Marill estaba sentado en la terraza de cemento del hotel, abanicándose con un periódico. Tenía algunos libros delante de él.
—Ven aquí, Kern —llamó—. Está llegando la noche y es la hora en que las fieras buscan la soledad y en que los hombres se procuran compañía. ¿Cómo te las estás arreglando con el asunto de la autorización?
—Todavía me sirve una semana más.
Kern se sentó a su lado.
—Una semana en la cárcel es muy larga; una semana de libertad vuela. —Marill daba golpecitos a los libros que tenía a su alcance—. El exilio ayuda a la educación. A mi avanzada edad estoy estudiando francés e inglés.
—Hay momentos en que no puedo soportar la palabra «exilio» —dijo Kern amargamente.
Marill se echó a reír.
—¡Tontería! ¡Son tantos los exiliados! Dante fue uno de ellos. Schiller tuvo que dejar su país. Y lo mismo Heine y Víctor Hugo. Y sólo cito unos pocos. Mira a la pálida Hermana Luna… Una exiliada de la Tierra. Y la propia Madre Tierra… una vieja emigrada del Sol. Naturalmente, hubiera sido mejor que esa emigración no se hubiese realizado y, a esa hora, estaríamos hirviendo como gases en las llamas. O como manchas de Sol. ¿No estás de acuerdo?
—No —respondió Kern.
—Como quieras. —Marill continuaba abanicándose con el periódico—. ¿Sabes lo que estaba leyendo?
—Que los judíos son los culpables de que haya llovido.
—No era eso.
—Que tener metralla de granada en el vientre es la única y verdadera felicidad para el hombre que se aprecia.
—No. Tampoco aciertas.
—Que los judíos son bolcheviques porque están siempre acumulando fortunas.
—¡Ésa no está mal! —Marill soltó una carcajada—. No, no adivinarás nunca lo que leía. Anuncios matrimoniales. Escucha éste: «¿Dónde está el cariñoso y simpático caballero que quiere hacerme feliz? Una joven soltera, de naturaleza profundamente sensible, distinguida y de noble carácter, amante de todo cuanto es bueno y hermoso y con perfecto conocimiento de la profesión de hotelera, busca un alma con los mismos gustos, entre los treinta y cinco y cuarenta años, que esté al frente de un buen negocio». —Marill levantó los ojos—. ¡Entre treinta y cinco y cuarenta años!; Cuarenta y un años ya no sirve… Fíjate en este otro: «¡Dónde encontrarte, oh mi complemento espiritual! Señora dueña de casa, de naturaleza delicada y muy viva, coa alegría de vivir, de temperamento y espíritu no perjudicados por la rutina cotidiana, poseedora de intima belleza y con gran deseo de amistad, busca un caballero con ganancias regulares, que ame el arte y los deportes, que; sea, además de todo esto, buena persona…». Magnífico, ¿no crees? Vamos a ver otro más: «Caballero de cincuenta años, amante de la compañía, de naturaleza sensible, de aspecto juvenil, huérfano…». —Marill dejó de leer—. Huérfano —exclamó en voz alta— ¡a los cincuenta años! ¡Qué desgraciada criatura ese quincuagenario desamparado! Mira esto, amigo mío. —Dio el periódico a Kern—. ¡Todas las semanas dos páginas llenas, sólo en este periódico! Fíjate solamente en los epígrafes… Completamente llenos de almas perfectas, afectos, camaraderías, amor y amistad. ¡Es el Paraíso, no hay duda! ¡El jardín del Edén en este valle de lágrimas de la política! Es alentador. Estimula. Nos hace ver que en estos tiempos de miseria aún existen buenas personas. Le reconforta a uno ver esto… —Echó el periódico a un lado—. ¿Por qué no habrá noticias así?: «Comandante jefe de un campamento de concentración, alma cariñosa y sensible».
—Así es como ellos se consideran —dijo Kern.
—¡Exactamente! Cuanto más primitivo es un hombre, tanto mejor se juzga. Puedes comprobarlo por estos anuncios. Convicción ciega —dijo Marill, sonriendo— ¡eso les da ímpetu! La duda y la tolerancia son dos propiedades del hombre civilizado, que están siempre destruyéndole. Es la vieja historia de Sísifo, uno de los símbolos más profundos de la humanidad.
En aquel momento apareció el criado del hotel que anunció alborozadamente:
—Herr Kern, abajo hay una persona que viene buscándole. No parece ser de la policía.
Kern se levantó rápidamente.
—Está bien, ya voy.
Al principio, Kern no consiguió reconocer al anciano de aspecto indigente. Parecía que le estaba viendo como si fuese una imagen nebulosa percibida a través de la lente desenfocada de una cámara. Poco a poco, la imagen se volvió más nítida y reveló por fin los trazos familiares.
—¡Padre mío! —exclamó, profundamente conmovido.
