CAPÍTULO XIV

Precisamente al echar Kern al aire su última cerilla, una pesada mano le cayó sobre el hombro.

—¿Qué hace usted aquí?

Kern, sobresaltado, al volverse descubrió un uniforme.

—Nada —dijo confuso—. Perdone. Un entretenimiento tonto, nada más.

El guardia le examinó detenidamente. No era el que le había prendido en casa de Ammers. Kern miró ansiosamente hacia la ventana. No le gustaba pensar que Ruth se diese cuenta. Con seguridad ella no había notado nada. La noche era muy oscura.

—Verdaderamente, le pido perdón —dijo rápidamente intentando sonreír—. Era simplemente una distracción. Como usted puede ver, no hago mal a nadie; no hago más que gastar algunas cerillas. Estaba intentando encender un pitillo y no quería prender; entonces encendí media docena de ellas y por poco me quemo los dedos.

Se rió, movió las manos e intentó marcharse. Sin embargo, el guardia le sujetó.

—Un momento. Usted no es suizo, ¿verdad?

—¿Por qué lo dice?

—Por su acento. ¿Por qué miente?

—No miento —respondió Kern algo nervioso—. Simplemente estaba intentando saber el porqué de su pregunta.

El guardia le miró receloso.

—Tal vez debamos… —murmuró, y enfocó la luz de su linterna sobre el muchacho—. Escuche —dijo de repente; su voz tenía un timbre diferente—. ¿Conoce usted a Herr Ammers?

—Nunca he oído hablar de él —respondió Kern con toda la calma que fue capaz de demostrar.

—¿Dónde vive?

—He llegado esta mañana. Estaba precisamente buscando un sitio donde hospedarme ¿Puede usted recomendarme alguno? Que no sea muy caro, ¿sabe?

—Primero véngase conmigo. Hay una denuncia de Herr Ammers contra un sujeto cuyas señas coinciden con las de usted.

Kern le acompañó. Se maldecía por no haber estado más alerta. El guardia debía haberse aproximado sin que le oyese, porque con seguridad usaba suelas de goma. Durante una semana todo había salido bien, y ahora, casi seguro que todo se echaría a perder. Andaba pensando en huir. Subrepticiamente, miraba a su alrededor, buscando una oportunidad para escaparse; sin embargo, el camino era muy corto y en pocos minutos llegaron a la comisaria.

El guardia que le había dejado escapar estaba allí, sentado delante de una mesa, escribiendo. Kern se animó.

—¿Es éste el hombre? —preguntó el policía que le había aprendido.

El otro echó una mirada a Kern.

—Tal vez. No puedo decirlo con seguridad. Estaba muy oscuro.

—Llamaré a Ammers. Con seguridad que él lo reconocerá.

Así diciendo salió. El primer policía se dirigió a Kern.

—¡Eh! Me parece, pequeño, que esta vez va mal servido. Ahora las cosas se ponen mal. Ammers presentó una denuncia.

—Entonces, ¿no me podré escapar? —preguntó Kern, rápidamente—. Usted sabe que…

—¡No piense en ello! La única salida es por el vestíbulo y allí está su amigo telefoneando. No. Ahora no puede usted huir. Ha caído en manos del peor sujeto de nuestra policía: un individuo que hace méritos porque quiere ascender.

—¡Menuda desgracia!

—Especialmente si intenta usted huir. Conozco a Ammers y sé que está rondando por aquí.

—¡Maldición! —exclamó Kern, dando un paso hacia atrás.

—Supongo que le condenarán a dos semanas —hizo notar el policía.

Pocos minutos después, Ammers entró en la habitación. Venía tan de prisa que respiraba mal y estaba sofocado.

—¡Naturalmente! —gritó—. ¡Éste es el hombre! ¡Es el mismo majadero!

Kern se le quedó mirando.

—Esta vez no ha conseguido escaparse de las manos de la policía, ¿eh? —le dijo Ammers.

—No, esta vez no ha podido —aseveró el policía.

—Los molinos de los dioses muelen despacio —declaró pomposamente Ammers—, pero muelen harinas especiales. El cántaro que va mucho a la fuente por fin se rompe.

—¿Sabe usted que tiene un cáncer en el hígado? —le interrumpió Kern. Mal sabía lo que estaba diciendo, ni hasta qué punto podría herir al otro. Repentinamente había enloquecido de odio y sin pensar en lo que decía ni haber llegado a comprender realmente la magnitud de la propia desgracia, concentraba sus pensamientos en un único fin: herir a Ammers de alguna manera. No le podía pegar, porque ello aumentaría su condena; por eso recurrió a esta estratagema.

