Kern y Ruth consiguieron atravesar la frontera sin ser detenidos, y en Belle Garde tomar un tren. Llegaron a París por la noche, quedándose parados enfrente de la estación, desorientados, sin saber qué rumbo tomar.
—Valor, Ruth —dijo Kern—. Por hoy nos quedaremos en cualquier hotel barato. Ya es demasiado tarde para buscar nada. Mañana veremos.
Ruth estuvo de acuerdo. Se encontraba exhausta del viaje.
—Cualquier hotel sirve.
En una calle transversal divisaron un letrero luminoso rojo, que decía: «Hotel Habana». Kern entró y preguntó el precio de la habitación.
—¿Para toda la noche? —preguntó el portero.
—Sí, naturalmente —respondió Kern admirado.
—Veinticinco francos.
—¿Para dos personas? —preguntó Kern.
—Sí, está claro —respondió el portero admirado a su vez.
Kern salió y fue a buscar a Ruth. El portero les echó una rápida mirada y dio a Kern un impreso de la policía. Cuando se dio cuenta de las dudas de Kern, sonrió y dijo:
—No tomamos esto demasiado en serio.
Aliviado, Kern firmó: «Ludwig Hoppenheim».
—Bien, gracias. Eso es todo —respondió el portero—. Veinticinco francos.
Kern pagó y un botones les fue a acompañar hasta el piso. La habitación era pequeña, limpia y aparentaba cierto lujo. Contenía una cama ancha y confortable, dos lavabos y una silla, pero no tenía armario.
—Creo que podremos pasar sin armario —dijo Kern dirigiéndose hacia la ventana para contemplar la vista, y volviéndose después, añadió—: Ahora estamos en París, Ruth.
—Es verdad —respondió Ruth sonriendo—. ¡Y con qué rapidez lo conseguimos!
—Aquí no nos tenemos que preocupar con los formularios policíacos. ¿Te diste cuenta cómo hablé el francés? Comprendí todo lo que el portero decía.
—¡Eres maravilloso! —le dijo Ruth—. Yo no hubiera podido decir ni una sola palabra.
—Lo más gracioso es que tú hablas mucho mejor el francés que yo. Lo que ocurre es que yo soy más decidido. Ven, ahora vamos a ver si comemos algo. ¡Una ciudad nos parece poco acogedora cuando no se ha comido ni bebido en ella!
Se dirigieron a un pequeño y profusamente iluminado cafetucho de los alrededores. Estaba lleno de espejos y olía a serrín y anís. Por cuatro francos les fue servida una cena completa, con vino tinto. Era barato y bueno. Como no habían comido nada durante todo el día, el vino se les subió a la cabeza, poniéndoles somnolientos. Poco después volvieron al hotel.
En la sala de espera, enfrente a la mesa del portero, había una mujer joven, con un abrigo de pieles, acompañada de un hombre embriagado. Regateaban con el portero. La mujer, bonita y bien formada, miró a Ruth con desprecio. Él fumaba un puro y no se apartó de donde estaba cuando Kern fue a recoger su llave.
Mientras subían las escaleras, Kern dijo:
—¿No te parece esto muy elegante? ¿Te fijaste en el abrigo de pieles que llevaba?
—Sí —sonrió Ruth—, era una imitación. Un vulgar gato. No cuesta más que un buen abrigo de lana.
—Pues yo hubiera asegurado que era legítimo armiño —respondió Kern.
Kern encendió la luz. Ruth dejó caer al suelo la cartera y el abrigo, abrazó a Kern y con el rostro junto al suyo le dijo:
—Estoy cansada. Cansada, feliz y con un poquito de miedo; pero, por encima de todo, cansada. Ayúdame a acostarme.
—Sí.
Se echaron el uno al lado del otro en la oscuridad. Ruth reclinó la cabeza en el hombro de Kern y dando un profundo suspiro se durmió inmediatamente como un niño. Kern todavía se quedó despierto algún tiempo, oyendo la respiración de Ruth, pero después se adormeció también.
Algo le despertó. Se sentó de un salto y se quedó escuchando el ruido que había fuera. Su corazón latió violentamente; pensó que fuera la policía. Saltó ligero de la cama, corrió hacia la puerta, la abrió unos centímetros y espió hacia fuera. Abajo alguien chillaba, y una voz fuerte y enfadada respondía en francés. Después de algún tiempo apareció el portero.
—¿Qué pasa? —preguntó Kern, excitado, asomando la cabeza por entre la puerta abierta.
El portero le miró, cansado y sorprendido.
—Nada, un borracho que no quería pagar.
—¿Nada más?
—¿Qué más podría ser? Esas cosas pasan de vez en cuando. ¿No tiene usted nada mejor que hacer?
Abrió la puerta del cuarto de al lado y dio entrada a dos personas que habían subido; un hombre, con bigote negro, y una rubia escandalosa. Kern cerró la puerta y buscó su camino en la oscuridad. Tropezó con la cama y cuando intentó apoyarse, sintió bajo su mano el blando seno de Ruth. «Praga», recordó; y una ola de amor le envolvió. Pero al mismo tiempo Ruth se movió, apoyándose en los codos, y con una voz extraña, nerviosa y agitada, murmuró:
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¡Por amor de Dios!
Después se calló, oyéndose apenas un suspiro en la oscuridad.
—Soy yo, Ruth —respondió Kern echándose en la cama—. Soy yo el que te asusté.
—¡Ah! Sí —murmuró ella echándose nuevamente. Y se durmió otra vez con el rostro recostado en el hombro de Kern.
