Steiner llegó a las once de la mañana. Dejó la maleta en la consigna, y se fue directamente al hospital. No veía siquiera la ciudad que se movía a su alrededor; únicamente percibía vagamente, a cada lado, un conglomerado de casas, vehículos y personas…
Delante del gran edificio blanco se detuvo, dudando, mirando la ancha puerta de entrada y la larga hilera de ventanas, piso por piso. «En alguno de estos departamentos… tal vez ni siquiera exista». Apretó los dientes y entró.
—Deseaba saber cuál es el horario para visitar a los enfermos —preguntó en la ventanilla de Informaciones.
—¿De qué categoría? —preguntó la enfermera.
—No sé. Es la primera vez que vengo.
—¿Cómo se llama el enfermo?
—María Steiner.
Por un instante experimentó un extraño sentimiento de estupor al ver que la enfermera volvía con aire indiferente las hojas de un gran libro. Casi esperaba que las paredes se derrumbasen sobre él o que saltase y llamara inmediatamente a un guardia en el momento que pronunciase aquel nombre.
Sin embargo, seguía volviendo las páginas.
—Los enfermos de primera clase pueden recibir visitas a cualquier hora —informó mientras continuaba buscando.
—No debe ser de primera clase —dijo Steiner—, quizá sea de tercera.
—La hora de visitas para la tercera clase es de tres a cinco —continuaba buscando—. ¿Cómo ha dicho que es el nombre? —preguntó.
—Steiner, María Steiner.
Notaba la garganta seca. Miraba ansiosamente a la enfermera, que era muy bonita, como si fuese a pronunciar su sentencia de muerte. Temía que de un momento a otro le dijese que la paciente había muerto.
—María Steiner —dijo finalmente la enfermera—, segunda clase. Cuarto 505, quinto piso. Visita de tres a seis.
—Quinientos cinco. Muchas gracias, señorita.
—No hay de qué darlas, señor.
Steiner no se movió. La enfermera cogió el teléfono.
—¿Desea saber algo más, señor?
—¿Vive todavía? —preguntó.
La joven volvió a dejar el teléfono. En el receptor una voz lejana y metálica continuaba graznando, casi como si el aparato se hubiera convertido repentinamente en un animal.
—¡Sí, sin duda, señor! —dijo y echó un vistazo al libro—. De no ser así habría una nota al lado del nombre. Las defunciones se anotan inmediatamente.
—Gracias.
Steiner, haciendo un esfuerzo, no pidió que le dejaran subir en aquel momento; receló que le preguntasen la razón, y prefería pasar inadvertido.
Vagó por las calles tristemente, pasando de vez en cuando por delante del hospital. «Vive —pensaba—. Dios mío, todavía está viva».
De repente le entró miedo de que alguien le reconociese y se refugió en un bar donde podría esperar sin peligro. Pidió algo para comer, pero cuando se lo sirvieron no consiguió tragarlo. El camarero le miraba extrañado.
—¿No le gusta?
—Sí, me gusta, está muy bueno. Pero tráigame primero una cerveza.
Se esforzó por comer, y después pidió un periódico y cigarrillos. Pretendía leer realmente, pero no consiguió entender nada. Permaneció en la oscura habitación, que olía a comida y cerveza ácida, mientras transcurrían las más terribles horas de angustia de su vida. Le venía a la cabeza la idea de que María se estaba muriendo en aquel momento, oía cómo le llamaba desesperadamente, con el rostro cubierto de sudor, y él allí sentado como un pedazo de corcho, con el periódico ante los ojos y los dientes apretados por miedo a gritar y salir corriendo. Las manecillas del reloj eran el brazo con que el destino detenía el curso de su vida y le sofocaba con la lentitud de su movimiento.
Por fin tiró el periódico a un lado y se levantó. El camarero, que estaba apoyado en el mostrador del bar limpiándose los dientes con un palillo, se aproximó cuando vio que el cliente se levantaba.
—¿Quiere la cuenta?
—No —respondió Steiner—. Tráigame otra cerveza.
—Muy bien.
El camarero le sirvió.
—Bébase usted otra —ofreció Steiner.
—Con mucho gusto.
El camarero llenó otro vaso y lo levantó con dos dedos.
—¡A su salud!
—Gracias.
Vaciaron los vasos.
—¿Juega al billar? —preguntó Steiner.
El camarero miró hacia la vieja mesa, que estaba en medio de Ja sala.
—Un poco —dijo.
—¿Quiere que juguemos una partida?
—¿Por qué no? ¿Sabe jugar bien?
—No juego hace mucho tiempo. Podemos jugar la primera partida para probar, si quiere.
—Bien, vamos.
Dieron tiza a los tacos e hicieron algunas jugadas. En seguida comenzaron la partida, que Steiner ganó.
—Juega usted mejor que yo —dijo el camarero—. Tiene que darme algunas carambolas de ventaja.
—Está bien.
—«Si gano esta partida —pensó Steiner— es que todo irá bien. María no morirá. Incluso puede ser que hasta mejore».
Se concentró completamente en el juego y venció.
—Ahora le daré veinte carambolas de ventaja —dijo.
Aquellas carambolas representaban la vida, la salud y la libertad para él y para María; el sonido de las bolas era como la llave del destino girando en la cerradura. La partida era dura. El camarero consiguió colocar dos buenas series y le faltaban nada más que dos carambolas para alcanzar la victoria cuando falló la jugada por un par de centímetros. Steiner cogió su taco y comenzó su juego. Sus ojos brillaban y tuvo que descansar un instante para dominar la emoción. También esta vez ganó.
—¡Buena jugada! —dijo el camarero entusiasmado.
Steiner agradeció con la cabeza y miró la hora. Eran más de las tres. Inmediatamente pagó la cuenta y salió.
Subió de un salto los escalones cubiertos de linóleo, temblando por la emoción. El largo corredor doblaba varias esquinas. Después, una puerta blanca como la tiza apareció delante de él: el 505.
