Al cabo de dos semanas, Kern fue nuevamente conducido ante el comisario. Éste le miró tristemente y exclamó:
—Tengo malas noticias para usted, Herr Kern.
Kern se preparó para recibir el golpe: «Cuatro semanas —pensó—. Espero que no sean más de cuatro semanas. Si fuera necesario, el doctor Beer conseguirá que Ruth continúe en el hospital durante este tiempo».
—La apelación en su favor al Tribunal Superior ha sido denegada. Hace ya demasiado tiempo que está en Suiza. El recurso de perentoria necesidad no es considerado legítimo. Además de ello, hay un lío con la policía, de modo que ha sido condenado a catorce días de prisión.
—¿Catorce días más?
—No, catorce días en total. Su detención previa está incluida.
Kern respiró profundamente.
—Entonces, ¿seré puesto en libertad hoy mismo?
—Sí. Más lo que tiene que hacer es no olvidar que pasó los días preso y no detenido. Es la única diferencia en el Registro de las sentencias.
—Eso lo soporto bien.
El comisario le miró.
—Hubiera sido mejor para usted que su nombre no figurase en los archivos de la policía, pero no he conseguido otro arreglo.
—¿Seré deportado hoy? —preguntó Kern.
—Sí. Será conducido a Basilea.
—¿Hacia Basilea? ¿Hacia Alemania?
Kern abarcó rápidamente la sala con mirada circular. Estaba dispuesto a huir inmediatamente. Más de una vez había oído hablar de la suerte que corrían los emigrantes que eran deportados a Alemania. La mayoría de ellos eran refugiados que venían directamente de allí.
La ventana de la comisaría estaba abierta y la sala se hallaba situada en la planta baja. Fuera, el sol brillaba. Las ramas de la hiedra oscilaban al viento y, además, se veía una valla fácil de saltar. Detrás de ella estaba la libertad. El comisario hizo un gesto negativo.
—Será usted llevado hacia Francia y no a Alemania. Basilea limita con ambas fronteras, tanto con la francesa como con la alemana.
—¿No podrían enviarme a Ginebra?
—No, desgraciadamente esto no es posible. Basilea es el sitio más próximo. Ginebra está muy lejos.
Kern se quedó callado durante algunos momentos.
—¿Está usted seguro que me mandarán a Francia?
—Desde luego.
—¿No han mandado nunca a nadie hacia Alemania, cuando le cogen sin documentos?
—Hasta ahora no. En el único sitio donde podría ocurrir sería en las ciudades fronterizas. Pero, aun así, nunca he oído decir nada de ello.
—Entonces, ¿una mujer nunca sería enviada a Alemania?
—Claro que no. Por lo menos, yo no lo haría. Pero ¿por qué pregunta usted eso?
—Por saberlo. Porque muchas veces me encontré en la carretera con mujeres que no poseían documentos. Para ellas todo es más difícil. Por eso lo pregunté.
El comisario cogió un documento de entre sus papeles y se lo enseñó a Kern.
—Aquí está su orden de deportación. ¿Cree ahora que será mandado a Francia?
—Sí, ya veo que es cierto.
El comisario dejó nuevamente el papel junto a los otros.
—Su tren sale dentro de dos horas.
—Entonces, pues, ¿no se puede hacer nada para que me envíen a Ginebra?
—Los refugiados ya nos cuestan mucho sólo en billetes de tren. Hay un reglamento severo, estipulando que sean enviados a la frontera más próxima. No puedo hacer nada para ayudarle.
—¿Y si yo pagase mi billete, podría ser entonces enviado a Ginebra?
—Sí, de esa manera sería posible. ¿Quiere hacerlo así?
—No. No tengo el suficiente dinero para ello. Simplemente, quise saberlo.
—¡No haga tantas preguntas! —exclamó el comisario—. En realidad, usted debiera pagar su billete hasta Basilea, si tiene algún dinero consigo, pero no quise preguntarle si lo tenía. —Entonces se puso de pie—. Adiós. Le deseo que sea feliz y hago votos para que se arregle bien en Francia. Deseo también que las cosas, en breve, sean diferentes para ustedes.
—Sí; eso espero yo. De lo contrario, sería mejor que uno se ahorcase inmediatamente.
Kern no encontró nueva oportunidad para comunicarse con Ruth. Beer había estado con él la víspera, diciéndole que Ruth todavía tenía que quedarse en el hospital una semana más. Resolvió escribirla inmediatamente desde la frontera francesa. Estaba seguro ahora de lo más importante. Que en ningún caso sería devuelta a Alemania y que si dispusiera de dinero para el billete podría ser enviada a Ginebra. Al cabo de las dos horas, un detective de paisano vino a buscarle. Se dirigieron a pie hasta la estación. Kern, cargado con su maleta, que el doctor Beer le había traído la víspera. Pasaron por una taberna, cuyas ventanas, que daban a la calle, estaban abiertas. Un grupo de tocadores de cítara ejecutaban un vals lento y un coro de voces masculinas cantaba; al lado de la ventana, dos cantantes, con trajes tiroleses, entonaban yodels. Entrelazaban sus brazos y se balanceaban al son de la música.
El detective se paró. Uno de los que cantaban, el tenor, dejó de cantar.
—¿Dónde te has metido, Max? —le preguntó—. Todos te estábamos esperando.
—Estoy de servicio —respondió el policía.
El cantante miró a Kern con desprecio.
—¡Diablos! ¡Entonces nuestro cuarteto de esta noche que se lo lleve el demonio!
—Nada de eso. Estaré de vuelta dentro de veinte minutos.
—¿Estás seguro?
—Sí, segurísimo.
