CAPÍTULO XIX

Marill entró en la cantina.

—Un hombre pregunta por ti, Steiner.

—¿Por qué nombre, Steiner o Huber?

—Steiner.

—¿Preguntaste lo que quería?

—Naturalmente, por precaución. Tiene una carta para ti: de Berlín.

Steiner dio un empujón a la silla.

—¿Dónde está?

—En el Pabellón Rumano.

—¿Crees que puede ser un espía?

—No tiene fachada de ello.

Salieron juntos. Bajo un árbol estaba el hombre, que tenía alrededor de unos cincuenta años.

—¿Es usted Steiner? —preguntó.

—No —respondió Steiner—. ¿Por qué?

El hombre le miró atentamente.

—Traigo una carta de su mujer. —Sacó de la cartera una carta y se la enseñó a Steiner—. Sin duda conocerá usted la letra.

Steiner empleó toda su fortaleza para mantenerse firme, pero por dentro notaba que todo le temblaba. No podía levantar la mano; sabía que si lo hiciese todo se descubriría.

—¿Qué le hace suponer que Steiner esté en París? —indagó Marill.

—La carta me la entregaron en Viena. Alguien la había llevado desde Berlín. Cuando el portador preguntó por usted, le dijeron que estaba en París. —El hombre enseñó un segundo sobre, «Josef Steiner, París» estaba escrito con la letra grande y tosca de Lilo—. Esta carta me la dieron juntamente con otras. Le estoy buscando hace muchos días. Por fin en el «Café Maurice» me dijeron que estaba aquí. No es necesario que me diga que es Steiner. Sé que hay que tener cuidado. Me conformo con que reciba la carta. Quiero verme libre de ella.

—Es para mí —dijo Steiner.

—Bien.

El desconocido se la entregó. Steiner la cogió con trabajo. Era diferente y más pesada que cualquier otra carta del mundo. Pero una vez que sintió el sobre entre sus dedos, nada ni nadie habría podido quitársela, a menos que le hubiesen amputado la mano que la sostenía.

—Gracias —dijo al hombre—. Le habrá costado mucho trabajo hallarme.

—No tiene importancia. Sé lo que significa para personas como nosotros el recibir una carta.

Saludó y se fue.

—Marill —dijo Steiner, completamente fuera de sí—. Es de mi mujer. La primera carta. ¿Qué podrá ser? Ya sabes que le dije que no se arriesgase a escribirme.

—Ábrela en seguida.

—Sí. Quédate conmigo. ¡Diablo! ¿Qué le habrá pasado?

Abrió el sobre y empezó a leer. Permanecía sentado, inmóvil como una piedra, y leyó hasta el fin; su rostro empezó a cambiar de color, se puso pálido y luego lívido. Los músculos de su cara se quedaron rígidos y las venas se le hincharon en las sienes.

Dejó caer la carta y se quedó sentado mucho tiempo, sin hablar, con los ojos fijos en el suelo. Después miró la fecha.

—Diez días —dijo—. Está en el hospital. Hace diez días todavía estaba viva.

Marill le miró y se quedó esperando.

—Dice que no hay esperanzas. Por eso escribe. No dice lo que tiene. Pero no importa. Me escribe, ¿comprendes?, la última carta.

—¿En qué hospital se halla? —preguntó Marill—. ¿Te lo dice?

—Sí.

—Entonces telefonearemos inmediatamente. Podremos llamar al hospital, dando cualquier nombre supuesto y nos informarán de su estado.

Steiner se levantó con trabajo.

—Tengo que ir a su lado.

—Telefonea primero. Ven, vamos al hotel «Verdún».

Steiner pidió el número. Al cabo de media hora el teléfono llamó y entró en la cabina interurbana, oscura como una caverna. Cuando salió estaba empapado en sudor.

—Todavía está viva —dijo.

—¿Hablaste con ella?

—No. Con el médico.

—¿Dijiste tu nombre?

—No. Dije que era un pariente. Ha sido operada y no hay esperanzas. Tres o cuatro días, me ha dicho el médico. Ha sido por esto por lo que ha escrito. Creyó que no recibiría la carta tan rápidamente. ¡Diablo! —Continuaba con la carta en la mano y miraba a su alrededor, como si nunca hubiese visto el inmundo vestíbulo del «Verdún»—. Marill, voy a coger el tren de esta noche.