—¿Cómo?

En su espanto, Ammers se olvidó de cerrar la boca.

—Cáncer en el hígado. Un caso típico. —Kern pudo comprobar que el golpe había acertado de lleno e inmediatamente añadió—: Dentro de un año su sufrimiento será intolerable. ¡Tendrá usted una muerte horrorosa! ¡Nada se podrá hacer! ¡Nada!

—Cómo…

—Los molinos de los dioses… —aseguró Kern—. ¿Cómo ha dicho usted? ¡Despacio, muy despacio!

—Inspector —dijo Ammers—, le pido que me proteja contra este individuo.

—Quéjese cuanto quiera —le decía Kern—. Es lo único que le queda. ¡Dentro de poco tendrá usted las entrañas devoradas!

—¡Inspector! —Ammers miraba angustiosamente a su alrededor, buscando auxilio—. ¡Su deber es defenderme de estos insultos!

El primer guardia le miró con curiosidad.

—Hasta ahora el muchacho no le ha insultado —respondió—. La única cosa que ha hecho es dar un diagnóstico médico.

—Pido que esto sea anotado en las declaraciones —gritó Ammers.

—Fíjese —dijo Kern dirigiéndose al gendarme, señalando con el dedo a Ammers, que dio un paso atrás como si se hubiese hallado ante una cobra—. La coloración gris-verdosa de la piel a causa de la menor excitación, la pigmentación de la córnea, son síntomas indiscutibles. ¡Un candidato a la muerte! La única cosa que pueden ustedes hacer en su favor es rezar por él.

—Candidato a la muerte —vociferó Ammers—. Háganlo constar en la declaración.

—Candidato a la muerte tampoco es un insulto —explicó el primer guardia, visiblemente divertido—. No podemos tomar nota de ello. Todos somos candidatos a la muerte.

—¡Su hígado se está pudriendo dentro de su cuerpo vivo! —dijo Kern, viendo aumentar la palidez de Ammers. Dio un paso hacia delante. Ammers, a su vez, dio un paso hacia atrás, como si huyera del demonio—. Al principio no notará nada —explicaba Kern, poseído del furor del triunfo—. Es muy difícil hacer un diagnóstico, más, sin embargo, cuando quiera usted darse cuenta, ya será demasiado tarde. ¡Cáncer de hígado, la más lenta y cruel de las muertes!

Ammers ni siquiera podía mirar a Kern. No le respondió. Involuntariamente apretó con la mano la región del hígado.

—Cállese ya: —dijo ásperamente el segundo guardia—. Siéntese y responda a mis preguntas. ¿Cuánto tiempo hace que está usted en Suiza?

A la mañana siguiente, Kern fue conducido a la comisaría. El comisario era un hombre fuerte, de mediana edad, con cara redonda y sanguínea. Era humanitario, pero no podía ayudar a Kern. La ley era terminante.

—¿Por qué no quiere decir a la policía cómo consiguió cruzar ilegalmente la frontera? —le preguntó.

—Aunque lo dijese, sería expulsado del país de todas maneras —respondió desanimado Kern.

—Tiene usted razón. De todas formas será expulsado.

—Y al otro lado tendría que contar a la policía de allí cuál era la contravención que aquí había hecho. Después, en la noche siguiente, me mandarían otra vez de vuelta a Suiza, y de Suiza me devolverían otra vez para allí. Mientras tanto, o me moriría de hambre, entre una aduana y otra, o estaría eternamente entre ambas. ¿Qué otra cosa hacer sino infringir la Ley?

El comisario se encogió de hombros.

—No le puedo ayudar. Mi deber es condenarle. La pena mínima, según la Ley, es de catorce días de prisión. Tenemos que hacerlo así, para proteger el país contra la oleada de refugiados.

—Ya lo sé.

El comisario releyó las notas.

—Lo que puedo hacer es recomendarle al Tribunal Superior, para que su pena sea de detención y no de prisión.

—Muchas gracias —dijo Kern—. Sin embargo, para mí es lo mismo. No tengo ningún respeto humano.

—No lo crea. No es lo mismo —explicó el comisario con cierta vehemencia—. Por el contrario, es de la mayor importancia en lo que se refiere a sus derechos civiles. Si es únicamente detenido, no se dictará auto de prisión contra usted. Tal vez nunca se le haya ocurrido pensar en esas cosas.

