Estaban sentados en la Cantina de la Exposición Internacional. Había sido día de pago. Kern colocó los billetes en círculo alrededor del plato.
—¡Doscientos setenta francos! —dijo—. ¡Ganados en una sola semana! ¡Y es la tercera vez que esto sucede! Parece un cuento de hadas.
Marill le miró, encontrándole gracioso. Después levantó el vaso y dijo a Steiner:
—Volvamos a la realidad y brindemos en honor del dinero, mi querido Huber. Es espantoso el poder que él ejerce sobre el pueblo. Nuestros más remotos antepasados temblaban en sus cavernas temerosos de los truenos, rayos, fieras y terremotos; tiempos después a causa de las espadas, ladrones y de las epidemias; pero nosotros temblamos ante la palabra impresa, sea un billete o un pasaporte. El hombre de Neanderthal moría a golpes de porra, el romano atravesado por la punta de una espada, el de la Edad Media a causa de las pestes y ahora bastan unos garabatos en un papel impreso para que seamos suprimidos.
—O para que se nos conceda la vida —añadió Kern y miró a los billetes del Banco de Francia alineados alrededor de su plato.
Marill se volvió hacia él interrogativamente.
—¿Qué piensas de este muchacho? —preguntó a Steiner—. Va mejorando, ¿no?
—¡Ya lo creo! Prospera con los nuevos aires del exilio.
—Yo le conocí cuando todavía era un niño —explicó Marill, cariñoso y confidente—. De ello no hace mucho tiempo.
Steiner rió.
—Vive en un siglo difícil. Una época en que es fácil ser eliminado, pero también una época en la que uno se hace más pronto hombre.
Marill bebió un trago de vino.
—¡Un siglo difícil y de gran inquietud! —repitió—. Ludwig Kern, un joven vándalo de la época de la segunda emigración de los pueblos.
—No está en lo cierto —le contestó Kern—. Lo que soy es un joven semihebreo del segundo éxodo de Egipto.
Marill miró a Steiner con aire de irónica acusación y dijo:
—Su discípulo, Huber.
—No, esos aforismos los ha aprendido de usted, Marill. Además de eso, un salario semanal es lo suficiente para perfeccionar el espíritu de cualquiera. Por mí, puede repetirse la vuelta del hijo pródigo a la hora de cobrar. —Steiner se volvió hacia Kern—. Guárdate el dinero, pequeño, porque si no te desaparecerá. El dinero no debe amar la luz.
—Te lo daré —dijo Kern—. De ese modo no me molestará. Ya sabes que te debo mucho más que esto.
—Vaya con la ocurrencia; todavía estoy muy lejos de ser lo bastante rico para prestar dinero.
Kern miró a Steiner y se guardó los billetes.
—¿Hasta qué hora están abiertas hoy las tiendas? —preguntó.
—¿Por qué?
—Es víspera de Año Nuevo.
—Hasta las siete, Kern —dijo Marill—. ¿Quieres comprar algo para beber, ahora? Aquí en la cantina es más barato. Hay un excelente ron de la Martinica.
—No, no quiero bebida.
—¡Ah! Por lo que veo, estás dispuesto a pasar el último día del año como un burgués, ¿eh?
—Algo por el estilo. —Kern se levantó—. Voy a casa de Salomón Levi. Tal vez se sienta sentimental y rebaje sus precios.
—En tiempos difíciles los precios suben —replicó Marill—. ¡Pero vete, Kern! La costumbre no es nada; ¡el impulso es lo que vale! Pero no olvides que cenamos esta noche a las ocho en el restaurante Mère Margot.
Salomón Levi era un hombrecillo delgado, vivo, con una barbita puntiaguda y desigual. Vivía en un cuarto oscuro y completamente repleto de relojes, instrumentos de música, tapetes estropeados, cuadros, utensilios de cocina, cacharros de barro y animales de porcelana. En una vitrina guardaba en inexplicable confusión perlas artificiales, joyas falsas, antiguos candelabros de plata, relojes y muchas variedades de monedas antiguas.
Levi reconoció a Kern inmediatamente. Su memoria era un libro que le servía de mucho en la mayoría de las operaciones que realizaba.