Marill le miró asombrado.

—¿Estás loco? —preguntó en voz baja.

—No. Pasaré la frontera. Ya sabes que tengo pasaporte.

—El pasaporte no te servirá de nada una vez estés allí.

—Sí. Ya lo sé.

—¿Y sabes también lo que significa volver a pasar la frontera?

—Sí. No me importa.

—Así como lo que te espera.

—Si se muere, para mí todo ha acabado.

—¡Eso no! —Marill de repente se enfadó—. Puede parecerte duro, Steiner, pero yo te aconsejo que escribas, telegrafíes, que hagas cualquier cosa: pero que te quedes aquí.

Steiner movió la cabeza distraído. Ni siquiera le había oído.

Marill le cogió por los hombros.

—No le podrás servir de nada. Incluso aunque consigas llegar allí.

—Pero puedo verla.

—Se horrorizará cuando te vea. Si le pudieras preguntar ahora, haría todo lo posible por disuadirte de que fueras.

Steiner tenía la mirada fija en la calle sin ver. En ese momento se volvió rápidamente.

—Marill —dijo— todavía lo supone todo para mí y es lo único que poseo. Vive, respira, sus ojos ven, sus pensamientos y toda ella no tienen otra ilusión que yo: soy el centro de ellos; y dentro de pocos días estará muerta; no quedará ya nada de ella, en cambio, ahora, todavía vive, son sus últimos días. ¿No he de estar con ella? ¿Comprendes el porqué debo irme? ¡Diablo! El mundo se está acabando; si no la veo, no me lo perdonaría. Moriré con ella.

—No, tú no morirás. Ven, pon un telegrama, yo te daré el dinero que quieras y Kern hará lo mismo. Telegrafía a cada hora, páginas enteras, cartas, cualquier cosa, pero quédate aquí.

—No existe peligro, por grande que sea, capaz de retenerme aquí. Tengo mi pasaporte con el cual podré volver.

—No digas tonterías. ¡Te cogerán! Poseen una organización infernal.

—Sea como sea, he de llegar a su lado —dijo Steiner.

Marill intentó todavía disuadirle.

—Ven, vamos a bebernos unas botellas de aguardiente. Nos emborracharemos. Te prometo que telefonearé de hora en hora.

Steiner, sin embargo, no se dejó convencer.

—No conseguirás nada; beber no es ninguna solución. Sé lo que quieres. Comprendo muy bien tu intención, sé el riesgo que corro, pero aunque fuese mil veces mayor me marcharía y nada ni nadie me impediría ir. Me comprendes, ¿verdad, Marill?

—Si —respondió Marill—. ¡Claro que te comprendo! Si yo estuviera en tu caso haría lo mismo.

Steiner arregló su maleta con movimientos torpes y pesados. No daba crédito a que hubiese hablado con una persona que estaba bajo el mismo techo que María; era casi inconcebible que su propia voz hubiese llegado tan cerca de ella; era increíble que él estuviese disponiéndose para partir, que tomase el tren y que al día siguiente hubiera llegado donde ella estaba.

Metió en la maleta los pocos objetos que precisaba y la cerró. Después se fue en busca de Ruth y de Kern. Éstos ya lo sabían todo por Marill.

—Pequeños —dijo—, me marcho. Tenía el presentimiento de que me iría pronto. Pero no de esta forma —añadió—; casi no puedo creerlo.

Sonrió tristemente.

—Adiós, Ruth.

Ruth le estrechó la mano. Estaba llorando.

—Quería decirle tantas cosas, Steiner, pero en este momento todo se me ha olvidado; sólo puedo expresarle lo mucho que lo siento. ¿Quiere llevarse esto? —Y le entregó un jersey de punto—. Lo he terminado hoy.

Steiner sonrió por un instante.

—Llega muy a tiempo —dijo. Después se volvió hacia Kern—. Hasta la vista, pequeño. A veces las cosas andan terriblemente despacio, ¿no te parece? Pero otras veces van demasiado de prisa.

—Si no fuese por ti, Steiner, no sé si todavía estaría vivo —dijo Kern.

