Kern llegó a Praga por la farde. Dejó su equipaje en la estación, dirigiéndose inmediatamente hacia la Jefatura de Policía. No tenía intención de presentarse, pero necesitaba sosiego para pensar mejor lo que debía hacer y el cuartelillo de Distrito de la Policía era el mejor lugar para ello. Allí no había guardias rondando y pidiendo papeles o documentos.
Se sentó en un banco del vestíbulo. Frente a él, una puerta que comunicaba con el despacho donde los extranjeros eran interrogados.
—¿El oficial con barba está todavía? —preguntó a un hombre que estaba sentado a su lado.
—No sé. El que yo vi no tiene barba.
—Quizá haya sido trasladado. ¿Y cómo están las cosas por aquí?
—Normal —respondió él hombre—. Por lo menos se consigue un salvoconducto válido por algunos días. Pero después de ese tiempo, es difícil conseguir otro. Hay muchos extranjeros por aquí.
Kern reflexionó. Si consiguiese un salvoconducto que le permitiera quedarse algunos días, podría también conseguir en el «Comité de Refugiados» vales con derecho a un rincón donde dormir y alimento para una semana. Pero si la policía no se lo daba, correría el riesgo de ser apresado y tener que atravesar nuevamente la frontera.
—Ahora le toca a usted —le dijo el hombre de al lado.
Kern lo miró.
—¿Quiere pasar delante de mí? No tengo prisa.
—Estupendo.
El hombre se levantó y entró. Kern resolvió esperar a ver cuál era la suerte del otro, para entonces decidirse a entrar o no. Comenzó a andar nerviosamente de un lado para otro del corredor. Finalmente, el hombre salió.
Kern corrió a su encuentro.
—¿Cómo le ha ido? —preguntó.
—¡Diez días! —dijo el hombre radiante—. Y casi sin haberlos pedido. Debe estar de muy buen humor. O tal vez sea porque no hay muchos hoy aquí. La última vez sólo me dieron cinco días.
Kern reanimose.
—En ese caso también voy a intentarlo yo.
El oficial no tenía barba. Pero a Kern no le resultaba extraña su figura. Hasta hubiese asegurado que ya lo había visto antes. Tal vez se había afeitado la barba. Jugaba con una bonita navaja de nácar.
—¿Emigrante? —preguntó, fijándose en Kern con ojos de besugo.
—Sí.
—¿De Alemania?
—Sí. He llegado hoy.
—¿Tiene documentos?
—No.
El oficial movió la cabeza. Cerró una hoja de la navaja y abrió otra. Kern notó que era una lima. El oficial comenzó a limarse cuidadosamente la uña del pulgar. Hasta creyó por un momento que la uña de aquel aburrido funcionario era la cosa más importante del mundo. Casi no osaba respirar, por miedo a perturbarlo y a ponerle de mal humor. Se quedó con las manos cruzadas a la espalda.
Finalmente, la uña estuvo pulida. El oficial la admiró con satisfacción y levantó la mirada.
—Diez días —dijo—. Podrá permanecer aquí diez días. Después, tendrá que marcharse.
Kern experimentó la sensación de ir a estallar a causa de la tensión mantenida. A punto estuvo de desmayarse. Rápidamente se rehízo. Había aprendido a buscar el momento oportuno.
—Le quedaría inmensamente agradecido si me concediese dos semanas.
—No es posible. ¿Para qué necesita tanto tiempo?
—Es que estoy aguardando mis papeles y necesitaría tener una dirección fija. Después, me marcharé a Austria.
Kern tenía miedo de haberlo estropeado todo a última hora, pero una vez que había comenzado no podía volverse atrás.
Mentía sin dificultad. Hubiera preferido contar toda la verdad, pero sabía que tenía que mentir. Le constaba que el oficial, por su parte, tenía que creer lo que él decía, pues no había posibilidad de hacer averiguaciones. Y así, ambos estaban casi convencidos de que decían la verdad.
El oficial cerró de golpe la hoja-lima de la navaja.
—Está bien —dijo—. Excepcionalmente le doy dos semanas. Pero después no tendrá prórroga alguna.
Cogió un formulario y comenzó a rellenarlo. Kern lo contemplaba como si fuera un arcángel escribiendo. Mal podía creer que todo hubiese salido tan bien. Hasta el último momento temió que el oficial fuese a buscar las fichas del archivo, y descubriera que él ya había estado en Praga dos veces. Para evitar eso, dio un nombre diferente y una fecha de nacimiento falsa. Podría siempre asegurar que era su hermano.
Pero el oficial estaba demasiado cansado para buscar nada. Dio el formulario a Kern.
—Tenga usted. ¿Hay alguien más afuera?
—Creo que no. Yo era el último.
—Muy bien.
El hombre sacó el pañuelo y cuidadosamente comenzó a limpiar su navaja de nácar. Ni se dio cuenta que Kern, después de darle las gracias, salía apresuradamente ante el temor de que le quitasen el salvoconducto.
Al encontrarse fuera, en el portón del edificio, fue cuando se paró para mirar a su alrededor. «Dulce cielo —pensó conmovido—. ¡Dulce cielo azul! Estoy libre. No me prendieron; no tengo nada que temer durante catorce días, catorce largos días y catorce noches, ¡una eternidad!, Dios bendiga al hombre de la navaja. Hago votos para que en breve posea una navaja que contenga un reloj y unas tijeritas de oro».
