CAPÍTULO V

Kern estaba sentado en el muro del viejo cementerio judío contando el dinero a la luz de un farol de la calle. Había pasado el día vendiendo sus baratijas en las cercanías del barrio pobre de Heiligenkreuzberg.

Pero sabía que, por lo general, los pobres eran caritativos y no llamaban a la policía. Había obtenido treinta y ocho coronas. Fue un buen día. Se metió el dinero en el bolsillo e intentó descifrar el nombre esculpido en la lápida corroída y abandonada, que estaba adosada al muro junto al que se hallaba. «Rabino Israel Loew», dijo en voz alta, «muerto hace muchos años, seguramente un hombre de gran erudición en su tiempo y, ahora, simplemente un montón de polvo y de huesos debajo de la tierra. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Irme a casa y contentarme con lo que he ganado, o continuar trabajando e intentar aumentar mis ganancias hasta cincuenta coronas?».

Cogió una moneda de cinco coronas. «¡A ti poco te importa, amigo! Vamos a decidir la cuestión como lo hacen los emigrados: con la Suerte. Si sale cara, me conformaré con lo hecho; si sale cruz, continuaré vendiendo».

Lanzó la moneda al aire e intentó cogerla, pero se le escapó de la mano y cayó sobre la sepultura. Kern saltó la tapia y la cogió cuidadosamente. «¡Cruz! ¡Y encima de tu sepultura! ¡Es tu consejo personal, Rabino! ¡Voy a continuar!».

Se aproximó a la casa más cercana como si fuese a tomar por asalto una fortaleza.

En el piso bajo no le respondió nadie. Kern esperó un momento y en seguida subió las escaleras. En el segundo piso, una empleada de bonitas facciones abrió la puerta y la cerró dándole con ella en la cara, sin decir una sola palabra, al ver la caja que traía Kern.

Subió al tercer piso. Después de haber tirado de la campanilla dos veces, un hombre con chaleco abrió la puerta. No había empezado Kern a hablar, cuando el hombre le interrumpió indignado.

—¿Loción? ¿Perfume? ¡Qué audacia! ¿Sabe leer, hombre de Dios? ¡Querer venderme a mí, agente en el distrito de las perfumerías Leo, sus porquerías! ¡Márchese ahora mismo!

Cerró la puerta de golpe. Kern encendió una cerilla y leyó el nombre en una placa de latón que estaba atornillada a la puerta. En verdad, Joseph Schimek era vendedor a comisión de perfumes, lociones y jabones de tocador.

Kern movió la cabeza. «Rabino Israel Loew —murmuró—. ¿Qué significa esto? ¿Es posible que no nos entendamos?».

En el cuarto piso pulsó nuevamente un timbre. Una mujer, gorda y amable, abrió la puerta.

—Entre —dijo gentilmente cuando le vio—. Es usted alemán, ¿verdad? ¿Refugiado? Entre, entre.

Kern la siguió hasta la cocina.

—Siéntese —dijo la mujer—. Supongo que debe estar usted cansado.

—No mucho.

Era la primera vez, desde su llegada a Praga, que alguien le ofrecía una silla. Se aprovechó de la rara oportunidad y se sentó.

«Disculpa, Rabino —pensó—, hice demasiado rápidamente el juicio sobre tu consejo. Disculpa, Rabino Israel, soy demasiado joven».

Y deslió sus mercancías.

La gorda mujer le observaba, en posición cómoda con los brazos cruzados sobre el vientre.

—¿Esto qué es, perfume? —indagó, señalando un pequeño frasco.

—Sí. —Kern esperaba, en verdad, interesarla por el jabón, pero levantó el frasco como si fuese una joya—. Es el famoso perfume Farr. Un producto de la Compañía Kern. ¡Una maravilla! No es como la detestable agua de colonia que fabrica la Compañía Leo, que el señor Schimek representa.

—Bien, bien…

Kern abrió el frasco y se lo presentó a la mujer para que lo oliese. Sacó una pequeña barrita de cristal y se la pasó por la gruesa mano.

—Pruebe.

Ella olió el perfume que Kern le había puesto en el dorso de la mano y movió la cabeza.

—Huele bien. ¿Pero no tiene usted más que estos frascos?

—Aquí está éste que es mayor. Pero cuesta cuarenta coronas.