—¡No habías de estarlo! Pero estoy orgulloso de que lo creas así. Veo que no he perdido el tiempo.

—Vuelva pronto —dijo Ruth—. Es lo único que puedo decirle. Vuelva. No podemos hacer mucho por usted, pero todo lo que poseemos estará a su disposición siempre.

—Muy bien. Vámonos. Hasta otro día, pequeños. No os dejéis abatir.

—Te acompañaremos a la estación —dijo Kern.

Steiner dudó.

—Ya viene Marill. Pero si queréis, también podéis acompañarme.

Descendieron la escalera. En la calle, Steiner se volvió a mirar una vez más la desconchada fachada del hotel.

—«Verdún» —murmuró.

—Déjame que te lleve la maleta —dijo Kern.

—¿Por qué, pequeño? Puedo llevarla yo.

—Déjame que la lleve —pidió Kern tímidamente—. Hoy mismo me has dicho que me estaba poniendo muy fuerte.

—Sí, es verdad, ha sido esta tarde. ¡Y parece que fue hace un siglo!

Steiner le entregó la maleta, comprendiendo que Kern estaba ansioso por serle útil y que de momento no había otro favor que pudiera hacerle.

Llegaron a la estación un momento antes de la salida del tren. Steiner entró y bajó la ventanilla. El tren todavía no se había puesto en movimiento, pero a los que estaban en el andén les parecía que aquella ventanilla les separaba de Steiner para siempre. Kern, con los ojos ardientes, miraba a aquel rostro, delgado y severo, como si quisiera grabárselo para siempre en la memoria. Aquel hombre había sido su amigo y maestro durante muchos meses; si había en él algo que se pudiera aprovechar, se lo debía a Steiner. Y ahora veía ese rostro tranquilo, serio, yendo voluntariamente hacia su destrucción, pues ninguno de los presentes creía en el milagro de que Steiner volviese.

El tren se puso en marcha. Nadie habló. Steiner, lentamente, levantó la mano. Sus tres amigos le siguieron con los ojos hasta que hubo desaparecido en una curva el último vagón.

—¡Demonio! —exclamó Marill con voz ronca—. Vámonos. Necesito beber. He visto a mucha gente morir, pero nunca en mi vida había presenciado un suicidio.

Volvieron al hotel. Kern y Ruth se fueron a sus cuartos.

—Ruth —dijo Kern después de algún tiempo—, todo se ha quedado de repente vacío; da la sensación de que la ciudad está muerta.

Aquella noche fueron a ver al anciano Moritz, que estaba en la cama.

—Sentaos, hijos míos —dijo el viejo—. Ya lo sé todo y nada se puede hacer. Todo ser humano tiene derecho a decidir su destino como quiera.

Moritz Rosenthal sabía que nunca más había de levantarse. Por eso había hecho colocar su cama en tal posición que pudiera ver por la ventana. No había mucho que ver, simplemente algunas casas de enfrente. Pero ya que no había otra cosa, aquello era mucho. Espiaba los balcones opuestos y en eso consistía su vida. Por la mañana, cuando estaban abiertos, veía aparecer personas, conocía a la sirvienta de rostro sombrío que limpiaba los cristales, la joven fatigada que todas las fardes se sentaba inmóvil enfrente de la ventana, mirando a la calle, y al hombre calvo del último piso que hacía gimnasia por la noche. Por la tarde veía, a través de las cortinas recogidas, los aposentos iluminados, veía las sombras que se movían de un lado para otro; por la noche sabía las ventanas que se quedaban a oscuras como cuevas abandonadas y las que se quedarían iluminadas hasta muy tarde. Todo aquello y el ruido lejano de las calles representaba su mundo exterior, al cual pertenecían únicamente sus pensamientos, no su cuerpo. El otro mundo, el que existía en su memoria, él lo tenía en las paredes de su propio cuarto. Con sus últimas fuerzas, auxiliado por la camarera, había clavado con chinchetas todas las fotografías que poseía.

En la pared, encima de la cama, pendían antiguos retratos de su familia: sus padres, su mujer muerta hacía cuarenta años. Un retrato de su hijo, fallecido a los cincuenta años; el de un nieto que había muerto a los diecisiete, el retrato de su nuera a los treinta y cinco; todos muertos, entre los cuales Moritz Rosenthal, viejo e impasible, esperaba también su hora.