«He ahí lo que hicieron de ti —pensó amargamente el muchacho—. La otra vez, Praga, solamente preguntaste ligeramente perturbada: ¿Quién está ahí? Pero ahora tiemblas de miedo».
—¡Eres maravillosa! ¡Soy feliz contemplándote! —se oyó decir a una voz masculina en el cuarto de al lado.
—¡Oh, diablo! ¡Eres magnífica!
Kern escuchaba. Sabía ahora dónde estaba: en un hotel sospechoso. Cautelosamente espió a Ruth, pero parecía que no había oído nada. «Ruth —decía, casi imperceptiblemente—, mi querida y pequeña Ruth, continúa durmiendo y no te despiertes. Estamos solos y nos queremos».
—¿Qué dices…?
—¡La verdad! ¿Crees que no lo veo?
«Nosotros no estamos aquí, no —murmuraba Kern—. Ruth, nosotros no estamos aquí, ¿oíste? Estamos echados al sol, en un campo donde florecen camelias y flores de todos los colores. En donde se oyen lejanos cantos de pájaros y las mariposas vuelan alrededor de tu cabeza».
—No apagues la luz —rugía la voz del cuarto contiguo.
—¿Pero qué quieres?
«Estamos en una verde campiña —continuaba murmurando Kern—. Está anocheciendo, y acabamos de saborear la leche y el pan fresco. Todo está silencioso y esperamos la noche, sintiéndonos en paz y sabiendo que nos amamos».
»Pongo mi cabeza sobre tus rodillas y siento que tus manos acarician mis cabellos. Tú ya no tienes miedo; tienes pasaporte y todos los policías nos saludan cordialmente. Vas diariamente a la Universidad y los profesores se enorgullecen de ti, y yo… yo…».
Se oyeron pasos en el corredor al otro lado del cuarto donde hasta ahora todo había estado silencioso. Se oyó el ruido de una llave.
—Gracias —dijo el portero—. Muchas gracias.
«Es fiesta y estamos a la orilla del mar —continuaba Kern bajito e insistentemente—. Estuviste nadando y te dormiste en la arena todavía caliente. El mar es azul, y en el horizonte hay un velero blanco. El viento sopla y las gaviotas chillan».
Se oyó un fuerte golpe en la pared. Ruth se estremeció.
—¿Qué ha sido? —preguntó, atontada por el sueño.
—Nada, no fue nada, Ruth; duerme, querida.
—Estás todavía aquí, ¿verdad?
—Siempre estaré contigo, querida.
—Sí, amor mío…
Volvió a dormirse. «Tú estás conmigo y yo estoy contigo, y ninguna inmundicia nos podría rozar, ninguna de esas porquerías que estabas obligada a soportar —murmuraba Kern entre el ruidoso trajín del hotel—. Estamos solos, somos jóvenes, pero nuestro sueño es puro, Ruth… Ruth, bienamada de los grandes y floridos campos del amor…».
Kern salió del despacho del Socorro a los Refugiados. No esperaba otra cosa, sino que le informasen. En un permiso de residencia no había ni que pensar. Donativos, solamente en casos extremos. Trabajo, naturalmente, estaba prohibido, tanto con como sin autorización oficial para residir.
Kern no se sentía demasiado deprimido. En cualquier ciudad ocurriría lo mismo. A pesar de ello, millares de emigrantes, que de acuerdo con la Ley ya debían haberse muerto de hambre hacía mucho tiempo, continuaban viviendo. En la antesala, repleta de gente, se detuvo un instante para examinar uno por uno a los que en ella se encontraban. Se aproximó a un hombre, que estaba sentado aparte de los demás, y cuya apariencia era tranquila y seria.
—Perdone —dijo—, deseaba hacerle una pregunta: ¿Me podría informar dónde podría vivir sin ser denunciado a la policía? Estoy en París hace dos días.
—¿Tiene usted algo de dinero? —preguntó el hombre sin la menor señal de sorpresa.
—Sí, un poco.
—¿Puede pagar seis francos diarios por la habitación?
—Sí, de momento.
—En ese caso vaya al «Hotel Verdún» que está en la calle Turenne. Diga a la dueña que le envío yo. Mi nombre es Klassmann, doctor Klassmann —repitió medio divertido.
—¿En el «Verdún» se está totalmente a salvo de la policía?
—Ningún lugar es seguro. Allí lo que pasa es que le hacen rellenar la hoja del Registro sin fecha, y no la envían a la policía. Si van a hacer un registro, la historia es siempre la misma: Que usted había llegado aquel día y que pretendían mandar las hojas a la mañana siguiente. Lo importante es que no será atrapado al salir. Para la fuga, tiene un excelente pasaje subterráneo. Ya lo verá. El Verdún es un hotel o algo que Dios, en su sabia Providencia, creó para los emigrantes hace cincuenta años. ¿Ha terminado de leer el periódico?
—Sí.
—Entonces démelo, así estamos en paz.
—Ya lo creo, y muchas gracias.
Kern se dirigió al encuentro de Ruth, que le esperaba en un café de una esquina próxima. Tenía delante de ella un mapa de la ciudad y una gramática francesa.
—Mira —le dijo ella—, mira lo que he comprado en una librería de viejo, mientras estabas ausente. Me ha costado muy barato. Creo que son las dos armas que necesitamos para conquistar París.
—Es verdad. Vamos a usarlas inmediatamente. Quiero ver dónde está la Rué de la Turenne.
El «Hotel Verdún» era una antigua y vieja mansión, cuyo revoque se caía a grandes pedazos. La entrada era estrecha y al fondo había un mostrador, donde se hallaba la dueña, una mujer vestida de negro, de aspecto amable.
En un francés chapurreado, Kern explicó sus necesidades.
