Alguien llamó a la puerta. Ruth escuchó atentamente. Estaba sola. Desde temprano Kern había salido a buscar trabajo. Por un momento dudó, después se levantó rápidamente y cerró la puerta de comunicación detrás de sí. Las habitaciones, a pesar de ser contiguas, quedaban en la esquina del corredor dando las puertas a diversos lados. Era una ventaja, en caso de incursiones de la policía, pues se podía salir de un cuarto al pasillo, sin ser visto desde la puerta del otro.
Ruth, silenciosamente, cerró la puerta de Kern por la parte de fuera. Después caminó por el pasillo y dio la vuelta. Un hombre de unos cuarenta años estaba parado delante de su puerta. Ruth le conocía de vista, sabía que su nombre era Brose y que vivía en el hotel. Hacía siete meses que tenía su mujer enferma en la cama. El matrimonio vivía de la pequeña cantidad que recibía del auxilio a los refugiados y de un poco de dinero que habían traído consigo. No era un secreto para nadie: en el «Hotel Verdún» lodos conocían la vida de unos y de otros.
—¿Quiere usted hablar conmigo? —preguntó Ruth.
—Sí. Deseaba pedirle un favor. ¿Es usted la señorita Ruth Holland?
—Sí.
—Mi nombre es Brose y vivo en el piso de abajo —dijo el hombre, embarazado—. Mi mujer está enferma y yo necesito salir en busca de trabajo. Deseaba pedirle que, en caso de que dispusiera de algún tiempo…
La cara de Brose era enjuta y atormentada. Ruth sabía que casi todos los del hotel le huían, porque se pasaba la vida buscando quien hiciera compañía a su mujer.
—¡Está siempre sola! Usted ya se puede figurar lo que eso significa. Hay días en que está muy triste, más que nunca, y en cuanto tiene compañía mejora inmediatamente. Pensé que, tal vez, le agradase a usted charlar con mi mujer un poco. Es muy inteligente…
Ruth estaba aprendiendo a hacer jerseys de punto. Le habían dicho que en una tienda de los Campos Elíseos perteneciente a una firma rusa, los compraban, revendiéndolos por triple de lo que pagaban. Quería continuar trabajando y, probablemente, hubiera rehusado acompañar a Brose, pero las patéticas palabras de elogio, «mi mujer es muy inteligente», le decidieron. Se sintió, inexplicablemente, avergonzada.
—Espere un minuto —le dijo—. Voy a coger unas cosas y después le acompaño.
Recogió la lana y el modelo y descendió con Brose. La mujer de éste estaba en la cama, en un cuarto pequeño que daba a la calle. La fisonomía de Brose cambió cuando entraron en la habitación. Irradiaba una satisfacción afectada.
—¡Lucy, ésta es Fräulein Holland! —le dijo, con vehemencia—. Quiere hacerte compañía durante un rato.
Dos ojos oscuros, que lucían en una cara pálida, como de cera, se volvieron hacia Ruth.
—Bien; entonces yo me voy ahora —dijo rápidamente—. Volveré por la noche. Tengo la seguridad de que hoy encontraré trabajo. Adiós.
Inclinó la cabeza, sonriendo, y cerró la puerta detrás de sí.
—Ha sido él quien la ha hecho venir, ¿no? —dijo la pálida mujer al cabo de un rato. Ruth iba a contradecirla, pero se contentó con bajar la cabeza—. Es lo que yo me figuraba. Le agradezco que haya accedido a venir, pero me puedo arreglar bien sola. No quiero entorpecer su trabajo; puedo dormir.
—No tengo ningún trabajo —respondió Ruth—. Estoy aprendiendo a hacer punto y puedo, muy bien, trabajar aquí. Traje las agujas y la lana conmigo.
—Existen cosas más interesantes que el hacer compañía a una inválida —respondió la mujer con voz fatigada.
—Tal vez. Pero es preferible a estar sola.
—Todos dicen lo mismo para animarme —murmuró la mujer—. Bien sé que todos procuran animar a los enfermos. ¿Por qué no confiesa que le repugna sentarse cerca de una inválida desconocida y de mal humor, y que lo hace porque mi marido la persuadió para ello?
—Se equivoca, señora —respondió Ruth—. No pretendo animarla. Pero me gusta tener oportunidad de poder conversar con alguien.
—¿Por qué no sale? —preguntó la enferma.
—No me gusta salir.
Y sin recibir respuesta, Ruth levantó los ojos. Vio entonces un rostro del cual había desaparecido toda huella de autodominio. La enferma se había sentado y la miraba con lágrimas en los ojos.