—No importa, quiero el grande, me quedo con él.

Kern no podía creer en su propia suerte. Ello significaba una ganancia de dieciocho coronas.

—Si la señora se queda con el frasco grande, le regalaré una pastilla de jabón de almendras.

—Muy bien. Siempre me ha gustado usar jabón de olor.

La mujer cogió el frasco y el jabón y se dirigió al cuarto contiguo. Mientras tanto, Kern colocaba nuevamente los objetos en la caja. Por la puerta entreabierta, venía un olor a carne guisada. Decidió hacer una cena de primera clase. La sopa en la casa de huéspedes de la Wenzelplatz no llenaba el estómago.

La mujer volvió.

—Bien, muchas gracias y adiós —exclamó cordialmente—. Tenga este bocadillo.

—Gracias.

Kern se quedó esperando.

—¿Espera algo? —preguntó la mujer.

—Verá… —Kern sonrió—. La señora todavía no me ha pagado.

—¿Pagado? ¿Qué he de pagar?

—Las cuarenta coronas —dijo Kern boquiabierto de asombro.

—¡Ah! ¡Sí! ¡Antonio! —gritó la mujer hacia el cuarto contiguo—. Ven un momento, por favor. Aquí hay alguien que pide dinero.

Un hombre, en mangas de camisa y enseñando los tirantes, llegó del cuarto de al lado. Estaba limpiándose los bigotes y masticando. Kern vio el galón que le adornaba los pantalones y un mal presentimiento le asaltó.

—¿Dinero? —preguntó el hombre con voz áspera, limpiándose un oído con el dedo.

—Cuarenta coronas —respondió Kern—. Pero si el señor lo encuentra muy caro, puede devolverme el perfume. Y puede quedarse con el jabón.

—Muy bien. —El hombre se aproximó. Olía a sudor ácido y a lomo de cerdo guisado—. Venga aquí, muchacho. —Se acercó a la puerta y la abrió de par en par—. ¿Sabe lo que es esto? —preguntó, señalando la guerrera de un uniforme colgada en el respaldo de una silla—. ¿Quiere que me la ponga y venir conmigo a la comisaría?

Kern retrocedió un paso. Ya se estaba viendo en la cárcel, cumpliendo la pena de dos semanas de reclusión por vender sin licencia.

—Tengo autorización de permanencia —dijo en el tono más indiferente que pudo dar a su voz—. Puedo enseñársela.

—Sería mejor que me enseñase usted el permiso para trabajar —respondió el hombre, con los ojos fijos en Kern.

—Lo tengo en el hotel.

—Entonces podremos ir ahora mismo al hotel. ¿O prefiere usted considerar el perfume como un obsequio? ¿Qué decide?

—Está bien, está bien. Ya me voy.

Kern se dirigió hacia la puerta.

—Oiga, no se olvide del bocadillo —dijo la mujer, muerta de risa.

—Muchas gracias, no lo quiero.

Kern abrió la puerta.

—Sepa que no está bien lo que hace.

Kern cerró la puerta y descendió rápidamente las escaleras. No oyó la formidable carcajada que siguió a su fuga.

—¡Magnífico, Antonio! —dijo la mujer con orgullo—. Ya viste cómo cogió la puerta. Como si estuviese pisando brasas. Más de prisa todavía que el viejo judío de esta tarde. ¡Apuesto a que te tomó por un capitán de la policía y ya se estaba viendo en una celda!

Antonio sonrió.

—Todos ellos tienen horror a cualquier clase de uniforme, ¡hasta a un uniforme de cartero! Ya ves qué fácil resulta. No estamos haciendo tan mal negocio con los emigrantes, ¿no crees? —y enlazó a su mujer por la cintura.

—¡Qué buen perfume! —La mujer se acercó a su marido—. Mejor que la loción de aquel viejo judío de esta tarde.

Antonio se aseguró los pantalones.

—Báñate hoy en ella, y así dormiré esta noche con una condesa. ¿Queda todavía cerdo en la cazuela?

Cuando se vio en la calle, Kern se paró.

«Rabino Israel Loew —dijo, desanimado, mirando en dirección al cementerio—, ¡menuda me la has jugado! Cuarenta coronas. Cuarenta y tres, en realidad, con el jabón. Eso representa un perjuicio de veinticuatro coronas».

