactamente no lo sé.
Steiner se puso en pie.
—Tenía intención de buscarle. Auf Wiedersehen, Moritz, viejo vagabundo. Sólo Dios sabe dónde nos volveremos a encontrar.
Entró en el cuarto para decir adiós a los pequeños. Estaban sentados en uno de los colchones, con el contenido de la maleta extendido enfrente de ellos. Los ovillos del bramante estaban arreglados cuidadosamente. En un pequeño montón, al lado de ellos, se hallaban los cordones de zapatos, un saquito con monedas y las pocas cajas de hilo de seda. Las camisas, zapatos, la ropa y otros objetos de uso de Seligmann estaban todavía en la maleta. El mayor de los pequeños miró a Steiner, que llegaba acompañado de Moritz Rosenthal. Instintivamente protegió, con las manos, las cosas extendidas por el colchón. Steiner se detuvo.
El pequeño miró entonces a Moritz Rosenthal. Tenía las mejillas enrojecidas y los ojos le relucían.
—Si puedo vender todo esto —dijo excitado, señalando las cosas que había dentro de la maleta—, reuniré treinta chelines. Podemos coger todo el dinero y hacer un acopio de material. Felpa, franela, e incluso medias de señora; quizá pueda comprar más cosas con ese dinero. Mañana empezaré. Comenzaré a las siete de la mañana. —Y miró al viejo con seriedad y fervor.
—¡Estupendo! —dijo Moritz Rosenthal, dando un golpecito en la pequeña cabeza del muchacho—. Mañana por la mañana a las siete empezarás.
—Así Walter no necesitará irse a Rumania —añadió el muchacho—. Puede ayudarme. Nos quedaremos los dos juntos. Será suficiente que se marche Max.
Los tres pequeños miraron a Moritz Rosenthal. Max, el más joven, movió a cabeza, como dando la impresión de que estaba de acuerdo. La cosa le parecía justa.
—Ya veremos. Más tarde hablaremos de ello.
Moritz Rosenthal acompañó a Steiner hasta la puerta.
—No queda tiempo para disgustarse —dijo él—. La miseria lo absorbe todo.
Steiner asintió.
—Espero que este muchacho no será detenido.
Moritz Rosenthal movió la cabeza.
—Es muy listo. Nosotros aprendemos jóvenes.
Steiner se dirigió al café «Sperler». Hacía tiempo que no lo frecuentaba. Desde que consiguió el pasaporte falso, evitaba todos los sitios en los que era conocido antes.
Kern estaba sentado en una silla, próximo a la pared. Tenía los pies sobre la maleta y, dormitando, cabeceaba ligeramente. Steiner, cautelosamente, ocupó la silla de al lado. No pretendía despertarlo. «Un poco más envejecido —pensó—. Más viejo y más endurecido…».
Miró alrededor suyo. Al lado de la puerta baja estaba el juez Epstein, con un par de libros y un vaso de agua enfrente de él. Se sentaba allí, solo y descontento. No había ningún cliente sediento, con cincuenta groschen en la mano. Steiner volvió a mirar en torno suyo; comprobaba que su rival, el abogado Silber, le había quitado la clientela. Sin embargo, Silber no estaba allí.
El camarero apareció sin ser llamado. Venía con la cara radiante:
—¿El señor por aquí? —preguntó familiarmente—. ¿Se acuerda de mí?
—Ya lo creo. Anduve asustado por causa suya. La policía estuvo registrando esto. ¿Coñac como siempre, señor?
—Sí. ¿Qué fin ha tenido el abogado Silber?
—Está entre los desaparecidos, señor. Detenido y deportado.
—¡Ah! ¿Y Herr Tschernikoff ha vuelto por aquí últimamente?
—Esta semana no vino.
El camarero trajo el coñac y puso la copa sobre la mesa. En ese momento, Kern abrió los ojos. Después se los restregó y saltó de la silla.
—¡Steiner!
—Vaya, hombre. Tú por aquí —dijo el otro negligentemente—. Primero vamos a beber coñac. No hay nada tan refrescante como un brandy después de haber dormido sentado.
