Estaba Kern en una tienda de la Wenzelplatz y vio en un escaparate unas botellas de agua de colonia, con la etiqueta del laboratorio de su padre.
—¡Agua de Colonia Farr! —Kern acariciaba el vidrio que el droguero sacó de la estantería—. ¿Cómo consiguió usted esto?
El tendero se encogió de hombros.
—No me acuerdo, pues hace mucho tiempo que lo tenemos. Quizá lo trajeron de Alemania. ¿Desea usted comprar este frasco?
—Éste, solamente, no; otros seis.
—¿Seis?
—Sí, seis, para empezar. Más tarde compraré más. Yo lo revendo y necesito que me haga usted un descuento.
El dependiente miró a Kern.
—¿Es usted emigrante? —preguntó.
Kern puso la botella sobre el mostrador. Al fin dijo enojado:
—¡Sabe que esta pregunta ya me está irritando!, sobre todo cuando es hecha por alguien que no pertenece a la policía, y teniendo en mi bolsillo un salvoconducto. Lo que usted tiene que hacer es decirme cuál es el descuento que me hace.
—Diez por ciento.
—Eso es ridículo. ¿Qué podré ganar yo de esa forma?
—Puede llevarse la botella con el veinte por ciento de descuento —dijo el propietario, que en ese momento llegaba de la trastienda—. Le haré el treinta, si se lleva diez frascos. Daremos gracias a Dios por vernos libres de ellos.
—¿Por qué? —y Kern miró al hombre, ofendido—. ¿Acaso duda que sea buena esta agua de colonia?
El dueño de la tienda, con gran indiferencia, se metió el dedo meñique en el oído.
—Tal vez lo sea. En ese caso, naturalmente, usted debe contentarse con el veinte por ciento.
—No menos del treinta. Eso no tiene nada que ver con la calidad. Usted puede darme el treinta por ciento, y no por eso la mercancía deja de ser de la mejor calidad, ¿no le parece?
El tendero hizo una mueca.
—Todas las aguas de colonia son iguales. La única cosa que hace que unas sean mejores que las otras, es la manera de hacer la propaganda. En eso consiste el secreto.
Kern lo miró.
—Lo cierto es que para ésta no servirá propaganda alguna, ya que a su modo de ver es muy mala. En ese caso el treinta y cinco por ciento sería lo más acertado.
—Treinta —respondió el dueño—. Alguna vez la pide alguien.
—Señor Bureck —dijo el empleado—, creo que podremos hacerle al muchacho el treinta y cinco por ciento si se lleva una docena. El hombre que de vez en cuando pide esta marca es siempre el mismo, y además no compra nunca. Lo que quiere es vendernos la fórmula.
—¿La fórmula? —Kern aguzó el oído—. ¿Quién es la persona que desea vender la fórmula?
El droguero rió.
—Alguien que anda por ahí. Dice que fue propietario del laboratorio. Claro que nosotros no creemos una palabra. ¡Una de tantas cosas que inventan los emigrantes!
Kern se quedó sin respiración por un momento.
—¿Sabe usted dónde vive ese hombre? —preguntó.
El droguero encogió los hombros.
—Creo que tenemos su dirección por alguna parte. La dio más de una vez.
—Creo que se trata de mi padre.
Los dos miraron a Kern.
—¿Quiere decir? —dijo el empleado.
—Sí, eso es lo que creo. Estoy buscándole hace mucho tiempo.
—¡Berta! —gritó el dueño a una mujer que trabajaba delante de una mesa en la trastienda—. ¿Tenemos todavía la dirección del aquel hombre que nos quería vender la fórmula del agua de colonia?
—¿Pregunta por Herr Stron? ¿O por aquel viejo pesado que vino por aquí más de una vez? —gritó la mujer desde dentro.
—¡Rayos! —El dueño miró a Kern, avergonzado—. Perdone. —Rápidamente se dirigió hacia el fondo de la tienda—. Es lo que sucede cuando se da confianza a los dependientes —dijo el droguero con desdén. Al poco rato volvió el dueño jadeante, con un pedazo de papel en la mano—. Aquí está la dirección. Es un tal señor Kern. Siegmund Kern.