Volvió al hotel.

—¿Ha venido alguien preguntando por mí? —preguntó al portero.

EL portero movió la cabeza.

—Nadie.

—¿Está seguro?

—Claro. Ni siquiera el presidente de Checoslovaquia.

—No era a él a quien yo esperaba —respondió Kern.

Subió las escaleras. Le extrañaba no tener noticias de su padre. Tal vez no estuviese allí, o quizá hubiese sido detenido durante este tiempo. Decidió esperar algunos días y después iría a buscar a Frau Ekowski.

Encontró en su cuarto a Rabe, el hombre que gritaba en sueños. Empezaba a desnudarse.

—¿Ya se va a acostar, tan temprano? —preguntó Kern—. ¡Si todavía no son las nueve!

Rabe asintió con la cabeza.

—Es lo mejor que puedo hacer. Hasta medianoche. A esa hora es cuando tengo las pesadillas. Era la hora en que me pegaban cuando estaba detenido. Después me quedo durante algún tiempo junto a la ventana, luego tomo un sedante y paso la noche tranquilo.

Colocó un vaso de agua cerca de la cama.

—¿Sabe usted lo que más me calma cuando me siento junto a la ventana? Recitar versos para mí mismo. Viejas poesías del tiempo del colegio.

—¿Poesías? —preguntó Kern, admirado.

—Poesías, sí. Y de las más sencillas. Por ejemplo, aquélla que se canta a los niños, para que se duerman:

Dulce Jesús, cariñoso y clemente,

Mirad por mí, pobre criatura;

Compadeceos de mi simplicidad,

Recibidme en vuestro corazón.

Allí estaba él, envuelto en la blancura de su ropa interior, como un espíritu cansado y amigo, en la penumbra del cuarto, y lentamente se puso a repetir los versos de la canción de cuna con voz monótona, sumergiendo la mirada sin vida, a través de la ventana, dentro de la noche.

—Esto me sosiega —repitió, sonriendo—. No sé por qué, pero me sosiega.

—¿De verdad? —preguntó Kern.

—Parece increíble, pero se va apoderando de mí una paz, que me figuro estar en mi casa.

Kern se sentía mal. Notaba escalofríos.

—No sé ninguna poesía de memoria —dijo—. Me olvidé de todas. Me parece que hace siglos que salí del colegio.

—También yo las había olvidado. Pero ahora, de repente, casi sin esfuerzo, las he ido recordando.

Kern movió la cabeza y se levantó. Quería salir del cuarto. Así Rabe podría dormir y no tendría que estar pendiente de él.

—¡Si al menos uno supiese qué hacer por las noches! —dijo Kern—. Las noches son lo peor. Hace mucho tiempo que no tengo nada para leer. Y sentarme a discutir por centésima vez lo bien que iban las cosas por Alemania y si volveremos o no a estar como antes, es cosa que no puedo soportar.

Rabe se sentó en la cama.

—Váyase al cine. Es la mejor manera de pasar la noche. Después no se acordará de lo que vio, pero por lo menos pasará unas horas sin haber pensado en nada.

Se quitó los calcetines. Kern le miraba pensativo.

—Cine… —dijo, y le vino a la cabeza la idea de que tal vez pudiese convidar a la muchacha del cuarto de al lado para que le acompañase—. ¿Conoce usted a alguien de los que se hospedan en el hotel? —preguntó.

Rabe colocó los calcetines en una silla y movió los dedos del pie.

—Algunas caras. ¿Por qué?

Se miraba fijamente los dedos del pie como si nunca los hubiera visto.

—¿A la que vive en el cuarto de al lado?

Rabe reflexionó.

—¿Se refiere a la vieja Schimanowska? Era una famosa artista antes de la guerra.

—No, no me refería a ella.

—Supongo que habla de Ruth Holland, esa joven bonita —dijo el hombre de las gafas, que era el tercer ocupante del cuarto, que hacía un momento que se había parado en la entrada en la habitación, escuchando la conversación. Se llamaba Marill y había sido, antiguamente, diputado en el Reichstag—. ¿No es eso, querido don Juan?

Kern se ruborizó.