—¡Dios mío! —sollozaba—. ¡Dichosa usted! ¡Si por lo menos pudiera salir a la calle una sola vez!
Se dejó caer sobre las almohadas. Ruth se quedó de pie. Veía los hombros macilentos estremecerse, veía aquella cama miserable en la penumbra del cuarto. Y por encima de todo ello, divisaba la calle fría e iluminada por el sol, las casas con sus pequeños balcones de hierro; más arriba, los tejados, un gigantesco anuncio de tubo neón del aperitivo Dubonnet. Durante un momento todo aquello le pareció muy lejano, como si se hallase situado en otro planeta. La mujer dejó de llorar y lentamente se enderezó en la cama.
—¿Está todavía ahí? —preguntó.
—Sí. Sí estoy —respondió Ruth.
—Soy nerviosa, histérica. A veces me paso los días así. Por favor, no se enfade conmigo.
—No me enfado, comprendo su situación.
Ruth se sentó nuevamente junto a la cama. Puso delante de sí el modelo del jersey y empezó a copiarlo; no miraba a la enferma, no quería ver de nuevo aquella fisonomía descompuesta. Su propia salud le parecía de mal gusto en contraste con la otra.
—No coge las agujas bien —dijo de repente la enferma—. Por eso tarda tanto en hacer el punto. Verá cómo se hace.
Cogió las agujas y enseñó a Ruth el modo de asegurarlas. Después examinó la parte ya tejida.
—Aquí se le ha escapado un punto —explicó—. Tenemos que cogerlo. Mire, con cuidado… ahora para arriba… y ya está.
Ruth levantó los ojos. La enferma le sonría. Tenía ahora el rostro atento y animado, completamente absorto en el trabajo, sin la menor señal de aquel arranque de desesperación de un momento antes. Sus manos pálidas trabajaban rápidas, ágiles y con facilidad.
—Lo ha visto —dijo satisfecha—. Ahora pruebe usted.
Ruth cogió la labor. «Qué extraño —pensó, admirada— resulta ver cómo una cosa sin importancia puede haberla cambiado tan de repente».
Cuando Brose volvió aquella tarde, el cuarto estaba a oscuras. A través de la ventana se veía el suelo verdoso y el enorme anuncio del Dubonnet.
—Lucy —dijo sin encender la luz. Ella se movió en la cama y Brose consiguió verle el rostro, en el cual se reflejaba un rayo rojizo del anuncio; como si un milagro hubiera operado y estuviera completamente bien—. ¿Duermes?
—No; estaba descansando.
—¿Hace mucho tiempo que se ha ido Fräulein Holland?
—No. Tan sólo unos minutos.
—Lucy… —Cautelosamente el marido se sentó al borde de la cama.
—Querido… —Ella le acarició la mano—. ¿Has encontrado algo?
—Todavía no. Pero lo he de conseguir, sea como sea.
Durante algún tiempo ella se quedó silenciosa.
—¡Soy una carga tan pesada para ti, Otto! —exclamó repentinamente.
—¡Cómo puedes decir una cosa así, Lucy! ¿Qué sería de mí si no te tuviera?
—Serías libre. Podrías hacer lo que quisieras, hasta volver a Alemania y trabajar.
—¿Volver?
—Sí —continuó Lucy—. Bastaría con que te divorciaras de mí. Alabarían tu resolución.
—¿Qué me divorcie de una judía? Y así el nombre ario adquirirá toda su pureza, ¿no es eso? —preguntó Brose.
—Probablemente sería eso lo que ellos quisieran. A fin de cuentas no tienen nada contra ti.
—No. Pero lo tengo yo contra ellos.
Brose recostó la cabeza en la columna de la cama. Se acordaba de cuando su jefe apareció en su despacho, hablando sobre los tiempos actuales, y sobre la competencia de Brose, y del dolor que le causaba echarle, simplemente por estar casado con una judía. Cogió el sobre y se marchó. Unas semanas después le partía la nariz al portero, que era también espía y miembro del Partido y había llamado a la mujer de Brose «perra judía». Ello casi le había originado un desastre. Felizmente, su abogado pudo comprobar que el portero, borracho, había pronunciado discursos contra el Gobierno; después, el portero desapareció. Pero su mujer ya no se sentía segura cuando salía a la calle. No le gustaba ser seguida por muchachos con el uniforme del colegio. Brose no encontró nueva colocación, en vista de lo cual se fueron a París.
Durante el viaje ella enfermó.
El cielo, despejado hasta entonces, se cubría de densos nubarrones.
—¿Has tenido dolores, Lucy? —preguntó Brose.