—Es mi padre.
—¿De verdad? —El hombre dio a Kern el pedazo de papel—. Ésta es la dirección. La última vez que estuvo aquí fue hace unas tres semanas.
—Perdone, pero voy a buscarlo inmediatamente. Luego volveré a recoger los frascos.
—No se preocupe que aquí los encontrará.
La casa que le fue indicada a Kern estaba en la calle Tazarova, cerca del mercado. Era oscura, húmeda y olía a suciedad y a col hervida. Kern subió las escaleras lentamente. Cosa extraña, pero tenía cierto recelo de volver a ver a su padre, porque después de tanto tiempo la experiencia le había enseñado que las cosas no habrían de mejorar nunca.
En el tercer piso, tocó una campanilla. Después de un rato, oyó pasos dentro; un pedazo de cartón fue apartado de un agujero redondo existente en la puerta. Kern podía percibir un ojo negro que le miraba.
—¿Quién está ahí? —preguntó una voz femenina con tono bastante elevado.
—Deseaba ver a una persona que vive en esta casa —dijo Kern.
—Aquí no vive nadie.
—Eso no es cierto. Usted habita aquí. —Kern miró el nombre de la puerta Frau Melanie Ekowski—. Pero no es con usted con quien deseo hablar.
—¿Entonces?
—Yo deseo hablar con un señor que vive aquí.
—Aquí no vive hombre alguno.
Kern miró el ojo negro y redondo. Tal vez fuese verdad que su padre se hubiese marchado de allí hacía tiempo. Sentíase ya desanimado y aquella pequeña esperanza se desvaneció.
—¿Cuál es el nombre de esa persona? —preguntó la mujer desde detrás de la puerta.
Kern levantó la cabeza.
—Preferiría no levantar la voz. Si abre la puerta se lo diré.
El ojo negro desapareció del agujero y se oyó el ruido de un cerrojo. «Parece una verdadera fortaleza», pensó Kern. Ahora estaba más seguro de que su padre todavía vivía allí; de lo contrario la mujer no le hubiera atendido.
La puerta se abrió. Apareció una checa corpulenta y fuerte, con una cara redonda y colorada, que examinó a Kern de pies a cabeza.
—Deseo hablar con Herr Kern.
—¿Kern? No le conozco. No vive aquí.
—Herr Siegmund Kern. Yo soy Ludwig Kern.
—¿Eh…? —La mujer le miró desconfiada—. ¿Y cómo sé que eso es cierto?
Kern sacó del bolsillo su salvoconducto.
—Mire aquí, por favor, compruébelo en este papel. El primer nombre fue alterado a propósito, pero puede ver el otro.
La mujer leyó el documento despacio, desde el principio hasta el fin. Tardó mucho en terminar y devolviéndoselo a Kern, preguntó:
—¿Es usted pariente?
—Lo soy.
No quiso decir más. Estaba ahora casi seguro de que era allí donde vivía su padre.
Pero la mujer estaba realmente decidida a no hablar.
—No. No vive aquí —respondió bruscamente.
—Muy bien, entonces le daré mi dirección: vivo en el «Hotel Bristol». Sólo estaré aquí unos días más y me gustaría muchísimo ver a Herr Siegmund Kern antes de marcharme. Tengo que darle un encargo urgente. Recuerde. «Hotel Bristol», Ludwig Kern —añadió, mirando a la mujer.
Descendió las escaleras. «¡Dios del Cielo —pensó—, qué fiel cancerbero le protege! Pero siempre es mejor ser protegido que traicionado».
Volvió a la tienda, donde el propietario le salió al encuentro.
—¿Encontró a su padre?
Su fisonomía demostraba una gran curiosidad, curiosidad natural en esos seres en los cuales la vida es monótona e insípida hasta el fin.
—Todavía no —dijo Kern desalentado—. El vive allí, pero no estaba en casa.
—¡Caramba! Eso es tener suerte, ¿no le parece?
El hombre comenzó entonces a discursear sobre las extrañas coincidencias de la vida.