—Muy bien. Ten en cuenta que hemos de conseguir cantar el yodel a dos voces esta noche. Ten cuidado, no te vayas a resfriar.
—No. Tendré cuidado de no enfriarme.
Continuaron andando.
—Entonces, ¿no viene hasta la frontera? —preguntó Kern después de algún tiempo.
—No. Adoptaremos un nuevo sistema con usted.
Llegaron a la estación. El detective buscó al conductor del tren.
—Aquí está el hombre —anunció, presentando a Kern. Después le entregó la orden de deportación—. ¡Buen viaje! —dijo con delicadeza mientras se marchaba.
—Acompáñeme. —El conductor llevó a Kern al vagón correo de un tren de mercancías—. Entre ahí. —La cabina contenía únicamente una banqueta de madera, debajo de la cual puso la maleta. El conductor cerró la puerta por fuera—. Le dejarán salir al llegar a Basilea.
El hombre desapareció del iluminado andén. Kern miró por la ventanilla, y cautelosamente intentó ver si conseguiría salir escurriéndose entre la misma. Pero era imposible: resultaba demasiado estrecha. Después de algunos minutos el tren comenzó a moverse. Pasó rápidamente por delante de salas de espera con sus bancos vacíos y sus luces inútiles. El jefe de la estación con su gorra encarnada, se quedó atrás, en la oscuridad. Atravesaron calles tortuosas, un punto de estacionamiento de automóviles, un pequeño café en el cual algunas personas jugaban al billar, y después la ciudad desapareció.
Kern se sentó en la banqueta, con los pies sobre la maleta, apretando las rodillas una contra otra, y mirando hacia fuera a través de la ventanilla. El viento soplaba y la noche era oscura e impenetrable y, repentinamente, el joven se sintió profundamente desgraciado.
En Basilea fue recogido por un policía y llevado a la Aduana. Le dieron de cenar, y después un inspector que vestía de paisano le llevó en un coche de línea hasta Burgfelden. Se apearon y en la más completa oscuridad pasaron por un cementerio judío. Después bordearon una fábrica de ladrillos y se desviaron de la carretera principal. Al cabo de un rato el inspector se detuvo.
—Siga por aquí. Siempre hacia adelante.
Kern siguió. Sabía muy bien dónde estaba. Encaminándose en dirección a Saint Louis. No intentaba esconderse, pues no le importaba que le prendieran inmediatamente. Se equivocó, sin embargo, de dirección, y era casi por la mañana cuando, por fin, llegó a Saint Louis. Inmediatamente fue en busca de la policía francesa y explicó que había sido depositado en la frontera de Basilea la noche anterior. Tenía que evitar ser detenido, y la única manera de conseguirlo era presentarse el mismo día de su entrada en el país a la policía o a la Aduana. De esta manera no estaba sujeto a ninguna pena y lo único que podrían hacerle era mandarle otra vez a su punto de partida. La policía le mantuvo detenido durante todo el día y por la noche le mandó al puesto fronterizo.
Allí había dos funcionarios. Uno de ellos estaba escribiendo delante de un escritorio. El otro estaba echado en un banco, al lado de la estufa. Fumaba y, de vez en cuando, miraba a Kern.
—¿Qué contiene su maleta? —preguntó, después de algún tiempo.
—Objetos de uso personal.
—Ábrala.
Kern levantó la tapa. El funcionario se levantó y se aproximó inmediatamente. Después se inclinó sobre ella con visibles señales de interés.
—¿Agua de colonia, pastillas de jabón, perfume? ¡Casi nada! ¿Ha traído estas cosas con usted desde Suiza?
—Claro.
—No pretenderá usted hacemos creer que todo ello es para su uso.
—No, lo vendía.
—En ese caso, tendrá que pagar impuesto —anunció el hombre. Vació la maleta—. En cuanto a estas menudencias —e indicó los alfileres, cordones de zapatos y demás artículos similares—, las dejaré pasar.
Kern creía que soñaba.
—¿Pagar impuesto? ¿Quieren que pague impuesto?
—¡Está claro! Usted no es diplomático, ¿verdad? ¿Tampoco supondrá que yo le quiera comprar su perfumería? ¡Trajo a Francia mercancías sujetas a impuesto! ¡Vamos, pague y no reclame!
El funcionario cogió la lista de tarifas y comenzó a examinarla.
—No tengo dinero —dijo Kern.
—¿Que no tiene dinero? —El carabinero metió las manos en los bolsillos del pantalón y flexionó las rodillas—. Entonces todas sus mercancías serán confiscadas.
Kern continuaba agachado en el suelo, sin soltar su maleta.
—Yo no entré en Francia por mi propia voluntad.
En seguida que llegué me he presentado a la policía para poder volver a Suiza. ¡No tengo, pues, que pagar ningún impuesto!
—¡Caramba! ¿Es que quiere enseñarme cuál es mi obligación?
—Deje al chico tranquilo, François —dijo el funcionario que estaba escribiendo.
—¡Ni pensarlo! ¡Un alemán que pretende entender de todo! ¡Es como los demás! ¡Venga, deme ya los frascos!
En aquel momento un tercer funcionario entró. Kern comprendió en seguida que era de categoría superior a los otros dos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, secamente. El carabinero explicó lo que ocurría. El inspector examinó a Kern.
—¿Se presentó usted inmediatamente a la policía? —le preguntó.
—Sí, señor.
—¿Y quiere volver a Suiza?
—Sí, señor. Por eso estoy aquí.
El inspector se quedó pensando un momento.
—Entonces no es culpa suya —dijo por fin—. No se trata de un contrabandista. Él mismo es el que ha sido enviado aquí de contrabando. Mándelo de vuelta y acabe el asunto.