A su lado, en la entrada, había un policía. Kern apretó el salvoconducto en el bolsillo, y de súbito se aproximó al policía.
—¿Sería ten amable de decirme qué hora es? —preguntó.
Él poseía reloj, pero encontraba una gran satisfacción al poder aproximarse a un policía sin temor alguno.
—Las siete —respondió el policía.
—Muchas gracias. —Kern descendió lentamente los escalones. Y sólo en ese momento fue cuando vio que todo aquello era realidad. No estaba soñando.
La gran sala de espera del «Comité de Auxilio a los Refugiados» estaba superpoblada de gente. Pero cosa rara, daba la impresión de estar vacía. Las personas, en pie o sentadas en la semioscuridad, parecían sombras. Casi nadie hablaba. Todos habían contado y repetido unas cien veces sus casos, y ahora ya no les quedaba nada que hacer más que esperar. Era la última barrera contra la desesperación.
Más de la mitad de los presentes eran judíos. Al lado de Kern estaba sentado un hombre pálido, con la cabeza en forma de pera, que aseguraba una caja de violín sobre sus rodillas. Al otro lado, agachado, había un viejo con una cicatriz que se extendía por su abultada frente. Abría y cerraba nerviosamente las manos. A su lado, muy juntos, un muchacho rubio y una jovencita morena. Se cogían las manos con fuerza, con miedo de que si su atención se desviase un instante, allí mismo serían separados el uno del otro. Casi absortos, miraban el espacio, o el pasado; miradas vagas, sin emoción. Detrás del matrimonio una mujer gruesa lloraba en silencio. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían en el vestido; no les prestaba atención, ni procuraba contenerlas. Tenía las manos inertes en el regazo.
En esa silenciosa atmósfera de resignación y tristeza, una niña jugaba. Contaría unos seis años, y tenía los cabellos negros y los ojos vivos. Impaciente y ligera saltaba alrededor de la sala.
Finalmente, se paró frente al hombre de la cabeza en forma de pera. Le miró durante algún tiempo, después señaló la caja que mantenía sobre las rodillas.
—¿Tiene un violín dentro? —preguntó sin miedo, con una débil voz.
El hombre miró a la niña por un momento, como si no la hubiese comprendido, y después movió la cabeza.
—Enséñemelo —dijo la pequeña.
—¿Por qué?
—Quiero verlo.
El violinista dudó un momento, después abrió la caja, y sacó el instrumento envuelto en un pañuelo de seda lila. Con manos cariñosas lo desenvolvió.
La niña contempló asombrada el violín durante bastante tiempo, y cautelosamente levantó la manita y tocó las cuerdas.
—¿Por qué no toca usted? Toque alguna cosa.
—¡Miriam! —Una mujer, con un niño en los brazos, la llamaba en voz baja y enérgica desde el otro lado de la sala—. Ven aquí, Miriam.
La niña no hizo caso, pues estaba mirando al violinista.
—¿Es que no sabe usted tocar?
—Claro que sé, pequeña.
—Entonces, ¿por qué no lo hace?
El violinista miró tímidamente alrededor. Su mano grande y bien formada sujetaba el extremo del instrumento. La atención de las personas que estaban más cerca se avivó, y todos le miraban. Él no sabía hacia dónde desviar la vista.
—Pero, no puedo tocar aquí —dijo por fin.
—¿Por qué no puede? —insistió la pequeña—. ¡Toque, está esto tan aburrido!
—¡Miriam! —volvió a llamar la madre.
—La niña tiene razón —dijo el viejo de la cicatriz que estaba sentado al lado del violinista—. ¡Toque! Nos distraería a todos y no creo que haya ninguna orden que lo prohíba.
El violinista dudaba todavía. Después cogió el arco de la caja, lo ajustó, y se puso el violín en el hombro. Por el aposento sonaron las primeras notas.
A Kern le parecía que alguien lo acariciaba, que una mano ablandaba algo dentro de él. Hizo esfuerzos por contenerse, y sintió un escalofrío por el cuerpo. Se sentía rodeado de un profundo bienestar.
La puerta del despacho se abrió, mostrando la cabeza del secretario, que entró, dejando la puerta abierta tras de sí. La luz que venía de dentro dibujaba la silueta baja y grotesca de aquel hombre, que con la cabeza ladeada, se quedó escuchando. Lentamente la puerta cerrose como impelida por una mano invisible.
Las notas del violín llenaban el aire muerto y pesado del aposento, y parecían transformarlo todo, derretir la muda soledad de las diversas criaturas agachadas a la sombra de las paredes, uniéndolas como en un enorme y doloroso lamento.
Kern cruzó sus brazos. Bajó la cabeza y dejó que las ideas volasen. Le parecía que le llevaba lejos, muy lejos… y sintió algo muy extraño. La pequeña de los cabellos negros se sentó en el suelo, junto al violinista. Silenciosa y sin moverse, devoraba con los ojos al músico.
El violín se calló. Un impresionante silencio reinó en toda la sala.
Kern, que tocaba algo el piano, entendía de música lo suficiente para comprender que lo que acababa de ejecutar era magnífico.
