Cinco días después, el Jugador fue puesto en libertad. No pudieron probar nada contra él. Se separó de Steiner en buena amistad. Le completó la educación ya iniciada por su discípulo Katscher. Como regalo de despedida le dio una baraja y Steiner comenzó a instruir a Kern. Le enseñó skat, jass, tarotsa y póquer (skat para jugarlo con emigrantes; jass para Suiza, y póquer para todas las ocasiones).
Dos semanas después, Kern fue llamado arriba. Un policía lo condujo a una sala, donde estaba sentado un hombre de mediana edad. El lugar le parecía enorme, y estaba tan intensamente iluminado que el muchacho tuvo que cerrar los ojos. Ya se había habituado a la celda.
—¿Usted es Ludwig Kern, estudiante, sin nacionalidad, nacido el 30 de noviembre de 1916, en Dresde? —le preguntó indiferentemente el hombre, pasando la vista por un documento.
Kern asintió moviendo la cabeza. Tenía la garganta tan seca que no podía hablar. El hombre posó la mirada sobre él.
—Sí —dijo Kern con voz ronca.
—Residió en Austria sin haber informado a la policía. —El hombre continuó mirando detenidamente el documento.
—Fue condenado a detención por catorce días y termina ahora su pena. Será expulsado de Austria. Le está prohibido volver, bajo pena de prisión. Aquí está la orden oficial de deportación. Tiene que firmar en ella como prueba de que tuvo conocimiento de la misma y de que comprende que su vuelta haría más grave la pena. Aquí, a la derecha.
El hombre encendió su cigarro. Kern miraba, perplejo, aquella mano gruesa, cubierta de venas que sostenía la cerilla. Dentro de un par de horas ese hombre cerraría su despacho y se iría a cenar. Después, tal vez, jugase una partida de tarotsa y bebiese algunos vasos de cerveza en el bar. Alrededor de las once, bostezaría, pagaría su cuenta y diría: «Estoy cansado. Me voy para casa a acostarme». Casa. Acostarse. A esa misma hora la oscuridad había invadido los campos y los bosques cercanos a la frontera; la oscuridad, lo desconocido, el miedo, y perdido entre ellos, cansado, sólo atraído por los hombres y huyendo a la vez de ellos estaría la pequeñísima y trémula centella de vida que se llamaba Ludwig Kern. Y la razón para esa diferencia residía en un pedazo de papel, al que llamaban pasaporte, que le separaba de aquel hombre tedioso de detrás de la mesa. En ambos la sangre tenía la misma temperatura, los nervios obedecían a los mismos estímulos, los pensamientos recorrían los mismos caminos y no obstante un abismo los separaba; a pesar de ser iguales aquello tendría un significado distinto para cada uno de ellos; la satisfacción de uno era la agonía para el otro; uno, el poseedor; el otro, el despojado; y el abismo que los separaba era simplemente un pedazo de papel, donde nada existía, sino un nombre y algunas fechas sin significación.
—Aquí, a la derecha —dijo el funcionario—, el nombre y el apellido.
Kern logró dominarse y estampó su firma.
—¿A qué frontera quiere ser llevado? —preguntó el funcionario.
—A la frontera checa.
—Muy bien. Partirá dentro de una hora. Será escoltado hasta allí.
—Tengo algunas cosas en mi pensión. ¿Puedo ir a buscarlas?
—¿Qué son?
—Una maleta con ropa y cosas por el estilo.
—Está bien. Dígaselo al policía que le va a llevar hasta la frontera. Puede parar en el camino.
El sargento acompañó a Kern abajo y a la vuelta trajo a Steiner consigo.
—¿Qué pasó? —preguntó el Pollo vivamente.
—Vamos a partir dentro de una hora.
—¡Dios santo! —exclamó el polaco—. ¡Entonces el baile vuelve a empezar!
—¿Usted preferiría quedarse aquí? —preguntó el del pollo.
—Si la comida mejorase, sin duda alguna.
Kern cogió el pañuelo y limpió su traje como mejor pudo. La camisa estaba inmunda después de dos semanas de uso. Volvió los puños que había protegido cuidadosamente.
El polaco le miró.
—De aquí a un año, o quizá dos, todo eso… no te importará lo más mínimo —vaticinó.
—¿Hacia dónde se dirige usted? —preguntó el Pollo.
—A Checoslovaquia. ¿Y usted? ¿Hacia Hungría?
—A Suiza. Lo pensé bien y mudé de idea. Venga conmigo. Desde allí nosotros les obligaremos a que nos empujen hacia Francia.
