CAPÍTULO VI

En la noche del domingo, cuando Kern volvía al hotel, encontró a Marill en su cuarto en un estado de gran excitación.

—¡Gracias a Dios que ha llegado alguien! —gritó—. ¡Qué cochino mundo! ¡Me he encontrado solo! ¡Todo el mundo salió! ¡Hasta el diablo del dueño!

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Kern.

—¿Sabe usted dónde se puede encontrar una comadrona? ¿O cualquier especialista de mujeres?

—No sé.

—¡No, naturalmente que no sabe! —Marill le miró fijamente—. Eres un muchacho de buen corazón. Ven conmigo. Alguien debe quedarse con la mujer. Así podré irme a buscar a la comadrona. ¿Sabrás hacer esto?

—¿Hacer el qué?

—Tener cuidado con ella, para que no se debata en la cama. Aconsejarle tranquilidad.

Tiró de Kern, que todavía estaba sin saber lo que ocurría, hacia el corredor del piso de abajo, y abrió la puerta de un pequeño cuarto en el cual, a duras penas, cabía una cama en la que había una mujer gimiendo.

—Séptimo mes. Aborto o cualquier cosa parecida. Cálmela, si puede. Voy a llamar al médico.

Kern iba a responder, pero Marill ya había desaparecido del cuarto.

La mujer, echada en la cama, gemía. Kern se aproximó a ella de puntillas.

—¿Puedo ayudarla? —susurró.

Ella continuó quejándose. Sus cabellos, de un rubio decolorado, estaban empapados en sudor, y pecas oscuras le cubrían el rostro grisáceo. Por detrás de sus párpados semicerrados sólo podía verse el blanco de los ojos. Los labios separados dejaban ver los dientes cerrados, que brillaban en la penumbra del cuarto.

—¿Le puedo servir de algo? —repitió Kern.

Miró a su alrededor. Un abrigo ligero y barato estaba colgado sobre una silla. Junto a la cama había un par de zapatos bastante usados. La mujer estaba echada, completamente vestida, como si hubiese caído de repente encima de la cama.

Sobre la mesa había una botella con agua y, al lado del lavabo, una maleta.

La mujer gemía. Kern no sabía qué hacer. Ella comenzó a agitarse. Él se acordó de lo que le había dicho Marill y de lo poco que había aprendido en la Universidad, e intentó sujetarla, apretándola por los hombros contra la cama. Pero era igual que si intentase contener a una cobra.

La lucha proseguía y ella siempre se le escapaba y le empujaba; de repente, levantó los brazos y, con un movimiento rápido, clavó las uñas con todas sus fuerzas, como si fuesen garras, en el brazo del muchacho. Él se quedó inmóvil, como si estuviese pegado al suelo. No había supuesto que tuviera tanta fuerza. Ella dobló la cabeza lentamente, como si rodase por una ladera, y gimió tan horrorosamente que su grito parecía venir de las entrañas de la tierra.

Su cuerpo se estremecía y, súbitamente, por debajo de la ropa echada a un lado, Kern vio una mancha roja oscura, que surgió extendiéndose por la sábana y que se hacía cada vez mayor. Intentó librarse de los brazos de la mujer, pero ella le mantenía agarrado fuertemente. Como si estuviese hipnotizado, Kern miraba fijamente la mancha, que se convirtió en un largo reguero, alcanzó el borde de la cama y comenzó, gota a gota, a formar un charco en el suelo.

—¡Suélteme! ¡Suélteme! —Kern no osaba tirar del brazo por miedo a agitarla—. ¡Suélteme! —gritó—. ¡Suélteme!

De repente, el cuerpo de la mujer se ablandó. Aflojó las manos que le agarraban y cayó hacia atrás sobre las almohadas. Kern cogió la manta y la levantó. La sangre corría a borbotones y se extendía por el suelo. Se levantó de un salto, horrorizado, y corrió, instintivamente, hacia el cuarto de Ruth Holland. Ella estaba allí, sentada, sola, ante sus libros abiertos.

—Venga —murmuró sofocado—. Una mujer se está desangrando, ahí abajo.

Descendieron las escaleras juntos. El cuarto estaba todavía más oscuro. El sol que declinaba brillaba aún en la ventana, esparciendo una luz difusa por el suelo y la mesa. Un rayo daba en la botella de agua, haciéndola relucir como un rubí. La mujer parecía estar completamente tranquila. No se notaba su respiración.

Ruth Holland levantó la manta. La mujer nadaba en sangre.

—Encienda la luz —pidió la muchacha.