—¿Schumann? —preguntó el viejo sentado al lado del violinista.
Éste asintió con la cabeza.
—Continúe tocando —dijo la niña—. Toque alguna cosa que haga reír.
—¡Miriam! —dijo la madre.
—Está bien —dijo el violinista.
Levantó nuevamente el arco.
Kern miró a su alrededor, y vio muchas cabezas bajas, otras levantadas, impávidas. Vio la tristeza y la desesperación y la leve transfiguración causada instantáneamente por la melodía del violín. Vio todo eso; pensó en las muchas otras salas iguales a aquélla, repletas de exiliados, cuyo único crimen era el de haber nacido y estar vivos. Aquello existía y al mismo tiempo esta música también existía. Era incomprensible. Representaban al mismo tiempo, de un lado, un imperecedero bienestar y, de otro, tanta desdicha… ¡Qué ironía! Kern notó cómo la cabeza del violinista se posaba cariñosamente en su instrumento, como si fuera el hombro de alguien muy querido. «¡No he de desistir!», pensó, cuando la luz del crepúsculo penetró en la sala. «No me daré por vencido, la vida es loca y dulce, y todavía no la conozco; Es melodía, es un clamor, es un grito de las lejanas selvas, horizontes desconocidos en noches extrañas… y yo no desistiré…». Pasó algún tiempo antes de que se diera cuenta de que la música había acabado.
—¿Cómo se llama eso? —preguntó la niña.
—Las «Baladas alemanas» de Franz Schubert —dijo el violinista en voz baja.
El viejo, a su lado, riose.
—¡Baladas alemanas! —Se pasó la mano por la cicatriz de la frente—. ¡Baladas alemanas! —repitió.
El secretario encendió la luz y dijo:
—Que pase el siguiente.
Kern recibió una tarjeta que le permitía hospedarse en el «Hotel Bristol», y diez vales para comidas en el Restaurante de la plaza Wenceslao.
Sólo cuando tuvo los vales en la mano comprendió que estaba muerto de hambre; entonces corrió por las calles por miedo a llegar tarde. Pero a pesar de la prisa todos los lugares estaban ocupados, y tuvo que esperar. Entre los que comían, vio a uno de sus antiguos profesores de la Universidad. Deseaba aproximarse a él y estrecharle la mano; pero después de reflexionar, encontró mejor no hacerlo. Sabía que había muchos refugiados a los que no les gustaba que se les recordase su vida pasada.
De repente, vio al violinista que entraba y se detenía muy confuso. Hízole una seña; el músico parecía sorprendido, pero se aproximó lentamente. Kern se sentía tímido. Al volver a verle creyó que era un viejo conocido, y sólo después de haberle saludado se dio cuenta de que ni siquiera le había hablado.
—Perdone —dijo disculpándose por su atrevimiento—, le oí tocar hace un rato; pensé que tal vez desconociese estos lugares…
—Tiene razón, soy un extraño. ¿Y usted?
—Yo ya he estado aquí otras dos veces. ¿Hace mucho tiempo que está fuera de su país?
—Dos semanas. Llegué hoy.
Kern vio que el profesor y alguien más de los que estaban a su lado se levantaban para salir.
—Allí quedan dos sitios —dijo rápidamente—. Venga.
Procuraron abrirse camino entre las mesas. El profesor vino a su encuentro. Miró a Kern indeciso, y después se paró.
—Me parece haberle visto antes.
—Era uno de sus alumnos —dijo Kern.
—Ah, sí, claro. —El profesor movió la cabeza—. Escuche: ¿Usted conoce a alguien, por casualidad, que necesite un aspirador de polvo? Con el diez por ciento de rebaja y pago a plazos. ¿O una radio gramola?
Kern por un instante le miró estupefacto. No podía creer que aquel hombre, primera autoridad en materia de cáncer, se encontrase en aquella apurada situación.
—No, desgraciadamente no —respondió compadecido.
Sabía lo que significaba vender aspiradores y gramófonos. El profesor le miró distraído.
—Disculpe —dijo como si estuviese hablando a un desconocido, y salió.
Servían sopa de cebada con, carne cocida. Kern no tardó en vaciar su plato. Cuando levantó los ojos, vio al violinista a su lado, con las manos sobre la mesa y el plato intacto.
—¿No va a comer? —preguntó admirado.
—No puedo.
—¿Está usted enfermo?
La cabeza en forma de pera del violinista, parecía de un amarillo ámbar a los reflejos de la blanca luz de la lámpara del techo.
—No.
—Debería usted comer —dijo Kern.
El violinista no respondió. Encendió un cigarro y dio una fuerte chupada. Empujó el plato hacia un lado.
—No puedo vivir así —exclamó.
Kern le miró.
—¿No tiene usted pasaporte?
—Sí, pero —y el violinista mordisqueó nerviosamente el cigarro— a pesar de ello, es imposible vivir de esta manera. ¡Privado de todo! ¡Pisando un suelo de arenas movedizas!
—¡Dios mío!, —dijo Kern—. Usted tiene pasaporte y su violín.
El violinista le miró fijamente.
—¿No comprende usted que eso no es todo? —exclamó irritado.
—No, no comprendo.