Kern movió la cabeza.
—No, voy a intentar llegar a Praga.
Algunos momentos después, Steiner volvía a la celda.
—¿Sabe usted el nombre del policía que me pegó en la cara cuando me prendieron? —le preguntó a Kern.
—No.
—Leopoldo Schaefer. Vive en Trautenaugasse, número 27. Me lo leyeron cuando examinaban mi ficha. Seguro que él recordará mi amenaza y no estará allí ahora. —Miró a Kern—: Y si no lo recordara, yo procuraré no olvidar ese nombre y esa dirección.
—Creo que no —respondió Kern—. Estoy seguro.
Un agente de policía, vestido de paisano, se llevó a Steiner y a Kern. Kern estaba nervioso. Una vez fuera del edificio, se detuvo involuntariamente. La escena en que sus ojos repararon era tan calmante como una suave brisa del sur. El cielo estaba azul; las primeras sombras del oscurecer descendían sobre las casas; los últimos rayos del sol lamían los frontispicios; el Danubio centelleaba y docenas de brillantes autobuses corrían a través de la gente que volvía apresuradamente a sus casas o deambulaba por las calles. Un grupo de niñas, con vestidos de vivos colores, pasaba riendo alegremente. Kern pensó que nunca había visto nada tan bello.
—Vamos —dijo el funcionario.
Kern se estremeció. Un transeúnte le miró fijamente y él bajó los ojos, avergonzado.
Caminaron por las calles con el policía entre ellos. Mesas y sillas habían sido colocadas en las terrazas de los cafés y, en todas partes, el pueblo se sentaba y conversaba animadamente. Kern, con la cabeza baja, comenzó a andar con paso rápido. Steiner lo miró con expresión de zumbona indulgencia.
—¿Qué, pequeño, eso no es para nosotros, eh?
—No —respondió Kern, apretando los labios.
En la pensión, la dueña los recibió con una mezcla de enfado y simpatía. Les entregó sus objetos inmediatamente; nada faltaba. Cuando todavía estaba en la celda, Kern había decidido ponerse una camisa limpia, pero ahora, después de andar por las calles, estaba resuelto a no hacerlo. Tomó su vieja maleta debajo del brazo y dio las gracias a la dueña de la pensión.
—Lamento haberle dado tanto trabajo, señora —dijo.
La mujer cortó el asunto.
—Cuídese —exclamó—. Y usted también, señor Steiner. ¿Adónde se dirigen ustedes?
Steiner hizo un gesto indefinido.
—Seguiremos el camino de los refugiados. Ya sabe, de aquí para allá.
La dueña se quedó parada, indecisa, durante algún tiempo, y dirigiéndose después hacía un aparador de nogal que tenía la forma de un castillo medieval dijo:
—Beban un trago para tomar ánimos…
Sacó tres vasos y una botella.
—¿Aguardiente de ciruela? —preguntó Steiner. Ella asintió con la cabeza, y le ofreció también un vaso al policía. El funcionario se alisó el bigote.
—Después de todo, simplemente cumplimos con nuestro deber —explicó.
—Naturalmente. —La mujer llenó de nuevo su vaso—. ¿Por qué no bebe usted, señor Kern?
—Muchas gracias —dijo Kern—. No puedo beber con el estómago vacío.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso?
La dueña de la pensión le examinó detenidamente. Las facciones de su rostro, frío y fláccido, se suavizaron inesperadamente.
—¡Dios del cielo! Si aún está creciendo —murmuró—. ¡Franzi! —gritó—. ¡Un bocadillo!
—Muchas gracias, no es necesario —repitió Kern—. La verdad es que no tengo hambre.
La criada trajo un grueso bocadillo de jamón.
—No haga cumplidos y tómelo —dijo la dueña de la pensión.
—¿No quiere la imitad? —preguntó Kern a Steiner—. Es demasiado para mí.
—Deje de hablar, y coma —respondió Steiner.
Kern comió el bocadillo y bebió un vaso de aguardiente. Luego se despidieron. Subieron a un autocar y dejaron la ciudad. Kern se sintió, de repente, muy cansado. El ruido del vehículo le adormecía; como si soñase, vio pasar, velozmente, las casas, las fábricas, las calles, las posadas, enormes nogales, los prados, los campos en la suave media luz del atardecer. Estaba empachado de comida y eso le embriagaba como el alcohol. Sus pensamientos se volvían vagos y sumergidos en sueños (sueños en que aparecía una casa blanca entre castaños en flor; y una delegación de hombres solemnes embutidos en «fracs» le entregaba un diploma de ciudadanía honoraria, o bien una autoridad de uniforme imploraba su perdón, de rodillas, con lágrimas en los ojos).