—No muchos. ¡Unicamente siento una gran fatiga aquí, por dentro!
Brose se alisó los cabellos. Brillaban bajo el reflejo luminoso del anuncio.
—Ya verás como pronto te pondrás buena.
Ella movió la cabeza, lentamente.
—¿Qué será lo que tengo? ¡Nunca sentí nada, antes de ahora, y ya llevo así meses!
—Será cualquier tontería. Las mujeres estáis siempre muy delicadas de salud.
—No creo que pueda ponerme buena nunca más —respondió Lucy, con desesperación repentina.
—No digas eso, Lucy. Es cuestión de no perder el valor.
Fuera, la noche comenzaba a envolver bajo su manto a los tejados. Brose permaneció sentado, con la cabeza recostada contra la columna de la cama. La expresión de su rostro, que se mostraba recelosa y aburrida durante el día, fue serenándose a la postrera luz que se filtraba a través de la ventana.
—Te quiero, Lucy —dijo Brose, en voz baja, sin mudar de posición.
—Nadie puede estar enamorado de una mujer enferma.
—Una mujer enferma puede ser amada doblemente, porque continúa siendo mujer y es, al mismo tiempo, una niña.
—Por eso precisamente. —La voz de ella se volvió débil y cariñosa—. Ni siquiera soy mujer. Ni eso tienes. Soy únicamente una carga. Una carga muy pesada para ti.
—Tengo tu cabello —respondió Brose—. Tu cabello que adoro. —Se inclinó y se lo besó—. Tengo tus ojos. Tus manos. Te tengo a ti y a tu amor. ¿Es que ya no me amas? —Su rostro estaba junto al de ella—. ¿Ya no me amas? —insistió.
—Otto… —murmuró ella, poniendo sus manos entre su propio pecho y el de su esposo.
—¿Ya no me quieres? —insistió él, cariñosamente—. Dímelo, aunque comprendo perfectamente que no puedas amar a una persona inútil como yo, que ni siquiera es capaz de ganarse la vida. Dímelo, aunque sólo sea una vez, querida, una sola vez —tornó a decir, mirándola de cerca.
De repente los ojos de Lucy se animaron, viéndose en ellos la felicidad, al tiempo que se inundaban de lágrimas y su voz se tornaba suave.
—Todavía me quieres, ¿verdad? —preguntó ella con una sonrisa que le hería el corazón.
—¿Tendré que repetírtelo todas las noches? Te amo tanto, que hasta siento celos de la cama en que pasas los días. Debías reposar en mí, dentro de mi corazón y de mi sangre.
Le sonrió y nuevamente se inclinó sobre su regazo.
La amaba, ella era todo lo que poseía en el mundo, pero a su pesar, varias veces había sentido una repugnancia inexplicable al besarla. Se odiaba por ello: conocía la causa del sufrimiento de Lucy, pero su cuerpo sano era más fuerte que él mismo. Sin embargo, ahora, bajo el leve reflejo del anuncio luminoso, aquella noche le parecía como años atrás, cuando no reinaba entre ellos el angustioso dominio de la enfermedad; un reflejo confortador, como la luz roja que brillaba sobre los tejados al otro lado de la calle.
—Lucy… —murmuró Brose.
Ésta apretó sus labios húmedos contra la boca de su marido. Se quedó quieta, olvidándose durante algún tiempo de su cuerpo torturado, en el cual, en un silencio macabro, las células cancerosas se multiplicaban bajo el toque espectral de la muerte. Sus entrañas de mujer se deshacían lentamente como carbones consumidos por el fuego, transformándose en ceniza.
Kern y Ruth se paseaban por los Campos Elíseos. Era por la tarde. Los escaparates estaban iluminados, los cafés repletos de gente y las señales luminosas se encendían y se apagaban dando un maravilloso aspecto a toda la Avenida, y como si fuese una entrada abierta al cielo se perfilaba negro el Arco del Triunfo, en la atmósfera clara y argéntea de las noches de París.
—¡Mira allí, a la derecha! —dijo Kern—. Están Waser y Rosenfeld.
Enfrente de un enorme escaparate de la General Motors Company, estaban los dos muchachos vestidos con trajes usados, ambos sin abrigo. Discutían tan acaloradamente que Kern y Ruth estuvieron algún tiempo a su lado sin que lo notasen. Eran huéspedes del «Hotel Verdún». Waser era mecánico. Rosenfeld era hijo de unos banqueros de Fráncfort. Los dos vivían en el tercer piso.
Ambos eran apasionados del automovilismo, y vivían prácticamente de nada.