Steiner llamó levemente. Nadie contestó. Llamó de nuevo y, al no obtener respuesta, abrió la puerta apoderándose de él un miedo pavoroso de que algo horrible hubiera pasado.
El pequeño cuarto, a la débil luz de la tarde, parecía una isla de paz situada en otro mundo. Daba la sensación que el torbellino del tiempo se había parado delante de aquella criatura inmóvil que yacía en la estrecha cama y le miraba impasible. Steiner se inclinó un poco y, sin querer, dejó caer el sombrero al suelo. Iba a agacharse para recogerlo, cuando en ese mismo momento, como si le hubieran empujado por la espalda y sin saber cómo, se encontró arrodillado al lado de la cama, sollozando entrecortadamente.
Ella le miró durante algún tiempo, con expresión da paz en los ojos. Después, poco a poco, se fue poniendo inquieta. Enderezó la cabeza y movió los labios. Una especie de pánico apareció en sus ojos. Sus manos, que habían estado inmóviles bajo las ropas, se levantaron como si quisieran asegurarse por el tacto de lo que sus ojos estaban viendo.
—Soy yo, María —dijo Steiner.
Ella intentó levantar la cabeza. Su mirada escudriñaba aquel rostro tan próximo al suyo.
—Estate tranquila, María. Soy yo —decía Steiner—. Yo, que he venido a verte.
—Josef —murmuró ella.
Steiner tuvo que bajar la cabeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Se mordió los labios.
—Soy yo, María, que he vuelto junto a ti.
—Si te encuentran… —murmuró María.
—No me encontrarán. No pueden saber dónde estoy. Me quedo aquí. He de estar contigo.
—Abrázame, Josef. ¡Quiero notar que estás conmigo. He soñado tanto con ello!
Steiner posó sus labios en la mano frágil y blanca de María. Después se agachó y la besó en la boca, en los labios cansados que ya parecían formar parte de otro mundo. Cuando se levantó, ella tenía los ojos llenos de agua. Sacudió la cabeza levemente y las lágrimas comenzaron a correr.
—Sabía que no podías venir y, sin embargo, siempre te esperaba.
—Ya no me separaré de ti.
Ella quiso apartarlo.
—No puedes quedarte. Debes marcharte. No te imaginas todo lo que ha pasado por aquí. Debes marcharte inmediatamente. Vete, Josef…
—No te preocupes, María. No hay peligro.
—Sé perfectamente la clase de peligro que hay y conozco su gravedad. Ahora que ya nos hemos visto, debes irte. Yo no voy a vivir mucho y puedo quedarme sola.
—Arreglaré las cosas de manera que pueda quedarme. Dentro de poco concederán una amnistía y entonces no correré ya ningún peligro.
Ella se lo quedó mirando incrédula.
—Es verdad, ¿sabes? —dijo Steiner—. Te lo juro, María. Nadie necesita saber que estoy aquí, e incluso aunque lo sepan, no importa.
—No diré nada. Nunca lo dije.
—Ya lo sé, María. —La sangre se le subió al rostro—. ¿No pediste la separación? —preguntó dulcemente.
—No. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? ¡Oh! ¿No estás enfadado conmigo por esto?
—Te lo pedí sólo por tu bien, para que las cosas te fueran más fáciles.
—No he tenido dificultades. Nuestros correligionarios me ayudan y por eso puedo estar en este cuarto. Ha sido mucho mejor para mí estar en una habitación sola. Me imaginaba que estabas siempre conmigo.
Steiner la observaba. Su rostro estaba demacrado, los pómulos salientes y la piel de una palidez cérea, sombreada de azul. El cuello fino y frágil y los huesos de sus clavículas destacaban netamente de sus hombros consumidos. Hasta los ojos estaban velados y la boca pálida. Sólo sus cabellos brillaban. Parecían haberse tornado más espesos y abundantes, como si toda su energía se hubiese concentrado allí para triunfar de la ruina del cuerpo. Extendidos a la luz del sol poniente, recordaban una aureola de cobre y oro, como protestando de la fatiga de aquel cuerpo casi infantil, apenas perceptible bajo las sábanas.
La puerta se abrió y entró una enfermera. Steiner se levantó. La muchacha traía un vaso lleno de un líquido lechoso, que colocó sobre la mesa.
—¿Tiene visita hoy? —preguntó examinando a Steiner atentamente.
La enferma asintió con la cabeza.
—Sí, un pariente que viene de Breslau —murmuró.
—¡Desde tan lejos! Ha sido muy amable. Ahora se distraerá un poco.
Los ojos azules de la enfermera miraron disimuladamente a Steiner una vez más, mientras le quitaba el termómetro a la enferma.
—¿Tiene fiebre? —indagó Steiner.
—No —contestó alegremente la enfermera—. Hace ya varios días que no tiene.
Se guardó el termómetro en el bolsillo de la bata y salió. Steiner empujó la silla junto a la cama y se sentó cerca de María, cogiéndole las manos.
—¿Estás contenta de que esté a tu lado? —preguntó, consciente de la inutilidad de su pregunta.
—Para mí lo eres todo —respondió María con seriedad.
Se miraron en silencio. No tenían mucho que decir. El hecho de estar juntos lo significaba ya todo para ellos. Se miraban el uno al otro y lo demás no tenía importancia. Habían estado perdidos y acababan de encontrarse. La vida no tenía ni futuro ni pasado; todo era presente. Reposo, tranquilidad y paz.
La enfermera entró nuevamente y anotó la temperatura en el gráfico; ellos ni se dieron cuenta. Continuaban mirándose. El rayo de sol avanzaba lentamente; parecía tener pereza de abandonar los lindos cabellos de fuego, para anidar, como un pájaro luminoso, junto a la almohada. Después se movió más hacia arriba y, todavía con pereza, subió lentamente por la pared. Los dos permanecían en silencio sin separar los ojos uno del otro. Llegó la azulada luz del crepúsculo que llenó la estancia de una ligera penumbra. Ellos continuaron inmóviles hasta que la oscuridad se apartó de los rincones de la estancia y cubrió con sus alas aquel pálido rostro. La puerta se abrió nuevamente dando entrada al médico acompañado de la enfermera. Ésta encendió la luz y le indicó a Steiner que debía marcharse.