—Para nosotros son extraordinarias todas las cosas que suceden normalmente —respondió Kern—. En cuanto al agua de colonia, sólo podré llevarme seis frascos. No tengo dinero para más. ¿Qué descuento me hace?
El dueño reflexionó un instante. Después anunció magnánimo:
—Una cosa de éstas no acontece todos los días le hago el treinta y cinco por ciento.
—Gracias.
Kern pagó y el droguero envolvió los frascos. La mujer llamada Berta, en ese ínterin, había salido de la trastienda para ver al muchacho que encontró a su padre. Masticaba nerviosamente.
—Escuche —dijo el dueño—. Quería decirle que esta agua de colonia es bastante buena.
—Gracias. —Kern recibió el paquete—. En ese caso espero volver a recoger el resto.
Kern volvió al hotel. Había resuelto conseguir algunas pastillas de jabón y unos frascos de perfume e intentar venderlos en la ciudad. El hombre salido del campo de concentración, que habitaba en su mismo cuarto, le prestó dinero bastante para organizar un pequeño stock.
Cuando penetró en el vestíbulo vio a alguien que salía del cuarto vecino al suyo. Era una muchacha, de mediana estatura, con un vestido de color vivo, llevando diversos libros debajo del brazo. Al principio Kern no le prestó atención. Estaba preocupado haciendo los cálculos del precio a que había de vender el agua de colonia. Pero de repente se acordó de que la muchacha salía precisamente del cuarto en el cual, la noche anterior, entrara por confusión. Se paró en seco. Tuvo la sensación de que ella le podría reconocer ahora.
Ella descendió rápidamente la escalera sin mirar a su alrededor.
Kern todavía esperó un segundo, después la siguió. Sentía una súbita curiosidad por conocerla mejor.
Una vez abajo buscó en torno, pero la muchacha había desaparecido. Fue hasta la puerta de la calle y miró a uno y otro lado, pero estaba vacía, apenas bañada por el sol de la farde; en la calzada, unos perros policías jugaban. Kern se volvió al hotel.
—¿Ha visto salir a alguien, ahora mismo? —preguntó al portero que era al mismo tiempo mozo y botones.
—Sólo a usted, señor.
El hombre le miró pasmado, esperando que Kern se echara a reír por su sutileza.
A Kern no le pareció gracioso y dijo:
—Me refiero a una señorita. Una muchacha.
—Aquí no viven muchachas —respondió el portero amoscado—. Sólo mujeres.
Estaba ofendido porque su ironía no había sido apreciada.
—¿Entonces no ha salido nadie?
—¿Por qué pregunta tanto? ¿Acaso es usted de la policía?
El portero se mostraba ahora francamente hostil.
Kern miró al hombre, admirado. No entendía qué bicho le había mordido. Sacó entonces un paquete de cigarrillos del bolsillo y le ofreció uno.
—Gracias —respondió el portero con desdén—. Fumo una marca mejor.
—Lo creo.
Kern guardó los cigarrillos en el bolsillo y se quedó reflexionando durante unos segundos. «La muchacha tiene que estar todavía en el hotel; quizá esté en la sala de lectura».
La gran sala de estar daba a una terraza de cemento, que a su vez desembocaba en un jardincillo donde crecían lilas.
Kern miró a través de la puerta de cristales, y vio a la chica sentada a un lado de una mesa. Leía, apoyada en los codos. No había nadie más. Se sintió irresistiblemente atraído, por lo que abrió la puerta y entró.
Ella levantó los ojos cuando oyó el ruido de la puerta. Él, tímido, arriesgó un «buenas tardes». La muchacha le miró, hizo un movimiento de cabeza y continuó la lectura.
Kern se sentó en un rincón de la sala. Así permaneció durante unos minutos hasta que se levantó para coger unos periódicos. De súbito se sintió ridículo y le entraron deseos de verse lejos de allí. Le parecía imposible, no obstante, salir tan de prisa, un momento después de haber entrado.
Levantó el periódico y comenzó a leer. Acto seguido notó que ella sacaba de su bolso una pitillera de plata. La abrió y la cerró sin sacar ningún cigarrillo, y la guardó.