—¿Qué desea? —preguntó con aire defensivo, suponiendo que Kern trajera alguna cosa más para vender—. Viene en mala ocasión.
—¿Qué tal, ya vendió mi sortija?
—¿Vendió, vendió? —gimió Levi—. ¿Me parece que ha dicho vendió o quizá me he confundido?
—No se ha equivocado.
—Muchacho —prosiguió Levi siempre a la defensiva—. ¿No lee usted periódicos? ¿O es que vive usted en la luna? ¿No sabe lo que pasa por el mundo? ¡Vender! ¡Qué esperanza! ¡Vender! ¿Cómo puede decir una cosa tal, con la misma magnificencia de un Rothschild? ¿Sabe lo que significa la palabra vender? —Hizo una pausa para dar mayor efecto a sus palabras y después explicó amargamente—: Significa que entre un extraño y desee cualquier cosa. Entonces saca la cartera del bolsillo. —Levi sacó su propia cartera y la abrió—. Saca el dinero —a su vez sacó un billete de cincuenta francos—, lo echa en el mostrador, y entonces viene lo más importante —la voz de Levi cambió de tono—, se separa realmente del dinero. —Levi apartó el billete—. ¿Y sabe para qué? Para comprar cualquier chuchería o moneda sin valor. ¿Cree que debo echarme a reír? Sólo los locos o majaderos se dedican a tales transacciones. O algún desgraciado como yo, con su manía por los negocios. Bien. ¿Qué es lo que le trae por aquí? No puedo pagar mucho. Hace cuatro semanas sí. Aquéllos eran otros tiempos.
—No quiero vender nada, Herr Levi. Quiero pagarla y volverme a llevar la sortija.
—¿Cómo? —Por un instante, Levi se quedó con la boca abierta como un pájaro en el nido—. ¡Ah! Ya sé; usted quiere hacer algún cambio. Nada, muchacho. Ya conozco el truco. La semana pasada caí en la trampa. Un reloj, es verdad que no andaba, pero siempre es un reloj. A cambio recibí un tintero de bronce y una estilográfica con pluma de oro. ¿Quiere saber lo que pasó? Me engañaron, porque la pluma no funcionaba. Es verdad que el reloj no andaba más que un cuarto de hora al día. ¿Pero cree que es lo mismo un reloj parado que una estilográfica que no funciona? Un reloj es siempre un reloj, pero una pluma que no funciona, ¿para qué sirve? Es como si no la tuviese. Y ahora, ¿qué es lo que quiere cambiar?
—Lo que yo quiero es comprar. ¡Comprar!
—¿Con dinero?
—Sí, naturalmente.
—¡Ah! Ya sé, será algún dinero húngaro o rumano, o si no dinero austríaco sin valor alguno, o quién sabe si billetes falsos. ¿Quién podrá decirme lo que vale? No hace mucho tiempo pasó por aquí un hombre que usaba bigotes retorcidos a lo Carlomagno…
Kern sacó un billete de cien francos y lo colocó sobre el mostrador. Levi se solazó en su contemplación y lanzó un silbido.
—Tiene dinero, ¿eh? Es la primera vez que veo una cosa así. Muchacho, tenga cuidado con la policía.
—Gané este dinero —afirmó Kern—. Lo gané honradamente. Y ahora, ¿dónde está la sortija?
—Un momento. —Levi se apartó y volvió, luego trayendo el anillo que había pertenecido a la madre de Ruth. Venía frotando la piedra en la manga de la chaqueta, le echaba el aliento y de nuevo volvía a frotarla. Finalmente, colocó la joya encima de un rectángulo de terciopelo como si se tratara de un brillante de veinte quilates—. Una hermosa alhaja —dijo con reverencia—. Una verdadera rareza.
—Herr Levi— dijo Kern —usted nos pagó ciento cincuenta francos por una sortija. Si yo le doy ciento ochenta, tiene usted una ganancia del veinte por ciento. Es un buen negocio, ¿no le parece?
Levi no le escuchó.
—Uno puede enamorarse de una pieza como ésta, —murmuró como en éxtasis—. Se ve que no es una baratija de las modernas. ¡Valor, valor real! Había pensado conservarla para mí. Tengo también mi pequeña colección particular.
Kern contó ciento ochenta francos y los depositó sobre el mostrador.