—Desde luego —dijo rápidamente Steiner levantándose. Se inclinó sobre la cama—. Mañana volveré, María.
Ella permaneció allí, como un niño cansado, ya medio dormida, más en el mundo de los sueños que en el real.
—Sí —respondió.
Steiner no podía decir si estaba hablando con él o con la persona con quien soñaba.
Steiner esperó en el corredor a que el médico saliese. Le preguntó cuánto creía que podía durar. Éste le observó atentamente.
—Tres o cuatro días más. Es un milagro que todavía esté viva.
—Muchas gracias.
Steiner descendió lentamente. Al llegar a la puerta; se detuvo. Ante él apareció repentinamente la visión de la ciudad. Todavía no la había visto realmente; pero ahora se extendía ante sus ojos, real, clarísima en sus formas, en la plenitud de su vida. Vio las calles, las casas, el peligro, el peligro invisible y silencioso, esperándole en cada esquina, en cada puerta, en todas las caras. Sabía que no lo podía evitar, que en aquella casa blanca de la que acababa de salir, sería descubierto; pero sabía también que necesitaba esconderse para poder volver a ella al día siguiente. Tres o cuatro días. Un instante y una eternidad. Durante un momento dudó si debería buscar a alguno de sus amigos, pero, finalmente, prefirió dirigirse a cualquier hotel poco frecuentado. Sería el mejor sitio para esconderse aquella primera noche.
Kern estaba sentado en una celda de la prisión de la Santé con el austríaco Leopoldo Bruck y con el renano Moenke. Estaban engomando bolsas de papel.
—Muchachos —dijo Leopoldo al cabo de un rato—. Tengo el estómago tan repleto de aire que creo me va a estallar. Me dan ganas hasta de comerme esta goma… ¡si no estuviera castigado!
—Esperad diez minutos —respondió Kern—; la bazofia de la noche debe estar al llegar.
—¿Y qué adelantamos con ella? Tengo siempre más hambre después que antes de comerla. —Leopoldo hinchó una bolsa y la aplastó con estruendo—. Es un asco que en estos tiempos tengamos estómago. Cuando pienso en una buena tajada de carne asada o en un sabroso pie de cerdo, me dan ganas de romper todo esto.
Moenke levantó la cabeza.
—A mí me apetece más un gran filete —declaró—, con bastantes cebollas y patatas doraditas, y una cerveza helada para acompañarlo.
—¡Cállate! —gruñó Leopoldo—. Vamos a pensar en otra cosa. En flores, por ejemplo.
—¿Por qué precisamente en flores?
—En algo que sea bonito, ¿comprendes?, para distraernos.
—No tengo ningún interés en las flores.
—En una ocasión vi un rosal —comenzó Leopoldo, haciendo un esfuerzo enorme para concentrarse—. Fue el último verano, enfrente de la cárcel, en Nápoles. Era al caer de la tarde, en la hora del descanso, tenía rosas rojas. Tan rojas como… como…
—Como un filete poco frito —completó Moenke.
—¡Oh! ¡Qué infierno!
Oyeron ruido de llaves.
—Ahí está la bazofia —dijo Moenke.
La puerta se abrió. No era el carcelero con la comida, sino el guardia.
—Kern —dijo.
Kern se levantó.
—Venga conmigo. Tiene una visita.
—¿Una visita? —preguntó Kern admirado.
—¿A lo mejor es el presidente de la República? —terció Leopoldo.
—Tal vez sea Klassmann. Posee documentos. Puede ser que traiga algo de comida.
—Mantequilla —sugirió Leopoldo—. Un hermoso pedazo, amarillo como un girasol.
Moenke hizo una mueca.
—¡Ya salió el poeta incorregible! Ahora piensa en girasoles.
Kern se quedó parado en la entrada como si hubiese sido alcanzado por un rayo.
—¡Ruth! —dijo sorprendido—. ¿Cómo has conseguido venir? ¿Has sido detenida?
—¡No, Ludwig, no!
Kern miró receloso al guardia que estaba despreocupadamente apoyado en un rincón. Entonces se dirigió apresuradamente hacia Ruth.
—Por Dios, Ruth, sal de aquí inmediatamente —murmuró en alemán—. No sabes lo que haces. Pueden detenerte en cualquier momento y ello significaría de un mes a mes y medio de cárcel, por reincidencia. ¡Vete en seguida, vete!
—Un mes —dijo Ruth horrorizada—. ¿Tienes que estar aquí un mes?
—No tiene importancia. Un poco de mala suerte. Pero tú… no seas tonta. ¡Pueden pedirte los documentos! ¡En cualquier momento!
—¡Pero si yo tengo documentos!
—¿Qué tienes qué?
—¡Tengo un permiso de residencia, Ludwig!
Sacó del bolsillo el documento y se lo entregó a Kern. Éste lo miraba sin comprender.
—¡Dios mío! —dijo lentamente, después de algún tiempo—. ¡Pues, es verdad! ¡No hay duda alguna! Es como si un muerto hubiese resucitado. Por lo visto, esta vez acertaste. ¿Quién te lo ha conseguido? ¿El Socorro a los Refugiados?
—Sí, el Socorro y Klassmann.
—Guardia —dijo Kern—, ¿está permitido a un detenido besar a una mujer?
El guardia le miró con indiferencia.
—Si usted lo quiere, yo no tengo nada que ver con ello —respondió—. ¡Mientras ella no se aproveche de la oportunidad para darle un cuchillo o una lima…!
—De nada me serviría, con el poco tiempo que me falta.
El guardia lió un cigarrillo y lo encendió.
—Ruth —dijo Kern—, ¿has tenido alguna noticia de Steiner?
—No, nada. Marill dice que no es posible que se reciban. Con seguridad que no escribirá. Prometió volver. Cuando menos lo esperemos aparecerá.
Kern se quedó pensativo.