Ella le examinó de pies a cabeza, con sus ojos negros de ave de presa.
—¿Con o sin comidas? —preguntó secamente.
—¿Cuánto cuesta con comidas?
—Veinte francos por persona. Tres comidas. El desayuno se sirve en el cuarto, las demás comidas en el comedor.
—Creo que debemos tomar un cuarto con comida durante un día —dijo Kern a Ruth en alemán—. Después, siempre podremos cambiar el plan. Lo principal es conseguir quedarnos aquí.
Ruth estuvo de acuerdo.
—Bien, tomaremos con comidas. ¿Hay alguna dificultad para un solo cuarto?
La dueña movió la cabeza afirmativamente.
—No tengo habitación de matrimonio vacía. Pueden quedarse con los números 141 y 142.
La mujer echó dos llaves sobre el mostrador.
—El pago es por adelantado.
—Muy bien —dijo Kern.
Pagó y cogió las dos llaves. Estaban sujetas a una gran chapa de madera en la cual constaba el número de la habitación grabado al fuego. Eran dos pequeños cuartos de soltero, contiguos, con vistas a un patio. El del «Hotel Habana», comparado con aquéllos, parecía un palacio.
Kern miró a su alrededor.
—Éstos son los clásicos nidos de los emigrantes. Sin confort, pero agradables. No pretenden más de lo que pueden dar. ¿Qué te parece?
—Me parecen estupendos —respondió Ruth—. Cada uno en su cuarto y con su cama. ¿Te acuerdas de Praga? Tres o cuatro personas en cada habitación.
—Tienes razón. Ya me había olvidado de todo eso. Estaba pensando en la residencia de Neumann en Zúrich.
Ruth se echó a reír.
—Yo estaba pensando en aquel montón de heno bajo el cual nos mojamos tanto durante la lluvia.
—Tus pensamientos son mejores que los míos. ¿Pero sabes por qué pienso así?
—Sí, pero estás equivocado y me disgustas. A tu lado este hotel me parece un palacio. Compraremos papel fino para hacer una pantalla. Aprenderemos francés aquí mismo en esta mesa, y al mismo tiempo miraremos aquel pedacito de cielo que se ve sobre el tejado. Vamos a dormir en estas camas, que serán las mejores del mundo, y cuando nos despertemos, junto a la ventana, nos acostumbraremos a amar este horrible patio, que nos parecerá lleno de poesía y belleza, por ser un patio de París.
—Está bien —respondió Kern—. Pero ahora vayamos al comedor. La comida es francesa y, por lo tanto, también será la mejor del mundo.
El comedor del Hotel Verdún estaba en el sótano. Los huéspedes lo llamaban «las catacumbas». Para llegar a él era necesario caminar por pasillos tortuosos, subir escaleras entre corredores y tenebrosos cuartos abandonados hacía siglos, en los cuales el aire era insano y viciado. Era bastante espacioso, y servía al mismo tiempo al «Hotel Internacional», que daba al otro lado y pertenecía a la hermana de la dueña.
Este comedor en común era lo que más gustaba a los fugitivos de ambos hoteles. Significaba para los emigrantes lo que para los primeros cristianos las catacumbas. Si la policía hacía un registro en el «Hotel Internacional», todos sus huéspedes se escapaban por el corredor hacia el «Hotel Verdún» y viceversa. El sótano común era el hilo de vida.
Kern y Ruth se pararon como azorados en la puerta, por unos instantes. Era mediodía, pero el comedor no tenía ventanas y las luces estaban encendidas. La luz artificial, a aquella hora, tenía una apariencia extraña y enfermiza; como si una porción de tiempo, de la noche anterior, hubiera sobrado y quedado olvidada allí.
—Mira. Marill está allí —dijo Kern.
—¿Dónde?
—Allí, junto a la puerta. ¡Qué suerte! ¡Encontrarnos en seguida con un conocido!
Marill también les había visto. Incrédulo, se puso las gafas. Se levantó y les estrechó las manos.
—¡Vosotros por París! ¡No podía imaginármelo! ¿Cómo habéis descubierto el antiguo «Verdún»?
—Fue el doctor Klassmann quién nos lo indicó.
—¿Klassmann? ¿De veras? Pues habéis acertado. El «Verdún» es de primera. ¿Vais a comer aquí?
—Sí, pero sólo por hoy.
—Bien. Mañana podéis arreglar las cosas de otra manera. Pagad sólo el cuarto y comprad lo que necesitéis para comer. Sale mucho más barato. De vez en cuando puede hacerse alguna comida aquí para conservar las buenas relaciones con la dueña. Hicisteis muy bien en salir de Viena. Las cosas por allí se están poniendo muy mal.
—¿Y por aquí qué tal se está?
—¿Aquí? Amigo mío, Austria, Checoslovaquia y Suiza representan una constante guerra de movimiento contra los exiliados, pero París es una guerra de posición. Las primeras líneas de las trincheras. Cada ola sucesiva de exiliados rodó hasta aquí. ¿Ves aquel hombre con el pelo negro y crespo? Es un italiano. ¿Y aquél de las barbas que está a su lado? Un ruso. Dos pasos más adelante un búlgaro. Aquél de más allá, un polaco, y aquellos otros dos, americanos. ¿Y después? Cuatro alemanes. París representa la última esperanza, como si fuese el destino final de cada uno. —Miró el reloj—. Vamos, pequeños, ya casi son las dos. Si todavía queréis tomar algo, no tenéis tiempo que perder. En materia de comidas, los franceses son muy puntuales. Después de las dos ya no hay medio de conseguir nada. —Se sentaron en la mesa de Marill—. Si vais a hacer vuestras comidas aquí, voy a recomendaros a aquella camarera gorda. Su nombre es Yvonne y es alsaciana. No sé cómo consigue arreglarse, pero sus platos son siempre mejor servidos que los de las otras. —Yvonne le sirvió la sopa sonriendo—. ¿Tenéis algún dinero, hijos míos? —preguntó Marill.