Kern corrió hacia el interruptor. La luz de la lámpara brillaba débilmente, en medio de los últimos reflejos del crepúsculo, con un sombrío fulgor. Sumergida en esa niebla amarillo-rojiza la mujer no parecía más que un vientre informe, entre las sábanas revueltas y tintas en sangre, de las cuales salían sus piernas abiertas y blancas, regadas de sangre. Las medias se habían caído y las propias piernas parecían, de manera extraña, torcidas y sin vida.

—Deme una toalla. ¡Tenemos que cortar esa hemorragia! Busque usted algo por ahí.

Kern vio que Ruth se subía las mangas del vestido y aflojaba las ropas de la mujer. Él le dio la toalla del lavabo.

—El médico llegará de un momento a otro. Marill ha ido por él.

Kern vació la maleta buscando algo para hacer el vendaje.

—¡Deme cualquier cosa que encuentre!

En el suelo aparecía un montón de ropas de niño; camisitas, fajas, pañales, además de algunos gorritos de lana color de rosa y azul claro, adornadas con lazos de seda. Una de ellas no estaba todavía acabada; un par de agujas de punto se sujetaban a la lana. Un ovillo de hilo azul pálido cayó al suelo y rodó silencioso por el mismo.

—¡Consígame cualquier cosa! —y Ruth echó a un lado la toalla empapada en sangre. Kern dio a Ruth los pañales y faldones. En ese momento, oyó pasos en la escalera e inmediatamente después la puerta se abrió y Marill entró en el cuarto acompañado del médico.

—¿Qué es esto? ¿Qué pasa? —el médico dio una zancada, apartó a Ruth Holland hacia un lado y se inclinó sobre la mujer. Después de algunos instantes se volvió hacia Marill—. Telefonee al número 2167. Brown debe venir inmediatamente con todo lo que sea necesario para anestesias y hacer la operación de Braxton Hicks. ¿Comprendido? Todavía más, que traiga todo lo que sea necesario para un caso grave de hemorragia.

—Voy en seguida.

El médico miró a su alrededor.

—Debe usted marcharse —le dijo a Kern—. La señorita se quedará con nosotros. Prepare agua caliente. Deme mi maletín.

Diez minutos después llegó el segundo médico. Con el auxilio de Kern y de algunas personas que llegaron durante ese tiempo, el cuarto contiguo fue transformado en una sala de operaciones.

Las camas fueron apartadas a un lado, colocaron varias mesas unas junto a otras, y sobre ellas pusieron los instrumentos quirúrgicos. El dueño trajo las bombillas más potentes que había en la casa y las enroscó en los portalámparas.

—¡Vamos, de prisa, rápido!; —El primer médico no podía contener su impaciencia. Vistióse la bata blanca y pidió a Ruth que le abrochase—. Póngase usted otra también. —Y sacó otra bata—. Tal vez la necesitemos. ¿Puede soportar la vista de la sangre? ¿No se desmayará?

—No —dijo Ruth.

—Tal vez también pueda ayudar yo —dijo Kern—. Tengo dos cursos de Medicina.

—Ya no es necesario. —El médico miró hacia los instrumentos—: ¿Podemos empezar?

La luz se reflejaba en la cabeza calva. Se arrancaron los goznes de las puertas y cuatro hombres trasladaron la cama a través del corredor, llevando a la mujer, que gemía incesantemente, al cuarto habilitado para el caso. Tenía los ojos extraviados y los pálidos labios le temblaban.

—¡Vamos, agarren fuerte! —vociferó el médico—. ¡Levanten un poco más alto de ese lado! ¡Cuidado ahora! ¡Por todos los diablos! ¡Cuidado!

La mujer era pesada. Corrían gotas de sudor por la cara de Kern. Sus ojos se encontraron con los de Ruth. Ella estaba pálida, pero tranquila, y tan cambiada, que el muchacho mal la podía reconocer. Pertenecía ahora, por completo, a la mujer que se desangraba.

—Los que no tengan nada que hacer, que salgan —dijo el médico calvo. Cogió la mano de la mujer—: No va a doler. Va a ser muy fácil —dijo con voz dulce y cariñosa.

—Mi hijo tiene que vivir —suspiró la mujer.

—Ambos vivirán, ambos —respondió amablemente el doctor.

—¡Hijo mío…!

—Vamos, vuélvanla un poco, solamente un poco, sobre el hombro. Después de ello el crío va a saltar como un gamo. Sobre todo tranquilidad, mucha tranquilidad. ¡Anestesia!

Kern estaba al lado de Marill y de algunos más en el cuarto anteriormente ocupado por la mujer. Esperaba una oportunidad para poder ser útil. De la puerta vecina venía la voz apagada de los médicos.