Kern echó a un lado el periódico y se levantó rápidamente.
—Veo que olvidó los cigarrillos. ¿Puedo ofrecerle? No sé si le gustarán. Hace un momento el portero los ha rechazado.
Ella miró la marca.
—Gracias. Es la misma marca que yo fumo —respondió.
Kern se echó a reír.
—Son los más baratos que he encontrado. Es como si ya nos hubiéramos contado el uno al otro la historia de nuestra vida.
La muchacha le miró.
—Creo que este hotel muestra bien a las claras la realidad de ella.
—Es verdad.
Kern encendió una cerilla y con ella el cigarrillo de la joven. La luz pulida y rojiza iluminó el rostro fino y moreno, encuadrado por las bien definidas y oscuras cejas. Los ojos eran expresivos y grandes, la boca de labios gruesos y suaves. Kern no sabía qué decir: si la encontraba bonita o si es que le gustaba; pero tuvo la extraña sensación de una remota conexión con aquella criatura: le había puesto una mano sobre el pecho, sin conocerla. Vio aquel seno respirar y, de repente, a pesar de notar lo absurdo de su gesto, escondió la mano en el bolsillo.
—¿Está exiliada hace mucho tiempo? —le preguntó.
—Dos meses.
—No es mucho.
—Creo que una eternidad.
Kern la miró sorprendido.
—Tiene razón —respondió por fin—. Dos años no es mucho tiempo, pero dos meses es una eternidad. Sin embargo, existe esta ventaja: cuanto más tiempo dura, más cortos se vuelven los meses.
—¿Cree entonces que esto va a durar mucho? —le preguntó.
—No sé; ni siquiera pienso en ello.
—Yo no pienso en otra cosa.
—Igual hice yo cuando llegué hace dos años.
La muchacha estaba callada. Fumaba lentamente y con profundas aspiraciones. Kern miró su negro y ondulado cabello que le enmarcaba el rostro. Deseaba tanto decir algo notable, pero no se le ocurría nada que valiese la pena. Se esforzaba por recordar cómo los héroes de los libros que había leído procedieron en situaciones análogas, pero su memoria se había agotado y era muy probable, también, que sus héroes jamás se hubieran encontrado en Praga y en situación análoga a la de él.
—¿No le parece que hay poca luz para leer? —preguntó finalmente.
Ella se asustó como si hubiese estado muy lejos con sus pensamientos. Después cerró el libro.
—No, pero no voy a leer más. No consigo nada.
—A veces sirve de distracción —dijo Kern—. Cuando tengo un libro policíaco, lo leo y lo releo.
La muchacha sonrió, cansada.
—Esto no es la historia de un detective. Es un trabajo sobre Química.
—¿De veras? ¿Entonces estudió en la Universidad?
—Sí, en Würzburg.
—Y yo en Leipzig. Al principio, también iba con mis libros al estudio; no quería olvidarme de nada, pero más tarde los vendí. Eran demasiado pesados para cargar con ellos de un lado para otro. Con el dinero de los mismos compré pastillas de jabón y agua de colonia y comencé a vender. Y es así como desde entonces me gano la vida.
Ella le miró.
—Sí que es usted buena compañía para animar a alguien.
—Mi intención no es desanimarla —dijo rápidamente Kern—. Mi caso era completamente diferente. Yo no tenía ningún documento y usted seguramente posee pasaporte.
—Tengo pasaporte, pero expira dentro de seis semanas.
—Eso no tiene importancia. Probablemente conseguirá una prórroga.
—No lo creo.
Y se levantó.
—¿No quiere otro cigarrillo? —preguntó Kern.
—No, gracias. He fumado demasiado.
—Alguien me dijo, en cierta ocasión, que un cigarrillo en el momento oportuno era más eficaz que cualquier consejo.
—Es cierto.
La muchacha se rió, y, de súbito, apareció bonita a los ojos de Kern. Hubiera dado cualquier cosa por continuar la conversación, pero no sabía qué hacer ni qué decir para obligarla a que se quedase más tiempo.