Ya era casi de noche cuando llegaron al puesto aduanero.
El funcionario de la policía los entregó a los de la frontera y desapareció.
—Todavía es muy temprano —dijo un carabinero que detenía y examinaba los coches que pasaban—. Alrededor de las nueve y media es la mejor hora.
Kern y Steiner se sentaron en un banco enfrente de la puerta, viendo pasar a todos aquellos coches. El oficial los condujo, entonces, por el lado derecho del edificio de la Aduana, a lo largo de un camino. Atravesaron campos que olían a tierra humedecida por el rocío, dejando atrás una casa con las ventanas iluminadas y un pequeño bosque. En ese momento, el policía se paró.
—Continúen el sendero, sigan siempre el camino de la izquierda para que los matorrales los escondan, hasta llegar al río Morava. Por ese sitio no es muy profundo. Podrán atravesarlo fácilmente.
Los dos hombres iniciaron la caminata. Una gran quietud lo cubría todo. Después de algún tiempo Kern miró a su alrededor. La figura del funcionario de la Aduana se destacaba como una silueta negra contra el cielo. Él los vigilaba. Y prosiguieron.
En la orilla del río se detuvieron e hicieron dos fardos con sus ropas y enseres. El río era pantanoso y tenía un color castaño plateado. Había estrellas en el cielo y algunas nubes, entre las cuales irrumpía ocasionalmente la luna.
—Deje que vaya yo primero —dijo Steiner—. Soy más alto que usted.
Vadearon el río. Kern sintió el agua fría que subía, insidiosamente, por su cuerpo, como si nunca más lo fuese a dejar libre. Delante, Steiner tanteaba el lecho del río, despacio y cuidadosamente. Aseguraba su fardo y las ropas encima de la cabeza. La luna brillaba sobre sus anchos hombros. En medio del río se paró y echó una mirada alrededor. Kern estaba cerca, detrás de él. Sonrió y movió la cabeza.
Llegaron a la margen opuesta y se secaron apresuradamente con los pañuelos que llevaban. Se vistieron, y continuaron el camino.
Al cabo de un momento, Steiner se detuvo.
—Ahora ya hemos atravesado la frontera —dijo. Sus ojos estaban brillantes, como si fuesen de cristal, a la luz que se filtraba a través de los árboles. Miró a Kern—. ¿Existirá aquí alguna diferencia con el otro lado de la frontera? ¿Serán sus árboles diferentes? Esas estrellas, ¿serán las mismas? ¿Morirán aquí los hombres de manera diferente?
—No —dijo Kern—. Todo eso es igual. Pero yo me siento diferente.
Debajo de una vieja haya encontraron un lugar donde guarecerse. Delante de ellos se extendía un prado en suave declive. A lo lejos, centelleaban las luces de una aldea eslovaca. Steiner abrió su mochila y buscó cigarros. Lanzó una mirada a la maleta de Kern.
—Encuentro que una mochila es mejor que una maleta. No salta tanto a la vista. Creen que uno es un simple excursionista.
—También fiscalizan a los excursionistas —dijo Kern—. Todas las personas con apariencia de pobres son vigiladas. Lo mejor sería un coche.
Encendieron los cigarrillos.
—Me parece que dentro de una hora me volveré atrás —dijo Steiner—. ¿Y usted?
—Intentaré llegar a Praga. Allí la policía no es tan severa. Es fácil obtener un salvoconducto para permanecer algunos días. Después de eso, ya veré. Es posible que encuentre a mi padre y que él me pueda ayudar. Quizá está allí.
—¿Pero sabe usted dónde vive?
—No.
—¿Cuánto dinero tiene en el bolsillo?
—Doce chelines.
Steiner revisó los bolsillos.
—Tome algo más. Ello le ayudará a llegar a Praga.
Kern levantó los ojos asombrado.
—¡Vamos, cójalo! —dijo Steiner—. Yo tengo lo suficiente para mí.
Mostró unos pocos billetes. La sombra de los árboles impidió a Kern precisar el valor de ellos. Rehusó durante unos instantes, pero acabó aceptándolos.
—Gracias —dijo con acento emocionado.
Steiner no respondió. Estaba fumando y el reflejo intermitente del cigarro dibujábale la cara en luz y sombra.