—Rosenfeld —imploraba Waser—, piensa lo que dices, aunque sólo sea por un minuto. No es que sea malo. No. Pero ¿para qué quieres dieciséis cilindros? Consume tanta gasolina como agua pueda beber una vaca, y no es por ello más rápido.
Rosenfeld movió la cabeza. Miraba fascinado el enorme escaparate iluminado, en el cual un gran «Cadillac» negro giraba lentamente en una plataforma móvil.
—Pues aunque gaste gasolina —exclamó excitado—. ¡Aunque gaste barriles! No es ésa la cuestión.
¡Fíjate nada más en su línea tan maravillosa y confortable! ¡Es tan seguro como una fortaleza!
—Rosenfeld, ésos son argumentos para una póliza de seguros de vida, pero no para un coche. —Waser señaló otro escaparate que pertenecía a la Agencia de la casa Lancia—. Mira aquello. Allí encuentras calidad y línea. Solamente cuatro cilindros. No obstante, un roche brioso como una pantera, dispuesto a salir corriendo. Con él podría subir basta la pared de una casa, si quisiese.
—Pero no quiero subir paredes de casas. Lo que quiero es ir al Ritz a tomar combinados —respondió Rosenfeld, imperturbable.
Waser fingió no haber oído la objeción.
—Mira qué línea —gritaba entusiasmado—. Parece que se arrastra por el suelo. Una flecha, un relámpago. Los ocho cilindros, en comparación, me parecen demasiado pesados. Un sueño de velocidad.
Rosenfeld se echó a reír.
—¿Y qué? ¿Piensas que puedes entrar en ese sarcófago, Waser? ¡Es un coche para enanos! Figúrate a una mujer en traje de noche, con una capa carísima de pieles y con un traje de brocado dorado o tú saliendo del «Maxim’s», en diciembre, que es tanto como decir con nieve y barro en la calle; y uno metido en un aparato de radio con ruedas. ¿No ves que sería ridículo?
Waser enrojeció de rabia.
—¡Tienes ideas de capitalista! La verdad, Rosenfeld, es que sueñas con una locomotora y no con un automóvil. ¿Cómo puede satisfacerte un monstruo de aquéllos? Para magnates de la industria, está bien. Pero para un chico joven como tú… ¡si necesitas alguna cosa más pesada, entonces, por amor de Dios, toma un «Delahaye»! Tiene calidad, linea y puede alcanzar los 160 kilómetros por hora sin forzar excesivamente el motor.
—¿«Delahaye»? —vociferó Rosenfeld—. Con sus cuatro velocidades hay que meter segunda a cada momento. Es eso lo que te gusta, ¿eh?
—No entiendes absolutamente nada de conducir. Es un jaguar, es un proyectil, que se embriaga con el ruido del motor. O si prefieres algo maravilloso, utiliza el nuevo «super-Talbot». Se alcanzan con él los 180 kilómetros. ¡Ése sí que corre!
Rosenfeld bufaba de indignación.
—¡Un «Talbot»! ¡Calcula! ¡Es un coche que no aceptaría ni regalado! Una máquina con tanta compresión que hierve en seguida. No, amigo mío, me quedo con el «Cadillac». —Se volvió nuevamente hacia el escaparate de la «General Motors»—. ¡Esto sí que es calidad! Durante cinco años no se necesita, para nada, levantar el capó del motor. Lujo, querido Waser; sólo los americanos entienden lo que es lujo. El motor es suave y silencioso hasta el punto de que ni siquiera se oye.
—¡Pero, hombre de Dios —interrumpió Waser—, si lo que precisamente quiero es oír el motor! Parece música el oír a un bicho de éstos cuando funciona.
—Entonces cómprate un tractor. Todavía mete más ruido.
Waser le miró furioso.
—Oye —respondió dominándose con dificultad—. Propongo una solución: toma un «Mercedes» con compresor. Es pesado, pero también es de alta calidad y gran estilo. ¿Estás de acuerdo?
Rosenfeld despreció la sugerencia.
—Para mí no, gracias. Prefiero un «Cadillac» o nada. —Perdióse nuevamente en la contemplación de la negra elegancia del enorme coche de la plataforma giratoria. Waser miró a su alrededor y divisó a Kern y Ruth—. Escucha, Kern —dijo, desesperado—, ¿si tuvieses que escoger entre un «Cadillac» y uno de los nuevos «Talbot», con cuál te quedarías? Con el «Talbot», ¿verdad?
Rosenfeld giró sobre los talones.
—Con el «Cadillac», ¿verdad? ¡Ni se pone en duda!