—Si le puedo ser útil en alguna cosa, tendré verdadero placer en servirla. Conozco Praga bastante bien, pues he estado aquí dos veces. Mi nombre es Ludwig Kern, y vivo en el cuarto contiguo al suyo.
La muchacha le miró y, de repente, Kern pensó que se traicionaba.
Ella, a pesar de todo, le tendió la mano, y él sintió una firme presión en la suya.
—Tendré mucho placer en aceptar su ayuda. Muchas gracias.
Recogió los libros y subió hacia su cuarto. Kern se quedó en la sala algún tiempo más, y, ahora que ella había salido, se le ocurrieron todas las cosas que deseaba haber dicho. Siempre le pasaba igual.
—Pruebe otra vez, Steiner —decía Fred, el Jugador—. Sólo Dios sabe que estoy más nervioso con su suerte en este asunto de lo que acostumbro a estar cuando juego yo mismo en el Jockey Club.
Estaban ambos sentados en un bar y Fred daba a Steiner las últimas instrucciones, antes de enfrentarlo, por primera vez, contra un par de colegas de segunda categoría en un garito de la vecindad. A Steiner le parecía que ésa era la única manera de conseguir el dinero; excepto, naturalmente, el robo o el asalto a mano armada.
Practicaron el truco del as durante una media hora. Después de eso, el estafador se mostró satisfecho y se levantó. Vestía de smoking.
—Tengo que marcharme. Voy a la Opera. Va a ser una noche de gala. Canta Lotte Lehmann. El arte, cuando es bueno, siempre nos trae magníficos negocios. Las personas están más distraídas, ¿comprende? —Apretó la mano de Steiner—. Por cierto que le quería preguntar cuánto dinero lleva usted encima.
—Treinta y dos chelines.
—No es suficiente. Esos camaradas necesitan ver dinero en cantidad antes de morder el anzuelo. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cien chelines—. Aquí está; pague su café con ello y verá usted cómo se le aproximan en seguida. Devuélvale el dinero al dueño, que es amigo mío. Y fíjese bien: abra el juego y tenga cuidado cuando posea las cuatro damas, pues a estas alturas, ya estarán ellos irritados.
Steiner aceptó el billete.
—Si pierdo el dinero, no se lo podré devolver.
Fred se encogió de hombros.
—Si eso acontece, paciencia. Así es la suerte. Pero no perderá. Conozco muy bien a aquellos compañeros. Son unos pipiolos: no tienen categoría. ¿Está usted nervioso?
—Creo que no.
—Si lo estuviera, tendría todavía una ventaja. Los compiches no saben que usted conoce su juego. Antes de que lo descubran, ya habrán caído en la trampa y después ya será tarde para evitarlo. Bien, hasta Juego.
—Hasta luego.
Steiner se dirigió hacia el antro. En el camino, pensaba, para sus adentros, lo extraño que resultaba que no hubiera nadie que le prestase siquiera la cuarta parte de la cantidad que, sin dudarlo, el estafador le había ofrecido. «La camaradería de los delincuentes. Siempre ocurre igual, gracias a Dios».
En una sala jugaban partidas de tarotsa. Steiner se sentó cerca de la ventana y pidió un coñac. Sacó ostentosamente la cartera, en la cual había colocado un montón de papeles para rellenarla, y pagó el gasto con el billete de cien chelines.
Un minuto después, un hombre macilento y delgado se le aproximó y le convidó a una partida de póquer. Steiner rehusó como si estuviese cansado. El hombre insistió.
—No tengo tiempo —explicó Steiner—. No dispongo más que de media hora y eso no es suficiente.
—¡Qué tontería! —respondió el jugador, mostrando unos dientes podridos—. Más de un hombre ha hecho su fortuna en media hora.
Steiner vio a los otros dos sentados en una mesa vecina. Uno era gordo y calvo, el otro moreno y peludo, con una enorme nariz. Ambos le observaban con aparente indiferencia.
—Si fuese sólo la media hora —dijo Steiner como dudando—, tal vez intentase probar la suerte.
—Claro, claro —respondió el otro, animado.
—¿Y podré marcharme cuando me parezca bien?
—Naturalmente, amigo, cuando usted quiera.
—¿Aunque estuviera ganando?