Kern estaba enormemente desilusionado. Pensó que una persona capaz de tocar con tanto arte debía de ser una criatura superior. Un ser de quien uno mismo podría aprender muchas cosas… Ahora veía nada más a un hombre amargado, que, a pesar de contar con quince años más que Kern, parecía un niño mimado. «Primera fase de la emigración —pensó—. En breve se habituará».
—¿De verdad no va a tomar la sopa? —le preguntó.
—No.
—Entonces, démela. Todavía tengo hambre.
El violinista empujó el plato. Kern tomó la sopa despacio. Cada cucharada contenía fuerza para ayudarlo a soportar la miseria, y no quería desperdiciar ni un poco. Cuando acabó, se levantó.
—Muchas gracias por la sopa. No obstante hubiese preferido que se la hubiese tomado usted.
El violinista le miró compasivamente. Profundos surcos le desfiguraban la fisonomía.
—Todavía es usted muy joven para poder comprender esto —dijo como disculpándose.
—Es más fácil de comprender de lo que usted se figura —respondió Kern—. Se siente desgraciado, esto es todo.
—¿Qué quiere decir con «esto es todo»?
—Al principio creemos que el ser desgraciado es una cosa extraordinaria. Después de haber vagado algún tiempo por el mundo, descubrimos que la desgracia es la cosa más común que existe.
Salió. Con sorpresa, vio al profesor que andaba de un lado para otro de la acera opuesta. Su actitud (manos a la espalda y el cuerpo ligeramente arqueado hacia delante) era la misma que adoptaba en clase, cuando procuraba esclarecer un nuevo y complicado descubrimiento en el campo de la investigación del cáncer. Con seguridad, ahora, únicamente estaba pensando en aspiradores de polvo y fonógrafos.
Kern dudó por un instante. Nunca se había dirigido a un profesor. Pero ahora, después de su experiencia con el violinista, se le acercó.
—Perdón, profesor, si le molesto —dijo—. Nunca imaginé que pudiera llegar al punto de ofrecerle un consejo, pero voy a probar.
El profesor se paró.
—Por favor —respondió distraídamente—. Por favor. Le quedaré muy agradecido por cualquier consejo. ¿Cuál es su nombre?
—Kern. Ludwig Kern.
—Le quedaré muy agradecido, señor Kern. ¡Inmensamente agradecido!
—No es propiamente un consejo. Simplemente la lección de la experiencia. Está intentando vender aspiradores de polvo y gramófonos. Desista. Es perder el tiempo. Centenares de emigrantes están intentando lo mismo. Y resulta tan ineficaz como endosar pólizas de seguro.
—Era precisamente la próxima cosa que yo iba a intentar —interrumpió el profesor, animado—. Alguien me afirmó que era un negocio fácil, pudiéndose ganar bastante dinero.
—¿Le ofrecieron comisión por cada póliza que vendiese, no es así?
—Sí, naturalmente. Una buena comisión.
—¿Nada más? ¿Ni sueldo, ni reembolso de los gastos?
—No, nada de eso.
—Una oferta así, hasta yo la podría haber hecho. No significa nada. Profesor, ¿por casualidad ha vendido ya algún aspirador? ¿O un gramófono?
El profesor le miró pensativo.
—Todavía no. Soy bastante tímido, pero muy en breve…
—Desista —insistió Kern—; éste es mi consejo. Compre un puñado de tacones para zapatos, o algunas cajas de betún, o algunos paquetes de imperdibles. Cosas pequeñas que todo el mundo usa. Intente venderlas. No ganará mucho, pero de vez en cuando venderá alguna cosa. Es cierto que centenares de emigrantes están negociando también en el mismo ramo. Pero las personas compran con más facilidad imperdibles que aspiradores de polvo.
El profesor le miró pensativo.
—No había pensado en ello.
Kern sonrió.
—Lo creo. Pero acuérdese de ello. Es mucho mejor, lo sé por propia experiencia. Al principio, también intenté vender aspiradores de polvo.
—Tal vez tenga usted razón. —El profesor le tendió la mano—. Muchas gracias. Es usted muy amable. Su voz se volvió de repente suave y sumisa, como la de un estudiante que fuese a clase con las lecciones mal preparadas.
Kern se mordió los labios.
—Asistí a todas sus lecciones —dijo.
—Sí, sí. —El profesor hizo un gesto distraído—. Muy agradecido, señor… señor…
—Kern. No tiene importancia.
—Por el contrario, señor Kern, es muy importante. Perdone, mi memoria no es demasiado buena últimamente. Mil veces agradecido. Creo que seguiré su consejo, señor Kern.
El «Hotel Bristol» era un pequeño edificio destartalado, que el «Comité de Auxilio a los Refugiados» alquiló. Indicaron a Kern una cama en un cuarto donde ya había otros refugiados.
El muchacho tenía mucho sueño después de aquella comida, y se acostó inmediatamente. Los otros dos no estaban, y él ni siquiera los oyó llegar.
A medianoche le despertaron unos gritos. Saltó de la cama y, sin pensarlo siquiera, agarró la maleta y las ropas, y salió corriendo sin parar hasta el vestíbulo. Fuera todo estaba en silencio. Al final de la escalera dejó la maleta y se quedó escuchando, restregándose los ojos con los puños. ¿Dónde estaba? ¿Qué pasó? ¿Dónde estaba la policía?