—Yo me conformaría con un pequeño «Citroën» —sonrió Kern.
Los peritos le miraron como a una oveja descarriada.
—O con una bicicleta —añadió Kern.
Los dos técnicos cambiaron una rápida mirada.
—¡Ah! —comentó Rosenfeld con desprecio—. Entonces, es que no entiendes nada de automóviles.
—¿Ni de transportes motorizados en general? —preguntó Waser fríamente—. Sí, hay gente que hasta se interesa por los sellos de correos.
—Y yo soy uno de ellos —anunció Kern satisfecho—, especialmente cuando los sellos no han sido usados.
—Bien. En ese caso, perdónanos. —Rosenfeld se levantó el cuello de la chaqueta—. Ven, Waser, vamos a cruzar la calle y echar un vistazo a los escaparates del «Alfa Romea» y del «Hispano».
Se retiraron juntos, reconciliados por la ignorancia de Kern. Eran dos amigos mal trajeados, que andaban juntos, discutiendo siempre sobre los méritos de los coches de carreras.
Disponían de tiempo de sobra para ello, pues no tenían dinero, ni siquiera para la cena.
Kern les acompañó con la vista, divertido.
—Los seres humanos son admirables, ¿no te parece, Ruth?
Ruth sonrió mirándole tiernamente.
Kern no consiguió encontrar trabajo. Tentó todos los medios, pero le fue imposible obtener un empleo, ni siquiera de veinte francos diarios. Al cabo de dos semanas, el dinero se le había acabado. Ruth recibía un pequeño auxilio del Comité Judío y Kern otro del Comité-Mixto Judío-Cristiano. Sumándolo todo, daba cerca de cincuenta francos por semana. Kern habló con la dueña y consiguió quedarse con los dos cuartos por ese precio, incluidos el café y los bizcochos por la mañana.
A pesar de todo, no se sentían desgraciados. Vivían en París y basta. Continuaban teniendo esperanzas en el día siguiente, y así se sentían seguros. En aquella ciudad, que asimilara toda la emigración del siglo, prevalecía un espíritu de tolerancia. Se podía en ella morir de hambre, pero no se era molestado, si no cuando era absolutamente necesario, lo cual significaba mucho para ellos.
Un domingo por la tarde, cuando no se cobraba la entrada, Marill los llevó al Louvre.
—En el invierno —dijo— es necesario hacer algo para matar el tiempo. El problema de los emigrantes es el hambre, la habitación y el tiempo, que no saben cómo emplear, ya que no pueden trabajar. El hambre y la morada, son los dos enemigos mortales contra los cuales hay que luchar. Sin embargo, el tiempo perdido tontamente es el enemigo oculto que les destruye la energía. Es la espera lo que los deja exhaustos y la sombra del miedo lo que les aniquila las fuerzas. Los otros atacan de frente, y es menester luchar o sucumbir. Pero el tiempo se viene arrastrando detrás de uno y envenenando la sangre. Vosotros sois jóvenes. No os quedéis por ahí sentados en los cafés. No te quejes, muchacho. No pierdas tu buen humor. Cuando las cosas se vuelvan insoportables, vete a una gran sala de espera de París. El Louvre. Está bien caliente durante el invierno. Es mejor quedarse triste delante de un Delacroix, de un Rembrandt o de un Van Gogh, que enfrente de una copa de coñac, en un círculo de gente aburrida, impotente o llorosa. Soy yo quien lo digo; yo, Marill, que prefiero sentarme delante de la copa de coñac. De lo contrario, naturalmente, yo no estaría haciendo estas disertaciones instructivas.
Anduvieron por los corredores del Louvre atravesando los siglos, pasando delante de las tumbas de los Faraones de Egipto, de los dioses de Grecia, de los Césares de Roma, de los altares de Babilonia, tapetes persas y gobelinos flamencos; por las grandes obras de los genios humanos: Rembrandt, Goya, el Greco, Durero; por galerías sin fin y corredores, hasta llegar a las salas donde estaban los cuadros de los impresionistas. Se sentaron en uno de los sofás puestos en el centro del salón.
En las paredes relucían los paisajes de Cézanne, Van Gogh y Monet, las bailarinas de Degas, retratos de mujer, un pastel de Renoir y las escenas llenas de color de Manet.
Por doquier reinaba el silencio. Poco a poco les iba pareciendo a Kern y Ruth que se hallaban en una torre encantada y que los cuadros eran como ventanas abiertas a mundos lejanos, sobre jardines alegres, sentimientos generosos o sueños maravillosos: el eterno país del espíritu, libre de caprichos, recelos e injusticias.