La pared de enfrente estaba cubierta con pasajes. Fotografías del río Rin, ciudades, castillos y viñedos entremezclados con ilustraciones de revistas en colores, representando tempestades del Rin y finalmente una serie de grabados de la pequeña ciudad de Godesberg del Rin.

—Paciencia —dijo el viejo Moritz embarazado—. La verdad es que debería tener algunos grabados de Palestina colgados por aquí, pero nada significarían para mí.

—¿Cuánto tiempo vivió en Godesberg? —preguntó Ruth.

—Hasta los diecisiete años. Después me fui —recordó Moritz Rosenthal.

—¿Y ya no ha vuelto?

—Nunca.

—Entonces hace ya mucho tiempo, querido Moritz —dijo Ruth.

—Sí, hace mucho tiempo, mucho antes de que vinierais al mundo. Tal vez tu madre naciera por entonces.

«Es curioso —pensó Ruth—. Cuando mi madre nació, estos grabados ya eran recuerdo para el cerebro alojado en esa cabeza; mi madre vivió, sufrió y murió mientras esos mismos recuerdos continúan viviendo como fantasmas en el interior de esta vieja cabeza como si fuesen más fuertes que muchas vidas».

Llamaron y Edith Rosenfeld entró.

—Edith —exclamó el anciano Moritz—, ¡mi eterno amor! ¿Dónde has estado?

—Vengo de la estación, Moritz; he acompañado a Max que se ha ido a Londres y desde allí continuará viaje a Méjico.

—Entonces, ¿te has quedado sola, Edith?

—Es verdad, Moritz; ahora están todos colocados y puedo trabajar.

—¿Qué va a hacer Max en Méjico?

—Ha ido como obrero, pero intenta trabajar después como chófer.

—Eres una buena madre, Edith —dijo Moritz después de una pausa.

—Soy… como todas las madres Moritz.

—Y tú, ¿qué harás ahora?

—Descansaré un poco. Después ya tengo qué hacer. Hay aquí, en el hotel, una nena. Nació hace quince días. La madre, en breve tendrá que volver al trabajo, y voy a convertirme en su abuela adoptiva.

Moritz Rosenthal se incorporó un poco.

—¿Una niña de quince días? Entonces, ¿es francesa? Esto es lo más importante de todo lo que he visto en mis ochenta años. —Sonrió—. A pesar de todo, Edith ¿podrás cantarle para que se duerma?

—Sí, podré…

—¡Las canciones que cantabas para adormecer a mi hijo! Hace mucho tiempo, Edith. De repente, ¡parece todo tan lejano! ¿Quieres cantarme alguna? A veces soy como los niños cuando quieren dormir.

—¿Cuál de ellas, Moritz?

—La del hijo del judío. Hace cuarenta años que la oí, de tu boca. Entonces eras muy joven y bonita. Sin embargo, eres bonita todavía, Edith.

Edith Rosenfeld sonrió. Después tomó aliento y comenzó a cantar con su voz débil, la vieja canción Yiddish. Su voz sonaba como la leve melodía de una caja de música. Moritz, recostado, la oía. Cerró los ojos y comenzó a respirar tranquilamente. En el cuarto desamueblado la anciana continuaba cantando la melodía nostálgica de los que no tienen hogar y los versos tristes que la acompañaban.

Rosinken und Mandele

Das wird sein dein Beruf

Domit wirst müsse, Jiddel handele

schlaf, Jiddele, schlaf[7]

Ruth y Kern escuchaban en silencio. Sobre sus cabezas pasaba la rueda del tiempo; cuarenta años, cincuenta años que pasaban vertiginosos en la conversación de aquellos dos ancianos; ellos, los viejos, parecían encontrar natural que tantos años hubiesen pasado. Pero en su compañía estaban dos jóvenes de veinte años, para quienes un solo año les parecía interminable y por el que sentían una especie de temor sombrío: que todo debe pasar y terminar y que algún día el tiempo les alcanzaría también…

Edith se levantó y se acercó a Moritz. El viejo dormía. Durante un instante contempló su ancho rostro.