Lentamente se fue acordando de todo. Sonrió aliviado. Estaba en Praga, en el «Hotel Bristol» y poseía un salvoconducto válido para catorce días. Qué tontería, asustarse de esa manera. Con seguridad que tuvo una pesadilla. Se volvió. «Esto no se puede repetir —pensó— si no logro dominar los nervios, será el final». Abrió la puerta en la oscuridad y buscó su cama. Quedaba a la derecha, al lado de la pared. Sin hacer ruido, puso la maleta en el suelo y colgó las ropas a los pies del lecho. Desde allí buscó la manta, y, de repente, cuando estaba dispuesto a echarse, su mano notó una cosa suave y caliente, que respiraba. Dio un salto hacia atrás.
—¿Quién es? —preguntó somnolienta una voz femenina.
Kern contuvo la respiración. Había entrado erróneamente en otro cuarto.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó la voz nuevamente.
Kern se quedó rígido. Sintió el sudor que le brotaba por todos los poros. Después de algún tiempo oyó un suspiro y sintió que la persona se volvía en la cama. Esperó algunos minutos más. Todo continuó silencioso, y en la oscuridad sólo se oía respirar profundamente. Con cuidado cogió sus cosas, y cautelosamente salió del cuarto.
Un hombre en camisa estaba parado en el corredor, frente al cuarto de Kern, y le miraba a través de sus gafas. Vio a Kern salir del cuarto vecino cargado con sus cosas. Kern estaba tan azorado que no podía dar una explicación. Pasó por delante del hombre, que no se movió de donde estaba, y entró despacio por la puerta abierta de su cuarto, arregló sus cosas y se metió en la cama. Antes, tuvo el cuidado de pasar la mano por encima de ella para cerciorarse de que no había nadie.
El hombre se quedó algún tiempo parado en la puerta. En sus gafas se reflejaba la débil luz del pasillo. Después entró y cerró la puerta con estrépito.
En aquel mismo instante los gritos comenzaron de nuevo. Kern comprendió ahora lo que había pasado.
—¡No me peguen! ¡No me peguen! ¡Por amor de Dios, no me peguen! ¡Por favor, por favor!… ¡Ay…!
Los gritos se transformaron en débiles lamentos hasta parar. Kern se sentó en la cama.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó en la oscuridad.
Alguien encendió la luz. El sujeto de las gafas se dirigió al tercer lecho donde yacía un hombre con los ojos desorbitados y empapado de sudor. El otro trajo un vaso de agua que le acercó a la boca.
—Beba esto. Está usted soñando. No corre ningún peligro.
El hombre bebió con avidez. La nuez le subía y bajaba por el delgado cuello. Después cayó hacia atrás exhausto; cerró los ojos y dio un profundo suspiro.
—¿Pero qué es lo que ha pasado? —insistió Kern.
El hombre de las gafas se aproximó a su cama.
—Es un camarada con pesadillas. Sueña en voz alta. Salió hace algunas semanas de un campo de concentración. Tan sólo son nervios.
—¡Ah, sí!
—¿Vive usted aquí? —preguntó el hombre de las gafas.
Kern asintió con la cabeza.
—Me parece que también estoy nervioso. Cuando empezó a gritar hace un momento, salí corriendo, pensando que la policía estaba haciendo una batida aquí, en el hotel. Y después de eso, entré en otro cuarto confundido.
—¡Ah!, entonces fue eso.
—Perdonen —dijo el tercer hombre—. No voy a dormir más ahora.
—Deje eso —dijo el hombre de las gafas, volviendo a su cama—. Sus pesadillas no nos molestan en absoluto. ¿No es así, muchacho?
—Nada —confirmó Kern.
La luz se apagó de pronto y el cuarto se quedó a oscuras. Kern se echó, pero durante mucho tiempo no consiguió dormir. Le excitaba su aventura del cuarto vecino. Aquel seno suave y tibio debajo de la fina sábana. Todavía lo podía sentir, y le parecía que su mano no era la misma.
Más tarde oyó al hombre que gritaba en sueños, levantarse e irse a sentar junto a la ventana. Su cabeza inclinada se dibujaba en la luz cenicienta de la madrugada como la estatua sombría de un esclavo. Kern se quedó observándolo durante algún tiempo, después se durmió.
Joseph Steiner no halló dificultad para atravesar otra vez la frontera. Conocía perfectamente el camino y la experiencia de patrullar que adquirió durante la guerra le servía de mucho. Fue guía de una compañía en 1915, habiendo recibido la Cruz de Hierro por una peligrosa «reconnaissance» en la cual capturó un prisionero.
Al cabo de una hora estaba fuera de la zona de peligro.
Tomó el autobús para Viena. No había mucha gente en el coche. El cobrador lo reconoció.
—¿De vuelta otra vez, amigo?
—Un billete de segunda para Viena —dijo Steiner.
—Servicio rápido —continuó el hombre.
Steiner lo miró.
—Conozco muy bien el asunto —siguió el cobrador—. Todo el día están pasando personas con escolta, expulsadas del país. Nosotros acabamos conociendo a los agentes. Es un sucio negocio. Usted también salió en este coche, pero con seguridad no se acuerda.