—¡Qué gracioso! —continuó Marill—. Se pone uno colorado por las cosas más naturales. Pero nunca por las vergonzosas. ¿Qué tal los negocios?

—Una completa catástrofe. Perdí dinero.

—Entonces gaste un poco más. Es la única manera de evitar complejos de inferioridad.

—Eso precisamente es lo que intentaba hacer —dijo Kern—. Pensaba ir al cine.

—¡Bravo! Con Ruth Holland, supongo, a juzgar por sus indagaciones.

—No sé. Todavía no he sido presentado.

—Hay mucha gente que usted todavía no conoce y por alguien tiene que comenzar. Vamos, Kern. El valor es el más bello adorno de la juventud.

—¿Cree usted que ella aceptará?

—Sin duda. Es una de las ventajas de esta vida miserable que llevamos. Con todos estos temores y disgustos, se da gracias al cielo cuando encontramos ocasión para distraernos un poco. ¡Nada de falsa modestia! ¡Eche a andar y deje a un lado la timidez!

—Vaya al Rialto —dijo Rabe, desde la cama—. Creo que hacen «Marruecos». Me parece que los países extranjeros son los que más nos distraen.

—Marruecos es siembre bueno —observó Marill—. Hasta para los jóvenes.

Rabe suspiró y se cubrió con las sábanas.

—A veces desearía dormir durante diez años.

—¿Entonces querría usted envejecer de repente diez años? —preguntó Marill.

Rabe le miró.

—No —respondió—, porque entonces mis hijos ya habrían crecido.

Kern llamó a la puerta del cuarto vecino. Una voz casi inaudible le respondió desde dentro. Abrió la puerta y se quedó parado de repente. Se hallaba ante la Schimanowska.

Tenía cara de bruja. Sus profundas arrugas se hallaban cubiertas de polvo y su rostro daba la impresión de un paisaje montañoso cubierto de nieve. Los ojos negros parecían dos profundos agujeros; miró a Kern como si de un momento a otro fuese a caer sobre él con las garras abiertas. Tenía entre las manos un chal rojo con agujas de hacer media clavadas en él. Repentinamente, el rostro de la mujer se contrajo y Kern pensó que iba a saltar sobre él. Pero en ese momento, una sonrisa le suavizó un poco las facciones.

—¿Deseaba algo, mi joven amigo? —preguntó con voz clara y dramática.

—Me gustaría hablar con Fräulein Holland.

La sonrisa desapareció del rostro de la mujer, como si hubiese sido apagada.

—¡Ah! ¿Sí?

La Schimanowska miró a Kern con desprecio y se puso acto seguido a hacer punto con sus agujas, con las cuales metía bastante ruido.

Ruth Holland estaba acurrucada en la cama. Tenía un libro al lado. Kern vio que era realmente la misma cama junto a la cual estuviera la noche pasada. Sintió que la sangre le subía al rostro.

—Quisiera pedirle algo —exclamó.

La muchacha se levantó y le acompañó Hasta el pasillo. La Schimanowska les siguió con la mirada, resoplando como un caballo herido.

—Quería invitarla al cine —dijo Kern, cuando llegaron al corredor—. Tengo dos entradas —añadió, mintiendo.

Ruth Holland le miró.

—¿O tal vez tenga usted algún compromiso?

Ella movió la cabeza.

—No, no tengo ningún compromiso.

—Entonces, vamos. ¿Por qué se ha de pasar las noches acurrucada en su cuarto?

—¡Oh! Ya estoy acostumbrada.

—Tanto peor. Respiré después que salí del cuarto. Creí que me iban a comer vivo.

La joven se rió.

Parecía, de repente, muy infantil.

—La Schimanowska da esa impresión. Pero tiene buen corazón.

—Tal vez. Pero uno no lo adivina cuando la mira. La película empieza dentro de quince minutos. ¿Vamos?

—Está bien —respondió Ruth Holland como si estuviera aún dudando.

En la taquilla, Kern pasó delante.

—Espere un minuto, voy a recoger los billetes. Ya estaban reservados para mí.

Compró dos billetes y esperó que ella no lo hubiese notado. Pero, al poco tiempo, eso ya no le importaba; la única cosa que le interesaba era tenerla a su lado.