Kern se bebió el coñac.
—Ya he venido aquí dos veces a buscarle.
Steiner sonrió.
—Con los pies sobro la maleta. Todavía no conseguiste un sitio donde hospedarte, ¿eh?
—Es verdad, no lo tengo.
—Puedes quedarte conmigo.
—¿De verdad? Sería estupendo. Hasta ahora ocupé un cuarto con una familia judía, pero tuve que marcharme hoy. Tengo miedo de quedarme con nadie más de dos días.
—Donde yo vivo, no tendrás que asustarte. Es fuera de la ciudad. Podemos irnos ahora mismo. Me parece que necesitas dormir.
—Es verdad —dijo Kern—. No sé por qué será, pero estoy cansado.
Steiner se fue hacia el camarero, que venía galopando, al igual que un viejo y experimentado caballo de guerra, a la señal de la batalla.
—Gracias —dijo solícito, incluso antes de que Steiner le hubiese pagado—. Muy agradecido, señor.
Miró la propina.
—Bésole las manos —dijo emocionado—. Mis más humildes gracias, conde.
—Ahora vámonos al Prater —dijo Steiner cuando hubieron salido del café.
—Estoy preparado para marcharme a cualquier sitio —respondió Kern—. Me siento magníficamente.
—Vamos a tomar el autobús. Es mejor, por tu maleta. ¿Todavía tienes agua de colonia y jabones de tocador?
Kern respondió que sí con la cabeza.
—Mudé de nombre después de la última vez que nos vimos; sin embargo, puedes continuar llamándome Steiner. Lo uso ahora como nombre de guerra, en el escenario. Así, según la ocasión, puedo usar uno u otro como seudónimo.
—¿En qué trabaja usted ahora?
Steiner se rió.
—Estuve algún tiempo reemplazando a un camarero, pero cuanto éste salió del hospital, tuve que ceder el puesto. Ahora soy asistente en la «Empresa Potzloch de Diversiones». Gerente de la barraca del tiro al blanco, además de que leo el pensamiento. ¿Cuáles son tus planes?
—No tengo ninguno.
—Tal vez te pueda conseguir trabajo conmigo. Algunas veces se necesitan auxiliares. Hablaré mañana de ello a Potzloch. Allí no debes temer una denuncia. La policía no suele venir por el Prater a fastidiarnos con preguntas.
—¡Dios mío! —exclamó Kern—. ¡Es maravilloso! ¡Yo que deseaba tanto quedarme durante algún tiempo en Viena!
—¿De verdad? —Steiner le miró de soslayo.
—Claro.
Salieron de la ciudad y se pusieron a caminar a través del sombrío Prater. Steiner se paró enfrente de un carricoche de saltimbanquis que estaba un poco separado del campamento de tiendas. Abrió la puerta y encendió la lámpara.
—Ya estamos aquí, pequeño. La primera cosa que hay que hacer es inventar una cama para ti.
De un rincón sacó un par de mantas y un viejo colchón y lo extendió en el suelo al lado de su cama.
—Apuesto a que tienes hambre, ¿no?
—No lo sé siquiera.
—Aquí tienes manteca, pan y chorizo, en esta lata. Hazme también un bocadillo.
Se oyeron unos golpes suaves en la puerta. Kern soltó el cuchillo y escuchó, midiendo con los ojos la ventana. Steiner se echó a reír.
—El antiguo miedo, ¿eh, muchacho? Uno no logra deshacerse de él. ¡Entra, Lilo! —dijo en voz alta.
Una mujer delgada abrió la puerta y se detuvo en el umbral.
—Tengo compañía —explicó Steiner—. Ludwig Kern, muy joven, pero ya con gran experiencia de exiliado. Se va a quedar aquí. ¿Nos podrías hacer caté, Lilo?
—Claro, en seguida.
La mujer cogió un infiernillo de alcohol, lo encendió y le puso encima un cazo con agua, comenzando a moler el café. Hacía todo aquello sin ruido con suaves y graciosos movimientos.
—Creo que deberías ir a dormir, Lilo —dijo Steiner.