—¿Cree Marill que volverá?
—Así pensamos todos, Ludwig. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Kern estuvo de acuerdo.
—Sí, no podemos hacer más que esperar. Después de todo, se marchó únicamente por una semana. Es posible que consiga volver.
—Ya es hora —avisó el guardia—. Por hoy ya es suficiente.
Kern abrazó a Ruth.
—Vuelve —murmuró ella—, vuelve pronto. ¿Sabes si te vas a quedar aquí, en la Santé?
—No, nos van a llevar a la frontera.
—Voy a intentar conseguir otro permiso para visitarte. Vuelve pronto. Sabes cómo te amo, Ludwig. Vuelve cuanto antes. Quisiera irme contigo.
—No puedes hacerlo. Tu permiso es válido solamente en París. Volveré tan de prisa como pueda.
—He traído algún dinero. Lo tengo bajo el brazo. Tómalo mientras me abrazas.
—No lo necesito. Tengo lo suficiente. Guárdalo. Marill cuidará de ti y quizá Steiner vuelva en seguida.
—Ya es hora, pequeños —avisó nuevamente el guardia—. A fin de cuentas el muchacho no va a ser guillotinado.
—Adiós. —Se besaron—. Te quiero, Ludwig. ¡Vuelve cuanto antes!
Ruth dio unos pasos atrás y cogió un paquete que estaba encima del banco.
—Traje unas cosas para comer. Abajo ya las examinaron. Está todo en orden —dijo volviéndose hacia el guardia—. ¡Adiós, Ludwig!
—Estoy contento, Ruth. ¡Sólo Dios sabe lo contento que estoy porque has conseguido el permiso! Me parece hallarme en el paraíso.
—Muy bien, ahora en marcha —dijo el guardia—. Vuelva al paraíso.
Kern cogió el paquete y se lo puso debajo del brazo. Pesaba.
Siguió detrás del guardia.
—¿Sabe? —dijo este último pensativamente—. Mi mujer tiene sesenta años y es un poco jorobada, y, sin embargo, a veces siento nostalgia de mi hogar.
El carcelero, cargado con las vasijas de comida, entraba en la celda en el mismo momento en que Kern volvió.
—Kern —dijo Leopoldo con una expresión desconsolada—, nuevamente sopa de patatas sin patatas.
—Es sopa de legumbres —anunció el carcelero.
—Como si dijera que es café —respondió Leopoldo—. Creo todo lo que diga.
—¿Qué trae en ese bulto? —preguntó Moenke a Kern.
—Algo de comer. Todavía no lo he abierto.
La expresión de Leopoldo se hizo radiante.
—¡Abre en seguida el paquete!
Kern desató la cuerda.
—Mantequilla —dijo Leopoldo reverentemente.
—Como el girasol —añadió Moenke.
—¡Pan blanco! ¡Salchichas! ¡Chocolate! —enumeraba Leopoldo con voz emocionada—. ¡Un queso entero!
—¡Cómo un girasol! —repitió Moenke.
Leopoldo no prestó atención. Con aire displicente exclamó:
—Guardia, llévese esa bazofia miserable y…
—De ninguna manera —interrumpió Moenke—. Nada de prisas. ¡Estos austríacos! Por su causa perdimos la guerra en 1918. Déjeme ver lo que hay —dijo al carcelero.
Colocó las vasijas sobre el banco. Arregló las demás cosas alrededor de ellas y se quedó admirando aquella naturaleza muerta. En la pared, encima mismo del queso, estaba escrito a lápiz, por algún ocupante anterior de la celda, lo siguiente: «Todo se acaba, incluso una sentencia de muerte».
Moenke hizo una mueca.
—Tomaremos la sopa de legumbres como aperitivo —anunció—. Y luego cenaremos como gente civilizada. ¿Qué te parece, Kern?
—Magnífico —respondió éste.
—Volveré mañana, María.
Steiner inclinóse sobre el cuerpo inmóvil y después se levantó. La enfermera estaba de pie en la puerta. Su inquieta mirada le envolvió, pero evitaba encontrarse con sus ojos. La bandeja que llevaba en la mano temblaba, haciendo tintinear el vaso que en ella descansaba.
Steiner salió al pasillo.
—¡Deténgase! —ordenó una voz.
A cada lado de la puerta había un hombre de uniforme revólver en mano. Steiner se detuvo. No hizo gesto alguno de temor.
—¿Cómo se llama?
—Johann Huber.
—Venga hasta la ventana.
Un tercer hombre se aproximó y le miró.
—Es Steiner —dijo—, no tengo la menor duda. Le reconozco. Usted, con seguridad, también me reconoce, ¿eh, Steiner?
—No le olvidé nunca, Steinbrenner —respondió Steiner con tranquilidad.
—¡Esta vez no se me escapa! —gruñó el otro—. Sea bienvenido. Estoy muy contento de verle de nuevo. Sin duda esta vez pretende pasar algún tiempo con nosotros, ¿eh? Tenemos ahora un campo formidable, con todas las comodidades.
—Me lo figuro.
—¡Esposas! —ordenó Steinbrenner—. Sólo por precaución, querido. Me quedaría muy solo si nos abandonase de nuevo.
Se oyó el ruido de una puerta que se abría. Steiner miró por encima del hombro. Era la puerta de la habitación de su mujer. La enfermera lanzó una rápida ojeada y volvió a desaparecer.
—Entonces, ha sido ella —dijo Steiner.
—Sí. Es bonita, ¿verdad? —dijo irónicamente Steinbrenner—. Así es como hacemos volver al nido a los pájaros más remisos… para bien del Estado y, alegría de sus amigos.
Steiner contempló aquel rostro con la piel llena de manchas, la barbilla prominente y azuladas bolsas bajo los ojos. Le miró con tranquilidad; sabía lo que aquella cara le vaticinaba, pero todo era muy remoto; como si de hecho nada tuviera que ver con él. Steinbrenner guiñó los ojos, se humedeció los labios y dio un paso atrás.