Extendidas por el suelo, se veían unos gorritos color de rosa y azules.

—¡Un nacimiento! —dijo Marill a Kern—. Es lo que pasa cuando alguien viene al mundo: sangre, dolor y gritos. ¿Comprendes esto, Kern?

—Comprendo.

—No —dijo Marill—; tú no lo comprendes ni tampoco yo, sólo una mujer puede comprenderlo. ¿No te sientes desmoralizado?

—No.

—¿De verdad que no? Pues yo sí. —Marill limpió sus gafas y miró a Kern—. ¡Eres demasiado joven para entender todo el misterio encerrado en ello!. ¿Hay posibilidad de conseguir algo para beber?

El camarero apareció, viniendo de un rincón del cuarto.

—Tráigame media botella de coñac —dijo Marill—. Sí, sí, tengo dinero para pagar, así que vaya a por el coñac.

El camarero desapareció acompañado del dueño y de otras dos personas.

Kern y Marill se quedaron solos.

—Vamos a sentamos junto a la ventana —propuso Marill; y señaló el sol que se ponía—: Hermoso crepúsculo, ¿no te parece?

Kern movió la cabeza en sentido afirmativo.

—Sí —dijo Marill—; hay de todo al mismo tiempo. ¿No son lilas aquellas flores que se ven ahí abajo, en el jardín?

—Sí. Así es.

—Lilas y éter. Sangre y coñac. ¡Bien! Prosit!

—Traje cuatro copas, Herr Marill —dijo el camarero colocando la bandeja en la mesa—. Pensé que tal vez… —e indicó, con un movimiento de cabeza, el cuarto vecino.

—Está bien. —Y Marill llenó dos copas—. ¿Bebes, Kern?

—Muy poco.

—Ése es un pecado de judío: la abstinencia. Pero por otro lado vosotros comprendéis mejor a las mujeres. Bien es verdad que ellas no desean ser comprendidas. Prosit!

Prosit!

Kern vació la copa y se sintió mejor.

—¿Es un aborto u otra cosa? —preguntó.

—Cuatro semanas antes de tiempo. El agotamiento fue la causa. Viajes, cambios de trenes, trayectos por carretera, toda clase de agitaciones, ¿comprendes? Todo lo que una mujer en su estado no debía haber hecho.

—¿Y por qué lo hizo?

Marill volvió a llenar las copas.

—Porque…, porque quería que su hijo naciera checoslovaco, no quería que le escupiesen en el colegio y le llamasen «perro judío».

—Comprendo —dijo Kern—. Y el marido, ¿vino con ella?

—El marido fue detenido hace unas semanas. ¿Por qué? Porque estaba metido en negocios y era más emprendedor y listo que su competidor de la esquina. ¿Qué hace entonces su rival? Va la policía, lo denuncia por discursos subversivos, por protestas contra la política del país o por ideas comunistas. De este modo el honrado comerciante es encarcelado y el denunciante se queda con sus clientes. ¿Comprendes?

—Conozco un caso de ésos.

Marill vació la copa.

—Es una época terrible. La paz se garantiza con cañones y aviones de bombardeo. La humanidad con campos de concentración y progroms. Estamos viviendo una época en que los valores están invertidos, Kern. Hoy el agresor es la paloma de la paz. Y los agredidos y perseguidos son los provocadores de los conflictos del mundo y lo peor es que razas enteras están convencidas de ello.

Media hora después oyeron un llanto débil y quejumbroso, que venía del cuarto de al lado.

—¡Caramba! —dijo Marill—. Todo salió bien. ¡Un chico más en el mundo! ¡Tenemos que beber a su salud! El mayor misterio: el nacer. ¿Sabes por qué es el mayor misterio? Porque más tarde se debe morir. Prosit!

Se abrió la puerta y entró el segundo médico. Estaba manchado de sangre y sudaba. Llevaba entre las manos una pequeña forma rojiza, que se lamentaba y movía ligeramente.

—¡Está vivo! —dijo—. ¡Hay algo aquí…! —Encontró un montón de pañales—. Éstos tienen que servirte, nena.

Entregó la criatura y los pañales a Ruth.

—Báñela y luego vístala. Tenga cuidado de no apretarla mucho. ¿Sabe usted, señorita, cómo hay que hacerlo? No deje a la niña cerca del frasco de éter. Llévela a la bañera.

Ruth cogió a la pequeña; a Kern le parecía que tenía los ojos mucho mayores que de costumbre. El doctor se sentó junto a la mesa.

—¿Es coñac?

Marill llenó una copa.

—¿Qué siente un médico —preguntó— cuando ve que se construyen diariamente aviones y cañones y ningún hospital? Porque a fin de cuentas el único objetivo de los armamentos es llenar los hospitales.