—Sí, Ludwig. —El viejo Kern enjugó el sudor que parlaba de su frente—. Hace calor —dijo con voz cascada.
—Sí, hace mucho calor. Ven aquí junto al piano. Está más fresco.
Se sentaron, pero casi inmediatamente, Kern se levantó a buscar una limonada para su padre. Se sentía muy confuso.
—¡Hace mucho tiempo que no nos vemos, papá! —dijo temblorosamente, cuando volvió.
El viejo Kern asintió con la cabeza.
—¿Podrás continuar aquí en Praga, Ludwig?
—No lo creo. Ya sabes lo rigurosas que son las órdenes. Una autorización para dos semanas y después, tal vez, dos o tres días más… Sin embargo, después de eso, no hay posibilidad de conseguir ya nada.
—¿Y piensas quedarte ilegalmente?
—No, papá. Hay muchos emigrados aquí; yo no lo sabía. Voy a intentar volver a Viena. Es más fácil ganarse la vida allí. Cuéntame que ha sido de tu vida en este último tiempo, papá.
—He estado enfermo de gripe, Ludwig. Me he levantado de la cama hace un par de días.
—¿Y cómo te encuentras ahora?
—Puedes verlo tú mismo.
—¿Y qué es lo que haces, papá?
—Conseguí una colocación.
—Con seguridad que estás bien guardado —dijo Kern sonriendo.
El viejo le miró con una expresión tan atormentada y embarazada que se sorprendió.
—¿No te van bien las cosas, papá? —le preguntó.
—¿Bien, Ludwig? ¿Qué significado tiene esta palabra para nosotros? Una colocación ya es una gran cosa. Tengo mi empleo: llevo las cuentas de una casa de carbones. No es mucho, pero más vale eso que nada.
—¡Eso es estupendo! ¿Cuánto ganas?
—No gano nada…, sólo algunos céntimos. Pero tengo casa y comida.
—Ya es algo. Iré a verte mañana.
—Está bien…, está bien…, o tal vez sea mejor que venga yo aquí.
—¿Pero por qué te has de cansar tú? Iré yo.
—Ludwig… —El viejo hablaba con dificultad—. Prefiero venir yo aquí.
Kern le miró, admirado, y, de repente, lo comprendió todo. Aquella mujer en la puerta…
Durante unos instantes, el corazón le latió como si un martillo le golpeara en el pecho. Hubiera querido levantarse de un salto, coger a su padre y llevárselo lejos. En caótico torbellino pensó en su madre, en Dresde, en los tranquilos domingos que pasaban todos juntos y después miró al pobre hombre que tenía delante de sí, que le miraba con dolorosa humildad, y pensó: «No le queda ya nada, está acabado, pobre hombre». La tensión le desapareció súbitamente y no experimentó más que una infinita piedad.
—Me deportaron dos veces, Ludwig. Si me hubiera quedado allí un solo día más, me habrían echado. No eran crueles. Pero no pueden mantenernos a todos aquí, como sabes. Después me puse enfermo; llovía continuamente. Neumonía con recaída. Y entonces… ella me cuidó. De no ser así, hubiera muerto, Ludwig. Ella no es mala, ¿sabes?
—Lo creo, papá —dijo Kern con calma.
—Trabajo un poco, también. Gano para vivir. No es… tú sabes… no es por eso. Pero no puedo continuar durmiendo al relente y vivir en constante terror, Ludwig…
—Lo comprendo muy bien, papá.
El viejo miró ante sí con la mirada perdida.
—A veces pienso que tu madre debería divorciarse de mí. Y así podría volver a Alemania.
—¿Deseas eso, realmente?
—No, no por mí. Por ella. A fin de cuentas, soy el culpable de todo. Si ella no estuviese casada conmigo, ya podría haber vuelto. Soy el culpable. Igualmente me pasa contigo. Por mi causa te ves sin patria.
La escena le parecía a Kern horrorosa. Aquel hombre ya no era el padre enérgico y animado de los días de Dresde, era un anciano triste y desamparado, al que le unía tan sólo un casual parentesco, que ya no podía luchar con la vida. Se levantó confuso e hizo una cosa que antes nunca había hecho. Rodeó con sus brazos los escuálidos hombros de su padre y le besó en la frente.
—¿Tú me comprendes, Ludwig? —murmuró Siegmund Kern.
—Sí, papá, no importa. No tiene la más mínima importancia.
Con la palma de la mano golpeó cordialmente la encorvada espalda de su padre, y, por encima de su hombro, contempló fijamente el cuadro que estaba colgado arriba del piano, un hermoso paisaje nevado del Tirol.
—Bien, me voy.
—¿Ya?
—Quiero pagar la limonada. Te traje unos paquetes de cigarrillos. Has crecido, Ludwig, te has hecho grande y fuerte.