Así diciendo dio media vuelta y se fue.
—Escucha, François —dijo el funcionario que escribía—. ¿Por qué te excitas tanto? Lo único que consigues es dañar tu presión arterial.
François no respondió. Miró a Kern, furioso, el cual soportó la mirada. De pronto se le ocurrió pensar que había hablado el francés y que había entendido lo que habían dicho en aquel idioma y en su fuero interno bendijo al profesor de la prisión de Viena.
A la mañana siguiente ya estaba de nuevo en Basilea. Decidió mudar de táctica y no dirigirse inmediatamente a la policía. No le podía pasar mucho por estar todo el día en Basilea y presentarse por la noche a la policía. Para esta población tenía además en su poder la lista de direcciones de Binder, Basilea estaba realmente más superpoblada de emigrantes que cualquier otra ciudad de Suiza. Sin embargo, Kern estaba resuelto a conseguir dinero de cualquier forma. Comenzó por los pastores protestantes. Era casi seguro que no le denunciarían. El primero al que visitó le puso inmediatamente en la calle. Continuó trabajando y la suerte le acompañó. Por la tarde ya tenía diecisiete francos. Hizo un esfuerzo supremo para librarse de los últimos frascos de agua de colonia y jabón para el caso de que se encontrase nuevamente con el tal François. Resultaba difícil, mientras sólo se los ofreciera al clero. Quizá pudiera tener más suerte si se dirigía a las otras direcciones. Durante la tarde reunió veintiocho francos. Entró en una iglesia católica. Estaba abierta y era el sitio más seguro para reposar. Hacía dos noches que no dormía, pasándolas al relente.
La iglesia estaba sumida en la penumbra y vacía. Olía a cirios y a incienso. Kern se sentó en uno de los bancos y escribió una carta al doctor Beer, incluyendo otra para Ruth y algún dinero. Después cerró el sobre y se lo metió en el bolsillo. Se sentía horriblemente fatigado. Lentamente se fue escurriendo hacia delante y apoyó la cabeza en el respaldo del banco anterior. Quería simplemente descansar unos momentos, pero se durmió. Cuando despertó, no tenía noción de dónde se hallaba. Guiñó los ojos a la luz rojiza y débil de la lamparita del Sagrario, y gradualmente fue dándose cuenta de dónde estaba. El ruido de pasos le hizo despertarse del todo. Un sacerdote con sotana negra descendía lentamente a la nave. Se detuvo al lado de Kern, y le miró. Kern, prudentemente, unió las manos, como si orase.
—Ya me marchaba —respondió Kern.
—Le he visto desde la sacristía. Hace dos horas que está aquí. ¿Rezaba por alguna gracia particular?
—Sí —respondió Kern un poco sorprendido, pero recobrándose rápidamente.
—¿Usted no vive aquí?
El Padre lanzó una mirada a la maleta de Kern.
—No. —Kern se le quedó mirando. La apariencia del Padre le inspiraba confianza—. Soy un refugiado. Esta noche debo atravesar la frontera. En la maleta traigo algunos objetos para vender.
Todavía le quedaba un frasco de colonia que no había vendido por la tarde y de pronto se sintió poseído de la fantástica idea de vendérselo a aquel sacerdote en la misma iglesia. Tema pocas probabilidades de éxito, pero estaba acostumbrado a sucesos insólitos.
—Agua de colonia —dijo—, muy buena y barata. Es la última que me queda.
Y se dispuso a abrir la maleta. El Padre le detuvo.
—Deje, creo lo que me dice. No vamos a imitar a los mercaderes del templo. Lo que me gusta es que haya estado orando tanto tiempo. Venga conmigo a la sacristía. Tenemos aquí una pequeña cantidad para socorrer a los fieles necesitados.
Kern recibió diez francos. Se sintió algo avergonzado, pero no por mucho tiempo. Aquel billete significaba, por lo menos, una parte del camino hasta París, para él y para Ruth. «Mi poca suerte parece que ha cesado aquí», pensó. Volvió a la nave de la iglesia y esta vez oró de verdad. No sabía propiamente a quién: era protestante, su padre judío y estaba arrodillado en una iglesia católica, pero pensó que su oración encontraría, con seguridad, quien la oyese.
Aquella noche tomó el tren para Ginebra. Pensó que, tal vez, Ruth hubiera sido dada de alta antes de lo que pensaban. Llegó por la mañana, dejó la maleta en la estación y se dirigió a la policía. Explicó a un funcionario que acababa de ser deportado de Francia. Como tenía en su poder la orden de deportación de unos días antes, le creyeron.
Le detuvieron durante el día y por la noche le pusieron en la frontera en dirección a Coligny.
Kern se presentó inmediatamente en la Aduana francesa.
—Entre ahí —le dijo un empleado soñoliento—. Ya hay otros dentro. Les mandaremos a la frontera alrededor de las cuatro de la madrugada.
Kern entró en la sala que le habían indicado.
—¡Vogt! —exclamó admirado—. ¡Usted aquí!
Vogt se encogió de hombros.
—Todavía estoy esperando que me manden hacia la frontera suiza.
—¿Desde aquel día? ¿Desde que le llevaron a la estación, en Lucerna?
—Desde entonces. —Vogt parecía enfermo. Estaba delgado y tenía la piel apergaminada—. He tenido poca suerte —dijo—. No consigo que me manden a la cárcel. Las noches ya están siendo demasiado frías, y no voy a poder aguantar así mucho tiempo.
Kern se sentó a su lado.
—Sin embargo, yo estuve preso —le dijo— y estoy contento de estar ahora en libertad. Así es la vida.