—¿Y en resumidas cuentas, por qué está usted en esta situación? —preguntó Kern, como dudando—. Usted no es judío.
Steiner quedóse callado unos instantes.
—No, no soy judío —dijo por fin.
Oyeron un ruido en el matorral. Kern se levantó de un salto.
—Debe ser un conejo o una ardilla —dijo Steiner, y volviéndose entonces hacia Kern dijo—: Consuélese con mi ejemplo, muchacho. Usted fue expulsado del país, así como su padre y su madre. Yo también fui expulsado… pero mi mujer está en Alemania. Y nada sé de ella.
El ruido que había sonado poco antes se hizo oír otra vez. Steiner apagó el cigarro y se recostó sobre el tronco de la haya. Soplaba una ligera brisa. La luna brillaba en el horizonte, con la misma claridad lívida e implacable que tenía aquella noche…
Después de la fuga del campo de concentración, Steiner se escondió durante una semana en la casa de un amigo. Se instaló en una buhardilla cerrada con llave, dispuesto para huir por el tejado al menor ruido sospechoso. Cuando oscurecía, el amigo le traía pan, conservas y unas botellas con agua. La segunda noche le llevó algunos libros. Steiner los leía y releía febrilmente durante el día entero, intentando no pensar. No osaba encender ninguna luz, ni fumar. Tuvo que satisfacer las necesidades de la naturaleza en un recipiente escondido en una caja de cartón. El amigo se lo llevaba después de oscurecer y lo traía poco después. Tenían que ser muy cuidadosos y hablar tan bajo que sólo producían un susurro. Los vecinos que dormían al lado podrían oírlos y comprometerlos.
—¿María sabe que salí de la prisión? —preguntó Steiner la primera noche.
—No, la casa está vigilada.
—¿Le ha pasado algo?
El amigo movió la cabeza y salió.
Steiner hizo siempre la misma pregunta. Todas las noches. La cuarta noche, le contó que la había visto. Ahora ya sabía ella donde estaba. Encontró oportunidad de darle secretamente la noticia. Al día siguiente volvería a verla entre la multitud que se apiñaba en el mercado. Steiner pasó todo el día siguiente escribiendo una carta que el amigo debería entregarle a ella secretamente. Cuando llegara la noche la destruiría. Tal vez estuviese vigilada. Por la misma razón, pidió al amigo que no la buscase más. Pasó otras tres noches en la buhardilla. Finalmente el amigo trajo dinero, un billete de ferrocarril y algunas ropas. Steiner se cortó y oxigenó el cabello; afeitándose el bigote. A la mañana siguiente dejó la casa, vestido con un mono de mecánico y con una caja de herramientas. Hubiese querido dejar inmediatamente la ciudad, pero no tuvo suficiente fuerza de voluntad. Hacía dos años que no veía a su mujer. Corrió al mercado. Una hora después llegaba ella. Comenzó a temblar. Pasó junto a él, sin verlo. La siguió y, cuando ya casi la alcanzaba, le dijo:
—No te vuelvas. Soy yo. ¡No te pares! ¡Continúa andando!
Los hombros de ella temblaban. Echó la cabeza hacia atrás y siguió andando. Parecía estar oyendo con todas las fibras de su cuerpo.
—¿Te hicieron algo? —preguntó la voz detrás de ella.
Ella meneó la cabeza.
—¿Estás vigilada?
Con la cabeza hizo señal de que sí.
—¿Ahora?
Ella dudó y después asintió con la cabeza.
—Me marcho inmediatamente; intentaré atravesar la frontera. No te podré escribir. Sería peligroso para ti.
Ella hizo con la cabeza un movimiento afirmativo.
—Tienes que divorciarte de mí.
La mujer se paró por un instante. Y, poco después, continuó andando.
—Tienes que divorciarte. Mañana te presentarás a las autoridades y les dirás que quieres divorciarte de mí por mis ideas. Dirás que no habías comprendido con exactitud cuáles eran. ¿Has comprendido?
La mujer no movió la cabeza, continuó andando como si no prestara atención a lo que le decía su marido.
—Tienes que comprenderme —susurró Steiner—. Sólo pienso en tu seguridad. Me volverla loco si te llegase a ocurrir algo. Tienes que divorciarte de mí. Sólo así te dejarán tranquila.
La mujer nada respondió.
—Te amo —dijo Steiner suavemente, y sus ojos se inundaron de emoción—. Te amo y si no haces lo que te pido no me marcharé de tu lado. ¿Me comprendes?
Después de una eternidad, le pareció que ella asentía con la cabeza.