—El suficiente para dos semanas —respondió Kern.
Marill movió la cabeza.
—Así está bien. ¿Ya pensasteis lo que queréis hacer?
—No, llegamos anoche. ¿Cómo consiguen los demás arreglarse?
—Buena pregunta, Kern. Vamos a comenzar por mí. Vivo de escribir artículos para algunos periódicos de refugiados. Me los pagan porque fui diputado en el Reichstag. En cuanto a los rusos, todos poseen pasaporte Nansen y permiso para trabajar. Formaron parte de la primera ola de emigrantes, hace ya veinte años. Son cocineros, camareros, masajistas, porteros, zapateros, sabe Dios qué más. Los italianos, en su mayoría, también se las arreglan. Pertenecen a la segunda ola. Algunos de los alemanes consiguieron pasaportes válidos, pero pocos tienen permiso para trabajar. Hay algunos que todavía poseen dinero, que gastan con la mayor economía. Sin embargo, la mayoría no tienen nada. Trabajan ilegalmente por un plato de comida o algunos francos. Venden lo que todavía poseen. Aquel abogado que está allí hace traducciones y trabajos mecanográficos. Aquel otro muchacho que está a su lado acompaña millonarios alemanes a los clubs nocturnos y recibe un tanto por ciento por ello. Aquella actriz, que está al otro lado, se gana la vida con la Astrología y la Quiromancia. Otros dan clases de idiomas. Otros son profesores de gimnasia. Algunos se dirigen a los mercados públicos y cargan cestos. Muchos viven de los auxilios que les proporciona la Sociedad de Socorro a los Refugiados. Unos son vendedores ambulantes, otros piden limosna y muchos ya desaparecieron de la circulación. ¿Ya habéis estado en el Socorro a los Refugiados?
—Estuve allí esta mañana —respondió Kern.
—¿No conseguiste nada?
—No.
—No importa. Debes volver. Ruth debe dirigirse al Auxilio a los Judíos. Tú al Auxilio Mixto y yo al Ario. —Marill se echó a reír—. La miseria, como podéis ver, tiene también su burocracia. ¿Ya registraste tu nombre?
—No, todavía no.
—Entonces debes hacerlo mañana mismo. Klassmann puede informarte sobre ello. En el caso de Ruth puede hasta intentar un permiso de permanencia. A fin de cuentas posee un pasaporte.
—Tenía un pasaporte —rectificó Kern—. El plazo expiró y tuvo que atravesar la frontera ilegalmente.
—No tiene importancia. Un pasaporte siempre es un pasaporte. Vale su peso en oro. Klassmann os informará sobre ello. —Yvonne puso sobre la mesa una bandeja con patatas y un plato con tres pedazos de carne. Kern sonrió y el rostro de ella se iluminó con una franca sonrisa.
—¿Estáis viendo? —les dijo Marill—. Así es como Yvonne sirve. La ración asignada es un pedazo de carne, y ella siempre consigue algo más.
—Muchas gracias, Yvonne —le dijo Ruth.
Yvonne sonrió más francamente todavía y salió balanceando sus caderas.
—¡Dios del cielo! —dijo Kern—. ¡Un permiso de residencia para Ruth! ¡Esta chica tiene suerte! En Suiza también consiguió uno, aunque sólo fuera para tres días.
—¿Ya dejaste la Química, Ruth? —le preguntó Marill.
—Sí. Bueno, por ahora sí.
Marill hizo un gesto con la cabeza.
—Claro —y señaló a un joven que estaba sentado cerca de la ventana con un libro delante—. Aquel muchacho que está allí, durante dos años lavó platos en un club nocturno. Es un estudiante alemán. Hace dos semanas terminó su carrera de médico en Francia. Mientras estudiaba, descubrió que no podía conseguir colocación aquí, pero que tendría probabilidades en Capetown. Ahora está aprendiendo inglés, para examinarse, revalidar su título e ir al África del Sur. Estas cosas también pasan aquí. ¿Te sirve esto de esperanza?
—Desde luego.
—¿Y a ti también, Kern?
—Todo me sirve de consuelo. ¿Cómo es la policía aquí?
—Relativamente blanda. Naturalmente, tiene que abrir los ojos, pero no es tan rigurosa como en Suiza.
—Ya lo considero una ventaja —respondió Kern.
A la mañana siguiente, Kern se dirigió en compañía de Klassmann al Socorro a los Refugiados con el fin de inscribirse en el mismo. Después fueron a la Prefectura de Policía.
—No hay necesidad de que se presente usted —dijo Klassmann—. Le deportarían inmediatamente. Pero es conveniente, por lo menos, por una vez ver cómo funciona aquí. No hay ningún peligro. Los centros policíacos, después de las iglesias y de los museos, son los sitios menos peligrosos para los emigrantes.
—Sí. Eso ya lo he comprobado —respondió Kern—. Ahora, que no había pensado en los museos.
La Prefectura era un gran bloque de casas, construido alrededor de una amplia plaza. Klassmann le condujo a través de diversos arcos y puertas hasta que llegaron a una gran sala que parecía el vestíbulo de una estación ferroviaria. Por las paredes se abría una gran fila de taquillas detrás de las cuales había sentados varios funcionarios. En el centro del aposento se alineaban gran número de bancos sin respaldo. Muchos centenares de personas esperaban de pie o sentados en ellos.