Un policía les trajo pan y vino tinto. Comieron y se durmieron inmediatamente sobre el banco. Fueron despertados a las cuatro de la mañana y llevados a la frontera. Todavía estaba bastante oscuro.
Los campos cultivados relucían pálidamente a un lado y otro de la carretera. Vogt tiritaba de frío. Kern se quitó su jersey.
—Tome, póngaselo. Yo no tengo frío.
—¿De verdad?
—Sí, hombre, sí.
—Usted es joven —le dijo Vogt—. Ésa es la razón.
Se lo puso.
—Dentro de pocas horas el sol aparecerá.
Un poco antes de entrar en Ginebra se separarían. Vogt intentaba internarse más hacia dentro de Suiza, camino de Lausanne. Sabía que mientras se mantuviese en las cercanías de la frontera, al detenerle se conformarían con volverle a hacer cruzar la línea sin que jamás pudiese contar con que le encarcelasen de nuevo.
—Quédese con el suéter —le dijo Kern.
—De ninguna manera. Una cosa así cuesta una fortuna.
—Tengo otro. Me lo regaló un compañero de prisión en Viena. Lo tengo en mi maleta en la consigna de equipajes de la estación de Ginebra.
—¿De verdad?
—Claro. Es un suéter azul con una raya roja. ¿Me cree ahora?
Vogt sonrió. Sacó un libro del bolsillo.
—Tome esto a cambio.
Eran las poesías de Hölderlin.
—¡No puedo aceptarlo; sé lo doloroso que debe ser para usted! —le dijo Kern.
—No crea. Ya me sé casi todas las poesías da memoria.
Kern se encaminó hacia Ginebra. Durante dos horas durmió en una iglesia y al mediodía estaba parado delante del Correo Central. Sabía que Ruth no podía estar allí tan pronto, pero, a pesar de ello, esperó dos horas. Después consultó la lista de direcciones de Binder. Una vez más, la suerte le favorecía. Por la tarda había juntado diecisiete francos, después de lo cual se dirigió a la policía.
Era un sábado y la noche no era nada tranquila. A las once fueron llevados a la comisaria dos borrachos perdidos. Vomitaron en seguida por la sala y se pusieron a cantar. A la una ya había cinco. A las dos trajeron a Vogt.
—Que mal huele esto —dijo con aire resignado—. Pero no importa mientras estemos juntos.
Al cabo de una hora fueron conducidos a la frontera. La noche era muy fría. Las estrellas brillaban lejanas. La luna relucía como si fuera de metal dorado. El policía se detuvo.
—Echen a andar hacia la derecha y después…
—Lo sé —interrumpió Kern—. Conozco bien esta carretera.
—¡Entonces, buena suerte!
Atravesaron el estrecho pedazo de tierra de nadie entre una frontera y otra.
Al contrario de lo que esperaban, no fueron devueltos aquella misma noche, sino conducidos a la prefectura.
Allí tomaron algunas notas y les dieron alimentos. A la noche siguiente les deportaron nuevamente.
El día estaba nublado y con viento. Vogt se sentía exhausto. Hablaba poco y parecía perder la vitalidad lentamente. Al borde de un camino próximo a la frontera descubrieron un montón de heno. Se acostaron allí y Vogt durmió como un tronco hasta el amanecer.
Despertó cuando el sol salía. Pero no se movió en absoluto. Unicamente abrió los ojos. Para Kern, la visión de aquel cuerpo delgado e inmóvil envuelto en un abrigo raído, aquel pedazo de humanidad, con sus grandes y tranquilos ojos bien abiertos, tenía algo de desconcertante.
Estaban en una suave elevación del terreno desde la cual podían mirar hacia la ciudad y hacia el lago Lemán, bañados por la luz del amanecer. El humo de las chimeneas de las casas subía por el aire claro, evocando imágenes de calor, seguridad, camas y comida. El sol relucía en la superficie brillante del lago. Vogt miraba silenciosamente la fina niebla que era absorbida poco a poco por el mortecino sol, y la albura del Montblanc, que emergía dulcemente entre los jirones de nubes, luciendo como los muros fantásticos de una celeste Jerusalén.
Alrededor de las nueve se pusieron en camino. Se dirigieron a Ginebra, tomando la carretera que rodeaba el lago. Después de un momento, Vogt se paró.
—¡Mire aquello! —exclamó.
—¿El qué?
Vogt le enseñó una construcción que semejaba un palacio, que aparecía delante de ellos en medio de un gran parque. El vasto edificio brillaba bajo el sol como una fortaleza de seguridad y de vida ordenada. El magnífico parque resplandecía con su follaje de otoño, rojo y dorado. Muchos automóviles se estacionaban en el patio de entrada, y una multitud de personas bien vestidas andaban de aquí para allá.
—¡Maravilloso! —exclamó Kern—. Ni que viviera allí el emperador de Suiza.
—Entonces, ¿no sabe usted lo que es?
Kern movió la cabeza negativamente.
—Es el palacio de la Sociedad de Naciones —dijo Vogt con voz impregnada de tristeza e ironía.
Kern se le quedó mirando, sorprendido. Vogt movió la cabeza.
—En este lugar se está debatiendo nuestro destino, desde hace años. Si nos proveerán de documentos de identidad y si todavía volveremos o no a tener personalidad.
Un «Cadillac» abierto salió de la hilera de coches y se dirigió hacia fuera. Varios muchachos elegantes iban en él, y entre ellos se acomodaba una muchacha enfundada en un abrigo de pieles. Ella rió, y dirigiéndose en voz alta a los ocupantes de un segundo coche, convino un almuerzo al borde del lago.