—No tengo la menor idea de a qué se está refiriendo.
El cobrador se echó a reír.
—Ya se acordará. Oiga, quédese de pie, ahí detrás de la plataforma. Si aparece algún inspector, lo que es, seguramente, poco probable a esta hora, salte afuera. Y así economiza el precio del billete.
—Muchas gracias.
Steiner se levantó y fue hacia la parte trasera del coche. Sintió el aire en el rostro y vio pasar con rapidez las luces de una pequeña aldea. Aspiró profundamente, aprovechándose de la más loca de las intoxicaciones, la intoxicación de libertad. Su sangre bullía y sentía los músculos en tensión. Estaba vivo. No había sido capturado; estaba vivo y había escapado.
—¿Quiere un cigarro, hermano? —le dijo al cobrador que le vino a hacer compañía.
—Muchas gracias, pero no podré fumar ahora.
—Yo, en cambio, puedo fumar el mío.
—En eso usted lleva ventaja —dijo el cobrador riendo.
—Es verdad —dijo Steiner, tragando el humo hasta los pulmones—. Por lo menos en eso llevo ventaja sobre usted.
Volvió a la misma pensión en que la policía le había detenido.
La dueña estaba allí, sentada en su escritorio. Se sobresaltó al divisar a Steiner.
—Usted no puede quedarse aquí —dijo rápidamente.
—¡Ya lo creo que puedo! —dijo Steiner, poniendo en el suelo su mochila.
—No discutamos, señor Steiner. La policía puede volver de un momento a otro y cerrar mi establecimiento.
—Querida Luisa —dijo Steiner indiferente—. El lugar más seguro que conocí, durante la guerra, fue un cráter hecho por una granada. Era casi imposible que otra cayese en el mismo lugar. Siendo así, tu modesta pensión es una de las más seguras de Viena.
—¡Usted será mi ruina!; —dijo, en tono desesperado.
—¡Qué gracioso! Eso es lo que yo siempre deseaba ser ¡La ruina de alguien! Luisa, eres una criatura romántica.
Steiner miró a su alrededor.
—¡Hay todavía café y aguardiente por ahí!
—¿Café y aguardiente?
—Sí, Luisa, ¡mi bien! ¡Sabía que tú habrías de entenderme, linda! ¿La botella de coñac está todavía en el armario?
Ella le miró desconsolada.
—Sí, naturalmente que está —dijo al fin.
—¡Estupendo! —Steiner cogió la botella y dos vasos—. ¿Vas a tomar también un trago?
—¿Yo?
—Claro. ¿Quién había de ser?
—No. No quiero.
—Anda, Luisa, toma un trago a mi salud. ¡Es tan triste beber solo! Toma. —Llenó un vaso y se lo ofreció.
Ella se quedó pensativa, y, finalmente, aceptó el vaso.
—Está bien. Pero, por favor, no se quede aquí.
—Sólo por unos días —dijo Steiner, pausado—. Nada más que unos días. Me traes suerte, y ahora la necesito, pues tengo muchos planes en la cabeza. —Y sonrió—. Ahora tráeme el café, mi bien.
—¿Café? ¡Si no tengo café!
—Sí que tienes, mi amor. Está allí, seguramente, y estoy seguro de que es estupendo.
La dueña rió forzadamente.
—Es usted un caso serio. Además, mi nombre no es Luisa; es Teresa.
—Teresa, eres un sueño.
Ella trajo el café.
—Las cosas del viejo Selignan están todavía aquí —dijo señalando una maleta—. ¿Qué es lo que voy a hacer con ellas?
—¿Eran de aquel judío de la barba grisácea?
La dueña asintió con la cabeza.
—Según he oído decir por ahí, está muerto.
—Sí, lo está, pobrecillo. ¿Y usted no sabe por dónde andan sus hijos?
—¿Cómo lo he de saber? No puedo estar quebrándome la cabeza en esas cosas.
Steiner cogió la maleta y la abrió. Una docena de carretes de hilo de todos los colores rodaron por el suelo. Debajo de ella, cuidadosamente liada, había una caja de cordones de zapatos. Después un traje, un par de botas, un libro hebreo, algunas camisas, algunos cartones de botones de pasta, una carterita conteniendo algunas monedas de un chelín, dos carretes de seda y una túnica blanca para oraciones envuelta en un papel de seda.
—No es gran cosa para toda una vida, ¿no te parece, Teresa?
—Muchos poseen todavía menos que eso.
—Es verdad. —Steiner examinó el libro hebreo y descubrió un pedazo de papel que sobresalía de entre las tapas. Lo sacó con cuidado y vio en él una dirección escrita con tinta—. Voy a buscar estas señas. —Se levantó—. Muchas gracias, Teresa, por el café y el coñac. Llegaré farde esta noche. Es mejor que me arregles el cuarto cerca de la terraza, con salida a ella. Así me podré escabullir rápidamente, si fuera necesario.
La dueña parecía que quería decirle algo, pero Steiner levantó la mano.
—No, no, Teresa. Si la puerta estuviera cerrada con llave cuando yo llegue, volvería trayendo conmigo un batallón entero de la policía de Viena. Pero tengo la seguridad de que no lo estará. Dar asilo al peregrino es una de las obras de Misericordia; tendrás mil años de felicidad en el cielo por ello. Voy a dejar mi mochila aquí.