—Emigrantes —dijo Marill—. Todos esos hombres eran emigrantes también. Expulsados, escarnecidos y desamparados, muchas veces sin un sitio donde descansar, hambrientos, a veces ignorados o calumniados por sus contemporáneos, viviendo en la miseria y muriendo en el abandono. Mirad, sin embargo, lo que han creado. ¡La cultura del mundo! Eso es lo que querría enseñaros.
Se quitó las gafas y empezó a limpiarlas, pensativo.
—¿Cuál es la impresión más fuerte que te causan estos cuadros? —preguntó a Ruth.
—La de paz —respondió ésta rápidamente.
—¿De paz? Creí que ibas a decirme que de belleza. Pero es verdad. Hoy en día la paz, por sí sola, ya es una belleza. Una admirable belleza. ¿Y a ti, Kern?
—No sé —respondió éste—. Unicamente me gustaría ser el dueño de uno de ellos para poder venderlo, y así conseguir algún dinero para continuar viviendo.
—Eres un idealista —le respondió Marill.
Kern le miró, desconfiado.
—Estoy hablando en serio —dijo Marill.
—Sé que es una tontería —replicó Kern—, pero estamos en invierno, y me gustaría comprarle un abrigo a Ruth.
Kern se veía odioso, a sus propios ojos, pero en verdad, no podía pensar en otra cosa. Aquella idea la tenía clavada en la mente y no podía desecharla. Con sorpresa, notó de repente la mano de Ruth en la suya. El rostro de ésta estaba radiante, y la muchacha se le acercó más.
Marill se colocó nuevamente las gafas y después miró a su alrededor.
—El hombre es magnífico en sus extremos. En el arte, en la estupidez, en el amor, en el odio, en el egoísmo y hasta en el sacrificio. Sin embargo, lo que más falta hace al mundo es una buena dosis de bondad.
Kern y Ruth acababan de cenar a base de pan y chocolate. Ello venía siendo durante la última semana la base de su frugal alimentación, además de la taza de café acompañada de dos brioches que Kern consiguió fuesen incluidos en el precio de la habitación.
—Hoy el pan sabe a filete —dijo Kern—. Sabe a un buen filete con cebolla.
—A mí me parece que sabe a pollo —dijo Ruth—. Un pollo tiernecito, con ensalada bien verde y fresca alrededor.
—Tal vez el tuyo tenga, realmente, ese sabor: dame un pedazo. También a mí me gustaría comer un poco de pollo.
Ruth cortó una gruesa rodaja del pan francés estrecho y alargado.
—Toma —dijo—, ésta es la pata. ¿O prefieres un poco de pechuga?
Kern se echó a reír.
—Ruth, si yo no te tuviese, estaría dispuesto a pelearme hasta con el diablo.
—Y yo, sin ti, estaría acurrucada en la cama, gritando.
Se oyeron golpes en la puerta.
—¡Brose! —dijo Kern, malhumorado—. Claro, no podía ser otro quien viniera a interrumpir una escena de amor.
—¡Entre! —exclamó Ruth.
Y la puerta se abrió.
—¡No! —dijo Kern—. ¡Es imposible! ¡Estoy soñando! —Se levantó cauteloso como si no quisiera asustar al fantasma—. ¡Steiner! —balbució. El fantasma sonrió—. ¡Steiner! —gritó de nuevo Kern—. ¡Dios del cielo, pero si es Steiner!
—Una buena memoria es la base de la amistad y la ruina del amor —respondió Steiner—. Perdona, Ruth, por haber dicho una máxima al entrar; sin embargo, acabo de encontrarme con mi viejo amigo Marill, abajo, y por eso la máxima es una cosa casi inevitable.
—¿De dónde vienes? —preguntó Kern—. ¿Directo de Viena?
—De Viena, pasando por Murten.
—¿Cómo? —Kern dio un paso hacia atrás—. ¿Pasando por Murten?
Ruth rió.
—Murten ha sido el escenario de nuestra desgracia, Steiner. Allí enfermé y este veterano de las fronteras fue detenido por la policía. Murten… Ese nombre tiene un sonido poco agradable para nosotros.
—Por eso mismo es por lo que yo he estado allí. Os vengué, hijos míos. —Sacó la cartera, y de ella sesenta francos suizos—. Aquí están. Representan catorce dólares o aproximadamente trescientos cincuenta francos franceses. Regalo de Ammers.
Kern le miró atontado.
—¿Ammers? —dijo—. ¿Dio trescientos cincuenta francos franceses?
—Luego os lo explicaré, muchachos. Guárdatelo. Y ahora dejadme que os mire.