El gordo se mordió los labios y echó un vistazo al moreno, como si estuviese delante de un principiante.
—Es precisamente el momento en que debe dejar de jugar —dijo el estafador dulcemente.
—Entonces acepto.
Steiner se sentó a la mesa. El gordo barajó las cartas y las distribuyó. Steiner ganó algunos chelines. Cuando le correspondió la banca palpó el borde de las cartas, volvió a barajarlas y partió la baraja en el lugar en que notó la señal. Pidió de beber y aprovechó la oportunidad para mirar la carta marcada. Vio que era un rey. Barajó nuevamente y dio las cartas. Al cabo de un cuarto de hora había ganado treinta chelines.
—Bien, amigo. Esto es estupendo —dijo uno de los jugadores muy amable—. ¿Aumentamos un poco las apuestas?
Steiner asintió. Ganó también la jugada siguiente en la cual las apuestas ya eran más altas. El gordo pasó entonces a dar las cartas. Sus manos gordas y rosadas eran de hecho demasiado pequeñas para lidiar con ellas. Steiner vio, sin embargo, que era muy hábil; miró sus cartas. Tenía tres damas.
—¿Cuántas quiere? —preguntó el gordo, masticando el puro.
—Cuatro —respondió Steiner. Notó que el gordo se sorprendía. Steiner debía haber pedido, simplemente, dos cartas. El gordo le dio las cuatro. Steiner reparó que la primera era la cuarta dama que le faltaba. Naturalmente, ahora no tenía juego, y echando las cartas sobre la mesa, exclamó:
—¡Qué diablo! ¡Qué poca suerte!
Los tres se miraron y pasaron también. Steiner vio que no podría hacer nada sino cuando diese las cartas.
Y así sus probabilidades quedaban reducidas a una por tres. Fred tenía razón. Tenía que actuar rápidamente antes de que los otros tomasen la iniciativa. Experimentó el truco del as, en su forma más simple. No tuvo suerte y perdió.
Miró el reloj.
—Tengo que marcharme; la última vuelta.
—Espere un momento, amigo —dijo el primero de los hombres que se le había acercado, con voz dulce. Los otros nada dijeron.
En la banca siguiente, Steiner tenía cuatro damas servidas. Sacó una carta. Un nueve. El moreno peludo pidió dos cartas. Steiner vio cómo su compañero las sacaba del final de la baraja con un rápido movimiento de dedos. Sabía lo que iba a pasar, pero continuó la puja hasta veinte chelines y después desistió. El moreno le lanzó una mirada y cogió el dinero.
—¿Qué cartas tenía usted? —gritó el primero de los hombres, volviendo la mano de Steiner—. ¡Cuatro damas! ¿Y pasó usted, so bobo? Con ello, podría haber ganado…
—¿Qué cartas tenía usted? —preguntó al moreno.
—Un trío de reyes —respondió éste.
—¿Está usted viendo? Hubiera ganado, amigo… ¿Cuánto hubiera subido usted con ese trío de reyes?
—Con este trío de reyes yo no hubiera dejado de subir —respondió cansadamente el moreno.
—Cometí un error —dijo Steiner—. Pensé que solamente tenía un trío de damas. Confundí una dama con un valet.
—¡Qué manera de jugar!
El moreno pasó a dar las cartas. Steiner recibió tres reyes y sacó el cuarto. Apostó quince chelines y después pasó. El gordo respiró fuertemente. Steiner había ganado cerca de noventa chelines y sólo se jugarían un par de vueltas más.
—¿Cuál fue su mano esta vez, amigo? —El primero de los hombres hizo un movimiento rápido para volver las cartas de Steiner.
—¿Eso es costumbre aquí? —preguntó éste.
—Perdone. Es que uno ya siente curiosidad, ¿sabe?
En la vuelta siguiente, Steiner perdió ocho chelines. Cogió luego las cartas y las barajó. Hábilmente colocó los tres reyes debajo de la baraja de forma que, al repartirlas, fuesen a parar al gordo. El truco surtió efecto. El moreno se quedó a la expectativa. El gordo pidió una carta. Steiner le dio el último rey. El gordo tragó saliva y cambió una mirada con los otros. Steiner aprovechó ese momento para hacer el truco del as. Despreció tres de sus cartas y sacó los dos últimos ases que eran las primeras cartas de la baraja.