—Dinero —dijo Levi despreciativamente—. ¿Qué vale el dinero hoy en día? ¡Con la desvalorización que sufrimos, los objetos de valor sí que representan capital! Una sortija bonita como ésta, da gusto a quien la posee y cuanto más tiempo pasa más valor adquiere. ¡Es un doble placer! Ahora que el oro ha subido tanto, cuatrocientos francos sería poco por una pieza tan bonita —observó pensativamente—. Un precio de coleccionista es el que podría obtener por ella.
Kern se sorprendió.
—¡Herr Levi!
—Soy un hombre de corazón —dijo Levi con dignidad—. Me desharé de la sortija. Le proporcionaré esa alegría sin ninguna ganancia, sólo porque es víspera de Año Nuevo. Deme trescientos francos y asunto concluido, aunque tenga que hacer un gran esfuerzo para separarme de ella.
—¡Eso es exactamente el doble de lo que pagó usted por ella! —dijo Kern indignado.
—¡El doble! Usted dice eso, naturalmente, sin saber lo que significa. ¿Qué quiere decir el doble? El doble es la mitad, como dijo, sabiamente, el rabí Michael von Howorodka. ¿Ha oído hablar alguna vez de los impuestos? Es un gasto sobre otro gasto; tasas, alquiler, carbón, pérdidas. ¡Para usted eso no significa nada, pero para mí es un tormento! Cada día gasto tanto como el valor de una sortija como ésta.
—Soy un pobre emigrado.
Levi cambió de táctica.
—¿Quién no es emigrado? El que quiere comprar es siempre más rico que el que tiene que vender. Veamos, ¿quién de nosotros dos quiere comprar?
—Doscientos francos —dijo Kern—. Es mi última palabra.
Levi cogió la sortija y se la guardó. Kern metió el dinero en el bolsillo y se encaminó hacia la puerta. Pero cuando iba a abrirla, Levi le gritó:
—Doscientos cincuenta, sólo porque es usted joven y a mí me gusta favorecer a la juventud.
—Doscientos —respondió secamente Kern desde la puerta.
—Entonces, schalon alechem[5]!
—Doscientos veinte.
—Doscientos veinticinco. Palabra de honor, y eso porque tengo que pagar el alquiler mañana.
Kern se volvió y con un suspiro de resignación entregó el dinero.
Levi metió la sortija en una cajita de cartón.
—Esta caja no le cuesta nada, ni tampoco el algodón azul. Hoy me arruino por su causa.
—¡Ganando el cincuenta por ciento! —rezongó Kern—. ¡Usurero!
Levi no prestó atención a la última observación de Kern.
—Créame —dijo con sinceridad—. En la tienda de Cartier, en la Rué de la Paix, una sortija como ésta costaría seiscientos francos. En realidad vale trescientos cincuenta.
Kern se volvió al hotel.
—Ruth —dijo desde la puerta—. ¿Dónde estás? ¡Mira! El último de los hijos pródigos ha regresado a su hogar.
Ella abrió la cajita.
—¡Ludwig! ¡Querido!
—¡No tiene importancia! —dijo Kern rápidamente, embarazado—. Como acostumbra a decir Steiner, estas cosas son las que nos traen mayor felicidad. Quería probar. Ahora, póntelo. Vamos todos a comer esta noche a un restaurante como verdaderos obreros en fin de semana.
Eran las diez de la noche. Steiner, Marill, Ruth y Kern estaban sentados en la «Mère Margot». Los camareros ya habían recogido las sillas y limpiado el suelo con grandes escobas y agua. El gato, acomodado en el mostrador junto a la caja, se desperezó y dio un salto hacia el suelo. La propietaria dormitaba envuelta en un mantón de lana. Pero de vez en cuando abría un ojo y vigilaba.
—Me parece que nos van a barrer de aquí —dijo Kern señalando al camarero—. El caso es que ya es muy tarde. Tenemos que ir a casa de Edith Rosenfeld. El viejo Moritz ha llegado hoy.
—¿El viejo Moritz? —preguntó Ruth—. ¿Quién es?
—El decano de los emigrados —respondió Steiner—, pequeña. Conoce todas las fronteras, todas las ciudades, todos los hoteles, todas las pensiones y alojamientos particulares donde se puede vivir sin ser reconocido y también las cárceles de cinco países civilizados. Su nombre es Moritz Rosenthal. Viene de Godesberg.