—Gracias, pero no puedo.
La mujer tenía una voz profunda, áspera. Su cara era cuadrada y regular, y peinaba sus oscuros cabellos con raya en medio. Parecía italiana, pero hablaba alemán con un marcado acento eslavo.
Kern estaba sentado en una vieja silla de mimbre medio rota. Se sentía profundamente cansado Y una relajación somnolienta, como nunca había sentido, le invadía por completo. Se sentía protegido.
—Una almohada —pidió Steiner—. Es lo único que necesitamos ahora.
—No hace falta —atajó Kern—. Puedo doblar el abrigo o sacar alguna ropa interior de la maleta.
—Tengo una almohada —dijo la mujer.
Dejó el calé hirviendo y salió con paso silencioso como si fuese una sombra.
—Ven y come —dijo Steiner a Kern echando el café en dos tazas de loza azul, sin asas.
Comieron el pan y el chorizo. La mujer volvió, trayendo la almohada. La dejó sobre la cama de Kern y se sentó junto a la mesa.
—¿Quieres también café, Lilo? —preguntó Steiner.
Ella movió la cabeza negativamente. Contemplaba en silencio a los dos hombres mientras comían y bebían. Después Steiner se puso en pie.
—Es hora; de dormir. Debes estar más cansado que el diablo, ¿verdad, muchacho?
—Sí, me estoy muriendo de sueño.
Steiner pasó la mano por los cabellos de la mujer.
—Tú también debes dormir, Lilo.
—Sí. —Y salió, obediente—. Buenas noches.
Kern y Steiner se dirigieron hacia la cama. Steiner apagó la luz.
—Sabes —dijo sumergido en la oscuridad—, un hombre debe pasar por la vida sin mirar nunca hacia atrás.
—Es verdad —respondió Kern—. Pero no me es posible hacerlo; sin embargo, no es difícil.
Steiner encendió un cigarrillo. Fumaba suavemente. El punto rojo del mismo aumentaba su brillantez cada vez que aspiraba el humo.
—¿Quieres uno?, —preguntó—. Tiene un gusto completamente diferente, en la oscuridad.
—Sí.
Kern sintió la mano de Steiner que le entregaba el paquete de cigarrillos y las cerillas.
—¿Qué tal te han salido las cosas en Praga?
—Muy bien. —Kern se quedó silencioso durante un instante, fumando. Después dijo—: Conocí allí a una persona.
—¿Fue ésa la causa de tu vuelta a Viena?
—No del todo. Sin embargo, ella también está aquí.
Steiner sonrió en la oscuridad.
—Acuérdate, muchacho, de que eres un vagabundo. Los vagabundos no deben tener aventuras que les destrocen el corazón, cuando tienen que partir.
Kern se quedó silencioso.
—No es que vaya contra las aventuras —añadió Steiner—. Ni digo nada contra el corazón. Yo sería el último en hablar mal de alguna cosa que nos alentase un poco el corazón en medio del camino. Tal vez yo esté un poco en contra, contra nosotros mismos. Porque si uno recibe, …, debe también dar algo a cambio.
—No creo que yo pueda dar mucho, a cambio.
Kern se sintió súbita y completamente desanimado. ¿Para qué servía él? ¿Qué podía ofrecer a Ruth? Simplemente sus sentimientos por ella y esto le parecía menos que nada. Era ignorante, joven, y nada más.
—A fin de cuentas si puedes dar algo no está mal, muchacho —dijo Steiner, queriendo animarle—. Así se empieza.
—Depende de quién…
Steiner sonrió.
—No te enfades, pequeño. Cualquier cosa que él corazón te pida, hazla. Entrégate completamente a ella. Pero no te dejes atrapar en medio del camino. —Tiró la colilla—. Duerme bien. Mañana iremos a hablar con Potzloch.
—Gracias. Seguro que dormiré muy bien aquí.
Kern también tiró su cigarrillo y metió la cabeza en la almohada que le había traído la extraña mujer. Todavía estaba algo desanimado; pero, no obstante, se sentía casi feliz.