El médico levantó los ojos y soltó una palabrota:

—Y lo más gracioso del caso es que uno tiene que coserlos con la técnica más moderna, para que los despedacen nuevamente con el más primitivo salvajismo. Sería mejor matar a los niños cuando nacen. Por lo menos sería mucho más fácil.

—Mi querido amigo —respondió el antiguo diputado Marill—, matar criaturas es un crimen. Matar adultos es una prerrogativa del honor partidista.

—En la próxima guerra las mujeres y los niños también morirán —dijo lentamente el médico—; nosotros acabamos con el cólera, que es un mal inofensivo y mínimo comparado a una dosis de guerra.

—¡Brown! —llamó el médico del cuarto vecino—. ¡Venga en seguida!

—¿Qué pasa? —dijo levantándose rápidamente.

—¡Por todos los diablos! Parece que no van bien las cosas —dijo Marill.

Poco después, Brown volvió. Parecía agotado, completamente agotado.

—Ruptura de la pared uterina —dijo—. No hay nada que hacer. Muerte segura, por hemorragia.

—¿No se puede hacer nada?

—Nada, lo intentamos todo. La hemorragia no para.

—¿No se podría hacer una transfusión? —preguntó Ruth, que permanecía inmóvil en el umbral de la puerta—. Podrían utilizarme a mí.

El médico movió la cabeza.

—Nada se adelantaría, hija mía, si no se detiene la hemorragia…

Se volvió al cuarto, dejando la puerta abierta. El brillante rectángulo de luz tenía una apariencia fantasmagórica. Los tres continuaron en silencio. En ese momento entró de puntillas el camarero:

—¿Puedo llevarme las copas?

—No.

—¿Quiere beber algo? —preguntó Marill a Ruth.

Ella rehusó con un gesto.

—Tome, tome un poco, le sentará bien.

Y le llenó media copa.

Había oscurecido. En los tejados, los últimos rayos de luz, de un naranja verdoso, brillaban todavía. En esa luz vagaba una lima descolorida, sembrada de manchas, como una vieja moneda de cobre. Subía de la calle el rumor de voces alegres y despreocupadas. De repente, Kern pensó en Steiner y en lo que había dicho… «Cuando se muere alguien a nuestro lado no se siente nada. Ésa es la desgracia del mundo…, la simpatía no es lo mismo que el dolor. La simpatía es una alegría disimulada…, y el dolor se reduce a un suspiro de alivio por no ser nosotros o alguien querido quien está muriendo». Y miró a Ruth. Ya no conseguía distinguir su rostro.

—¿Qué es eso? —preguntó Marill escuchando.

La nota larga y deliciosa de un violín llenó la noche. Cesó un instante y luego volvió a oírse nuevamente, ascendiendo siempre, triunfante y osada. Después vino una serie de notas cada vez más suave y una melodía surgió simple y triste como la luz que desaparecía.

—Es aquí en el hotel —dijo Marill asomando la cabeza por la ventana—. Parece ser que viene del cuarto piso.

—Recuerdo esa música —dijo Kern— y me parece interpretada por un violinista al que ya oí en otra ocasión. Pero no sabía que viviese aquí.

—No es un violinista vulgar. Es un gran artista. Subiré y le rogaré que deje de tocar.

—No. No es necesario. Siempre tenemos oportunidad de estar tristes y la muerte está en todas partes; y todos le pertenecemos.

Se sentaron y de nuevo se quedaron escuchando. Después de bastante tiempo, Brown salió del otro cuarto.

—Todo acabó —dijo—. Murió sin sufrir mucho y después de saber que la niña estaba viva. Pudimos decírselo a pesar de todo.

Los tres se pusieron de pie.

—Podemos traerla nuevamente a este cuarto —dijo Brown—. Es que el otro lo habitan.

La mujer, blanca, y ya ahora delgada, yacía en medio de la confusión de los paños empapados en sangre, de palanganas, jarros y montones de algodón ensangrentado.

Tenía una expresión austera y ya nada le importaba ahora. El médico calvo se ocupaba de los últimos arreglos. Había una cosa chocante e impropia en el contraste de los dos; la vida plena, vigorosa e incansable, al lado de la paz final.

—Déjela cubierta —dijo el médico—. Es mejor no verla. Fue duro para usted, ¿verdad, señorita?

Ruth movió la cabeza negativamente.

—Se ha portado usted como un soldado. Ni un momento de flaqueza. En una situación de éstas no hay que tenerlo. A pesar de todo, yo quisiera ahorcarme.