«Sí, y tú envejeciste y estás trémulo —pensó Kern—. Si al menos tuviese aquí entre mis manos a uno de aquellos sujetos que vigilaban la frontera, uno de aquellos hombres que te redujeron a este estado… Si yo tuviese a uno de ellos aquí, cómo le aplastaría su cochino rostro».
—También tú tienes buen aspecto, papá —le dijo—. La limonada ya está pagada. Ahora gano algún dinero. ¿Sabes cómo? Con tus antiguos productos. Con tu crema de almendras y con tu loción Farr. Una tienda de aquí tenía todavía un pequeño stock y yo lo estoy vendiendo.
Los ojos de Siegmund Kern brillaron un poco. Y después sonrió tristemente.
—Y ahora tienes que andar por ahí vendiendo como un cualquiera. Perdóname, Ludwig.
—¡Oh, qué tontería! —Kern sintió un nudo en la garganta y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar saliva—. Es la mejor escuela del mundo, papá. Aprendemos a conocer la vida desde el fondo. Y a las personas también. Después de eso, es difícil que encuentre algo que pueda desilusionarme.
—Ten cuidado de no enfermar.
—No temas. Me encuentro bastante bien.
Salieron.
—¿Crees que se arreglará todo esto, hijo mío?
—Todo volverá a normalizarse —dijo—. No puede continuar así.
—Sí… —El viejo miró hacia delante—. Ludwig —dijo en voz baja—, cuando estemos otra vez todos juntos, con tu madre también… —Hizo un gesto como si quisiera apartar alguna cosa—. Olvidaremos todo…, ni siquiera llegaremos a acordarnos de lo pasado.
Hablaba dulcemente, con una confianza pueril, con una voz que parecía el gorjeo de un pájaro cansado.
—Si no fuera por mi culpa, estarías cursando tus estudios, Ludwig —dijo después, casi lamentándose y en tono mecánico, como alguien que se ha atormentado tanto por alguna falta cometida, que el sentimiento de su culpa en lo acontecido ha adquirido con el tiempo un cierto carácter de automatismo.
—Si no fuese por ti no existiría, papá —respondió Kern.
—Cuídate, Ludwig. ¿No te quieres quedar con los cigarrillos? Después de todo soy tu padre. Me gustaría poder hacer algo por ti.
—Está bien, me quedaré con ellos.
—No te olvides nunca de mí —murmuró el viejo y sus labios comenzaron a temblar—. Jamás pensé en haceros mal alguno, Ludwig. —Continuó repitiendo el nombre del hijo, una y otra vez, como si no desease abandonarlo—. No he podido ver realizados mis deseos, Ludwig. Yo deseaba vuestro bienestar; hubiese querido protegeros.
—Y nos protegiste y pensaste en nosotros mientras pudiste, padre.
—Bien, me voy. Que tengas mucha suerte, hijo mío.
«Hijo —pensó Kern—. ¿Cuál de los dos era ahora más niño?».
Se quedó observando a su padre que cruzaba la calle lentamente. Había prometido escribirle y volver a verlo. Pero sabía que lo veía por última vez. Le miró intensamente, hasta que lo perdió de vista. Y sintió un gran vacío dentro de sí.
Volvió a la terraza. Marill todavía estaba sentado, leyendo el periódico con una expresión de odio y de desprecio. «Es terrible que todo pueda derrumbarse de golpe —pensó Kern— mientras otra persona, que está a tu lado, lee tranquilamente un periódico. Huérfano, de cincuenta años…». Sus labios se contrajeron en una amarga sonrisa. «Huérfano; como si no se pudiera serlo, sin que el padre y la madre hayan muerto».
Tres días después, Ruth Holland se marchó a Viena. Recibió un telegrama de una amiga con la cual podría vivir, y ya hacía proyectos para conseguir un empleo y poder asistir a las conferencias de la Universidad.
La tarde de su partida fue con Kern al restaurante «Lechón Negro». Hasta entonces ambos comían, todos los días, en uno más barato; pero, para la noche de la despedida, Kern quería hacer un extraordinario.
«El Lechón Negro» era un local pequeño, lleno de humo, no excesivamente caro y muy acogedor. Marill se lo había aconsejado a Kern. Le había enumerado los precios exactos y le recomendó, en particular, la especialidad de la casa: guisado de ternera. Kern contó todo su dinero y sacó la conclusión de que era suficiente para incluir en la minuta, como postre, pudín de queso. Ruth le había dicho una vez que le gustaba mucho ese dulce.
Pero una sorpresa desagradable les esperaba a la llegada. Ya no quedaba guisado; habían llegado demasiado tarde. Kern examinó la carta, receloso. Casi todos los platos eran caros. El camarero, parado a su lado, entonaba con monótona voz su consabida letanía:
—Carne ahumada, chuletas de cerdo con ensalada, gallina con paprika, pâté de foie-gras fresco…
«Pâté de foie-gras —pensó Kern— este loco debe creer que somos millonarios».