—Entonces le conozco —dijo Kern—. En cierta ocasión viajé con él de Checoslovaquia a Austria.
—Y yo fui con él de Suiza a Austria —dijo Marill.
El camarero trajo la cuenta.
—También yo he pasado algunas fronteras con él —dijo Steiner. Se volvió hacia el camarero y preguntó—: ¿Tiene alguna botella de coñac? ¿Courvoisier? A precio de coste, naturalmente.
—Un momento. Voy a preguntar a la patrona.
El camarero se dirigió hacia la mujer que estaba envuelta en el mantón. Ésta abrió un ojo y sacudió la cabeza. El camarero volvió con una botella que había cogido de la estantería y se la dio a Steiner, que la guardó en el bolsillo del abrigo.
En este momento se abrió la puerta de la calle y entró una extraña figura. La dueña se tapó la boca con la mano para disimular un bostezo abriendo los dos ojos. Los camareros pusieron mala cara.
El hombre que acababa de llegar, caminando silenciosamente como un sonámbulo, atravesó el salón y se dirigió a la gran rótiserie, donde, girando alrededor de un gancho en el que estaban ensartados, había asándose algunos pollos.
Los examinó con mirada crítica.
—¿Cuánto cuesta éste? —preguntó al camarero.
—Veintiséis francos.
—¿Y éste?
—Veintiséis francos.
—¿Y aquél?
—Veintiséis francos.
—Entonces, ¿todos cuestan veintiséis francos?
—Sí.
—Y, ¿por qué no me lo dijo antes?
—Porque no me lo preguntó.
El hombre lanzó una furibunda mirada al camarero. Después señaló el pollo mayor.
—Quiero aquél de allí.
Kern dio un codazo a Steiner. Estaba observando atentamente, con la boca abierta.
—¿Con ensalada, patatas fritas o arroz? —preguntó el camarero.
—Con nada. Con cuchillo, tenedor y de prisa.
—Es el Pollo —murmuró Kern—. Nuestro querido Pollo.
Steiner asintió con la cabeza.
—Es el mismo. El Pollo de la cárcel de Viena.
El hombre se sentó. Sacó la cartera y pagó. Después arregló la mesa y solemnemente desdobló la servilleta. Delante de él reposaba un magnífico pollo asado. Levantó las manos como un sacerdote cuando va a bendecir. Un aire de satisfacción salvaje le envolvía. Cogió el pollo y lo colocó en su plato.
—No le molestemos —murmuró Steiner—. Se ha ganado el pollo con mucho trabajo.
—Es verdad. Propongo que nos marchemos —respondió Kern—. Encontré a este sujeto dos veces, siempre en la cárcel y en ambas ocasiones fue detenido en el momento en que comenzaba a comérselo. ¡Si su sino continúa, no tardará mucho en aparecer la policía por aquí!
Steiner sonrió.
—¡Entonces vámonos! ¡Prefiero celebrar la víspera de Año Nuevo con gente que esté desheredada por el destino, que con guardias y policía!
Se levantaron. En la puerta se volvieron y miraron de nuevo. El Pollo en aquel momento estaba arrancando del cuerpo de la presa una pata bien enamorada. La contemplaba con una extraña devoción, mordiendo reverentemente. En seguida atacó al pollo decididamente con gran apetito.
Edith Rosenfeld era una mujer delicada, canosa, aparentando unos sesenta y cinco años. Había llegado a París dos años antes con ocho hijos. Consiguió encontrar colocación para siete de ellos.
El mayor había ido a China como médico del Ejército. La hija mayor, que era Licenciada en Filología; por la Universidad de Bonn, había obtenido una colocación como sirvienta en Escocia por intermedio del Socorro de Refugiados; el hijo segundo había estudiado Derecho en Francia, pero no habiendo conseguido trabajo, se empleó como camarero en el Hotel Carlton de Cannes; el tercero se alistó en la Legión Extranjera; el siguiente emigró a Bolivia; y las otras dos hijas estaban viviendo en una colonia de plantaciones de naranjas en Palestina. El único que continuaba a su lado era el más pequeño. El Socorro de Refugiados estaba intentando colocarlo como chófer en México.