—¿Me lo prometes?
La mujer dijo que sí con un movimiento de cabeza. Sus hombros estaban caídos, como si un gran desaliento pesase sobre ellos.
—Me voy a desviar ahora y a volver por la derecha. Coge la izquierda y vuelve para encontrarte conmigo. No digas nada, no hagas ninguna señal… Quiero simplemente verte… otra vez. Después me iré. Si no oyes nada, es porque he cruzado la calle.
La mujer hizo un movimiento de cabeza y apresuró el paso.
Steiner se desvió y descendió a la alameda por el lado derecho. Varias mesas de venta de carne se sucedían, unas después de otras. Las mujeres con cestas para la compra regateaban delante de los puestos. La carne brillaba con un reflejo sanguíneo, incoloro a la luz del sol, desprendiendo un olor fétido. Los carniceros gritaban. Pero de repente todo desapareció. El ruido sordo de las hachas contra los tajos cedía el puesto al distante rumor de las sierras que estaban siendo afiladas. El paso y el rostro de la mujer querida le trajeron a la memoria escenas familiares: prados, campos de trigo, viñedos, libertad y viento. Los ojos del uno buscaban los del otro y no podían separarse; llenos de dolor y de felicidad, de amor y recuerdos, cabía en ellos la esencia de la propia vida, en toda su plenitud, dulce y bravía… Y la renuncia parecía una barrera de millares de relucientes puñales.
Andaban y se paraban al unísono. Continuaron andando sin darse cuenta de lo que hacían. Después, repentinamente, el vacío más absoluto se presentó ante los ojos de Steiner y hasta después de transcurridos unos momentos no pudo recobrarse. Todo aquello casi le había hecho perder el conocimiento.
Caminó a tropezones, comenzó a andar más de prisa, tan de prisa como podía, sin despertar sospechas. Tropezó con un pernil de puerco que colgaba en una carnicería y oyó las injurias que le lanzaba el carnicero, como si fuese un redoble de tambores. Dobló la esquina de la alameda y se paró.
Vio a su mujer apartarse del mercado. Ella andaba muy lentamente. En la primera esquina se paró y volvióse. Durante mucho tiempo se quedó con la cabeza erguida y la mirada perdida. El viento le azotaba el vestido que se pegaba a su cuerpo. Steiner no sabía si ella aún le veía. No osó hacer ninguna señal pues temía que corriese a su encuentro. Después de mucho rato, ella levantó las manos y las apretó contra el pecho. Parecía que le dirigía un último abrazo angustioso, con los labios entreabiertos y los ojos cerrados. Después se volvió lentamente y fue perdiéndose en las sombras de la calle.
Tres días después, Steiner atravesó la frontera. La noche estaba clara y agitada por el viento. Una luna lívida se recortaba en el cielo. Steiner manteníase firme, pero una vez pasada la frontera se volvió todavía goteando de sudor frío, y, como un obcecado, balbució el nombre de su mujer.
Cogió otro cigarro, que Kern encendió.
—¿Qué edad tiene usted? —preguntó Steiner.
—Veintiuno, casi veintidós.
—Imagínese, sólo casi veintidós. ¿No le parece un caso de escarnio, pequeño?
Kern sacudió la cabeza.
Durante algún tiempo Steiner se quedó callado. Después dijo:
—A los veintiún años yo estaba en la guerra. En Flandes. Y no era broma tampoco. En comparación, esto de ahora es mucho mejor. ¿Lo comprende?
—Comprendo, —Kern se volvió hacia él—. También es mejor que estar muerto. Conozco todo eso.
—Entonces ya sabe mucho. Antes de la guerra pocas personas lo sabían.
—¡Antes de la guerra! Eso fue hace cien años.
—¡Mi! —Steiner se echó a reír—. Cuando yo tenía veintidós años estaba en un hospital de campaña. Aprendí alguna cosa allí. ¿Quiere saber lo que fue?
—Sí, diga.
—Pues bien. —Steiner echó una bocanada de humo—. Yo sólo estaba levemente herido. Pero a mi lado estaba un amigo. No era un amigo entrañable…, pero un amigo. Tenía todo el vientre acribillado con metralla de «shrapnell». Estaba acostado y se quejaba continuamente. No había morfina, ¿comprende? No había ni siquiera para los oficiales. Al segundo día estaba tan ronco que apenas podía gemir.