Los examinó.
—Ojeras, poca alimentación, chocolate y agua para cenar y no habéis dicho una palabra a nadie.
—Todavía no —respondió Kern—. Bien es verdad que estábamos a punto de hacerlo. Marill nos convidó a una comida. Es como si tuviese un sexto sentido.
—Tiene, todavía, un sentido más, además de ése: la pintura. ¿Seguro que os llevó al Museo después de la comida? Era la penitencia de costumbre.
—Sí. A ver Cézanne, Van Gogh, Manet, Renoir y Degas.
—¡Ah! Los impresionistas, y después de todo eso la comida con él. Más tarde, cuando ya se ha comido, os lleva a ver a Rembrandt, Goya y el Greco. Pero ¡salid de ahí! ¡Vestíos! ¡Los restaurantes están iluminados y brillantes esperándonos!
—Nosotros acabamos precisamente…
—Ya lo veo —interrumpió Steiner con amargura—. Vestíos ahora mismo. Estoy rebosante de dinero.
—Ya estamos vestidos.
—¿Así? Entonces, ¿vendisteis los abrigos a un correligionario israelita que con seguridad os explicó algún cuento?
—No —respondió Ruth.
—Hija mía, existen también judíos desaprensivos, por muy alto que vuestro pueblo me parezca en estos momentos; una raza de mártires. Está bien. Vámonos. Trataremos de investigar los problemas raciales del pollo asado.
—¡Bien, desembuchad! ¿Qué contáis? —dijo Steiner, una vez hubieron comido.
—Ha habido una cierta depresión económica —dijo Kern—. París no es sólo la ciudad del agua de colonia, pastillas de jabón y perfumes, sino la ciudad de los imperdibles, tacones de zapatos, cordones y parece también que de los cuadros religiosos. La venta ambulante es casi imposible. Probé una infinidad de empleos, los más diversos. Lavé platos, cargué cestos en el mercado, llené sobres, negocié con juguetes, pero ninguno de ellos me dio resultado. Todos eran negocios transitorios. Ruth estuvo empleada durante dos semanas para hacer la limpieza de un despacho, pero la Compañía quebró y no recibió nada por el tiempo que había trabajado. Por los jerseys pagan exactamente el valor de la lana empleada y como resultado ando por ahí como un americano rico. Es maravilloso llevar un buen jersey cuando no se tiene abrigo. Tal vez Ruth te quiera hacer uno igual a éste.
—Todavía tengo lana suficiente —dijo Ruth—. Sólo que es negra. ¿Le gusta el negro?
—¡Sí me gusta! El negro es el color preciso para nosotros, —Steiner encendió un cigarrillo—. Bien, está bastante claro: ¿Vendisteis o empeñasteis vuestros abrigos?
—Primero los empeñamos y después los vendimos.
—Sí, es el proceso habitual. ¿Habéis estado alguna vez raí el «Café Maurice»?
—No, sólo en el «Alsace».
—Bien, entonces vamos a él. Hay allí un hombre llamado Dikmann que sabe de todo, principalmente en lo que se refiere a abrigos. Además, deseo hacerle algunas preguntas sobre otros asuntos más importantes. La Exposición Internacional que va a haber aquí este año.
—¿La Exposición Internacional?
—Sí, pequeño —respondió Steiner—. Supongo que habrá trabajo y he sabido que no son muy exigentes respecto a documentos.
—¿Cuánto tiempo hace que estás en París para haber descubierto todo eso?
—Hace cuatro días. Antes estuve en Estrasburgo. Tuve que resolver un negocio allí. Os localicé por medio de Klassmann, al que encontré en la Prefectura. Tengo un pasaporte, hijos. De aquí a unos días, me mudaré al «Hotel Internacional». Me gusta su nombre.
El «Café Maurice» se parecía al «Café Sperler» de Viena y al «Café Greif» de Zúrich. Era un sitio típico de reunión para emigrantes.
Steiner pidió café para Kern y Ruth. Después atravesó el salón y fue a hablar con un hombre de mediana edad. Conversaron durante algún tiempo. El hombre miró detenidamente a Kern y a Ruth y después salió.
—Aquél es Dikmann —dijo Steiner—. Sabe de todo. Tenía yo razón respecto a la Exposición. Los pabellones extranjeros se están construyendo ahora y son costeados cada uno por su Gobierno. Estos mandan venir algunos de los operarios, pero para el trabajo manual, cimientos, etc., contratan gente de aquí He aquí nuestra oportunidad. Como los jornales son pagados por los Comités extranjeros, los franceses no prestan mucha atención en quienes trabajan. Mañana temprano vamos a dar una vuelta por allí y veremos. Ya hay muchos emigrantes trabajando. Somos más baratos que los franceses. Ésa es nuestra ventaja.