El departamento de Edith Rosenfeld consistía en dos piezas: un cuarto mayor para ella y otro menor para su hijo pequeño, Max Rosenfeld. Cuando Steiner, Marill, Kern y Ruth llegaron ya había cerca de veinte personas, distribuidas por ambos departamentos. Todos refugiados de Alemania, algunos con permiso de residencia, pero la mayoría en tránsito ilegal. Los más acomodados habían traído bebidas. Casi todos escogieron vinos tintos franceses de los más baratos. Steiner y Marill asumieron gran importancia ante todos ellos al sacar su botella de coñac. Empezaron a servirlo generosamente, procurando evitar sentimentalismos innecesarios.
Moritz Rosenthal llegó a las once. Kern le reconoció con trabajo. Parecía haber envejecido diez años en menos de uno. Su rostro estaba lívido y caminaba con dificultad, apoyándose en un bastón de ébano con puño de marfil, pasado de moda.
—Parece que me estoy volviendo viejo —dijo Moritz Rosenthal—. Ya no puedo besar tu mano. Pero descaradamente me besas en el rostro. ¡Ah! Quién me otorgara el don de volver a los sesenta años.
Esta disertación fue ocasionada porque al intentar inclinarse para besar la mano a Edith Rosenfeld, no pudo. Ella, en cambio, se levantó ligera como un pájaro y, estrechándole la mano, le besó en el rostro.
Edith Rosenfeld le miró sonriendo. No quería demostrar que se había impresionado con su presencia, y Moritz Rosenthal a su vez no demostró que había percibido aquella impresión. Estaba tranquilo, alegre y había venido a París, donde pensaba morir.
Miró a su alrededor.
—Caras bien conocidas —dijo—. Aquellos que no pertenecen a ninguna parte determinada se encuentran en todos los sitios. ¡Cosa extraña…! Steiner, ¿dónde nos vimos por última vez? En Viena. ¡Bien! ¿Y Marill? En Brisaggo, después en Locarno, en la policía, ¿no fue así? El que está allí, también, es Klassmann, el Sherlock Holmes de Zúrich. Sí, mi memoria todavía funciona muy bien. ¡Waser! ¡Brose! ¡Kern, el de Checoslovaquia! ¡Melyer, el amigo de los carabinieri de Palanza! ¡Por Dios, hijos míos, qué bellos tiempos! Ahora ya no es igual. Mis piernas se niegan a andar.
Se sentó lentamente.
—¿De dónde viene ahora, querido Moritz? —preguntó Steiner.
—De Basilea. ¡Hijos, quiero deciros una cosa: evitad Alsacia! Tened cuidado en Estrasburgo y huid de Colmar. La atmósfera es la cárcel. Matías Grunewald y el altar de Isenheim ya no tienen influencia. Tres meses de detención, por entrar sin permiso; en otros lugares no existe ningún tribunal que condene a más de quince días. En caso de reincidencia son seis meses, y las prisiones verdaderos antros. ¡Por eso, evitad Colmar y Alsacia, hijos míos! ¡Pasad antes por Ginebra!
—E Italia, ¿cómo está ahora? —preguntó Klassmann.
Moritz Rosenthal cogió el vaso de vino que Edith Rosenfeld había colocado a su lado. Sus manos temblaron mucho cuando lo levantó, le dio vergüenza y volvió de nuevo a posarlo donde estaba.
—Italia está llena de agentes alemanes, no hay nada que hacer allí.
—¿Y Austria? —quiso saber Waser.
—Austria y Checoslovaquia son ratoneras. Francia es el único país de Europa que nos queda. Conviene que os quedéis por aquí.
—¿Has oído hablar algo de Mary Altmann, Moritz? —preguntó Edith Rosenfeld después de una pausa—. Estaba en Milán.
—Sí. Ahora está en Amsterdam como camarera. Sus hijos están en Suiza en un asilo para emigrados. Creo que en Locarno. El marido se halla en el Brasil.
—¿Estuviste con ella?
—Sí, un poco antes de que se fuera de Zúrich. Estaba contenta porque habían conseguido colocarse todos.
—¿Puede decirme algo sobre Joseph Fessler? —indagó Klassmann—. Estaba en Zúrich esperando permiso para residir.