Dio la carta a Ruth.
—¿Qué es lo que quiere usted en lugar del guisado? —preguntó. Calculaba que, si pedía chuletas, el pudín de queso quedaría fuera de su alcance.
Ruth echó un rápido vistazo a la carta.
—Salchichas con ensalada de patatas —dijo. Era el plato más barato.
—Qué tontería —protestó Kern—, ése no es el plato para una cena de despedida.
—Pero a mí me gusta mucho. Comparado con lo que acostumbramos a comer, es un banquete.
—¿No le gustaría que su banquete fuera a base de chuletas de cerdo?
—Es demasiado caro.
—Camarero —ordenó Kern—, dos chuletas de cerdo; y procure que sean bien grandes.
—Todas tienen el mismo tamaño —respondió el camarero con indiferencia—. ¿Quieren tomar algo primero? ¿Sopa, entremeses, pescado?
—Nada —dijo Ruth antes de que Kern pudiese consultarla.
Pidieron una botella de vino barato y el camarero se apartó con aire zumbón; como si supiese por intuición, que Kern ya había gastado media corona del dinero que reservaba para la propina.
El restaurante estaba casi vacío. El único cliente se sentaba en una mesa del rincón. Tenía un rostro ancho y rojo, cubierto de cicatrices, y usaba un monóculo. Delante de él había una botella de cerveza. No quitaba la vista de Kern y Ruth.
—Qué pena que esté aquel sujeto allí —dijo Kern.
Ruth asintió con un gesto de la cabeza.
—Si fuese cualquier otra persona, pero este hombre… parece…
—Sí, puede estar segura de que no es ningún exiliado —dijo Kern.
—No miremos en aquella dirección.
Pero Kern no podía dejar de hacerlo. Notó que el hombre continuaba observándolos fijamente.
—No sé lo que querrá —dijo, furioso—, pero no nos quita la vista de encima.
—Tal vez sea un agente de la Gestapo. Dicen que la ciudad está llena de espías.
—Voy a acabar sabiendo lo que quiere.
—No, no haga eso.
Ruth le cogió del brazo aterrorizada.
Llegaron las chuletas. Estaban tostadas y blandas y la ensalada tenía un excelente aspecto. Pero Ruth y Kern no apreciaban la cena como habían esperado; estaban nerviosísimos.
—No puede estar aquí por nuestra causa —dijo Kern—. Nadie sabía que íbamos a venir.
—Eso creo yo —aseguró Ruth—. Tal vez esté aquí por casualidad. Pero no hay duda de que no deja de miramos ni un momento.
El camarero se llevó los platos. Kern le miró con desconsuelo. Había planeado aquella cena como un banquete para Ruth, y aquel sujeto del monóculo lo había estropeado todo. Se levantó con rabia; había tomado una decisión.
—Un momento, Ruth…
—¿Qué va a hacer? —preguntó ella con ansiedad—. ¡Quédese aquí!
—No, no, lo que voy a hacer no tiene nada que ver con ese hombre. Voy a hablar con el gerente.
Como precaución, se había guardado dos pequeños frascos de perfume en el bolsillo antes de salir del hotel. Ahora esperaba poder negociar con el gerente, ofreciéndole los dos frascos a cambio de dos pedazos de pudín de queso. El perfume valía mucho más, pero eso no tenía importancia. Después del fracaso de las chuletas, Ruth tendría al menos su postre favorito. Tal vez, incluso, pudiera conseguir café para el final.
Se aproximó al gerente y le hizo la proposición. Éste se puso rojo de rabia.
—¡Ah, intenta escabullirse sin pagar la cuenta! ¿Cree usted que puede comer en mi casa y no pagar? ¡Mire, amigo, sólo hay un camino para usted: la policía!
—¡Tengo dinero para pagar lo que comí!
Kern echó el dinero encima de la mesa.
—Cuente con cuidado —le dijo el gerente al camarero—, y usted déjese de bromas —le dijo ásperamente a Kern—. ¿Qué es lo que pretendía? ¿Es usted un cliente o un vendedor ambulante?
—Hasta este momento todavía soy cliente —dijo Kern, furioso— y usted es…
—¡Un momento! —dijo una voz detrás de ellos.
Kern se volvió sobre sus talones. El desconocido del monóculo estaba parado cerca de él.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
El hombre se alejó algunos pasos del mostrador. Kern le siguió. El corazón le latía rápidamente.
—Usted es un refugiado alemán, ¿no? —preguntó.
Kern le miró fijamente.
—¿Qué tiene usted que ver con ello?
—Nada —respondió el hombre con tranquilidad—. Simplemente que escuché por casualidad que estaba usted proponiendo un trato. ¿Me quiere vender el perfume?