Dikmann volvió al poco tiempo trayendo al brazo dos abrigos.
—Creo que éstos os servirán.
—Pruébatelo —dijo Steiner—. Tú primero. Después Ruth se probará el suyo. No adelantáis nada con que os queden mal.
Los abrigos sirvieron perfectamente. El de Ruth hasta tenía un cuello de piel un poco apolillado. Dikmann sonrió.
—Tengo buen ojo.
—¿Son éstos los mejores abrigos que tienes entre tus trapos, Heinrich? —dijo Steiner.
Dikmann parecía ofendido.
—Son unos abrigos estupendos. No son nuevos, ya se ve, pero no importa. Éste del cuello de piel perteneció a una condesa, en el exilio, claro está —añadió recogiendo la mirada de Steiner—; es racoon verdadero, Josef, no es piel de conejo, no.
—Muy bien, nos quedamos con ellos. Mañana temprano volveré por aquí para ajustar cuentas.
—No es necesario, pueden llevárselos. Te debo mucho más que esto.
—¡Tonterías!
—Sí, llévatelos, y olvídalo. Yo estaba metido en un lío verdaderamente grande aquella vez. ¡Dios del cielo!
—¿Y cómo te van las cosas por aquí? —preguntó Steiner.
Dikmann se encogió de hombros.
—Gano lo suficiente para mí y mis hijos, pero es horrible tener que vivir de esto…
Steiner sonrió.
—No te pongas sentimental, Heinrich. Yo he sido falsificador, estafador y vagabundo. He sido acusado de asalto, robo, resistencia a la policía y muchas otras cosas. Pero, aun así, mi conciencia está tranquila.
Dikmann movió la cabeza.
—Mi hijo pequeño está con gripe y tiene fiebre bastante alta. Pero la fiebre en los niños no quiere decir nada, ¿no es verdad?
Miraba imperativamente a Steiner. Éste balanceó la cabeza.
—Sólo sirve para acelerar el crecimiento, para nada más.
—Me parece que me iré a casa un poco más temprano esta noche.
Steiner pidió un coñac.
—Pequeño —dijo a Kern—, ¿también tomarás otro?
—Escucha, Steiner… —comenzó a decir Kern.
Steiner le hizo callar.
—No digas nada. Son regalos de Navidad, que no me han costado nada, como habéis visto. ¿Un coñac, Ruth? Aceptas uno, ¿no?
—Sí, gracias.
—Abrigos nuevos, trabajo a la vista. —Kern se bebió su coñac—. La existencia está empezando a ser más interesante.
—La existencia siempre es interesante —aclaró Steiner—. Cuando todo haya pasado tendrás historias maravillosas para contar a tus nietos cuando los tengas sentados en tus rodillas: «En aquellos tiempos, en París…».
Dikmann pasó delante de ellos. Les saludó con ademán fatigado y se dirigió hacia la puerta. Steiner le siguió con la vista.
—Ése ha sido jefe en el Partido Socialdemócrata. Tiene cinco hijos y es viudo. Es una bellísima persona, muy correcto, y negocia con cualquier cosa. Su especialidad son ropas de segunda mano. Su alma es demasiado bondadosa, como en general les pasa a los socialdemócratas; por eso es por lo que son malos políticos.
El café empezó a llenarse. Aquéllos que pretendían dormir entraban y comenzaban los preparativos en el sitio que habían elegido para pasar la noche. Steiner acabó el coñac.
—El propietario es una buena persona. Permite a cualquiera que busque un rincón y se quede dormido en él; no cobra nada o solamente el precio de un café. Si no existieran hombres como éste, las cosas serian demasiado negras para mucha gente.
Se levantó.
—Vámonos, hijos.
Salieron. Hacía viento y frío. Ruth levantó el cuello de racoon de su abrigo nuevo y se abrigó con él. Sonrió a Steiner, el cual hizo un movimiento con la cabeza.
—¡Calor, hija mía! Todo en el mundo depende de un poco de calor.
Llamó a una vieja florista que pasaba por su lado. Ésta se acercó.
—¡Qué ciudad! ¡Violetas en medio de la calle, en el mes de diciembre! —Steiner escogió un ramito y se lo ofreció a Ruth—. ¡Violetas para que te den suerte! ¡Flores inútiles! ¡Cosas inútiles! Son las que dan mayor calor. —Guiñó un ojo a Kern—. Una lección de vida, como diría Marill.