Salió. Sabía que era inútil continuar la conversación, y ya conocía el extraordinario efecto persuasivo que los objetos personales ejercen sobre las personas que llevan una vida regular. Su mochila surtiría más efecto para encontrarle alojamiento que todos los ruegos. Bastaba la sola presencia de ésta para acabar con las últimas objeciones de la patrona.
Steiner se dirigió al «Café Sperler». Quería encontrarse con el ruso Tschernikoff. Cuando estaban presos habían combinado esperarse en aquel local el uno al otro, el primer o segundo día después de la liberación de Steiner. Los rusos tenían sobre los alemanes quince años más de experiencia como apátridas. Tschernikoff había prometido a Steiner averiguar si era posible comprar pasaportes falsificados en Viena.
Steiner se sentó a una mesa de un rincón. Quería pedir algo de beber, pero el camarero no le prestaba la menor atención. No era habitual que consumiesen nada, ya que la mayoría de las personas asistentes no tenían dinero.
El local era el lugar de reunión típico de los emigrantes. Estaba lleno de gente. Muchos de ellos dormían en los bancos y en las sillas; otros se echaban en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Estaban haciendo tiempo esperando que el café cerrase, y así les salía gratis el pasar la noche.
Desde las cinco de la mañana hasta la tarde paseaban por allí, esperando que el café abriese nuevamente. La mayoría eran intelectuales que sufrían mucho para adaptarse.
Un hombre con traje a cuadros y cara de luna llena vino a sentarse al lado de Steiner, mirándole durante algún tiempo con sus ojos negros y vivos:
—¿Tiene algo para vender? —preguntó finalmente—. ¿Joyas? Hasta por joyas antiguas doy dinero.
Steiner movió la cabeza.
—¿Trajes, camisas, zapatos? —El hombre le miraba con insistencia—. Una alianza, tal vez.
—Márchese, alimaña —dijo de malos modos Steiner.
Tenía verdadero odio a estos vendedores ambulantes, que procuraban engañar a los incautos emigrantes, sacándoles hasta el último trapo a cambio de unos miserables céntimos.
Llamó a un camarero que pasaba.
—¡Eh!, tráigame un coñac.
El camarero le miró estupefacto y se aproximó.
—¿Fue un abogado lo que el señor me pidió? Hay dos aquí. El que está en ese rincón, es el doctor Silber, del Tribunal Supremo de Berlín: cobra un chelín por consulta. En aquella otra mesa redonda, cerca de la puerta, está el juez Epstein, del Tribunal de Casación de Múnich: medio chelín por consulta. Pero, aquí entre nosotros, el señor Silber es mejor.
—Yo no quiero un abogado, quiero un coñac —dijo Steiner.
El camarero se puso la mano irónicamente detrás de la oreja:
—¿Habré oído bien? ¿Un coñac?
—Sí. Una bebida que sería mucho más sabrosa si las copas no fuesen tan pequeñas.
—Está bien. Perdone, pero es que soy un poco sordo. Además, ya me había olvidado de ese nombre. Café es casi la única cosa que aquí se bebe.
—Bueno. Entonces tráigame el coñac dentro de una taza.
El camarero trajo el coñac y se quedó de pie, al lado de la mesa.
—¿Cuánto es? —preguntó Steiner—. ¿Es que quiere saber cómo bebo?
—Tendrá que pagar por adelantado. Es costumbre. De lo contrario ya estaríamos arruinados.
—Si es así, tome.
Steiner pagó.
—Esto es demasiado —respondió el camarero.
—El cambio queda de propina para usted.
—¿Propina? ¡Dios mío! —dijo el camarero anonadado—. ¡Hace años que no sabía lo que era eso!
¡Muchas gracias, señor! ¡Con ella convierte a un pobre diablo otra vez en hombre!
Algunos minutos más tarde llegaba el ruso. En seguida divisó a Steiner y se sentó a su lado.
—Ya comenzaba a pensar que había dejado Viena, Tschernikoff.
El ruso se echó a reír.
—Para nosotros hasta lo probable es siempre incierto. Ya descubrí todo lo que usted quería saber.
Steiner vació de un trago la copa.
—¿Pudo conseguir los documentos?
—Sí, y muy buenos por cierto. La mejor falsificación que he visto.
—Tengo que resolver esta situación —dijo Steiner—. Necesito documentos. Prefiero arriesgarme a ser metido en la cárcel por uso de pasaporte falso, que soportar estas eternas zozobras y detenciones. ¿Qué ha sido lo que usted ha descubierto?
—Estuve en el «Café Hellebarde». Es allí donde se hacen ahora esta clase de negocios. Son los mismos de hace siete años. Se puede confiar en ellos. Creo que los papeles más baratos que proporcionan cuestan cuatrocientos chelines.
—¿Y qué es lo que se consigue por esa cantidad?
—El pasaporte de un austríaco fallecido. Válido por algo más de un año.
—Un año. ¿Y después?
Tschernikoff miró a Steiner.
—Fuera del país es fácil que sea prorrogado el plazo.
O quizá alguien, con habilidad, pueda conseguir alterar la fecha.