Kern creyó comprender hasta dónde quería llegar aquel hombre. Si le vendía el perfume, sería detenido inmediatamente y deportado.
—No —le dijo.
—¿Por qué no?
—No tengo nada para vender. No soy vendedor ambulante.
—Entonces hagamos un negocio. Yo le daré todo lo que el gerente le negó: dulces y café.
—No comprendo en absoluto lo que usted quiere —dijo Kern.
El hombre sonrió.
—Por lo visto desconfía usted de mí. Pero déjeme que le explique una cosa. Yo vivo en Berlín y dentro de una hora volveré a mi patria. Usted no podrá hacer eso, ¿verdad?
—No —respondió Kern.
El hombre le miró.
—Por esa razón estoy aquí ante usted. Me complacería mucho poder ayudarle. Fui comandante de una compañía durante la guerra. Uno de mis mejores soldados era judío. ¿Quiere usted darme ahora el frasco de perfume?
Kern se lo entregó.
—Le pido mil perdones —dijo—. Le estaba juzgando de manera muy diferente.
—Me lo imagino. —El hombre se echó a reír—. Y ahora no debe dejar a la señorita sola durante más tiempo. Seguramente está inquieta. Deseo a ambos toda clase de felicidades. —Diéronse un apretón de manos.
Kern volvió a la mesa algo confuso.
—Ruth —dijo—, o estamos en el día de Navidad o yo estoy loco.
El camarero se aproximó inmediatamente. Traía una bandeja con el servicio de café y otra de plata con varias clases de dulces.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Ruth asombrada.
—Es uno de los milagros del Perfume Farr.
Kern no podía contener su satisfacción y sirvió el café.
—Ahora cada uno de nosotros tiene derecho a escoger el dulce que prefiera. ¿Cuál es el que usted quiere, Ruth?
—Pudín de queso.
—Aquí está su pudín de queso. Yo voy a tomar uno de chocolate.
—¿Quieren que les envuelva el resto? —preguntó el camarero.
—¿El resto? ¿Qué quiere usted decir con eso?
El camarero indicó con un gesto de la mano los platos que estaban sobre la mesa y dijo:
—Todo esto fue encargado para los señores.
Kern, asombrado, preguntó:
—¿Todo para nosotros? ¿Y aquel señor no viene?
—Se marchó, hace un rato. Lo pagó todo. ¿Entonces…?
—Espere —dijo Kern rápidamente—. Por favor, espere. Ruth, ¿quiere usted un éclair o uno de esos hojaldres y un bizcocho? —Le llenó el plato y tomó también algo para él—. Ya está —dijo satisfecho al camarero—. Haga el favor de empaquetar el resto en dos paquetes. Usted se llevará uno, Ruth. ¡Cómo me gusta hacer algo por usted!
—El champaña ya está helado —dijo el camarero.
—¿Champaña? Esto es una broma —dijo Kern estupefacto.
—No es broma —y el camarero señaló al propietario que llegaba con un cubo de hielo, del que salía el cuello de una botella.
—Supongo que no se disgustaría conmigo antes; estaba bromeando.
Kern se recostó en la silla, con los ojos asombrados.
El camarero insistió:
—Ya está todo pagado.
—Debo estar soñando —dijo Kern, restregándose los ojos—. ¿Ha tomado usted alguna vez champaña, Ruth?
—No; hasta ahora sólo lo he visto en el cine.
Kern volvió en sí con dificultad. Y se dirigió al propietario, con dignidad:
—Mire el gran negocio que le había ofrecido. Un frasco de la vieja y famosa Agua de Colonia Farr, a cambio de dos pedazos de pudín de queso. Y ahora vea usted lo que aquel caballero le ha pagado por él.
—Nadie adivina las cosas —se disculpó el propietario—. Yo sólo entiendo de bebidas.
—Ruth —dijo Kern—, de hoy en adelante creeré en los milagros. Si en este instante una paloma blanca entrase por la ventana trayendo en el pico un pasaporte válido para cinco años, o un permiso ilimitado de residencia, no me sorprendería.
Vaciaron la botella. Les hubiese parecido un crimen dejar aunque sólo fuese una gota. No gustaron mucho del sabor del vino, pero continuaron bebiéndolo, sintiéndose cada vez más alegres. Al final estaban un poco ebrios.
Cuando se preparaban para salir, Kern cogió los dos paquetes de dulces, e hizo ademán de dar propina al carnerero.
—Ya me la dieron —exclamó éste.
—Ruth —balbuceó Kern—, tengo hasta miedo. Pero otro día igual a éste y me volvería un romántico.
El propietario los llamó.
—¿Le queda a usted aún algún frasco de perfume? Pensé que, tal vez, para mi señora…
Kern le miró fijamente.