—¿Continúa sin idea de lo que es tener conciencia, Steinbrenner? —preguntó Steiner.
Éste se echó a reír.
—Mi conciencia está tranquila, querido. Cuantas más personas como usted consigo atrapar, más tranquila está. Duermo como un justo. Pero en su caso voy a hacer una excepción. Iré a visitarle esta noche para que podamos conversar un poco. ¡Muy bien, pueden llevárselo! —ordenó de repente, con voz arrogante.
Steiner descendió rodeado por la escolta. Las personas que se cruzaban con ellos se paraban y los dejaban pasar en silencio. En la calle también, cuando pasaron, se hizo el mismo silencio.
Steiner fue sometido a un primer interrogatorio. Un oficial de mediana edad le interrogó y las respuestas fueron anotadas en los cuestionarios.
—¿Por qué volvió a Alemania?
—Quería ver a mi mujer antes de que muriese.
—¿Con cuál de sus correligionarios se ha encontrado aquí?
—Con ninguno.
—Es mejor que diga la verdad.
—Ya lo dije, ninguno.
—¿Qué instrucciones trajo usted?
—No he recibido órdenes de ninguna clase.
—¿A qué organización estaba afiliado en el extranjero?
—A ninguna.
—Entonces, ¿cómo vivía?
—Con mi trabajo. Como ve usted, tengo un pasaporte austríaco.
—¿Con qué grupo debía ponerse en contacto al llegar aquí?
—Si hubiese tenido esa intención, me habría escondido mejor. Sabía lo que hacía cuando fui a visitar a mi mujer.
El oficial continuó interrogándole durante algún tiempo. Después examinó el pasaporte de Steiner y la carta de su mujer que le habían cogido. Miró a Steiner y leyó la carta una vez más.
—Va usted a ser trasladado esta tarde —dijo finalmente encogiéndose de hombros.
—Quisiera pedirle una cosa —dijo Steiner—. No creo tenga mucha importancia, pero para mí significa mucho. Mi mujer todavía vive. El médico ha dicho que no vivirá más de uno o dos días. Yo dije que volvería mañana, y si no vuelvo, sabrá que he sido detenido. Para mí no espero clemencia alguna, pero desearía que mi mujer muriera en paz. Por eso le pido que me tenga aquí durante uno o dos días y me permita visitarla.
—No creo que exista modo de conseguirlo. No me arriesgo a darle una nueva oportunidad para que se fugue.
—No huiré. La habitación está en el quinto piso y solamente tiene una entrada. Si alguien me acompaña hasta allí y se queda vigilando la puerta, no me podré escapar aunque quiera. Se lo pido no por mí, sino por mi pobre mujer que se está muriendo en el hospital.
—Imposible —dijo el oficial—. No puedo autorizar una cosa semejante.
—Si que puede. Diga que quiere interrogarme de nuevo y facilitarme una entrevista que puede parecer de inapreciable valor para la policía. Podría poner como pretexto que tal vez mi mujer pudiera decirme algo que usted tenga marcado interés en saber. De esta manera justificaría que el guardia se quede esperándome fuera. También su fiel enfermera puede estar dentro de la habitación y oír todo lo que digamos.
—Eso es absurdo. Su mujer no le dirá nada, ni tampoco usted.
—Naturalmente que no. Ella no le dirá nada. Pero morirá tranquila.
El oficial reflexionó y hojeó los documentos.
—La primera vez que lo interrogamos fue sobre el Grupo VII. ¿Recuerda? Usted no dio ningún nombre. Durante este tiempo hemos conseguido coger a Müller, Böse y Wellford. ¿Quiénes son los otros?
Steiner no respondió.
—¿Nos dirá usted los otros nombres si consiento en que visite a su mujer durante dos días?
—Sí —dijo Steiner, después que lo hubo pensado un rato.
—Entonces hable.
Steiner se quedó callado.
—Me dirá usted dos nombres mañana por la farde, y el resto pasado mañana.
—Le daré todos los nombres pasado mañana.
—¿Prometido?
—Prometido.
El oficial le miró fijamente y después de pensar un poco, dijo:
—Veré lo que puedo hacer. Ahora vuelva a su celda.
—¿Quiere hacer el favor de devolverme mi carta? —pidió Steiner.
—¿Su carta? Debe quedarse con las demás pruebas. —El oficial le miró indeciso—. Después de todo, no hay nada en ella que le acuse. Está bien, llévesela.
—Gracias.
El oficial tocó el timbre e hizo que acompañasen a Steiner. «Lo lamento —pensó—. ¿Pero qué puedo hacer? No se puede ser humano sin arriesgar la propia vida».
Moritz Rosenthal estaba acostado. Por primera vez después de muchos días no sufría. Era una tarde de febrero. Las primeras luces comenzaban a brillar a través del crepúsculo parisiense. Sin mover la cabeza Moritz veía cómo se iban iluminando unas tras otra las casas de enfrente; era como un navío gigante, un transatlántico dispuesto a partir. La pared junto a la ventana proyectaba una sombra hacia el «Hotel Verdún», como una pasarela oscura que estuviese tendida para que los pasajeros subieran a bordo.
Moritz no se movía, pero desde su cama, vio por la ventana abierta a alguien que se parecía a él mismo. Subía la pasarela del navío, que continuaba balanceándose suavemente. En ese momento el ancla fue elevada y el navío comenzó a apartarse poco a poco. El cuarto se desmoronó alrededor de él como una frágil caja de cartón y fue arrastrado por la estela que dejaba la nave; las calles flotaban contra los costados, los árboles de los bosques se hundían bajo la afilada proa, ligera como la niebla, mientras la nave se erguía por los cauces de la fantasía hacia las espumeantes regiones de la eternidad. Nubes y estrellas nadaban en el azul profundo y, entonces, como en un ensueño conciliador, surgió delante de él la línea roja y dorada de una majestuosa costa. La pasarela del navío fue colocada silenciosamente. Moritz Rosenthal descendió por ella. Después, al volverse, el navío había desaparecido y se encontraba solo en una playa desierta.