Se apagaron las luces. En la pantalla apareció la Kasbah de Marrakech. La inmensidad del desierto ardía todavía bajo el calor del sol, reseca y exótica a través de la abrasadora noche africana, oyéndose sones de flautas y el sonar monótono y excitante de los tambores…

Ruth Holland se recostó en la butaca. La música lo envolvía todo como una lluvia templada: una lluvia templada, monótona, que despertaba la atormentada memoria…

Estaba parada al borde de la gran fosa de Núremberg. Corría el mes de abril. Delante de ella, en la oscuridad de la noche, veía al estudiante Herbert Binding, con un periódico arrugado entre las manos.

—¿Comprendes lo que quiero decirte, Ruth?

—Comprendo, Herbert. Es fácil de entender.

Binding estrujó nerviosamente el periódico Stürmer.

—¡Mi nombre en el periódico por salir con una judía! ¡Por ser un profanador de la raza! ¡Eso significa mi ruina! ¿Comprendes?

—Sí, Herbert. Mi nombre también está en el periódico.

—¡Eso es completamente diferente! ¿En qué te puede afectar a ti? De todas maneras no podrás asistir a la Universidad.

—Tienes razón, Herbert.

—Entonces terminaremos para siempre, ¿no es así? Nos separaremos y nada más sabremos el uno del otro.

—Nada más. Y, ahora, adiós.

Ella se volvió y echó a andar.

—Espera… Ruth… ¡Oye un momento! —dijo él acercándose.

Ella se paró. El rostro del muchacho estaba tan cerca del suyo, que sentía su respiración.

—Escucha, ¿adónde vas añora?

—A casa.

—No es necesario que te vayas tan rápidamente… —La respiración cada vez se le hacía más difícil—. Nosotros nos comprendemos, ¿no crees? ¡Ello no hará cambiar nada! Pero, a pesar de todo, tú podrías… nosotros podríamos… ocurre que hoy, esta noche, no hay nadie en casa, ya comprendes, y nadie nos vería. —Él procuró cogerla del brazo—. No debemos separarnos así, tan ceremoniosamente; podríamos una vez más, simplemente…

—¡Lárgate! —dijo ella—. ¡Ahora mismo!

—Sé razonable, Ruth —y Herbert pasó el brazo por encima del hombro de ella.

La muchacha miró nuevamente hacia aquel bello rostro, hacia aquellos ojos azules, hacia aquellos cabellos ondulados y rubios… El rostro que ella tanto había amado y en el cual depositó toda su confianza. De súbito le abofeteó.

—¡Márchate! —gritó con los ojos inundados de lágrimas—. ¡No quiero verte!

Binding retrocedió.

—¿Qué has hecho? ¿Pegarme en la cara? ¡Penca judía! Tú, ¿pegarme a mí?

Parecía presto a saltar sobre ella.

—¡Márchate! —gritó ella con voz estridente.

Él miró a su alrededor.

—¡Cállate! —dijo entre dientes—. ¿Quieres que los vecinos caigan todos encima de mí? ¡Tal vez ayudase tus planes! ¡Me marcho, sí, ahora mismo! ¡Gradas a Dios que me veo libre de ti!

Quand l’amour meurt… cantaba una mujer en la película y su voz grave se insinuaba entre el ruido y el humo del café marroquí. Ruth se pasó la mano por la frente.

Comparado con aquella escena, todo lo demás dejaba de tener importancia… La ansiedad de los parientes, con los cuales vivía; el consejo del tío para que emprendiera un viaje urgente con el fin de no envolverse en el escándalo; la carta anónima que la informaba de que si no desaparecía en el plazo de tres días le cortarían el cabello y desfilaría, por las calles de la ciudad, con cartelones en el pecho y en la espalda, en los que se le calificaba como «depravadora de la raza»; la visita a la tumba de su madre; la mañana húmeda, en que visitó el Monumento de los Caídos en la Gran Guerra, del cual el nombre de su padre, muerto en Flandes, en mil novecientos dieciséis, había sido borrado por ser judío, y finalmente, su viaje apresurado y solitario y través de la frontera, hasta Praga, llevando consigo algunas joyas de su madre…

Una vez más, venía de la pantalla la música: de las flautas y de los tambores. Apagándola, la marcha de la Legión extranjera; un toque de clarín, enérgico y conmovedor, se extendía sobre los hombres en marcha a través del desierto, combatientes sin hogar y sin patria.