—¿Comprende? —dijo Vogt—. ¿Comprende por qué el asunto es tan lento?
—Sí —contestó Kern.
—Sin esperanzas, ¿no le parece?
Kern se encogió de hombros.
—No creo a esta gente capaz de tener prisa.
Un portero se les aproximó y, examinándolos desconfiadamente, dijo:
—¿Buscan a alguien?
Kern movió la cabeza.
—Entonces, ¿qué es lo que quieren? —insistió el portero. Vogt miró a Kern con un destello irónico en los ojos.
—Nada —dijo al portero—. Simplemente, somos turistas. Peregrinos de la Tierra de Dios.
—En ese caso, es mejor que se aparte de aquí —respondió el portero, pensando en anarquistas y en atentados.
—Es verdad —dijo Vogt—. Probablemente es lo mejor.
Caminaron a lo largo de la Rué du Mont Blanc mirando los escaparates de las tiendas. Vogt se paró delante de una joyería.
—Vamos a separarnos.
—¿Hacia dónde va usted ahora? —le preguntó Kern.
—No muy lejos. Voy a entrar en esa tienda.
Kern no comprendió. Miró a través del escaparate la exposición de diamantes, rubíes y esmeraldas colocados sobre un terciopelo gris.
—No creo que tenga suerte. Todo el mundo sabe que los joyeros tienen el corazón duro; quizá porque lidian siempre con piedras… nunca dan nada.
—No espero que me den nada. Pretendo únicamente robar algo.
—¿Cómo? —Kern le miró dudando—. ¿Habla en serio? En el estado en que se encuentra no podría huir.
—Ya lo sé, por eso es por lo que intento robar.
—No le comprendo —respondió Kern.
—He pensado mucho sobre ello y es la única probabilidad que tengo de pasar el invierno. Con seguridad que me condenarán a algunos meses. No tengo otra solución: me encuentro agotado y algunas semanas más de fronteras acabarían conmigo. No tengo otra salida.
—Pero… —continuó Kern.
—Sé todo lo que usted me va a decir —y la cabeza de Vogt, como si los hilos que la sujetaban se hubiesen quebrado de pronto, cayó inanimada—. No puedo continuar así por más tiempo —murmuró—. Adiós.
Kern vio que sería inútil decir nada más. Apretó la mano fláccida de Vogt.
—Espero que pronto se repondrá.
—Sí. Tengo esa esperanza. La prisión aquí es buena.
Vogt esperó que Kern se alejase un poco y después entró en la tienda. Kern se quedó en la esquina vigilándole, simulando que esperaba un autobús. Vio a un muchacho salir corriendo de ella y volver acompañado de un policía. «Hago votos porque encuentre ahora un poco de paz», pensó mientras continuaba su camino.
A poca distancia de Viena, Steiner encontró quien le llevase gratis hasta la frontera. No quería arriesgarse a exhibir su pasaporte a los funcionarios de la Aduana austríaca. Por eso salió del coche antes de llegar a la frontera, haciendo el resto del camino a pie. A las diez de la noche se presentó en la Aduana declarando que acababa de ser expulsado de Suiza.
—Está bien —dijo un viejo funcionario, con barba a lo Francisco José—. Estamos habituados a ello. Mañana temprano le mandaremos de vuelta. Siéntese por ahí; donde pueda.
Steiner se sentó en la parte de fuera de la Aduana y se puso a fumar. El sitio era tranquilo, el empleado de guardia paseaba de una parte a otra, pues casi no pasaba ningún coche. Al cabo de una hora el hombre de la barba se le acercó.
—Dígame una cosa. ¿Es usted austríaco?
Steiner se alarmó. Había escondido su pasaporte bajo el forro del sombrero.
—¿Por qué me lo pregunta? —preguntó, aparentemente despreocupado—. Si fuese austríaco, no sería refugiado, ¿no le parece?
El funcionario se dio con la palma de la mano en la cabeza tan bruscamente, que su plateada barba tembló.
—¡Está claro, está claro! Hay cosas que olvida uno. Se lo pregunté porque, si fuese usted austríaco, sabría, con seguridad, jugar a tarotsa.
—A pesar de no serlo, juego a ello. Aprendí cuando era muchacho, durante la guerra. Formé parte, durante bastante tiempo, de una división austríaca.
—¡Eso es magnífico! —Y el sosias de Francisco José dio unas palmadas en el hombro de Steiner—. ¡Es usted casi austríaco! Entonces, ¿quiere jugar con nosotros? Necesitamos un compañero más.
Entraron. Una hora después Steiner les había ganado ya 7 chelines. No jugaba, sin embargo, de la manera que le había enseñado su amigo Fred, el estafador. Jugaba honestamente, pero le bastaba tener cartas razonables para ganar a los funcionarios de la Aduana.
A las once comieron todos juntos. Los funcionarios le informaron de que aquello era su comida fuerte. Estarían de servicio hasta las ocho de la mañana.
La comida fue abundante y buena. Después continuaron jugando.
Steiner tuvo una buena mano. Los funcionarios austríacos jugaban contra él con un coraje desesperado. Alrededor de las dos ya se llamaban por su nombre de pila. A las tres se trataban de tú. A eso de las cuatro se conocían tan bien, que frases como «¡majadero!, ¡esbirro del diablo!, ¡asno!», ya no valían como insultos y sí como expresiones espontáneas de admiración y afecto.
A las cinco, el carabinero de guardia entró.
—Muchachos, ya es hora de que llevemos a Joseph, para que atraviese la frontera.
Hubo un silencio general. Todos los ojos se volvieron hacia el dinero que estaba delante de Steiner.