—Fessler mató a su mujer y se suicidó —respondió Moritz Rosenthal con tranquilidad, como si estuviese hablando de la cría de las abejas. No miró a Klassmann. Tenía los ojos vueltos hacia la puerta. Klassmann no dijo nada, ni los otros tampoco. Todos fingían no haber oído.
—¿Se ha encontrado con Josef Friedmann en alguna parte? —preguntó Brose.
—No. Pero sé que está preso en Salzburg. Su hermano volvió a Alemania. Ahora está en un campo de concentración.
Moritz Rosenthal cogió el vaso con las dos manos, y cuidadosa y lentamente bebió el vino.
—¿Qué hace ahora el pastor Althoff? —indagó Marill.
—Tuvo una suerte espléndida. Está de chófer de taxi en Zúrich. Con permiso para residir y trabajar.
—Bien, lo que yo me suponía —dijo Waser.
—¿Y Bernstein?
—Bernstein está en Australia, y su padre en Africa. Max May tuvo una suerte excepcional; está como ayudante de un dentista en Bombay. Negro, naturalmente. Pero tiene qué comer. Lowenstein revalidó su licenciatura de Derecho en Inglaterra y ahora es abogado en Palestina. El actor Handsdorff trabaja en el Teatro Nacional de Zúrich. Strom se ahorcó. ¿Conociste en Berlín al cónsul Binder, Edith?
—Sí.
—Se divorció a causa de su carrera. Estaba casado con una Oppenheimer que envenenó a sus hijos y luego lo hizo ella.
Moritz Rosenthal reflexionó un momento.
—No sé nada más —dijo en seguida—. Los demás andan, como siempre, por ahí, rondando sin destino. Unicamente que ahora son más numerosos.
Marill se sirvió coñac. Bebía en un vaso en el que estaban grabadas las palabras «Gare de Lyon». Era un recuerdo de su primera detención que siempre llevaba consigo. Vació el vaso de un trago.
—Una crónica instructiva —comentó—. ¡Viva la destrucción del individuo! Para los griegos antiguos el pensamiento era una distinción. Después se volvió un placer. Más tarde era sinónimo de debilidad. Actualmente es un crimen. La historia de la civilización es, simplemente, el relato de los sufrimientos de aquéllos que la crearon.
Steiner le miró sonriendo. Marill le devolvió el saludo. En ese momento, las campanas empezaron a tañer. Steiner miró los rostros de su alrededor; pobres rostros marcados por los sufrimientos y reunidos allí por los azares del Destino. Alzó el vaso.
—¡Querido Moritz! —exclamó—. ¡Rey de los peregrinos, último vástago de Ahasvero[6], eterno emigrante, recibe nuestro saludo! Sólo el diablo sabe lo que nos traerá este año. ¡Viva la brigada subterránea! Mientras estemos aquí, nada está perdido.
Moritz Rosenthal inclinó la cabeza. Levantó el vaso mirando a Steiner y bebió. Al fondo de la habitación alguien rió. Después se hizo el silencio. Todos se miraban embarazados como si hubiesen sido sorprendidos haciendo algo malo.
De la calle venían gritos, estallaban fuegos artificiales. Los taxis pasaban tocando la bocina. En el balcón de una de las casas de enfrente, un hombrecillo en mangas de camisa prendió fuego a una bengala. Toda la fachada se iluminó. La luz verde alumbró el aposento de Edith Rosenfeld volviéndolo casi irreal; como si no se tratara de la habitación de un hotel de París, sino del camarote de un navío hundido en el fondo del mar.
La actriz Bárbara Klein estaba sentada a una mesa en un rincón de las «catacumbas». Era tarde y sólo estaban encendidas dos bombillas, una a cada extremo. Su silla estaba debajo de un adorno hecho con hojas de palmera y cada vez que levantaba la cabeza las palmas le rozaban su cabello como si fuesen manos de acero. Cada vez que tocaba las hojas agachaba la cabeza; pero no tenía siquiera fuerzas para levantarse y buscar otro sitio.