—Venid —dijo en seguida—. Dejemos que descanse.

Apagó la luz y salieron silenciosamente al oscuro pasillo y volvieron a sus cuartos.

En el preciso momento en que Kern iba a pasar a Marill la pesada carretilla llena de escombros del pabellón, fue abordado por dos hombres.

—Un momento, haga el favor. —Uno de ellos se volvió hacia Marill—. Usted también.

Kern inmediatamente dejó la carretilla en el suelo. Sabía de qué se trataba. El tono le era familiar; en cualquier parte del mundo, despertaría del sueño más profundo si oyese al lado de la cama aquellas palabras delicadas, graves e inexorables.

—¿Quiere hacer el favor de enseñarme los documentos de identidad?

—No los tengo aquí —respondió Kern.

—Hagan el favor de identificarse ustedes primero —dijo Marill.

—Desde luego, con mucho gusto. Bastará con que les diga que soy de la policía. Este otro señor es inspector del Ministerio de Trabajo. Ustedes comprenderán; el número de franceses es tan grande que nos obliga a mantener rigurosa vigilancia.

—Comprendo muy bien. Desgraciadamente, sólo le puedo mostrar el permiso de residencia, pero no tengo autorización par trabajar. Por otra parte, estoy seguro de que ustedes no esperaban que lo tuviese.

—Tiene razón —añadió el inspector delicadamente—. No esperábamos que lo tuviese, pero el permiso que nos ha enseñado es suficiente. Puede continuar trabajando. En este caso particular de la construcción de la Exposición, el Gobierno está dispuesto a no llevar demasiado a rajatabla los reglamentos. ¡Perdónenos!

—No hay nada que perdonar. Es su deber.

—¿Puedo ver sus papeles? —preguntó el inspector a Kern.

—No tengo documentos.

—¿Ni siquiera un récépisse[8]?

—Nada.

—Entonces, ¿ha entrado en el país ilegalmente?

—No había otra manera.

—Lo siento mucho —dijo el policía—, pero tendrá que venir conmigo a la Prefectura.

—Es lo que me suponía —respondió Kern y miró a Marill—. Dígale a Ruth que me han detenido. Volveré en cuanto pueda. Dígale también que no se preocupe.

Hablaba en alemán.

—No me importa si quiere usted hablar con su amigo —apresuróse a decir amablemente el inspector.

—Tendré cuidado de Ruth hasta que vuelvas —prosiguió Marill en alemán—. ¡Tuviste poca suerte, camarada! Procura que te deporten vía Basilea. Vuelva después por Burgfelden. Desde Steiff Inn telefonea al hotel «Steiff», San Luis, pidiendo un taxi para Mülhausen y de allí para Belfort. Es el mejor camino. Si te mandan a la Santé, escribe en cuanto puedas. Voy a telefonear inmediatamente a Klassmann por si puede hacer algo.

Kern asintió con la cabeza.

—A sus órdenes —dijo entonces.

El policía lo entregó a un tercer hombre que se había quedado esperando un poco apartado. El inspector miró a Marill y sonrió.

—Buena manera de despedirse —dijo en correcto alemán—. Parece que usted conoce muy bien las fronteras.

—Desgraciadamente —respondió Marill.

Marill estaba con Waser sentado en una taberna.

—¡Vamos, necesito beber un poco más! ¡Diablo! ¡Detesto la idea de irme al hotel! Es la primera vez que esto me pasa. ¿Qué prefiere: coñac o anís?

—Un coñac —respondió Waser, dándose importancia—. El anís es bebida de mujeres.

—Aquí en Francia, no.

Marill llamó al camarero y pidió un coñac y un Pernod puro.

—Si quiere yo se lo diré a Ruth —propuso Waser—. En nuestra vida estas cosas pasan constantemente. Raro es el día en que no es detenido alguien y uno tiene que avisar a la mujer o a la novia. El mejor sistema es empezar por aludir a la gran causa común que requiere tanto sacrificio.

—¿Qué causa común es ésa?

—¡El movimiento! ¡La instrucción revolucionaria de las masas, naturalmente!

Marill miró al comunista atentamente.