Me pidió que acabase con él. Yo lo habría hecho, si hubiera sabido cómo. Al tercer día tuvimos como comida sopa de guisantes. Sopa sabrosa, con tocino, tal como la comíamos antes de la guerra; hasta entonces, todo cuanto nos hablan dado parecía agua sucia de lavar los platos. Y nosotros lo comíamos a pesar de todo. Teníamos un hambre horrible. Y cuando yo estaba tragando mi sopa con verdadero gusto, como un buey hambriento, vi, por encima del borde del plato, que el rostro del amigo estaba muy desfigurado, con la boca torcida y abierta, ya en la agonía; dos horas después estaba muerto. Y yo acabé de engullir la sopa, que me pareció más sabrosa que nunca.
Steiner dejó de hablar.
—Supongo que tendría usted un hambre atroz —dijo Kern.
—No, ahí está la cosa. Un hombre puede estar muriéndose delante de usted… y usted no sentir nada. Pena, solidaridad, no hay duda… pero no siente dolor. El estómago está vacío y es lo único que importa. A algunos pasos, el mundo se está acabando para alguien, entre agonía y estertores… usted no siente nada. Ésa es la miseria de la vida. Tome nota de ello, muchacho. Por eso es por lo que el progreso es tan lento, y todo cae tan de prisa en el olvido. ¿No lo cree así?
—No —dijo Kern.
Steiner se echó a reír.
—Está bien. Pero piense en ello alguna vez. Tal vez le sirva para algo.
Steiner se levantó.
—Me voy. Vuelvo atrás. Supongo que el policía no debe haberse quedado para vigilar. Vigila la primera media hora. Al día siguiente, bien temprano, vuelve otra vez a vigilar. No se le pasará por la cabeza que yo vuelva precisamente en este momento. Eso es la psicología del guardia. Gracias a Dios la caza se vuelve con el tiempo más astuta que el cazador. ¿Sabe por qué?
—No.
—Porque corre más riesgo. —Golpeó en el hombro de Kern—. Por eso es por lo que los judíos se han vuelto los hombres más despabilados del mundo. Es la primera ley de la vida: el peligro aguza el ingenio.
Steiner tendió la mano a Kern. Era una mano grande, delgada y caliente.
—Sea feliz. Tal vez todavía nos encontremos. Casi todas las noches estoy en el «Café Sperler». Búsqueme allí.
Kern movió la cabeza.
—Muy bien. Tenga cuidado. Y no se olvide de la baraja. Es una distracción que no deja pensar. Eso es muy importante para quien no tiene dónde vivir. Usted no juega mal al jass y la tarotsa. En el póquer debe arriesgarse más. Tírese más faroles.
—Está bien —dijo Kern—. Voy a aprender a farolear. Y, créame, le estoy muy agradecido.
—Déjese de agradecimientos. No, no haga eso. Tal vez le sirva de ayuda (Kern intentaba devolverle el dinero), le aseguro que no debe permitir que el reconocimiento influya demasiado en su espíritu. Sólo de ese modo se sentirá mejor. Me refiero, desde luego, no a las relaciones con la otra gente, sino a las que sostenga consigo mismo. El corazón soportará mejor los disgustos y los dolores. Y sobre todo, tenga presente, que sea lo que sea, suceda lo que suceda, siempre es mejor que la guerra.
—Y mejor que estar muerto.
—No sé lo que es «estar muerto». Pero es mejor que «estar muriendo», por lo menos. Adiós, muchacho.
—Adiós, Steiner.
Kern permaneció donde estaba durante algún tiempo. El cielo estaba claro, el paisaje era tranquilo, y no se veía a nadie. El verde brillante y traslúcido del follaje se extendía sobre él; parecía una gran vela sujeta a la tierra, llevándola al soplo de la leve brisa a través del espacio infinito y azul; dejando atrás las estrellas, como una barrera, y a la luna, como un faro.
Kern decidió intentar llegar a Presburgo, y desde allí a Praga. En una ciudad se estaba más seguro. Abrió la maleta y cogió una camisa limpia y un par de calcetines. Sabía que era necesario tener buena apariencia, por si acaso encontraba a alguien en el camino. Y, además de eso, quería sacudir de sí la atmósfera de la prisión que le ahogaba.
Se sintió mal allí, desnudo, bajo la luna, como si fuese un niño perdido. Cogió rápidamente la camisa limpia que había dejado sobre la hierba y se la puso. Era una camisa oscura, que escogió porque disimulaba mejor la suciedad. La luna aparecía de un gris claro y violáceo. Se sobrepuso a sí mismo e intentó no perder el poco valor que Steiner le había inculcado.