—¿Le gusta?

Kern se volvió hacia Ruth Holland.

—Sí. Mucho.

Hurgó en el bolsillo y le dio un pequeño frasco.

—Agua de colonia —murmuró—. Si tiene calor, tal vez esto la refresque un poco.

—Gracias. —Ruth salpicó unas gotas en la mano. Kern no pudo ver que, súbitamente, se le llenaban los ojos de lágrimas—. Gracias —repitió la muchacha.

Steiner, sentado de nuevo en el «Café Hellebarde», dio al camarero un billete de cinco chelines y pidió un café.

—¿Quiere que telefonee? —preguntó el camarero.

Steiner asintió con la cabeza. Había jugado a las cartas algunas veces más, unas con suerte y otras sin ella, en diversos bares, y ahora poseía cerca de quinientos chelines.

El camarero le trajo un montón de periódicos y se marchó. Steiner cogió uno y comenzó a leer, pero en seguida lo echó a un lado; no estaba muy interesado por los acontecimientos que se desarrollaban en el mundo. Para el que nada debajo del agua, sólo le importa una cosa; volver a la superficie; el color de los peces no tiene importancia.

El camarero trajo una taza de café y un vaso de agua.

—El hombre estará aquí dentro de una hora. —Quedóse parado al lado de la mesa—. Bonito día hace hoy, ¿no le parece? —preguntó después de algún tiempo.

Steiner no contestó. Estaba distraído mirando hacia la pared, en la cual había un anuncio que preconizaba la prolongación de la vida tomando cerveza.

El camarero se retiró, pero, poco después, volvió a la mesa, con un segundo vaso en una bandeja.

—No quiero eso —dijo Steiner—. Tráigame un kirsch.

—En seguida, señor.

—Tómese usted otro.

El camarero se inclinó.

—Gracias, señor. Veo que siente simpatía hacia las personas de mi condición. Cosa rara hoy en día.

—Tonterías —dijo Steiner—. Estoy fastidiado; eso es todo.

—Conocí muchas personas que tenían peores ideas, cuando estaban contrariadas —dijo el camarero. Se bebió el kirsch de un solo trago y comenzó a rascarse el cuello—. Yo sé por qué el señor está aquí —dijo en tono confidencial—. Y si me permite un consejo, le recomendaría el pasaporte de un austríaco fallecido. Hay también rumanos muertos y otros todavía más baratos… pero ¿quién sabe hablar rumano?

Steiner le miró fijamente. El camarero dejó de rascarse el cuello y comenzó a darse masaje en la nuca. Al mismo tiempo movía el pie por el suelo, nerviosamente.

—Claro que el mejor de todos sería el de un americano o el de un inglés —dijo pensativo—. Pero es raro que un americano muera en Austria. Y si eso aconteciese, en un accidente de automóvil, por ejemplo, ¿cómo podría usted hacerse con el pasaporte?

—Creo que un pasaporte alemán es mejor que uno austríaco —dijo Steiner—. Y más difícil de ver la falsificación.

—Eso es verdad. Pero, con él, usted sólo puede conseguir una autorización para residir, pero no para trabajar. Si consigue un pasaporte de un austríaco podría trabajar en cualquier parte del país.

—Hasta que me cojan.

—Sí, naturalmente, pero ¿a quién se detiene en Austria? Solamente a la gente de mal vivir…

Steiner no pudo por menos de echarse a reír.

—¿Sabe una cosa? Tal vez sea yo uno de ésos de mal vivir. A pesar de todo, es peligroso.

—En cuanto a eso, señor —dijo el camarero—, dicen que es peligroso hasta hurgarse la nariz.

—Tal vez, pero por el solo hecho de meterse el dedo en la nariz, nadie va a la cárcel.

El camarero comenzó a frotársela, cuidadosamente; pera no metió el dedo en ella.

—Sólo pensaba en su bien, señor —dijo finalmente—. Y tengo gran experiencia de estas cosas. Un pasaporte austríaco es el mejor negocio que puede hacer.

Alrededor de las diez llegaron los vendedores de pasaportes. La conversación fue sostenida por uno de ellos, un individuo con cara de ave de rapiña. El otro, gordo y con facciones hinchadas, se sentó sin decir una sola palabra.