Su voluminosa cara estaba roja de rabia, por encima del cuello de la bata manchada de sangre.

—Hace veinte años que me dedico a esta especialidad y cada vez que un enfermo se me escapa de las manos me dan ganas de ahorcarme. ¡Tonterías! —El doctor se volvió hacia Kern—: Saque los cigarrillos del bolsillo izquierdo de mi chaqueta y póngame uno en la boca. Sí, señorita, sé muy bien lo que está usted pensando. Bien, gracias, ¿lumbre? Me voy a lavar.

Contempló sus guantes de goma, como si ellos fueran los responsables, y se dirigió pesadamente hacía el lavabo.

Cargaron la cama con la muerta a través del corredor y la llevaron a su cuarto. Había algunas personas en el pasillo: las que vivían en el cuarto grande.

—¿No podrían haberla llevado al hospital? —preguntó una mujer con voz impertinente.

—¡No! —dijo Marill—. Si hubiese sido posible lo hubiéramos hecho.

—¿Y va a pasarse aquí toda la noche? ¿Quién va a poder dormir con un muerto en el cuarto de al lado?

—¿Está viendo? —dijo Marill a Ruth—. La pobre mujer está muerta. Su hija la necesitará y con seguridad también su marido. Y, en cambio, este esperpento, estéril, todavía está vivo. Probablemente llegará a centenaria, para desgracia de los que vivan a su alrededor. Curiosa paradoja de la vida.

—Lo malo es más fuerte, por esto puede resistir mejor —respondió Ruth, amargamente.

Marill la miró:

—¿Dónde ha descubierto usted eso?

—Hoy en día es difícil no descubrir esas cosas.

Marill no le respondió y la observó pensativamente. Los médicos entraron.

—La niña está con la dueña —dijo el doctor calvo—. Alguien debe hacerse cargo de ella así como de la difunta, ¿verdad? Voy a telefonear ahora mismo, para arreglarlo todo. ¿Conocía usted bien a la muerta?

Marill movió la cabeza.

—Llegó hace pocos días. Sólo le hablé una vez.

—Tal vez tuviese algún documento. Quizá las autoridades lo exijan.

—Voy a ver.

Los médicos salieron. Marill empezó a buscar en la maleta de la muerta. No había nada sino ropitas de niño, un vestido azul, algunas ropas interiores y un sonajero de vivos colores. Volvió a guardar los objetos.

—Es extraño como de repente todo esto parece también muerto. —En un bolso encontró un pasaporte y un certificado de la policía de Fráncfort. Aproximó el documento a la luz. Catalina Hirschfeld, nacida Brinkmann de Munster. Nacida el 17 de marzo de 1901. Se levantó y miró a la puerta, a su cabello rubio y a su rostro delgado, duro, con las facciones típicas de los westfalianos—. Catalina Brinkmann, casada con Hirschfeld. —Miró nuevamente el pasaporte—. Todavía es válido por tres años más —murmuró—. Tres años, tres años para otra persona cualquiera. El certificado de la policía es suficiente para el entierro. —Guardó los documentos en el bolsillo—. Voy a arreglar un poco todo esto —dijo a Kern—. Y a ver si consigo una vela. No sé por qué, pero tengo la impresión de que alguien debe quedarse velándola durante algún tiempo. No le hará ningún bien, naturalmente, pero tengo la rara impresión de que alguien debe quedarse a su lado.

—Yo me quedo —dijo Ruth.

—Yo también —añadió Kern.

—Muy bien. Yo volveré más tarde y les sustituiré.

La luna se hacía cada vez más brillante. La noche invadió el cielo, oscura e inmensa. La brisa nocturna, oliendo a tierra y a flores, penetró en el cuarto. Kern se quedó parado al lado de Ruth, junto a la ventana. Parecía que el muchacho había estado lejos, muy lejos, y regresaba de nuevo. Dentro de él, tenebrosamente, vivía aún el terror despertado por los gritos de la parturienta, y por el cuerpo convulso de la misma cuando se desangraba. Oyó la respiración suave de la muchacha que estaba a su lado y miró su boca joven y fresca. Comprendió de repente que ella también pertenecía a ese negro misterio que envuelve el amor en un círculo de horror, así como las flores, el fuerte olor de la tierra, y las dulces notas del violín, que sonaban allí arriba, y sabía que cuando se volviera, la pálida faz de la muerte le miraría a la luz trémula de la vela, y por esa razón sintió todavía más fuertemente el calor del propio cuerpo, que le hacía estremecer y le llevaba en busca de calor, y nada más que calor…

Una mano desconocida tomó la suya y la colocó sobre los hombros blandos y jóvenes que estaban a su lado.