—Ésta es la sala de los escogidos —explicó Klassmann—. Es casi el paraíso. Aquí están las personas que tienen permiso para residir y que necesitan únicamente prorrogarlo.
Kern notaba la solemnidad y la ansiosa expectación que reinaba en la sala.
—¿Llama usted a esto el paraíso?
—Sí, mire allí.
Klassmann señalaba a una mujer que se retiraba de una de las ventanillas próximas. Leía con expresión de alegría delirante el permiso de residencia que una pequeña funcionaria, desde detrás de la ventanilla, acababa de entregarle después de sellarlo. Corrió al encuentro de un grupo que la esperaba.
—¡Cuatro semana! —gritó radiante—. Lo prorrogaron por cuatro semanas.
Klassmann cambió una mirada con Kern.
—¡Cuatro semanas! Hoy día parece una eternidad, ¿eh?
Kern asintió. Frente a la ventanilla estaba parado un viejo.
—¿Pero qué voy a hacer yo ahora? —preguntaba aterrorizado.
El empleado respondió en un francés gutural que Kern no consiguió entender. El viejo escuchó primero y luego insistió:
—Sí, pero ¿qué voy a hacer yo ahora?
El funcionario repitió la explicación. Gritó luego:
—¡El siguiente!
Cogió los papeles que el hombre que estaba detrás del viejo le extendió. Éste volvió la cabeza.
—¡Pero si todavía no he acabado! —dijo—. ¡Todavía no sé lo que debo hacer! ¿Qué es lo que quieren que haga? —preguntó una vez más al empleado.
El hombre dio una respuesta inaudible y devolvió los papeles al otro emigrado. El viejo se agarró al borde dé la ventanilla, como si aquello fuese un salvavidas en medio del mar.
—¿Pero qué es lo que ustedes quieren que haga? ¿Por qué no consienten en prorrogar mi autorización?
El empleado no le prestó atención y el viejo se volvió hacia las personas que se agrupaban a su alrededor.
—Pero, ahora, ¿qué es lo que puedo hacer?. —Miró la hilera de caras cansadas y aturdidas que le observaban. Nadie respondió. Pero tampoco nadie intentó echarle fuera. Los que le seguían entregaban los papeles en la ventanilla por encima de su cabeza, poniendo un cuidado especial en no empujarle. El viejo insistía junto al funcionario—. Por favor, alguien tiene que decirme lo que debo hacer —dijo bajito repetidas veces. Su voz era ya apenas un murmullo, su cabeza se inclinaba, mientras los brazos se extendían implorantes hacia la ventanilla. Sus manos viejas y anquilosadas se agarraron todavía al borde. Finalmente dejó de mover los labios y, de pronto, como si su fuerza se hubiera agotado, dejó caer los brazos y se apartó de allí.
Sus manos, grandes e inútiles, se balanceaban a lo largo del cuerpo como si pendiesen de bramantes, sin contacto vital; y la cabeza echada hacia delante no parecía capaz de comprender nada.
Pero mientras el anciano todavía estaba parado, completamente aturdido, Kern vio otra cara, próxima a la ventanilla, tornarse lívida de horror. Se siguieron rápidos gestos y nuevamente aquellas miradas inconsolables, la terrible búsqueda de una tabla de salvación.
—¿De modo que esto es el paraíso? —insistió Kern.
—Sí —respondió Klassmann—. Es el paraíso. Por lo menos, es mejor que las otras salas. Muchas solicitudes son rechazadas, pero otras muchas se conceden.
Continuaron andando por diversos corredores, llegando a una nave que ya no parecía un vestíbulo, sino una sala de espera de cuarta clase. Estaba repleta de una gran mezcla de nacionalidades. No había bancos suficientes y la gente estaba de pie o sentada en el suelo. Kern divisó una grande y pesada figura de mujer acomodada en el suelo, en un rincón, como una clueca en su nidal. Tenía las facciones regulares e impasibles; cabello negro partido por una raya en medio, que enroscaba en trenzas alrededor de la cabeza. Junto a ella, varios niños jugaban. El menor mamaba de su seno descubierto, mientras que ella permanecía inmóvil, sin distinguir a nadie en medio de la confusión, igual que un noble y estúpido animal en plena función materna, prestando atención únicamente a los hijos que jugaban a su alrededor, como en torno a una estatua. A su lado, un grupo de judíos, con barbas trémulas, cubiertos con caftanes y con los consabidos rizos detrás de las orejas, esperaban con una expresión imperturbable de resignación, como si ya llevaran esperando siglos y supiesen que todavía habían de esperar muchos más. En uno de los bancos se sentaba una mujer embarazada, y a su lado un hombre que se retorcía incesantemente las manos. Más allá un hombre con cabellos blancos que intentaba reconfortar, cariñosamente, a una mujer que lloraba; al otro lado un muchacho con cara pecosa fumaba un pitillo y, furtivamente, como un ladrón, miraba a una bella y elegante mujer que estaba delante suyo y que, nerviosamente, se ponía y quitaba los guantes. Un jorobado tomaba notas en una agenda. Un grupo de rumanos hablaba, silbando, como cafeteras llenas de hirviente líquido. Un hombre miraba algunas fotografías, se las guardaba en el bolsillo, volvía nuevamente a sacarlas y mirarlas, y otra vez las guardaba. Una mujer gorda leía un periódico italiano. Una joven sentada en el extremo de un banco, completamente perdida en sus preocupaciones, no se daba cuenta de nada de lo que ocurría a su alrededor.
—Todas éstas son personas que se inscribieron para obtener permisos o que aguardan la oportunidad de hacerlo.