El primero sacó el pasaporte de un alemán.

—Ya hablamos de ello con nuestros camaradas. Usted podrá tener su nombre escrito en el mismo. Las características personales serán borradas y sustituidas por las suyas. Con la excepción, naturalmente, del lugar de nacimiento. Tendrá que aceptar Augsburgo como cuna, porque el sello es de allí. Todo esto le costará unos doscientos chelines más, naturalmente. Es un trabajo de precisión, ¿comprende?

—No tengo tanto dinero —dijo Steiner— y, además de eso, no le doy ninguna importancia a mi nombre.

—Entonces lléveselo así mismo, tal como está. Sólo cambiaremos la fotografía y le regalaremos el sello, que hay que poner sobre la misma.

—No me sirve. Quiero trabajar y, con ese pasaporte, no podré obtener autorización.

El hombre se encogió de hombros.

—En ese caso, necesita un pasaporte austríaco. Con él podrá usted trabajar.

—Supongamos que hagan indagaciones en la provincia donde ha sido concedido…

—¿Quién las ha de hacer? A no ser que se meta usted en líos.

—Trescientos chelines —dijo Steiner.

El hombre se removió en la silla.

—Ya hemos marcado el precio —dijo como si estuviese ofendido—. Quinientos chelines, ni un céntimo menos.

Steiner se quedó callado.

—Si fuese un pasaporte alemán, podríamos llegar a un arreglo. Son bastante comunes. Pero un pasaporte austríaco es muy raro, porque ¿cuándo necesita pasaporte un austríaco? Nunca precisa de él mientras está en el país, y ha de saber que ahora, precisamente, con las dificultades para obtener moneda, es raro el que viaja. Es regalado por quinientos chelines.

—Trescientos cincuenta.

El hombre se exaltó.

—Trescientos cincuenta ha sido lo que he pagado a la familia del muerto. Usted no tiene ni idea del trabajo que cuesta conseguir arreglar estas cosas. Comisiones a intermediarios. Comprar la conciencia es una cosa que cuesta mucho dinero, mi amigo. Para arrebatar una cosa de éstas de la sepultura todavía fresca, es necesario dar bastante dinero. El dinero es la única cosa que seca las lágrimas y consuela el sufrimiento. Podrá usted quedarse con él por cuatrocientos cincuenta. Perdemos dinero, pero simpatizamos con usted.

Llegaron finalmente a un acuerdo: cuatrocientos chelines. Steiner sacó del bolsillo una fotografía que se había hecho por un chelín, en un fotógrafo automático. Los dos hombres se la llevaron y volvieron media hora después con el pasaporte en orden. Steiner pagó y se lo guardó.

—Buena suerte —dijo el hombre—. Y ahora permítame que le dé un consejo. Cuando el pasaporte caduque, hay un medio para revalidarlo. Borre la fecha y sustitúyala por otra. La única dificultad está en los «visados». Cuanto más pueda prescindir de ellos, mejor… Podrá aumentar el plazo de manera correspondiente.

—¡Bien! Podemos hacer eso ahora mismo —dijo Steiner.

El hombre sacudió la cabeza.

—Es mejor para usted utilizarlo como está. Así tiene un pasaporte válido que puede haber encontrado por casualidad. Cambiar la fotografía no es un delito grave. Y, además de eso, tiene un plazo de un año por delante.

—Así lo espero yo.

—Haga el favor de ser discreto respecto a esto. Es conveniente para todos. Naturalmente, si tuviera un cliente que quisiese hacer negocio, ya sabe dónde encontrarme. Hasta entonces, buenas noches.

—Buenas noches.

Strszecz miecze— dijo, al final, el hombre silencioso.

—No habla alemán —dijo, el otro, sonriendo al ver la expresión del rostro de Steiner—. Pero conoce muy bien estas cuestiones de los sellos. Sólo clientes absolutamente serios, acuérdese.

Steiner se dirigió a la estación. Había dejado su mochila en la consigna. La noche anterior salió de la casa de huéspedes y pasó la noche en un banco del parque. Por la mañana se afeitó el bigote en la barbería de la estación y, después de ello, se hizo la fotografía.

Sentíase lleno de optimismo. Ahora era el obrero Johann Huber, de Graz.