De la cocina venía el ruido de platos y el son triste de un acordeón. «Es Radio Toulouse —pensó Bárbara—. Año Nuevo. Estoy cansada, y no quiero vivir más. Qué sabe nadie de una persona que se siente cansada. No estoy borracha; únicamente que mi imaginación trabaja más lentamente, como si la muerte se apoderase de mí. Crece como un árbol dentro de mis venas, que poco a poco se van helando. Alguien me dio una copa de coñac. Me parece que fue Marill, o quizá el otro que salió. Me dijo que me haría entrar en calor, pero no lo necesitaba, porque estoy insensibilizada».
Se quedó allí sentada y vio, algo confusamente a alguien que caminaba hacia ella. La figura se le aproximó, y entonces pudo ver más claramente.
Después le reconoció. Era el hombre que había estado sentado a su lado en casa de Edith Rosenfeld. Su fisonomía era vaga, dudosa, la boca torcida. Unas grandes gafas. Sus manos eran como seres con vida propia. Era cojo. Le costó entender lo que le decía. Le vio apartarse con su andar defectuoso y después volver a sentarse a su lado. Bebió lo que le trajo y tuvo la sensación de no haber tragado. Oía, en medio de un ruido sordo, voces, palabras, palabras inútiles y sin sentido, desde muy lejos, de la otra orilla; y entonces, de repente, vio que no era ya un ser humano quien estaba delante de ella, ardiente, nítido e inquieto; era una cosa patética, que se movía, algo que sufría y suplicaba. Eran dos ojos que la perseguían e imploraban como un animal cautivo en aquel desierto de hielo, en una noche desesperada.
—Sí —decía ella—, sí.
Hubiese querido que él se marchase y la dejase sola, aunque sólo fuese por un instante, algunos minutos, una pequeña parte de la lejana eternidad que se extendía ante ella; pero él se levantó y una vez de pie, se agachó, la cogió por los brazos y la forzó a levantarse, hablándole mientras la conducía; le pareció suave y flexible, con peldaños que corrían dócilmente bajo sus pies, después varias puertas y por fin la claridad de una habitación.
Se sentó en la cama dándose cuenta de que nunca más se podría levantar. Parecía que sus huesos se desarticulaban. No sentía dolor, solamente aquel lento y silencioso precipitar, como el ruido sordo que hace una fruta madura al caer del árbol, en una noche silenciosa. Se turbó y miró la vieja alfombra, como si esperase verse echada allí, y después levantó la cabeza. Alguien la estaba mirando.
Veía dos extraños ojos bajo una suave cabellera, un rostro también extraño, muy delgado, como una máscara que se curvaba hacia delante. Sintió entonces un escalofrío y, de pronto, notó que era su propia imagen reflejada en un espejo lo que estaba viendo.
No se movió. Vio al hombre arrodillado a su lado, junto a la cama, en una posición extraordinariamente ridícula, cogiéndole las manos.
Tiró de ella.
—¿Qué desea? —preguntó ásperamente—. ¿Qué quiere usted de mí?
El hombre la miró sorprendido:
—Pero si me dijo… dijo que yo podría venir con usted…
Ella se sintió nuevamente cansada.
—No… no…
Aquella voz volvía. Palabras de amargura y dolor, de soledad y sufrimiento, palabras, palabras que eran grandes y resonantes; paró, ¿existen acaso palabras más pequeñas que puedan este algo casi insignificante que corroe y destruye el corazón de un hombre? Hablaba que tenía que marcharse al día siguiente, que nunca había estado con ninguna mujer y que era solamente la timidez y su enfermedad lo que le paralizaban, que se encontraba ridículo, el pie estropeado, solamente uno de ellos, pero era lo suficiente para desesperarle; precisamente aquella noche había tenido esperanza… y al final, ella le había mirado durante toda la noche y él se había hecho ilusiones…
¿Le había mirado? No se había dado cuenta. Unicamente sabía que estaba en su propio cuarto y que jamás saldría de él. Todo lo demás era vago.
—¡Para mí sería una vida nueva! —murmuraba el hombre arrodillado a sus pies—. Toda sería diferente. ¡Por favor, comprenda! No sabe lo que supone para mí no verme otra vez repudiado.
Ella no comprendía nada. Miró nuevamente al espejo. Aquélla era Bárbara Klein, de veintiocho años, pura hasta aquella edad, guardándose para un sueño que nunca se realizó y que ahora estaba deshecho y sin esperanzas.