—¿Qué clase de documentos son necesarios para ello?
—La mayoría poseen pasaportes válidos cuyo plazo expiró y no han sido prorrogados, o que de una manera o de otra entraron en la ciudad legalmente.
—En ese caso ésta no es la peor de las secciones.
—No —respondió Klassmann.
Kern reparó que más allá de los empleados masculinos, había algunas mujeres sentadas detrás de las ventanillas. Estaban vestidas elegantemente; la mayoría usaban blusas blancas con manguitos de satén negro para protegerlas. Parecía absurdo que detrás de las ventanillas hubiese seres humanos a los cuales les resultaba importante proteger de la suciedad las mangas de sus blusas, mientras delante de ellos había una multitud de criaturas cuyas vidas estaban hundidas en el polvo y en el barro.
—Estas últimas semanas han sido malas en la Prefectura —explicó Klassmann—. Siempre que pasa alguna cosa en Alemania, capaz de exasperar a los países vecinos, los emigrantes son los primeros que lo pagan. Son las víctimas expiatorias de unos y de otros.
Kern miró a un hombre delgado de fisonomía inteligente que permanecía inmóvil. Sus documentos parecían estar en orden. Después de algunas preguntas, la señorita que estaba en la ventanilla los cogió y se puso a escribir. Pero Kern se dio cuenta de que sudaba abundantemente mientras aguardaba. En la gran sala hacía frío y él vestía un traje de verano, muy fino, no obstante lo cual el sudor le brotaba por todos los poros. Su rostro brillaba con la humedad, grandes gotas le caían por la frente a la cara. Se mantenía inmóvil, con los brazos apoyados en el borde de la ventanilla, en una actitud amable, pero no suplicante, preparado para responder a las preguntas que le hiciesen. Su deseo se estaba realizando. Pero, a pesar de ello, parecía un cadáver que sudaba, dando la impresión de que estaba siendo asado en brasas invisibles por gente despiadada. Si hubiese estado gritando, lamentándose o implorando, en vez de mantenerse inmóvil en una actitud cortés, dispuesto valerosamente a aceptar su destino, no hubiera inspirado más dolor a Kern. Solamente sus glándulas sudoríparas le traicionaban dando la impresión de que se ahogaba dentro de sí mismo. Era la pura desesperación animal que le goteaba a través de todos los diques de la conducta convencional.
La empleada le devolvió los documentos con algunas palabras gentiles. Él le dio las gracias en un excelente francés y se retiró rápidamente. Sólo después de llegar a la puerta del vestíbulo, fue cuando se detuvo y tuvo valor de desdoblar el papel y ver lo que estaba escrito. Tenía un sello azul con diversas fechas. De repente le parecía que se hallaba en el mes de mayo y que las trompetas de la Libertad entonaban sus cánticos en la sala.
—¿Nos vamos? —preguntó Kern.
—¿Ya vio bastante?
Se dirigieron a la salida. Fueron detenidos por un grupo de judíos miserables que, cuando se hallaron fuera, les cercaron, como una bandada de grullas extrañas y hambrientas.
—¡Por favor, ayuda! —El más viejo de ellos se puso delante y con una reverencia, hablando con un acento penoso y chapurreado decía—: ¡Por favor! No hablar francés. Por favor… hombre… hombre… hombre… hombre…
—Hombre… hombre… —Los otros se agrupaban a su alrededor, agitando las amplias mangas de sus caftanes—. Hombre… hombre…
Parecía ser aquélla la única palabra en francés que sabían, pues la repetían sin cesar, señalándose a sí mismos, con las manos secas y sarmentosas, hacia la cabeza, hacia los ojos, hacia el corazón. Siempre la misma cantinela suplicante, lenta, dolorida.
—Hombre… Hombre… —Unicamente el más viejo supo añadir—: Patricio… —No conocían ninguna otra palabra.
—¿Habla usted yiddish? —preguntó Klassmann a Kern.
—No. Ni una palabra.
—Son judíos que solamente hablan el hebreo. Están sentados aquí un día tras otro en espera de encontrar a alguien que les entienda y les sirva de intérprete.
—Yiddish, yiddish! —El más viejo movió la cabeza con ansiedad—. Hombre, hombre —aulló el coro de revoloteantes mangas—. ¡Auxilio, auxilio! —El más viejo señalaba a las ventanillas—. No hablar, únicamente hombre, hombre.
Klassmann hizo un gesto de dolor.
—No hablo yiddish…
Kern movió la cabeza negativamente, a su vez, y el revoloteo cesó.
El más viejo todavía preguntó, en actitud de horror, con la cabeza humillada:
—¿No?
Kern movió nuevamente la cabeza.
—¡Ah!
El viejo llevó las manos al pecho formado, con la punta de los dedos unidos, como un pequeño tejado sobre el corazón. Así se quedó un poco inclinado hacia delante como si estuviese escuchando alguna lejana voz; después hizo una nueva reverencia y lentamente dejó caer las manos.
Kern y Klassmann salieron de allí. Cuando llegaron al corredor de fuera, oyeron música militar que venía de arriba. Era una marcha ruidosa con fanfarrias y trompetas.
—¿Qué diablo es eso? —preguntó Kern.
—¡Es la radio! Las salas de recreo de los policías están arriba. Es el concierto de las doce.
La música descendía a torrentes escaleras abajo, tornaba devuelta por el eco desde el corredor y reventaba, como una catapulta, en la gran puerta de entrada, cayendo, de lleno, sobre una pequeña y desgarbada figura que se acurrucaba en el último escalón, oscura e incolora como un montón inmóvil negro, en el que sólo se distinguían bien los ojos alucinados e inquietos. Era el viejo que con tanta dificultad se apartara de aquella ventanilla nefasta. Se encogía en un rincón, completamente perdido y aniquilado, con los hombros caídos, las rodillas en alto, como si nunca más se quisiera levantar de allí. Por encima de él la música resbalaba en cataratas alegres, saltando y bailando despiadadamente, igual que la vida.