El primero en hablar fue el emperador Francisco José.
—Lo que ha sido ganado, ha sido ganado —dijo, resignado—. Nos ha desplumado honestamente, y ahora tiene que desaparecer como una golondrina en otoño.
—He tenido buenas cartas —repitió Steiner—. Estupendas cartas.
—Eso es precisamente lo malo —dijo el emperador Francisco José con voz melancólica—. Mañana, quizá seamos nosotros los que tengamos buenas cartas. Pero entonces ya no estarás aquí. Este mundo es injusto.
—Es verdad. Pero, hermano, ¿dónde has visto hoy día que exista la justicia?
—La justicia entre los jugadores de cartas consiste en que el que está ganando dé desquite a los que pierden. Si continúa ganando, ya no se puede hacer nada. Pero así… —Y el emperador Francisco José levantó las manos al cielo desesperado—. Hay una cosa que no me agrada en esto.
—Pero, hijos, si eso es lo que os incomoda, ponedme ahora en la frontera y mañana por la noche los suizos me volverán a mandar aquí. Entonces os podré proporcionar el desquite.
El emperador Francisco José palmoteo ruidosamente.
—¡Así se hace! —gritó, aliviado—. Nosotros no podíamos proponértelo porque somos funcionarios del Estado. Podemos jugar a las cartas contigo, porque no hay nada que nos lo prohíba, pero no podemos pedirte que vuelvas a pasar la frontera. Si tú vienes por propia voluntad, ya es otra cosa.
—¡Volveré! —prometió Steiner—. Mañana contad conmigo.
En la frontera suiza se presentó a la Aduana, diciendo que le gustaría volver aquella noche a Austria. No le llevaron a la policía; le detuvieron allí mismo, porque era domingo. Al lado mismo del edificio había una pequeña taberna, con mucho movimiento durante el día, pero a las ocho se tranquilizó. Algunos funcionarios de la Aduana, aprovechando la fiesta, se reunieron en la sala principal. Conversaron al principio con los amigos y después se pusieron a jugar al jass.
Antes de que Steiner se hubiera podido dar cuenta se hallaba sentado con ellos. Los suizos eran magníficos jugadores; tenían nervios de acero y mucha suerte. Alrededor de las diez ya le habían ganado ocho francos. Hacia medianoche había conseguido recuperar cinco; pero a las dos, cuando cerraban la taberna, había perdido trece francos, en total.
Los suizos le ofrecieron unas copas de coñac, que guardó en una botellita. La noche era fría y tendría que atravesar a nado el Rin.
Lejos, al otro lado, una forma oscura se recortaba contra el cielo: era el emperador Francisco José. La luna le quedaba por detrás de la espalda, como una aureola. Steiner se secó. Castañeteaba los dientes de frío. Bebió el resto del coñac que le habían dado los suizos y se vistió. Después se aproximó a la figura solitaria.
—¿Cómo has tardado tanto? —dijo, al saludarlo, Francisco José—. ¡Estoy esperándote hace una hora! Temía que te hubieses perdido y por ello me quedé aquí aguardando.
Steiner se rió.
—Los suizos me detuvieron.
—Bien, entonces vamos de prisa. Sólo nos quedan dos horas y media.
La batalla comenzó inmediatamente, pero a las cinco todavía no estaba decidida. Los austríacos tenían buenas cartas. El emperador Francisco José echó una sobre la mesa.
—¡Vaya suerte a última hora! —Se puso la guerrera y se ajustó el cinturón que sujetaba el sable—. Anda, compañero. No podemos continuar. El deber es el deber. Tenemos que volverte a llevar a la frontera.
Él y Steiner se encaminaron hacia ella. Francisco José fumaba un perfumado cigarrillo egipcio.
—Sabes —le dijo, después de algún tiempo— que tengo la impresión de que los suizos habrán reforzado la guardia esta noche. Esperan que vuelvas hoy, ¿no te parece?
—Es probable —respondió Steiner.
—Tal vez sea más prudente que te mandemos de vuelta mañana por la noche. Pensarán entonces que te has quedado preso aquí y la vigilancia será menor.
—Es razonable.
Francisco José se paró.
—¡Mira allí! He visto brillar una cosa. Debe ser una linterna. Ahora está al otro lado. ¿La has visto?
—Sí. Ya lo creo —exclamó Steiner. No había visto nada, pero se daba cuenta de los trucos del viejo.
Francisco José se rascó la barba. Después guiñó los ojos astutamente a Steiner.
—Creo que no te va a ser posible atravesar. Ya lo veo. ¿No lo crees así? Tenemos que volvernos, compañero. Lo siento mucho, pero la frontera está vigiladísima. No podemos hacer nada, sino esperar hasta mañana. Haré un informe sobre ello.
—Muy bien.
Jugaron hasta las ocho de la mañana. Steiner perdió diecisiete chelines. Pero todavía tenía veintidós de las ganancias de la víspera. Francisco José escribió su informe y entregó a Steiner al funcionario que lo sustituía. Los encargados del servicio de día eran mucho más formulistas y exigentes. Llevaron a Steiner a la policía, en donde durmió todo el día. Puntualmente, a las ocho, el emperador Francisco José apareció para llevárselo triunfalmente a la Aduana. Allí hicieron una breve, pero no obstante, alegre comida. Después recomenzó la batalla. De dos en dos horas, cada funcionario era sustituido por el que salía de guardia. Steiner continuó jugando hasta las cinco de la madrugada. A las doce y quince el emperador Francisco José, de tan excitado como estaba en el juego, se quemó la parte superior de la barba; creía tener un cigarrillo en la boca, quiso encenderlo y se acercó la cerilla a la misma. Era alucinación, porque ya hacía una hora que sólo recibía cartas malísimas. Veía puntos negros en donde no los había.