—Waser —respondió con tranquilidad—, no creo que lleguemos a entendernos de ese modo. Esa manera de hablar sólo sirve para un manifiesto socialista. Me olvidé de que está usted metido en política. Vamos a terminar de beber y a marcharnos. He de cumplir con mi misión de todos modos.

Pagó y, chapoteando en el amasijo de barro y nieve que cubría las calles, se encaminaron hacia el «Hotel Verdún». Waser desapareció en las «catacumbas» y Marill subió la escalera lentamente.

Llamó a la puerta de la habitación de Ruth. Ésta abrió tan rápidamente que dio la impresión de que había estado aguardando detrás de la puerta. La sonrisa de sus labios desapareció al ver a Marill.

—¡Marill! —dijo.

—Sí, no soy el que esperabas, ¿verdad?

—Creí que sería Ludwig. Debe estar al llegar.

—Sí.

Marill entró. Vio sobre la mesa un plato, el hornillo de alcohol, sobre el cual hervía agua, rodajas da pan y algunas tajadas de carne, y un vaso con flores. Vio todo esto, vio la actitud de Ruth en pie delante de él y, sin saber qué hacer, a falta de otra cosa, cogió el vaso.

—Flores —murmuró—. Hasta flores.

—En París las flores son baratas.

—Sí, pero no es eso lo que yo quiero decir. Unicamente… —Marill volvió a dejar el vaso en su sitio cuidadosamente, como si en vez de ser de grueso cristal hubiera sido de la más fina porcelana—. Precisamente, a causa de ello, me resulta más difícil…

—¿A causa de qué?

Marill no respondió.

—Entiendo —dijo Ruth—. La policía ha detenido a Ludwig.

Marill se volvió y se la quedó mirando.

—Sí, es verdad, Ruth.

—¿Adónde lo han llevado?

—Le han llevado a la Comisaría.

Ruth cogió el abrigo silenciosamente, se lo puso, metió algunas cosas en el bolsillo y se dirigió hacia la puerta. Marill la detuvo.

—Es una locura —declaró—. No podrás ayudarle y lo complicarás todo. Tenemos un amigo en la Prefectura que nos informará de todo. Tú debes quedarte aquí.

—¿Cómo voy a quedarme? Debo verle. Deje que nos detengan a los dos. Así podríamos pasar la frontera juntos.

Marill continuaba sujetando a Ruth. Ésta estaba muy pálida; su rostro parecía haberse petrificado repentinamente. De pronto desistió.

—Marill —dijo desanimada—, ¿qué debo hacer?

—Quédate aquí. Klassmann trabaja en la Prefectura y nos informará de todo lo que pase. Lo más que podrán hacer es deportarle. En ese caso, a los pocos días estará de vuelta. Prometí a Kern que le esperarías aquí, y él cuenta con tu buen sentido.

—Sí. —Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Se quitó el abrigo y lo dejó caer en el suelo. Marill dijo—: ¿Por qué nos tratan así? Después de todo, no hacemos daño a nadie. —Marill se quedó pensativo.

—Creo que es precisamente por eso. En la actualidad estoy convencido de que realmente ésa es la causa.

—¿Le llevarán a la cárcel?

—No. Supongo que no. Pero lo sabremos por Klassmann. Tenemos que esperar hasta mañana.

Ruth, a pesar de su dolor, estuvo de acuerdo. Cogió el abrigo del suelo.

—¿No ha dado Klassmann ninguna noticia?

—No. Tan sólo he hablado con él un instante y ha salido inmediatamente para la Prefectura.

—He estado allí con él esta mañana. Me mandó llamar —sacó un papel del bolsillo del abrigo, lo desdobló y se lo dio a Marill— para esto.

Era un permiso de residencia para Ruth, válido por un mes.

—La Comisión de Refugiados me lo arregló. Mi pasaporte había caducado. Klassmann llevaba trabajando meses para conseguirlo. Iba a enseñárselo a Ludwig y ésta ha sido la causa de que comprase las flores.

—¡Entonces fue por eso!: —Marill miraba el permiso—. Es una suerte enorme y al mismo tiempo una lástima. Pero, más que nada, suerte. Una especie de milagro, que no pasa todos los días. Kern volverá. ¿No lo crees así?

—Sí —dijo Ruth—. Nosotros servimos para algo sólo cuando estamos juntos. Tiene que volver.