—Por casualidad todavía me queda un frasco. Es el último. —Y lo sacó del bolsillo—. Pero éste, amigo mío, no lo venderé por el precio que le propuse antes. Perdió usted la ocasión. Ahora son veinte coronas. —Contuvo la respiración—. ¡Y eso porque se trata de usted!
El propietario hizo un rápido cálculo mental. Había cobrado al capitán más de treinta coronas por el champaña y los dulces, de modo que todavía se lucraba en diez.
—Quince —ofreció.
—Veinte —y Kern hizo ademán de guardarse nuevamente el frasco.
—¡Está bien!
El propietario sacó del bolsillo un mugriento billete. Había decidido contarle a su querida y gorda Bárbara que el perfume le había costado cincuenta coronas. Y así aplazaba comprar el sombrero que le había pedido una semana antes y que costaba cuarenta y ocho coronas. Mataba dos pájaros de un tiro…
Kern y Ruth volvieron al hotel. Recogieron el equipaje de la muchacha y se dirigieron a la estación. Ruth estaba muy inquieta.
—No esté triste —dijo Kern—. Pronto estaré yo allí. Tengo la completa seguridad que dentro de una semana, a lo máximo, me veré obligado a salir de aquí. Y entonces iré a Viena. Le gustará que vaya.
—Desde luego. Pero sólo si es para su bien.
—¿Por qué no dice solamente: ¡Venga!?
Ella le miró un poco confusa.
—Lo que dije significa lo mismo.
—No sé, pero me pareció como si tuviera miedo.
—Sí… —y se quedó repentinamente triste—, miedo…, eso era exactamente…
—No se ponga triste —insistió el muchacho—. ¡Hace poco, la veía tan alegre!
Ella le miró con ojos desesperados.
—No se lo tome a mal —murmuró—. Me parece que no coordino bien. Tal vez sea a causa del champaña. Hágase cuenta de que es el vino. Venga, todavía tenemos algunos minutos.
Se sentaron en un banco del parque y Kern le pasó el brazo por encima de los hombros.
—Procure estar alegre, Ruth. Con la tristeza no se adelanta nada. Sé que puede parecer una tontería, pero para nosotros no lo es. Necesitamos, más que nadie, un poco de felicidad.
—Me gustaría tanto estar alegre, Ludwig. Creo que me siento triste por naturaleza. ¡Sería tan feliz si pudiera acoger las cosas con indiferencia y hacer felices a los que me rodean! Pero todo cuanto digo es triste y raro —exclamó amargamente.
Kern, de repente, vio que las lágrimas le rodaban por las mejillas. Lloraba sin ruido, triste y angustiosamente.
—No sé por qué estoy llorando —dijo finalmente—. No tengo ninguna razón especial, en este momento, para ello. Tal vez sea por eso mismo por lo que lo hago. No me mire, no me mire…
—¡Bien mío, no llores! —dijo Kern.
Ella se inclinó sobre él y le puso las manos en los hombros. Él la atrajo hacia sí y la besó. Ruth cerraba los ojos y la boca fuertemente, como si lo rechazase.
Ella fue calmándose. —Sabes, Ludwig…— Apoyó su cabeza sobre el hombro del muchacho. Continuaba con los ojos cerrados. —Sabes, Ludwig…— Entreabrió los labios; su boca era suave y olorosa como una fruta.
Continuaron andando. En la estación, Kern desapareció un instante, y volvió con un ramo de rosas, bendiciendo desde el fondo de su corazón al hombre del monóculo y al propietario de «El Lechón Negro».
Ruth se quedó muy confusa cuando le entregó las flores. Se sonrojó y toda la tristeza le desapareció del rostro.
—¿Flores? ¿Rosas? Estoy siendo despedida como si fuera una estrella de cine.
—Tienes la despedida de la mujer de un próspero hombre de negocios —dijo Kern, orgulloso.
—Los hombres de negocios no ofrecen flores a las mujeres, Ludwig.
—Ya lo creo que sí. La nueva generación ha revivido tan bella costumbre.
Colocó la maleta y el paquete de dulces en la red de equipajes del coche y salieron nuevamente al andén. En él, Ruth cogió la cabeza de Kern entre sus manos y le miró, muy seria:
—¡Qué suerte tuve encontrándote! —Le besó—. Ahora vete. Vete mientras yo entro en el tren. No quiero que me veas llorar otra vez. De lo contrario, pensarías que no sé hacer otra cosa. Vete.
Él no se fue, a pesar de todo.
—No me dan miedo las despedidas —dijo—. ¡He tenido tantas en mi vida! Además, esto de hoy no es un adiós.
El tren empezó a andar. Ruth decía adiós con la mano. Kern permaneció inmóvil donde estaba hasta que hubo desaparecido. Después volvió hacia el hotel, y tuvo la sensación de que la ciudad entera había muerto.
En la entrada del mismo se encontró con Rabe.