Steiner deshizo completamente la fuerza aduanera. Causó especial daño entre las tres y las cinco. En su desesperación, Francisco José fue a buscar refuerzos. Telefoneó al campeón de tarotsa, de Buchs, que vino rápido como el viento en su motocicleta. Pero ni eso sirvió para cambiar las cosas. Steiner los desplumó a todos. Por primera vez desde que Steiner tenía uso de razón, la Fortuna se ponía al lado de los necesitados. Steiner recibía tales jugadas que sólo sentía una cosa: no estar jugando con millonarios.
A las cinco se jugó la última vuelta. Después se guardaron las cartas.
Steiner había ganado ciento seis chelines.
El campeón de Buchs, sin despedirse siquiera, se marchó, en su motocicleta, tan rápido como vino. Steiner y el emperador Francisco José se dirigieron a la frontera.
El emperador le indicó un camino diferente al que le había mostrado las noches anteriores.
—Coge ese camino —dijo—. Sigue siempre por él y estáte escondido durante toda la mañana. Por la tarde, vete a la estación. Ahora ya tienes dinero bastante, y no me aparezcas más por aquí, ¡so salteador!, —añadió fingiendo rencor—. ¡De lo contrario tendremos que pedir aumento de sueldo!
—Está bien —respondió Steiner—. Algún día os daré el desquite.
—Pero no al tarotsa. Ya tengo buena experiencia en ese juego. Si quieres puede ser al jass u otro juego cualquiera.
Steiner atravesó la frontera. Pensó si debería acercarse a la Aduana, pero después temió que no le saliera bien. Resolvió, entonces, tomar un tren para Murten, y buscar a Kern. Estaba en el camino de París y no representaba mucha distancia.
Kern se dirigió lentamente hacia el Correo Central. Estaba agotado. Casi no había dormido durante las últimas tres noches. Ruth ya debía estar allí hacía tres días. Durante todo este tiempo no tuvo noticias de ella. No obstante, procuraba tranquilizarse con mil suposiciones. Pero ahora, de repente, le parecía que Ruth no habría de llegar nunca. Se sentía extrañamente desfallecido. El ruido de la calle penetraba a través de su mente como si viniera de una gran distancia, y andaba igual que si fuera un autómata, adelantando maquinalmente un pie después de otro.
Tardó algún tiempo en darse cuenta de que se veía un abrigo azul. Se paró. «Es cualquier abrigo azul —pensó—. Se trata de alguno de los cientos de abrigos azules que me andan enloqueciendo toda la semana». Desvió la mirada, pero después volvió a fijarla nuevamente. Algunos carteros y una mujer gorda, cargada de paquetes, le privaban la vista. Contuvo la respiración y notó que estaba temblando. El abrigo azul empezó a bailar delante de sus ojos entre caras rojas, sombreros, bicicletas, paquetes y gentes que constantemente le obstruía el camino. Echó a andar cautelosamente, como si avanzase sobre la cuerda floja y tuviera miedo a caerse de un momento a otro, incluso cuando Ruth se volvió y pudo verle el rostro, supuso que todavía era víctima de una fantasía diabólica de su imaginación. Sólo después que el rostro de ella se iluminó, fue corriendo a abrazarla.
—¡Ruth! ¡Ruth querida! ¡Cuánto deseaba este momento!
La apretó entre sus brazos y notó cómo ella se aferraba a él. Se quedaron así, abrazados estrechamente, como si estuvieran en la cima de una montaña y la tormenta los impeliese hacia el abismo. Estaban parados, en medio de la puerta del Correo Central, en Ginebra, a la hora en que la aglomeración era mayor, y la gente pasaba fijándose en ellos, volvían la cara y se reían… Ellos, sin embargo, no percibían nada. Estaban solos. Unicamente cuando apareció un uniforme en el campo visual de Kern, fue cuando éste recuperó rápidamente los sentidos y soltó a Ruth.
—Vamos, de prisa —murmuró—. Entremos en Correos, antes de que pase cualquier cosa.
Rápidamente desaparecieron entre la multitud.
—¡Ven por aquí!
Se pusieron en una cola de gente que esperaba delante de una ventanilla de sellos.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó Kern.
El edificio de Correos nunca le había parecido tan magnífico como en aquella ocasión.
—Esta mañana.
—¿Te han llevado primero a Basilea o has venido directamente aquí?
—No. En Murten me dieron un permiso de estancia para tres días. De modo que he venido aquí en tren.
—¡Maravilloso! ¡Hasta permiso de estancia! En ese caso, no tienes que tener ningún recelo. ¡Yo suponía que estabas sola en la frontera! Estás más delgada, Ruth.
—Estoy ya restablecida. ¿Me encuentras muy fea?
—No. Mucho más guapa. Cada vez que te veo, estás más bonita. ¿Tienes hambre, bien mío?
—Sí —le contestó—. Estoy ansiosa de todo lo que se refiera a ti… De verte, de andar contigo por la calle, de respirar el mismo aire que tú, de hablarte…
—Entonces vamos a comer inmediatamente. Conozco un pequeño restaurante donde sirven pescado fresco de lago. Exactamente como en Lucerna. —Kern estaba radiante—. ¡Existen tantos lagos en Suiza! ¿Dónde dejaste tu equipaje?
—En la estación, pues, a pesar de todo, ya estoy experimentada en el oficio de vagabundear…
—Sí. Estoy orgulloso de ti, Ruth; has llegado a hacer tu primer paso de frontera ilegal, lo cual es casi un diploma. ¿Tienes miedo?