—Estupendo. Ahora vamos a salir. Cenaremos en cualquier sitio. Podremos beber, también, en honor del permiso y de Kern. Es un viejo soldado. Todos nosotros somos soldados. También tú lo eres, ¿no?

—Sí, también lo soy.

—Para conseguir lo que tienes en la mano, Kern se hubiera dejado deportar cincuenta veces seguidas. Tú pensarás igual, ¿no?

—Sí. Pero hubiera preferido cien veces que no…

—Ya lo sé —interrumpió Marill—. Cuando vuelva Kern lo discutiremos. Ésa es una de las reglas principales que debe observar un soldado.

—¿Tiene dinero para volver?

—Creo que sí. Todos los veteranos llevamos siempre algún dinero encima, precisamente para estas emergencias. Si no tuviera dinero suficiente, Klassmann se encargará de arreglarlo. Klassmann es nuestra providencia. Vamos. ¡Es una gran idea el que haya bebida en el mundo! ¡Principalmente en estos tiempos!

Steiner estaba despierto y alerta cuando el tren se detuvo en la frontera. Los carabineros de la parte francesa recorrieron el vagón rápidamente sin prestar atención a nada. Le pidieron el pasaporte, lo sellaron y salieron del departamento. El tren se puso en marcha y fue rodando lentamente. Steiner comprendió que en aquel momento su destino se había decidido: no podía volverse atrás.

Poco tiempo después, dos oficiales alemanes entraron y saludaron.

—Su pasaporte, por favor.

Steiner se lo entregó al más joven de los dos.

—¿Qué viene a hacer a Alemania? —preguntó el otro.

—Vengo a visitar unos parientes.

—¿Vive en París?

—No, en Graz. He estado visitando a otro familiar en París.

—¿Cuánto tiempo pretende estar en Alemania?

—Quizá quince días. Después volveré a Graz.

—¿Tiene dinero?

—Quinientos francos.

—Vamos a anotarlo en su pasaporte. ¿Trae el dinero de Austria?

—No. Mi primo de París me lo dio.

El oficial examinó el pasaporte, escribió algo y lo selló.

—¿Lleva algo que deba satisfacer derechos de aduana?

—No, nada.

Steiner entregó su maleta.

—¿Tiene algún baúl?

—No. Todo mi equipaje es éste.

El oficial inspeccionó rápidamente la maleta.

—¿Lleva periódicos, papeles o libros, algo impreso?

—No.

—Gracias.

El oficial más joven devolvió el pasaporte a Steiner. Ambos saludaron y salieron. Steiner suspiró aliviado, comprobando que las palmas de sus manos estaban mojadas de sudor.

La velocidad era ahora mayor. Steiner se recostó en el asiento y miró por la ventanilla. Había anochecido. Nubes bajas surcaban el cielo y entre ellas brillaban las estrellas. Pequeñas estaciones, escasamente iluminadas, pasaban como relámpagos. Los discos de luz verde se multiplicaban y sus luces brillaban. Steiner bajó el cristal y asomó la cabeza. El viento húmedo le azotaba el rostro y alborotaba sus cabellos. Respiró profundamente; parecía un aire diferente. Era un viento distinto, otro horizonte, otra luz. Los álamos, a lo largo de la carretera, se agitaban con un ritmo diferente y más íntimo. Las mismas carreteras eran distintas, más próximas a su corazón. Febrilmente llenaba los pulmones de aire; su sangre se agitaba. El paisaje desfilaba ante él, enigmático, pero no extraño. «Diablo —pensó—, ¿qué me pasa? Me estoy volviendo sentimental».

Volvió a sentarse e intentó dormir, pero no le fue posible. El panorama oscuro del exterior le absorbía, se transformaba en rostros y recuerdos; cuando el tren atravesó el puente sobre el Rin, se acordó de los años pasados en la guerra; el agua centelleante, corría con un murmullo sordo, repitiendo centenares de nombres, nombres cuyos recuerdos morían en el pasado, ya casi olvidados, nombres de camaradas del Regimiento, de ciudades, de campos. Era un contacto físico. Steiner se sintió envuelto de repente en el torbellino del pasado. Intentó defenderse, pero no lo consiguió.