—Venga —dijo Klassmann, cuando ya estaban fuera del local—. Vamos a tomar una taza de café.
Se sentaron delante de una mesa de mimbre, que se hallaba en la terraza de un cafetucho. Kern, después de tomarse el oscuro y amargo brebaje, se sintió mejor.
—¿Cuál es la última etapa? —preguntó.
—Para muchos la última etapa es sentarse en algún rincón solitario y morir de hambre. Cárceles. Estaciones subterráneas durante la noche. Los puentes del Sena.
Kern observó el torrente de personas que sin cesar pasaban por delante del café.
Una chiquilla, llevando en el brazo una caja de sombreros, le sonrió al pasar. Más adelante, se volvió, y le lanzó una rápida mirada por encima del hombro.
—¿Qué edad tiene usted? —preguntó Klassmann.
—Veintiuno. Pronto cumpliré veintidós.
—Ya me lo suponía. —Klassmann movió el café en la taza—. Tengo un hijo de su edad.
—¿Está aquí?
—No —contestó Klassmann—. En Alemania.
Kern levantó de repente los ojos.
—¡Mala cosa es; lo sé por experiencia!;
—Para él no.
—Menos mal.
—Peor le hubiera ido si estuviese aquí —dijo Klassmann.
—¿Usted cree? —dijo Kern, sorprendido.
—Sí; yo le mataría si le tuviera delante.
—¿Cómo es eso?
—Fue él quien me denunció. Por su causa he tenido que emigrar.
—¡Caramba! —exclamó Kern.
—Yo soy católico. Un buen católico. Pero mi hijo perteneció durante varios años a una organización juvenil. Hoy son llamados veteranos. Ya puede usted comprender que yo no estaba satisfecho con ello y hubo unas palabras entre nosotros. El muchacho se fue volviendo cada vez más desvergonzado, hasta que un día, que le dije algo contra el Partido, me mandó callar la boca, porque si no podría pasarme algo. ¡Me amenazó, imagínese! Yo le di un bofetón y él desapareció como una fiera y me denunció a la policía. En la declaración repitió, palabra por palabra, todos los insultos que yo había dicho respecto al Partido. Afortunadamente tenía allí un amigo que me avisó por teléfono, recomendándome que desapareciese inmediatamente. Una hora después llegaba una pareja de la policía a mi casa para prenderme, trayendo a mi hijo al frente…
—Es algo terrible —exclamó Kern.
Klassmann movió la cabeza.
—También lo será para él el día que yo vuelva a Alemania.
Steiner llevaba bajo la solapa izquierda de su abrigo un distintivo del Partido Nacional Socialista.
—Es magnífico, Beer —dijo—. ¿Dónde consiguió usted encontrarlo?
El doctor sonrió.
—Fue de un cliente. Accidente de automóvil cerca de Murten. Le curé el brazo que se había fracturado. Al principio, se mostraba cauteloso y pretendía que todo en Alemania era una maravilla. Después tomamos juntos algunas copas y entonces comenzó a maldecir toda la organización económica, entregándome como recuerdo su distintivo del Partido. Desgraciadamente tuvo que volverse allí.
Steiner cogió de la mesa una cartera azul y la abrió. Había en ella una lista encabezada por la cruz gamada y algunas octavillas de propaganda.
—Tengo la seguridad de que esto servirá. Va a caer en la trampa sin sospechar nada.
Cogió la lista y los folletos de Beer, a quien estas cosas habían sido enviadas durante muchos años, por una delegación del Partido de Stuttgart, sin que nunca hubiesen sido muy claras las razones de tal remesa.
Steiner hizo una selección entre los folletos y se halló dispuesto para entablar su batalla contra Ammers. Beer le había contado todo lo que le sucedió a Kern.
—¿Cuándo piensa usted marcharse? —preguntó Beer.
—A las once. Sin embargo, antes le habré devuelto su distintivo.
—¡Estupendo! Me quedaré esperándole con una botella de coñac.
Steiner partió. Tocó la campanilla de la puerta de Ammers. La muchacha le abrió.
—Deseo hablar con Herr Ammers —dijo, secamente—. Mi nombre es Huber.
La criada desapareció y volvió otra vez.
—¿Sobre qué desea hablar con el señor?
«¡Ah! —pensó Steiner—. Hacen todo esto después de lo que ha pasado con Kern». Sabía que a éste no le habían preguntado nada.
—Cuestiones del Partido —explicó secamente.
Esta vez fue Ammers en persona quien apareció mirando a Steiner con curiosidad. Éste se conformó con levantar simplemente la mano.
—¿Es el señor Ammers?
—Sí.
Steiner volvió la solapa de su abrigo y enseñó el distintivo.
—Huber —anunció—. Represento a la División Extranjera y deseaba hacerle algunas preguntas.
Ammers, rígido, sujetaba la puerta.
—Haga el favor de entrar, Herr… Herr…
—Huber, simplemente Huber. Ya sabe usted: el enemigo tiene oídos en todas partes.
—Bien lo sé. Es un gran honor, Herr Huber.
Steiner había supuesto bien. Jamás se le ocurriría a Ammers desconfiar de él.