En el trayecto hacia la estación se paró súbitamente. Tenía que ajustar una cuenta que tenía pendiente cuando su nombre era todavía Steiner; se dirigió a un teléfono y buscó un número. «Leopoldo Schaefer» se repitió a sí mismo. «Número 27, Trautenaugasse». El nombre se le había quedado en la memoria.

Encontró el número y llamó. Respondió una mujer.

—¿Está en casa el inspector Schaefer? —preguntó.

—Sí, señor, voy a llamarlo inmediatamente.

—No hay necesidad —respondió Steiner rápidamente—. Aquí es el distrito de policía de Elisabeth Promenade. Se espera jaleo a medianoche. El inspector Schaefer debe estar aquí a las doce menos cuarto. ¿Entendido?

—Sí, señor. A las doce menos cuarto.

—Eso es.

Steiner cortó la comunicación.

La Trautenaugasse era una calle estrecha y silenciosa compuesta de viejas casas sombrías. Steiner examinó el número veintisiete cuidadosamente. Nada distinguía a la casa de todas las demás, pero le pareció particularmente repulsiva. Dobló la esquina y se quedó esperando.

El policía Schaefer salió de ella arrogante. Steiner se le aproximó, cruzándose con él en un sitio oscuro. Y, con el hombro, le dio un fuerte golpe.

Schaefer se tambaleó.

—¿Está borracho, hombre de Dios? —vociferó—. ¿No ve que está delante de un policía de servicio?

—No —respondió Steiner—. Sólo veo delante de mí a un gran hijo de puerca, ¿comprende?

Schaefer perdió el habla, por un momento.

—Debe estar loco —dijo por fin en voz baja—. Le voy a dar su merecido. Acompáñeme a la Comisaría.

Intentó sacar el revólver. Steiner le dio un fuerte golpe en el brazo; se le acercó todavía más e hizo la mayor ofensa que un hombre puede hacer a otro; le abofeteó en ambas mejillas.

El policía soltó un bramido y se lanzó sobre él. Steiner le esquivó y le alcanzó con su puño izquierdo en la nariz, que comenzó a sangrar inmediatamente.

—¡Hijo de puerca! —dijo con bronca voz—. ¡Canalla! ¡Cobarde!

Arremetió esta vez con el puño derecho contra la boca del policía y sintió cómo se partían los dientes. Schaefer rodó por el suelo.

—¡Socorro! —gritó desaforadamente.

—Cállese —dijo Steiner, dándole con el puño derecho un golpe en la barbilla, seguido, inmediatamente, de un puñetazo corto y fuerte en la boca del estómago. Schaefer tragó el aire y se derrumbó igual que un fardo.

Se encendieron luces en algunas ventanas.

—¿Qué ocurre? —preguntó una voz.

—Nada —respondió Steiner desde la oscuridad—, un borracho.

—¡Por todos los diablos con estos borrachos! —gritó una voz indignada—. Llévelo a la policía.

—Es precisamente adónde le llevo.

—¡Dele antes un buen golpe en los hocicos!

La ventana se cerró con estrépito. Steiner sonrió desapareció en la primera esquina. Tenía la seguridad de que Schaefer no le había reconocido, ya que había mudado de fisonomía. Atravesó algunas calles más, hasta que llegó a un barrio más populoso. Entonces, comenzó a andar más despacio.

«Magnífica y al mismo tiempo un poco odiosa, aquella pequeña venganza —pensó—, era fruto de todos aquellos años de fuga y de esclavitud. Uno debe aprovechar las oportunidades cuando aparecen». Se paró debajo de un farol y sacó del bolsillo el pasaporte. «¡Johann Huber! ¡Obrero! ¡Tú estás muerto y pudriéndote debajo de la tierra en algún lugar de Graz, pero tu pasaporte todavía está vivo y válido a los ojos de las autoridades! Yo, en cambio, Joseph Steiner, estoy vivo; pero sin pasaporte, estoy muerto a los ojos de las autoridades».

Se echó a reír a carcajadas. «Vamos a hacer un cambio. ¡Johann Huber! Dame tu vida en el papel y toma mi muerte sin documentos. ¡Si no recibimos ayuda de los vivos, de los muertos hemos de valernos!».