Estaba solo en el departamento. Encendió un pitillo y empezó a caminar de un lado para otro. Nunca hubiera pensado que todo aquello tuviera tanta fuerza sobre él. Con un enorme esfuerzo consiguió pensar en lo que debía hacer al día siguiente, cómo podría entrar en el hospital sin levantar sospechas, en su propia situación y a cuál de sus amigos podría pedirle consejo.

Pero en el fondo, todo aquello le parecía extrañamente oscuro e irreal, hasta incluso el peligro que se cernía sobre su cabeza y al encuentro del cual se dirigía, se diluía en imágenes abstractas sin que pudiera hallar la fuerza necesaria para tranquilizarse y reflexionar. Por el contrario, parecía que la sangre se le agitaba en un remolino en el que su vida daba vueltas en un baile misterioso, fervorosamente repetida. Entonces desistió. Sabía que aquélla era su última noche; al día siguiente todo habría acabado; absorbido como estaría por la baraúnda de sus ideas, libre de la amarga conciencia y de la certeza cada vez más clara de su aniquilamiento. Renunció a pensar, abandonándose completamente.

La noche inmensa se dilataba ante sus ojos. No tenía fin; se levantaba sobre los cuarenta años de la vida de un hombre; un hombre para quien cuarenta años era toda su existencia. Los pueblos que atravesaba, con sus luces mortecinas, y el solitario ladrido de algún perro, eran los escenarios de su infancia; en todos ellos había jugado, en todos había pasado veranos e inviernos, y las campanas que tocaban en las iglesias sonaban para él en todas partes. Las florestas oscuras y adormecidas que ahora atravesaba formaban parte de su juventud; el verde dorado y crepuscular de las hojas había dado sombra a su cuerpo, fatigado tras sus primeras travesuras, los largos serenos reflejaron su rostro sofocado cuando miraba las salamandras de cuerpo encarnado. El viento que gemía entre las hayas y sollozaba al atravesar las frondas de pinos era el antiguo viento de su ventura. Las carreteras pálidamente iluminadas que se extendían como una red sobre la noche de los campos, eran las carreteras de su inquietud, las había recorrido todas, había dudado en sus encrucijadas, conocía los puntos de partida, el principio y el fin de horizonte a horizonte, y el emplazamiento de todas las casas de los contornos. Conocía las viviendas bajo cuyos techos se hallaba encendida una luz acogedora, brillando roja a través de las ventanas, con una promesa de calor y amparo. Había habitado en el interior de todas ellas. Conocía el ruido sordo de las cerraduras; sabía quién estaba esperando bajo el círculo luminoso de la lámpara, con la cabeza un poco inclinada y los rubios cabellos brillando a la luz: ella, la imagen de cuyo rostro estaba siempre latente en su interior, a la que jamás había olvidado un instante, a la que siempre había soñado hallar al final de todas carreteras y de todas las encrucijadas del mundo. Oscura, casi imperceptible, pero colmada de ansiedad y ternura. Su faz se le aparecía en el cielo nocturno, los ojos brillando por detrás de las nubes, la boca que murmuraba palabras sin eco en el horizonte, los brazos que percibía en el viento y en el balanceo de los árboles, y la sonrisa en la que aquel campo y su corazón se fundían en la plenitud de un sentimiento interminable.

Percibía casi el contraerse y el dilatarse de sus venas, la afluencia cada vez más impetuosa de su sangre en las redes de arterias, como si, modificada su esencia, hecha más fluida, se hubiese unido a aquella corriente externa de sensaciones y de recuerdos, rumbo hacia aquella imagen que le atraía más y más; aquella corriente que se apoderaba de sus manos elevándolas hacia aquellas otras manos lejanas, tendidas hacia él; aquella corriente burbujeante que se despeñaba, se desmenuzaba, huía lejos, y se dispersaba poco a poco, tal como el agua de un arroyuelo funde en primavera la última arista del brillo invernal, y le proporcionaba, en aquélla su última noche interminable, la solitaria felicidad del perfecto recuerdo de todo su pasado, haciendo acudir a su pecho lejanas visiones: su existencia, los años perdidos, la alegría del amor y el profundo conocimiento del goce del retorno, aún más allá de la eternidad.