—Buenas noches —dijo Kern, sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo y ofreciéndoselos. Rabe rehusó y levantó el brazo como evitando un golpe. Kern le miró, admirado.
—Perdone —dijo Rabe avergonzado—. Es una especie de reacción involuntaria. —Y aceptó el cigarrillo.
Durante dos semanas, Steiner sirvió como camarero en el «Árbol Verde». Ya era bien entrada la noche. El propietario se había recogido hacía dos horas. Steiner cerró las puertas.
—Es hora de cerrar —dijo en voz alta.
—Vamos a tomarnos una copa más, Johann —insistió uno de los clientes, un carpintero.
—¿Qué va a tomar? —replicó Steiner—. ¿Barak?
—No, no quiero saber nada de esas drogas húngaras. Vamos a tomar un buen coñac.
Steiner trajo la botella y los vasos.
—Beba usted también —ofreció el carpintero.
—No, gracias. Por hoy ya he bebido bastante.
—Teme embriagarse. —El carpintero se pasó la mano por la cara llena de manchas—. Yo me he de emborrachar. ¡Imagínese: la tercera hija! Esta mañana vino la comadrona a decirme: «Enhorabuena, Herr Blau, por su tercera hija». ¿No es suficiente esto para enloquecer a un hombre, Johann? A fin de cuentas usted es humano y tiene que comprender lo que siento.
—¡Ya lo creo que lo comprendo!, —dijo Steiner—. ¿Utilizamos vasos mayores?
El carpintero dio un golpe sobre la mesa.
—¡Ha tenido una buena idea! ¡Vasos más grandes! ¡Eso es precisamente lo que necesitamos! ¡Pensar que no se me había ocurrido antes!
Cogieron vasos mayores y bebieron durante una hora. Al cabo de ella, el carpintero estaba ya tan atolondrado, que lamentaba el hecho de que su mujer le hubiera dado tres hijos varones. Excitado arrojó un puñado de dinero sobre la mesa, y salió tambaleándose con su compañero de borrachera.
Steiner limpió entonces la mesa. Se sirvió una nueva dosis de coñac y se lo tragó de una sola vez. La cabeza le zumbaba. Se sentó a la mesa y comenzó a pensar. Finalmente, se levantó y entró en su cuarto. Empezó a revolver entre sus cosas, sacando de entre ellas el retrato de su mujer. Lo miró detenidamente. Nada más había sabido de ella. Nunca la escribió, recelando que las cartas fueran abiertas. Suponía que ya se habría divorciado.
«¡Diablo!». Se levantó. «Tal vez esté ya viviendo hace meses con otro hombre y me haya olvidado completamente». Con un movimiento brusco rompió en dos el retrato y tiró los pedazos al suelo. «¡Tengo que salir de aquí! ¡Si no salgo, me volveré loco! Estoy completamente solo en el mundo. Soy Johann Huber. No soy Steiner. Todo lo pasado acabó». Vació de nuevo un vaso, después cerró el bar y se marchó a la calle. En las cercanías de la plaza una mujer le abordó:
—¿Quieres venirte conmigo, simpático?
—Voy.
Mientras caminaban juntos, la mujer le miraba con curiosidad:
—No me has mirado siquiera.
—Sí que lo he hecho —respondió Steiner sin levantar los ojos.
—No lo he notado. ¿Es que no te gusto?
—Sí que me gustas.
—Tú sabes lo que quieres, ¿verdad?
—Sí —respondió él—. Sé lo que quiero.
Ella le cogió del brazo.
—¿Qué profesión tienes?
—Soy camarero en un bar.
—No tienes cara de ello.
—Hay muchas personas que no tienen cara de ministros del gobierno y, sin embargo, lo son.
Ella se echó a reír.
—Eres muy gracioso. Me gustan las personas con gracia. Yo te haré feliz.
—¿Estás segura?
La habitación estaba tapizada en rojo, llena de figuritas de yeso y tapetes de ganchillo sobre los respaldos de las sillas, butacas y mesas. En el sofá había una fila de muñecas disfrazadas, osos y monos de felpa. En la pared una gran fotografía ampliada de un sargento de uniforme, con bigotes a lo Kaiser.
—¿Es tu marido? —preguntó Steiner.
—No, es el difunto esposo de la dueña.
—Debe haberse quedado satisfecha al verse libre de él, ¿no?
—Eso es lo que tú te crees. Todavía hoy le llora. Era un sujeto admirable. Un hombre de verdad… ¿Me entiendes lo que quiero decir?
—Entonces, ¿por qué lo ha colgado en tu cuarto?
—Hay otro retrato en el suyo, mayor y más bonito que éste, con el uniforme más vistoso. Siéntate, querido, y ponte cómodo. Los camareros y las mujeres como yo siempre están cansados.
—¡Caramba! —exclamó Steiner—. ¡Qué bonita eres!