Una carretera ancha y lisa se extendía ante su vista. El viejo peregrino no dudó mucho tiempo; las carreteras habían sido hechas para caminar y sus pies ya conocían esos caminos.
Al cabo de poco tiempo vio, por detrás de unos árboles plateados, una puerta inmensa, que brillaba, y más allá, cúpulas y torres resplandecientes.
Una sólida figura radiante de luz, guardaba la entrada con un cayado de pastor en la mano. «La Aduana», pensó Moritz desanimado, escondiéndose detrás de un arbusto. Miró a su alrededor. No podía retroceder; aquel camino se dirigía al abismo. «No tengo otro remedio —pensó resignadamente el anciano—. Me ocultaré aquí hasta que oscurezca. Entonces tal vez pueda encontrar alguna manera de entrar». Miró por entre unas ramas y vio al poderoso guardián que le hacía señas con su bastón. Miró nuevamente a su alrededor: no había nadie más. El guarda continuaba haciendo señas autoritarias con los brazos.
—¡Moritz, viejo Moritz! —llamó con una voz dulce y sonora.
»Llámame cuanto quieras —pensó Moritz—, que lo que es yo, de aquí no salgo».
—Viejo Moritz —continuaba llamando la voz—. Sal de detrás de la mata del sufrimiento.
Moritz se levantó. «Me han descubierto —pensó—. Ese gigante seguro que correrá más que yo. No hay salida; tengo que ir hacia él sin remedio».
—¡Viejo Moritz! —llamó nuevamente la voz.
«Que sepa mi nombre, es lo que más me extraña —murmuró Moritz—. Debo de haber sido ya deportado de aquí. De acuerdo con los últimos reglamentos significa por lo menos tres meses de cárcel. Lo único que espero es que la comida sea buena y que no me den para leer alguna revista del hogar del año 1902, sino algo más reciente. Cualquier escrito de Hemingway, es lo que me gustaría».
Cuando más se acercaba al portal, más brillante se volvía. «Cuánta luz hay ahora en las fronteras —pensó Moritz—. Ni siquiera se sabe dónde estamos. Tal vez las iluminen ahora así para cogernos con mayor facilidad».
—Viejo Moritz —dijo el guardián de la puerta—. ¿Por qué te escondes?
«¡Qué pregunta! —pensó Moritz—, cuando sabe mi nombre y todo lo que a mí respecta».
—Entra —invitó el guarda.
—Oiga —respondió Moritz—. En mi opinión no he hecho nada que no fuese legal. Todavía no atravesé su frontera. ¿O es que el sitio que acabo de dejar a mi espalda es también territorio de ustedes?
—Claro que sí —respondió el guardián.
«Entonces estoy perdido —pensó Moritz—. Esto me está pareciendo una isla. Tal vez sea Cuba, donde hay tanta gente intentando entrar».
—No tenga miedo —le dijo el guarda—, no le pasará nada. Los justos pueden entrar.
—Oiga —replicó Moritz—, voy a decirle la verdad. No tengo pasaporte.
—¿No tienes pasaporte?
«Seis meses», pensó Moritz cuando notó el tono sorprendido del gigante y sacudió la cabeza desesperanzado.
El guardián de la puerta levantó el cayado.
—Entonces no necesitas esperar veinte millones de años para entrar en el Teatro celestial. Inmediatamente te darán una silla tapizada de luz y con aletas de profundidad y timón para navegar por el cielo.
—Eso estaría muy bien —respondió Moritz—, pero no me convence. No tengo permiso ni para entrar ni para residir. Y ni siquiera hablo de autorización para trabajar.
—¿No tiene permiso de residencia? ¿Ni autorización para entrar? —El guarda levantó la cabeza—. Entonces tienes derecho además a un palco de primera clase, de los de la parte central, con vista completa de la parada del ejército celestial.
—No estaría mal —dijo Moritz—. Con lo que me gusta el teatro. Pero ahora llegamos a un punto que estropea todos los planes. De todas maneras estoy admirado de no ver aquí un aviso prohibiendo la entrada. Como sabe, soy judío. Privado de la ciudadanía alemana, he vivido durante años ilegalmente.
El guardián levantó los dos brazos.
—¿Judío? ¿Privado de ciudadanía? ¿Viviendo ilegalmente? Entonces dos ángeles serán designados para tu servicio, y otro más para que toque la trompeta a tu paso. —Se volvió hacia el portal y gritó—: ¡Angel de los desamparados! —Un alto personaje vestido con ropas azules con el rostro semejante al de todas las madres del mundo surgió al lado del anciano Moritz—. ¡Angel de los que sufren! —llamó nuevamente el guardián. Otra figura vestida de blanco, trayendo sobre los hombros una urna llena de lágrimas, se puso al otro lado del anciano.
—Espere un momento —pidió Moritz, y entonces preguntó al guarda—: ¿Sabe lo que hay ahí dentro?
—No temas. Nuestro campo de concentración está allá abajo.
Los dos ángeles le cogieron por los brazos, y el viejo Moritz entró confiado a través del portón hacia la fulgurante luz alrededor de la cual revoloteaban cada vez más de prisa infinidad de sombras de color.
—¡Moritz! —llamó Edith Rosenfeld desde la puerta—. Aquí está la criatura. ¿Quieres verla?
No obtuvo respuesta. Se aproximó cautelosamente al lecho. Moritz Rosenthal, el anciano peregrino el decano de los exiliados, ya no respiraba.
María recobró los sentidos. Había pasado toda la mañana en la postración de la agonía. Ahora, sin embargo, reconocía a Steiner perfectamente.
—¿Todavía estás aquí? —preguntó alarmada.
—Puedo estar a tu lado todo el tiempo que quiera, María.
—¿Qué quieres decir?
—Que han concedido la amnistía. Estoy libre. Así que ya no debes tener más miedo. Ahora me puedo quedar aquí para siempre.
Ella le miró recelosa.
—Me dices esto para consolarme, Josef.