La obediencia y el miedo a la Gestapo le habían penetrado hasta la médula y, aunque desconfiase, nada podría hacer a Steiner en Suiza. Este poseía un pasaporte austríaco con el nombre de Huber, y nadie podría saber nunca hasta qué punto estaba ligado a la organización germánica; ni siquiera la Embajada alemana, que hacía mucho tiempo había perdido el hilo de la organización y de la propaganda secreta.
Ammers condujo a Steiner hacia la sala de estar.
—Siéntese, Ammers —dijo Steiner, sentándose en la butaca del dueño de la casa. Hurgó en el contenido de su cartera—. Como usted sabe, camarada Ammers, nosotros tenemos un principio fundamental en nuestras actividades en el extranjero: el silencio.
Ammers asintió con la cabeza.
—Esperábamos también eso por su parte: actividad silenciosa. Ahora sabemos que cometió un gran error, produciendo un escándalo innecesario en el caso de aquel joven emigrante.
Ammers se agarró a la butaca.
—¡Aquel criminal! ¡Me puso completamente fuera de quicio y en ridículo, el muy malvado!
—¿Ridículo? —Steiner le interrumpió ásperamente—. ¿Quedó usted en ridículo en público, señor Ammers?
—¡No, en público, no! —Ammers se dio cuenta de que había cometido una imprudencia. Casi no sabía lo que decía de tan excitado como estaba—. Quiero decir sólo a mis propios ojos.
Steiner le miró con insistencia.
—Ammers —dijo después lentamente—, un verdadero miembro del Partido jamás hace el ridículo, ni aún a sus propios ojos. ¿Qué fue lo que le pasó? ¿Es que la carcoma democrática ha roído las raíces de sus principios? ¿Ridículo…? Semejante palabra no existe en nuestro vocabulario. Los otros son los que son completamente ridículos, ¿entendido?
—Sí, naturalmente… naturalmente. —Y Ammers se secó la frente. Ya se veía en un campo de concentración con el fin de rehacer sus principios—. Ésa ha sido la única vez. Mi firmeza es inconmovible.
Steiner lo dejó hablar durante algún tiempo. Después cortó la conversación.
—Muy bien, camarada. Hago votos porque no se repita nunca un caso como éste. No preste más atención a los emigrantes, ¿ha entendido? Nosotros nos contentamos con vernos libres de ellos.
Ammers asintió con la cabeza vehementemente; se levantó y trajo una licorera de cristal con dos vasitos de plata. Steiner miró con náuseas los preparativos.
—¿Qué hace usted? —preguntó.
—Coñac. Pensé que tal vez le gustase beber algo.
—Sólo se sirve coñac con tanto lujo, cuando es de baja calidad, Ammers —dijo Steiner amistosamente—. O si se le ofrece a algún acogido a una institución de caridad. Tráigame una copa, corriente, que no sea tan pequeña.
—¡Muy bien!
Ammers parecía satisfecho, porque el hielo se había quebrado entre ellos.
Steiner bebió. El coñac era bueno. Pero aquello no era gracias a Ammers, sino a que no existía coñac malo en Suiza.
El «enviado» sacó un papel de la cartera de cuero que Beer le había prestado.
—Aquí, amigo mío, todavía tenemos otra cosa estrictamente confidencial ¿Sabe usted que nuestra propaganda en Suiza no ha sido tan buena como debía?
—Sí —convino Ammers—. Siempre he pensado en ello.
—Está bien —dijo Steiner displicentemente—. Ahora todo va a ser cambiado. Vamos a establecer un fondo secreto. —Y pasó los ojos por la lista—. Tenemos varios donativos importantes; sin embargo, también las aportaciones menores serán bien recibidas. Esta linda casa le pertenece, ¿no?
—Sí, es verdad, pero ya tengo dos grandes hipotecas sobre ella, de modo que en realidad pertenecen más al Banco que a mí —respondió Ammers, rápidamente.
—Teniendo dos hipotecas, paga usted menos impuestos. Un miembro del Partido, propietario de un casa, no es ningún pobretón. ¿Cuál es la aportación que podré asignar, a su nombre, en la lista?
Ammers parecía confuso, sin saber qué pensar. Estaba como abstraído.
—Le conviene a usted en este momento ofrecer algo —dijo Steiner animándole—. Naturalmente enviaremos la lista de nombres a Berlín. Creo que podemos atribuirle el donativo de cincuenta francos.
Ammers estaba lívido. Esperaba tener que pagar por lo menos cien francos. Sabía muy bien cuán insaciable era el partido.
—¡Está muy bien! —accedió inmediatamente—. O tal vez sesenta francos —añadió.
—Bien, entonces diremos sesenta francos. —Steiner tomó nota—. ¿Tiene algún otro nombre además de Heinz?
—Heinz Karl Goswin… Goswin con ese.
—Goswin es un nombre poco corriente.
—Sí, pero netamente alemán. De la antigua Alemania. Había un rey llamado Goswin entre los godos.
—Le creo.
Ammers puso sobre la mesa un billete de cincuenta francos y otro de diez. Steiner se guardó el dinero.
—Un recibo está fuera de toda suposición —dijo—. Ya comprende usted por qué, ¿no?
—Naturalmente. Ha de ser todo en secreto.
Ammers guiñó el ojo como entendiendo.
—Nada de broncas innecesarias en el futuro, amigo. Estarse quieto es tener ganada media batalla. No se olvide nunca de ello.
—Está bien. Sé cómo debo obrar. Aquello fue un incidente desgraciado.
Steiner recorrió alegremente las tortuosas calles, de vuelta al consultorio del doctor Beer. Sonreía satisfecho. «Cáncer en el hígado. ¡Es mucho, Kern! Qué cara va poner cuando reciba los sesenta francos obtenidos en esta expedición de castigo».