—Mucha gente me lo ha dicho ya… Si no te molesto…
—Por el contrario, me agrada mucho…
—Eres un compañero divertido, siempre estás diciendo chirigotas.
Steiner se la quedó mirando.
—¿Por qué me miras de esa manera? —preguntó ella—. ¡Sabes que me das miedo! Pareces un criminal. Hace mucho tiempo que no tratas a una mujer, ¿verdad?
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Steiner.
—Te va a hacer gracia: me llamo Elvira. Fue una de las ideas de mi madre, que tenía aires de grandeza.
—¿Tomamos un trago? —dijo Steiner.
—¿Tienes dinero? —preguntó con rapidez.
Steiner respondió afirmativamente. Elvira se dirigió a la puerta y llamó:
—Frau Poschnigg. ¡Traiga algo para beber!
La dueña apareció tan rápidamente que dio la sensación de que estaba escuchando tras la puerta. Era rolliza, iba estrechamente fajada y vestida con un traje de terciopelo negro. Su cara era muy roja y los ojos le brillaban notablemente.
—Podemos traer champaña —dijo ansiosamente—. Es riquísimo.
—Coñac —pidió Steiner—. No importa la clase.
Las mujeres cruzaron sus miradas. Elvira escogió coñac de ciruela.
—De aquél del estante de arriba. Cuesta diez chelines, amor mío.
Steiner entregó el dinero.
—¿Dónde conseguiste una piel así? —preguntó—. No tienes ni siquiera un lunar.
Elvira giró delante de él.
—Sólo las rubias poseemos una piel como ésta.
—¡Ah, sí! —dijo Steiner—. No lo había notado antes. Tú tienes el pelo castaño claro.
—Es que llevaba sombrero, cariño. —Elvira cogió la botella de manos de la dueña—. ¿Quiere beber con nosotros, Frau Poschnigg?
La propietaria se sentó.
—Tienes suerte, Elvira. En cambio, yo, una pobre viuda siempre sola. —La pobre viuda se bebió el vaso de un trago y lo volvió a llenar otra vez—. ¡A tu salud, muchacho! —Se levantó y lo miró provocativamente—. Muchas gracias. Divertiros.
—Dame el vaso —pidió Steiner, y se lo bebió de un trago.
—¡Jesús! —Elvira le miró asustada—. ¿No te dará por romper las cosas de por ahí, querido? Son buenos muebles que cuestan mucho dinero.
—Siéntate aquí, junto a mí.
—Tal vez fuera mejor que nos fuéramos a dar una vuelta por el Prater o por el bosque.
Steiner irguió la cabeza. Sentía que el coñac le martilleaba las sienes. Los ojos le centelleaban,
—¿O al bosque?
—Sí. Al bosque, o a algún campo de trigo, ya que estamos en verano.
—¿Un campo de trigo, en el verano? ¿Cómo te has acordado de ello?
—¡Vaya una cosa, a cualquiera se le ocurriría! —Elvira empezó a hablar rápidamente y con voz mimosa—. ¿No estamos en verano, cariño? De vez en cuando anda uno por un campo de trigo… ¿No lo sabías?
—No es necesario que escondas la botella. No estropearé la habitación. Pero tú hablabas de trigales en verano, ¿no?
—Sí, naturalmente en verano, mi bien. En invierno hace demasiado frío.
Steiner volvió a llenar la copa.
—¡Diablo, qué bien hueles!
—Todas las rubias son olorosas, querido.
Las sienes de Steiner latían fuertemente. La habitación empezó a darle vueltas.
—Un trigal… —dijo, lentamente y con pesadez—. La brisa de la noche… Abre la ventana.
—¡Pero querido, si está abierta!
Steiner bebió una vez más.
—¿Has sido feliz alguna vez? —preguntó con los ojos fijos en la mesa.
—Naturalmente, muchas veces.
—¡Oh, cállate! ¡Apaga la luz! —dijo Steiner—. ¡Apaga la luz! —volvió a repetir furioso.
Elvira obedeció. La habitación quedó a oscuras.
Con mano trémula, Steiner llenó nuevamente la copa. La cabeza le zumbaba. Elvira atravesó la habitación acercándose a la ventana, en la que se paró un momento mirando hacia fuera. La pálida luz de un farol de la calle caía sobre sus desnudos hombros. Detrás de su cabeza se veía el cielo tachonado de estrellas. Levantó la mano hasta la cabeza.
—¡Ven aquí! —dijo Steiner pesadamente.
Elvira se volvió y se le aproximó silenciosamente. Se asemejaba a un trigal maduro, sombrío e insondable, poseyendo la piel y el perfume de millares de mujeres, pero, en aquel momento, de una determinada.
—¡María! —murmuró Steiner.
Elvira sonrió comprensiva y murmuró tiernamente.
—¡Ves como estás borracho, querido! Mi nombre es Elvira…