Se levantó con cuidado, siempre observando la imagen en el espejo. Se sonrió a sí misma y el espejo le respondió con una mueca irónica y cruel.
—Sí —dijo fatigada—, está bien…
El hombre dejó de hablar. La miraba casi sin dar crédito a lo que oía. Ella no prestó atención. De repente, todo le parecía demasiado pesado. El vestido le parecía una armadura. Se desprendió de él. Se dejó caer en la cama, creció, encontrándose enorme y se envolvió como en un túmulo blanco y blando. Oyó el ruido de un interruptor y el sonido de las ropas. Abrió los ojos con esfuerzo. Estaba a oscuras.
—Luz —dijo sumergida en la almohada—. La luz debe quedar encendida.
—Sólo un momento. ¡Por favor, sólo un momento más! —El hombre hablaba de prisa, con embarazo—. Es solamente que… comprende…
—Quiero que encienda la luz —insistió.
—Sí, inmediatamente… sólo que…
—Después va a estar oscuro demasiado tiempo —murmuró la muchacha.
—Sí… sí… seguramente —contestó sin comprender.
El interruptor dio un chasquido. Nuevamente la suave luz cayó sobre sus párpados cerrados. Sintió entonces otro cuerpo. Por un segundo todos sus músculos se contrajeron. Después se relajaron. Esto pasaría, como todo.
Abrió los ojos lentamente. Una persona que ella no conocía estaba a su lado. Recordaba algo agitado, suplicante, miserable; pero lo que ahora veía era un rostro ardiente, franco, lleno de ternura y felicidad.
Le miró un momento.
—Debe usted marcharse ahora —dijo—. Por favor, márchese.
El muchacho hizo un gesto. Comenzó a hablar. Las palabras le salían precipitadas, inseguras. Al principio no comprendió. Había sido tan rápido y estaba tan exhausta. Sólo deseaba que él se fuera. Entonces percibió parte de lo que le decía. «Que había sido desgraciado y amargado, pero que ahora ya no lo sería más. Que había recobrado el valor. Ahora, precisamente, cuando le habían expulsado de Francia».
Ella movió la cabeza. Era necesario que le obligase a dejar de hablar.
—Por favor —pidió.
Él se calló.
—Ahora debe marcharse.
—Sí.
Se quedó abatida y exhausta debajo de las mantas. Sus ojos se fijaron en el muchacho, que se marchaba. Sería el último ser humano que vieran sus ojos.
Se quedó quieta, en una gran paz; nada le importaba.
Al llegar a la puerta, él se detuvo. Dudó y esperó un momento.
—Dígame solamente una cosa —pidió—. Usted hizo… usted hizo esto únicamente… por… más por piedad… o…
Le miró. El último ser humano. Lo último que le ligaba a la vida.
—No —respondió con un gran esfuerzo.
—¿Ha sido por pena?
—No.
El muchacho se enderezó. Estaba casi sin aliento, dominado por la ansiedad de la expectación.
—Entonces, ¿por qué…? —preguntó suavemente, como si temiese oír el sonido de su propia voz.
Ella continuaba mirándole. Estaba muy tranquila. El último instante de vida.
—Amor —respondió.
Él se calló. Parecía que había estado esperando un golpe y había recibido un abrazo. No se movió, pero pareció crecer.
—¡Dios mío! —fue todo lo que dijo.
Súbitamente, ella tuvo miedo de que él volviese.
—Debe marcharse —exclamó—. Estoy muy cansada.
—Bien.
No oyó lo que le decía. El agotamiento se apoderó de ella y cerró los ojos. La puerta estaba nuevamente libre y se había quedado sola.
Lo olvidó todo. Permaneció durante mucho tiempo echada sin moverse. Vio su rostro en el espejo que le sonreía con aire fatigado y débil. Ahora tenía las ideas bien claras. «Bárbara Klein —pensó—. Actriz. Precisamente en el día de Año Nuevo. Actriz. ¿Pero no eran todos los días iguales?». Miró el reloj que estaba en la mesilla. Le había dado cuerda aquella mañana. Funcionaría toda la semana. Miró la carta que estaba a su lado. Carta terrible que implicaba la muerte.