El gordo comenzó a apostar. Steiner recogió sus cartas y, fingiendo dudar, siguió el invite. El moreno dobló la apuesta. Cuando llegó a los cien chelines, abandonó el juego. Steiner lo advirtió; no se sentía muy seguro de su posición. Sabía que el gordo tenía cuatro reyes, pero ignoraba cuál era la quinta carta. Si era el comodín, Steiner estaba perdido. El delgado se removía inquieto en la silla.
—¿Puedo verlas? —preguntó, queriendo coger las cartas de Steiner.
—No.
Steiner escondió sus cartas. Él mismo se admiró de su audacia. El delgado hubiera anunciado inmediatamente al gordo con el pie, la jugada que Steiner tenía.
El gordo se sintió poco seguro. Steiner se había mostrado tan cauteloso hasta entonces, que esta vez debía de tener una gran jugada. Steiner notó la duda y aumentó la apuesta. Cuando llegaron a ciento ochenta chelines, el gordo se paró, mostrando cuatro reyes.
Steiner respiró, aliviado, y enseñó sus cuatro ases.
El delgado dio un resoplido y cuando Steiner se guardó el dinero, se mostró muy inquieto.
—Hagamos otra vuelta —dijo el moreno, de repente, con voz bronca.
—Lo siento mucho —dijo Steiner.
—Vamos a jugar otra vuelta —repitió el moreno levantando la barbilla.
Steiner se levantó.
—Queda para otra vez.
Se dirigió al mostrador y pagó, dándole luego al propietario un billete de cien chelines doblado.
—Haga el favor de entregarle esto a Fred.
El propietario levantó las cejas, sorprendido.
—¿Fred?
—Sí.
—Muy bien. —El propietario sonrió—. Los compinches llevaron una buena paliza. Fueron por lana y salieron trasquilados.
Los tres hombres estaban parados ante la puerta.
—Vamos a jugar otra vuelta —dijo el moreno cerrándole el paso.
Steiner le miró fijamente.
—No puede usted salir así, camarada —dijo el delgado suavemente.
—Vamos, déjense de historias —dijo Steiner—. La guerra es la guerra. Todos tenemos que perder alguna vez.
—No, no —dijo el moreno—. Vamos a jugar otra vuelta.
—O nos da lo que ha ganado —añadió el gordo.
Steiner movió la cabeza.
—Fue un juego serio —dijo con una sonrisa irónica—. Unos y otros sabíamos lo que queríamos. Buenas noches.
Intentó forzar el paso entre el moreno y el delgado y, al intentarlo, sintió la musculatura del primero. En ese momento, el propietario se aproximó.
—Nada de bronca en mi casa, señores.
—Es lo que estoy intentando evitar —dijo Steiner—. Quiero irme.
—Pero nosotros le acompañaremos.
El delgado y el moreno salieron delante. Detrás iba Steiner y, después de éste, el gordo. Steiner sabía que solamente el moreno era peligroso, y éste había cometido un error al pasar delante. En el momento en que atravesaban la puerta, Steiner dio un paso hacia atrás golpeando al gordo en el estómago, y al mismo momento, le asestó un terrible golpe en la base del cráneo al moreno, que cayó escaleras abajo, arrastrando consigo al delgado. De un salto, Steiner alcanzó la puerta de salida y echó a correr hacia la calle antes de que los otros se pusieran en pie. Sabía que ésa era su única oportunidad, ya que en la calle no podría hacer frente a los tres. Oyó gritos detrás de él y se volvió mientras corría, pero nadie le seguía. Les había cogido desprevenidos.
Steiner se puso a caminar más lentamente y llegó, poco a poco, a las calles más transitadas. Se paró delante de un espejo, en el escaparate de una tienda de ropas, y se miró. «Truhán y jugador de ventaja», pensó para sí mismo. Pero… ya tenía medio pasaporte. Saludó a su propia imagen y continuó andando.