—No, María. La amnistía fue anunciada ayer. —Se volvió hacia la enfermera que estaba ocupada en el fondo de la habitación—. ¿No es verdad, enfermera, que desde ayer ya no hay peligro de que me detengan?
—Es verdad —respondió ésta, con aire indiferente.
—Haga el favor, acérquese. A mi mujer le gustaría oírla.
La enfermera continuaba apartada.
—Ya respondí —contestó.
—Por favor, enfermera —murmuró María. No obtuvo respuesta—. Por favor —pidió una vez más la enferma.
Con visible repugnancia la enfermera se aproximó a la cama. Maria la miraba con ansiedad.
—¿No es verdad —preguntó Steiner— que desde ayer puedo quedarme aquí para siempre?
—Sí —respondió lacónicamente.
—¿Y que ya no hay peligro de que me detengan?
—No.
—Gracias, señorita.
Steiner vio que los ojos de la moribunda se velaban. Ya no tenía fuerzas para llorar.
—Ahora todo marcha bien, Josef —murmuró—. Ahora, cuando podría serte útil, voy a morir.
—No, María. Pronto te pondrás buena.
—Me gustaría poder levantarme e irme contigo.
—Nos iremos juntos.
Ella se le quedó mirando. Su rostro estaba lívido y sus descarnados huesos parecía que iban a perforar la piel. Con la caída de la noche sus cabellos habían quedado sombríos, sin vida, como un fuego apagado. Steiner miraba a todas partes sin ver; únicamente percibía que Maria respiraba aún y que para él continuaba pletórica de juventud y de belleza.
La noche invadió la habitación. Al otro lado de la puerta se oía a Steinbrenner, que tosía impacientemente. La respiración de María se fue haciendo cada vez más espaciada. Finalmente, se hizo casi imperceptible y se extinguió como una leve brisa que cesa. Steiner le cogió las manos hasta que se le enfriaron. Murió a su lado. Cuando se levantó era un ser insensible, como una concha vacía que tuviese movimientos humanos. Miró a la enfermera indiferentemente. Al salir, Steinbrenner y otros dos agentes se pusieron a su lado.
—Le hemos aguardado más de tres horas —objetó Steinbrenner—. Procuraré no olvidar lo que me ha hecho esperar.
—Estoy convencido de ello, Steinbrenner; sé que no lo olvidará.
Steinbrenner humedeció sus labios.
—Tiene que dirigirse a mí como comandante, ¿no lo sabe? Si continúa llamándome Steinbrenner y tratándome con desprecio, por cada vez que lo haga pasará semanas llorando lágrimas de sangre, querido. En lo sucesivo tengo mucho tiempo pana ocuparme de usted.
Descendieron la larga escalera. Steiner iba entre los dos guardias.
La noche era calurosa y a lo largo de la escalera las amplias ventanas que daban a la calle se hallaban abiertas de par en par. Se percibían suaves aromas de primavera.
—Tendré una eternidad de tiempo para usted —declaró Steinbrenner lentamente, con satisfacción—. Toda su vida, querido amigo. Vea como nuestros nombres se combinan, Steiner y Steinbrenner[9]. Algún día habremos de ver lo que ellos pueden significar.
Steiner bajó la cabeza pensativamente. La ventana abierta creció, se aproximó hasta que estuvo junto a él… Empujó a Steinbrenner hacia delante, lanzándolo contra la abertura y precipitándose tras él en el espacio.
—No tengáis el menor escrúpulo en quedaros con ese dinero —dijo Marill, con aire distraído y acento triste—. Steiner me encargó que os lo entregara, en caso de que no volviese.
Kern sacudió la cabeza. Había llegado hacía poco y estaba todavía sucio y andrajoso del viaje. Volvió por Dijon, como descargador en una caravana de camiones. En ese momento estaba sentado con Marill en las catacumbas.
—Volverá. Steiner ha de volver.
—No, no volverá —respondió Marill con desesperación—. Santo Dios, no os compliquéis más la vida con ese vuestro eterno «ha de volver». No volverá nunca más. Mira, lee esto.
Sacó del bolsillo un telegrama muy arrugado y lo dejó sobre la mesa. Kern lo cogió, lo alisó y se puso a leerlo. Venía de Berlín e iba dirigido a la propietaria del Verdún. «Cordiales saludos por tu aniversario, Otto».
Miró a Marill sin comprender.
—¿Qué significa?
—Quiere decir que le han detenido. Esto fue lo que convinimos. Uno de sus amigos pondría el telegrama. Ya le advertí lo que le sucedería. Y ahora decídete y torna estos billetes. —Empujó el dinero hacia Kern—. Son dos mil doscientos cuarenta francos —explicó—: Y aquí tenéis otra cosa. —Sacó la cartera y extrajo de ella dos pequeños librillos—. Pasajes para vosotros dos de Burdeos a Méjico. En el Tacoma; es un barco de cabotaje portugués. Para ti y para Ruth. El barco sale el día 18. Los compré con el dinero de Steiner. Los visados ya han sido arreglados. El Consejo de Socorro a los Refugiados se encargó del asunto.
Kern miraba los billetes sin comprender.
—Pero…
—No hay peros —interrumpió Marill, aburrido—. No crees más dificultades, Kern. Todo esto ha costado mucho. Ha sido una suerte loca. Se publicó un anuncio hace tres días y el Consejo de Socorro obtuvo del Gobierno mejicano permiso para mandar ciento cincuenta refugiados, contando con que ellos se pagarán el pasaje. Inmediatamente os lo compramos a Ruth y a ti, antes de que se agotase el cupo. El dinero para el viaje llegó bien a tiempo. Ahora… —Permaneció en silencio—. Yvonne, tráeme un kirsch —pidió acto seguido a la gruesa camarera alsaciana. Yvonne salió inmediatamente en dirección a la cocina, contoneando sus caderas.
—Trae dos —le gritó Marill.
Yvonne se volvió.
—Ya pensaba traerlos, Herr Marill —respondió.