—Ninguno.
—Además, no tienes por qué tenerlo. Conozco esta frontera como la palma de la mano. Sé todo lo que con ella se relaciona. Anteayer compré los billetes en Francia y lo tengo todo dispuesto. También conozco muy bien la estación. Nos quedaremos en una pequeña posada, en la que no hay peligro alguno quedándonos allí hasta el preciso momento de ir a coger el tren.
—Entonces, ¿has comprado los billetes? ¿Cómo conseguiste el dinero? ¡Me has mandado tanto!
—En mi desesperación recurrí al clero suizo. Saqueé de Basilea a Ginebra como un gángster. No tendré valor para que me vuelvan a ver allí, por lo menos en seis meses.
Ruth rió.
—También yo tengo dinero. El doctor Beer me consiguió algo del Socorro a los Refugiados.
Estaban muy juntos el uno al otro siguiendo lentamente la cola. Kern apretaba con firmeza la mano de Ruth. Conversaban en voz baja, demostrando la mayor indiferencia que podían.
—Me parece que en esta ocasión tenemos mucha suerte —dijo Kern—. ¡Vienes no sólo con una autorización legal, sino que traes hasta dinero! ¿Cuál fue la causa de que no me escribieras? ¿No te han dejado?
—Tenía miedo. Pensé que te podían prender si lo veían recogiendo cartas. Beer me contó lo que te había ocurrido con Ammers, y encontró más prudente, también, que no lo hiciera. Te escribí innumerables cartas, Ludwig. Escribía constantemente sin papel ni lápiz. ¿A que tú también conoces esa manera de escribir?
Ella le miró. Kern le apretó la mano.
—Ya lo creo que la conozco. ¿Has alquilado habitación en alguna parte?
—No. He venido de la estación directamente aquí. ¿No te he dicho que estoy parada desde las nueve de la mañana delante de Correos? Pensé que podría alquilar un cuarto en la misma pensión donde tú estés. ¿No te parece mejor así?
—Sí, únicamente… —Kern dudó un momento—. Mira, en estos últimos días me he convertido en una especie de murciélago. No quería arriesgarme, así que he utilizado las pensiones del Estado. —Observó la expresión de Ruth—. No, no, no es la cárcel. Se trata de la Aduana. Allí se puede dormir toda la noche y estar caliente, que es lo principal. Todas las Aduanas están estupendamente caldeadas en invierno. Pero no sirven para ti, tú tienes licencia para residir… Podríamos echar una cana al aire y alquilar una habitación para ti en el «Gran Hotel Bellevue». En él se hospedan los representantes de la Sociedad de Naciones, ministros y otras inutilidades.
—De ninguna manera. Quiero estar contigo. Si crees que es peligroso nos podemos marchar esta misma noche.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó el empleado, que estaba en la ventanilla, impacientemente. Habían llegado allí sin darse cuenta.
—Un sello de diez céntimos —contestó Kern recobrándose rápidamente.
El hombre se lo dio. Kern pagó y se dirigieron a la salida.
—¿Qué piensas hacer con el sello? —le preguntó Ruth.
—No sé. Lo compré al azar. Reacciono automáticamente cuando veo un uniforme. —Los Saltos del Diablo, en el Gothard. Podría escribir una carta anónima y llena de insultos dirigida a Ammers.
—¿Ammers? —le dijo Ruth—. ¿Sabes que está tratándose con el doctor Beer?
—¿Cómo? ¿De verdad? —Kern le miró estupefacto—. Si me dices que está tratándose del hígado saltaré de alegría.
Ruth se echó a reír. Se reía tanto, que parecía balancearse como un trigal azotado por el viento.
—¡Sí, eso mismo! Por eso tuvo que ir al doctor Beer, porque es el único especialista en Murten. Figúrate cuál habrá sido el temor de Ammers, que le haya impulsado a ir a un médico judío.
—¡Dios mío! ¡Es el momento más feliz de mi vida! Steiner me dijo una vez que la cosa más difícil de conseguir en la vida eran el amor y la venganza al mismo tiempo. ¡Aquí estoy yo, en las escaleras del Correo Central de Ginebra, gozando de ambas cosas! Tal vez en este momento, Binding esté en una prisión o con una pierna partida.
—O tal vez alguien le haya robado el dinero.
—Eso sería mejor. Tienes unas ideas estupendas, Ruth.
Bajaron las escaleras.
—Estamos más seguros donde haya mucha gente —decía Kern—. Entre la multitud no nos puede pasar nada.
—¿Vamos a atravesar la frontera esta noche? —preguntó Ruth.
—No. Necesitas reposar y dormir algo. La caminata es larga.
—¿Y tú? También necesitarás dormir. A fin de cuentas podríamos ir a alguna de las pensiones indicadas en la lista de Binder. Supongo que no será muy peligroso.
—No lo sé. Espero que no. Tan cerca de la frontera como estamos no creo que nos pueda pasar nada. Ya he ido y he vuelto varias veces. Lo más que podrán hacemos es llevamos a las autoridades fronterizas y, aunque sea un poco más peligroso, creo que no me decidiría, de ninguna manera, a marcharme esta noche. A mediodía, en medio de la multitud, puede uno tomar una resolución y sostenerla firmemente. Pero por la noche, cuando oscurece, todo es diferente. Además, cada minuto que pasa hace la aventura más y más insegura. Tú estás aquí nuevamente. ¿Cómo seria posible que, estando a tu lado, alguien se marchase por su libre y espontánea voluntad?
—Tampoco podría quedarme aquí sola sin ti —respondió Ruth.