Steiner movió la cabeza.
—Además de eso, existen dos pasaportes pertenecientes a refugiados alemanes fallecidos, pero cuestan ochocientos chelines cada uno. Pasaportes completamente falsificados cuestan de mil a mil quinientos chelines. Pero, a pesar de todo, yo no se los recomendaría.
Tschernikoff sacudió la ceniza de su cigarrillo.
—De momento, en su caso, nada ha de esperar de la Sociedad de Naciones. Y aquellos que entraron en el país ilegalmente sin pasaporte, mucho menos. Nansen está muerto y él era quien nos los proporcionaba.
—Cuatrocientos chelines —dijo Steiner—. Y yo sólo tengo veinticinco.
—Quién sabe si podrá usted regatear y conseguir que le bajen el precio a trescientos cincuenta.
—Comparándolo con mis veinticinco chelines, da lo mismo. Pero no importa, he de conseguir el dinero. ¿Dónde está el «Café Hellebarde»?
El ruso sacó un pedazo de papel del bolsillo.
—Aquí está la dirección y el nombre del camarero que actúa como intermediario. El busca a los vendedores y recibe cinco chelines por el servicio.
—Muy bien. Voy a ver cómo me las arreglo. —Steiner guardó cuidadosamente el pedazo de papel—. Muy agradecido Tschernikoff.
—De nada —respondió el ruso—. Cada uno hace lo que puede cuando llega la ocasión. Nadie está libre de verse en una encrucijada como ésta.
—Es verdad. —Steiner se levantó—. Después vendré a buscarle por aquí, para contarle cómo me ha salido la cosa.
—Perfectamente. Siempre estoy aquí alrededor de estas horas. Juego al ajedrez con el dueño, un alemán del Sur. Aquel del pelo rizado. Nunca imaginé tener la suerte de jugar con un as del ajedrez. —Tschernikoff sonrió—. El ajedrez es mi gran pasión.
Steiner se despidió, y pasando por encima de las personas que dormían a lo largo de la pared, con la boca abierta, se dirigió hacia la puerta. En la mesa del Juez Epstein estaba sentada una rolliza judía que parecía adorarlo. Delante de él, sobre la mesa, había medio chelín y la velluda mano izquierda de Epstein no estaba muy lejos, semejando una enorme araña esperando el momento de saltar sobre la presa.
Una vez fuera, Steiner respiró profundamente. El leve aire de la noche le parecía ambrosía en contraste con aquel ambiente enrarecido de humo y miseria del café. «Necesito salir de aquí —pensó—; necesito salir a cualquier precio». Miró un reloj. A pesar de lo tarde que era, resolvió ir en busca de su amigo el jugador, con el que había intimado en la prisión.
El pequeño bar, indicado por el estafador como su cuartel general, estaba casi vacío. Sólo dos mujeres excesivamente pintadas se sentaban en los altos taburetes, como unos papagayos encaramados en las ramas de un árbol.
—¿Anda Fred por aquí? —preguntó Steiner al barman.
—¿Fred? —El hombre miró a Steiner recelosamente—. ¿Qué quiere usted de Fred?
—Charlar un instante con él. ¿Qué otra cosa si no voy a querer?
El barman reflexionó por unos instantes.
—Salió hace cosa de una hora —dijo finalmente.
—¿Volverá todavía por aquí?
—No lo sé.
—Está bien, esperaré. Dame un vodka.
Steiner esperó una hora poco más o menos. Pasó revista mentalmente a todo lo que pudiera proporcionarle dinero, pero no lograba más que unos setenta chelines. Las dos mujeres poca atención le dispensaban. Se entretuvieron un rato aún, pero por fin se marcharon. El barman comenzó a jugar a los dados él sólo.
—¿Echamos una partida? —dijo Steiner.
—Echemos.
Jugaron y Steiner ganó. Continuaron jugando. Steiner sacó cuatro ases dos veces seguidas.
—Parece que mi suerte está en los ases.
—Usted tiene suerte de todas maneras —respondió el otro—. ¿Cuál es su signo?
—No sé.
—Usted parece que es de Leo. Por lo menos tiene el sol en la constelación de Leo. Yo entiendo un poco de Astrología. Va la última jugada, ¿eh? Fred no volverá ya. Nunca vuelve tan tarde. El necesita dormir para tener las manos firmes.
Jugaron una vez más y Steiner ganó nuevamente.
—¿Está viendo? —dijo el hombre en tono satisfecho, echando cinco chelines sobre la mesa—. Usted sin duda alguna es de Leo, con Neptuno en ascendencia, según creo. ¿En qué mes nació?
—En agosto.
—En ese caso es usted un Leo perfecto. Tendrá una suerte magnífica este año.
—Para eso necesitaría una selva completa, llena de leones. —Y Steiner vació el vaso—. Dígale a Fred que estuve aquí, ¿entendido? Dígale que Steiner vino a verle. Volveré mañana a las ocho.
—Está bien.
Steiner volvió a la pensión. El camino era largo y las calles estaban vacías. Sobre su cabeza el cielo centelleaba lleno de estrellas, y de detrás de las tapias llegaba de vez en cuando un fuerte perfume de lilas en flor. «Dios mío, María —pensó—, esto no puede continuar así toda la vida».