—¡Estupendo! ¡Menos mal que por fin he encontrado alguien que me comprende! —Marill se volvió hacia Kern—. ¿Estás decidido? —preguntó—. Admito que es un tanto sorprendente todo esto. Si enseñas tu pasaje y el visado en la Prefectura te darán permiso para que te quedes en Francia hasta la fecha de partida del barco, incluso aunque hayas entrado ilegalmente. Ha sido un servicio arreglado por el Socorro. Preséntate mañana mismo. Es vuestra única oportunidad de salir de esta encrucijada. ¿Sabes cuál es ahora la pena si fueras nuevamente detenido?
—Sí. Un mes la primera vez; seis meses en caso de reincidencia.
—Eso mismo, seis meses. En cualquier momento puedes ser detenido, de eso no hay duda.
Marill levantó la vista. Yvonne estaba delante de él llevando en la mano una bandeja con dos copas. Una de ellas era del tamaño de las de agua y estaba llena de kirsch hasta el borde.
—Ésta es para usted —avisó Yvonne guiñando un ojo y señalando la mayor—, por el mismo precio.
—Muchas gracias. Eres una formidable muchacha. Es una lástima que llegues a casarte y te conviertas en una gran mártir. Prosit! —Marill vació la mitad de la copa de un trago—. Prosit! —Kern repitió—, ¿por qué no bebes? —Dejó la copa sobre la mesa y miró a Kern por primera vez—. Necesitamos animarte —dijo—. ¿Es así como se portan los hombres?
—No puedo, Marill —respondió Kern—. ¿Cree que puedo animarme? Todo este tiempo he creído que Steiner estaría aquí cuando yo volviese y ahora usted me entrega el dinero y los pasajes para que me salve a su costa… Es una canallada, ¿no comprende?
—No, no comprendo. No dices más que tonterías. Sentimentalismo. Sólo majaderías. Todo en el mundo es así. Ahora, a beberse la copa. De la misma manera… Bien, de la misma manera que Steiner la vaciaba. ¡Qué diablo! ¿Crees que yo no lo siento?
—Sí. Ya sé que sí. —Kern bebió—. ¿Tiene un pitillo, Marill? —preguntó.
—Naturalmente. Toma.
Kern aspiró profundamente. En la penumbra de las catacumbas distinguió de repente el rostro de Steiner, curvado hacia delante con una leve expresión de ironía a la luz trémula de las velas, como unos meses atrás en la cárcel de Viena. Le parecía estar oyendo su voz profunda, tranquila, decir: «¡Duro, pequeño!». «Sí —pensó Kern—. ¡Sí Steiner!».
—¿Ya sabe Ruth todo esto?
—Sí, ya lo sabe.
—¿Dónde está?
—No sé. Probablemente en el Socorro. No sabía que llegabas.
—No. Ni yo mismo sabía cuándo iba a llegar. ¿Hay trabajo en Méjico?
—Sí. No sé en qué, pero tendréis permiso de residencia y autorización para trabajar.
—No sé una sola palabra de español —dijo Kern.
—Tendréis que aprenderlo.
Marill se inclinó hacia delante.
—Kern —dijo de repente con voz alterada—. Sé que no será fácil, pero os aconsejo que os vayáis. No perdáis el tiempo dudándolo. ¡Marchaos! ¡Huid de Europa! Sólo el demonio sabe lo que va a pasar aquí. Será una suerte de la que no te arrepentirás y nunca conseguiréis tener tanto dinero como ahora. ¡Tomad el barco, hijos míos…! Marchaos.
Terminó de beber su kirsch.
—¿Se viene usted con nosotros? —preguntó Kern.
—No.
—¿Cree que no hay dinero suficiente para tres? —dijo Kern.
—No, no es por eso. Me voy a quedar aquí. No puedo explicarlo de momento. Ya lo sabrás.
—Comprendo —dijo Kern.
—Ahí viene Ruth —exclamó Marill.
—¡Gracias a Dios! —Ruth se detuvo un momento en la entrada. En seguida se echó en los brazos de Kern—. ¿Cuándo llegaste?
—Hace media hora.
Ruth levantó la cabeza y exclamó:
—¿Ya lo sabes…?
—Sí. Marill me lo ha dicho todo.
Kern miró a su alrededor. Marill había desaparecido.
—Sí. No hablemos de ello ahora. Ven, vamos a salir de aquí. Vámonos a la calle. A cualquier sitio. No puedo estar más tiempo aquí.
—Bien.
Caminaron por los Campos Elíseos. Estaba oscureciendo y una luna pálida surgió en el cielo. El aire era leve, suave y tan agradable que las terrazas de los cafés rebosaban gente. Caminaron en silencio durante mucho tiempo. Finalmente, Kern dijo:
—¿Sabes exactamente dónde está Méjico?
Ruth no lo sabía.
—No. No lo sé. Pero tampoco sé ya dónde está Alemania.
Kern se la quedó mirando. Después la cogió del brazo.
—Tenemos que comprar una Gramática y aprender a hablar el español.
—Compré una anteayer. De segunda mano.
—De segunda mano, ¿eh? —Kern sonrió—. Tendremos que aprenderla, ¿verdad, Ruth?
Ella asintió con la cabeza.
—Por lo menos veremos un poco del mundo. Es una cosa que nunca hubiéramos conseguido si no hubiese sido por todo esto.
Ruth estuvo nuevamente de acuerdo.
Pasaron por delante de la Rotonda. Las primeras hojas, muy tiernas, brotaban en los árboles. Brillaban las luces de los faroles como la llama vacilante de los fuegos de San Telmo, levantándose del suelo y corriendo por las ramas de los castaños. La tierra de los jardines había sido removida y su olor fuerte se mezclaba extrañamente con el de las grandes avenidas, que siempre huelen a gasolina y aceite. En algunos sitios los jardineros habían plantado narcisos que se destacaban en la oscuridad. Las tiendas estaban cerrando y había tanta gente por las calles que era difícil caminar.
Kern miró a Ruth.
—Demasiada gente, ¿verdad, Ruth?
—Sí —respondió ésta—. ¡Demasiada gente!