Kern miró a aquel hombre tan bueno, tan ingenuo.

—Derechos civiles… —dijo después—. ¿Y qué voy a hacer yo con ellos? Nunca gocé de los más elementales derechos civiles. Soy una sombra, un fantasma, un hombre muerto a los ojos de la sociedad. ¿Qué voy a hacer yo con lo que usted llama derechos Civiles?

El comisario se quedó callado un momento.

—Pero usted necesita tener, para presentarlos cuando sea necesario, alguna clase de documentos… Tal vez se pudiera hacer una petición por intermedio de algún consulado germánico, con el fin de obtener papeles de identificación.

—Ya ha sido hecha, hace un año, por un tribunal checoslovaco. La petición fue denegada. Nosotros nunca existiremos mientras ello dependa de Alemania y, en relación con el resto del mundo, seremos presa de la policía.

El comisario movió la cabeza.

—¿No podría la Sociedad de Naciones hacer algo por ustedes? A fin de cuentas son muchos miles y necesitan vivir en alguna parte.

—La Sociedad de Naciones lleva ya bastante tiempo debatiendo el problema de proporcionarnos documentos de identificación —replicó pacientemente Kern—. Cada país solicitado intenta descargarse en otro. En el mejor de los casos, la solución todavía debe tardar muchos años.

—¿Y mientras tanto?

—Mientras tanto, ya ve usted lo que ocurre.

—Pero, Dios mío —exclamó súbita y desoladamente el comisario, en su suave y rústico dialecto suizo—, ¿por qué este terrible problema? ¿Qué hacer de todos ustedes?

—No sé. Ahora la cosa más importante es ésta. ¿Qué me va a pasar a mí?

El comisario se pasó la mano por su reluciente cara y miró a Kern.

—Tengo un hijo, exactamente de su edad. Cuando me lo imagino huyendo de una a otra parte por la simple razón de haber nacido…

—Tengo padre —respondió Kern—. Si usted le viese…

Miró hacia la ventana. El sol de otoño brillaba plácidamente sobre las hojas de hiedra en plena exuberancia. Allí fuera estaba la libertad. Allí fuera estaba Ruth.

—Me gustaría hacerle una pregunta —dijo el comisario después de una pausa—. No tiene nada que ver con su caso, pero me gustaría hacerla a pesar de todo. ¿Cree usted todavía en algo?

—¡Oh, sí! ¡Creo en el egoísmo! ¡En la cobardía! ¡En la mentira! ¡En la dureza de corazón!

—Era lo que yo me temía. ¿Pero qué otra cosa podría esperar?

—Ello no es todo —continuó Kern con tranquilidad—. También creo en la bondad, en la camaradería, en el amor y en la esperanza. Todo ello lo he encontrado en el ambiente en que he vivido estos últimos tiempos.

El comisario se enderezó y se movió pesadamente dando media vuelta en su silla para quedar enfrente de Kern.

—Me gusta oírle. Si yo supiese, por lo menos, hacer algo por usted…

—Nada —respondió Kern—. Actualmente, ya sé un poco respecto a las leyes, y tengo un amigo que es especialista en ello. Mándeme de nuevo a la cárcel.

—Voy a dejar su caso para examen y lo mandaré después al Tribunal Superior.

—Si ello disminuyera la condena, sería estupendo. Pero si es para aumentarla, prefiero irme a la cárcel sin más preámbulos.

—No podrán aumentarla. Acompañaré todo lo que sirva para su descargo.

El comisario sacó del bolsillo una gran cartera.

—Es la única forma de ayudarle —dijo indeciso, extendiendo un billete doblado—. Siento mucho no poder hacer nada por usted.

Kern recibió el dinero.

—¡Es la única cosa que realmente nos socorre! —replicó; y pensó: «¡Veinte francos! ¡Qué suerte! Será lo suficiente para llevar a Ruth hasta la frontera».

Kern no osó en aquel tiempo escribir a Ruth. Podía resultar que se descubriera que ya estaba en el país desde hacía algún tiempo. Tal como estaban las cosas, probablemente la invitarían a abandonar el país, o si tuviese suerte, tal vez fuese simplemente expulsada del hospital.

La primera noche se sentía desgraciado e inquieto, y no consiguió dormir. Veía a Ruth sobre la cama con fiebre, y se levantó asustado porque en sueños había visto cómo la enterraban. Se acurrucó en la madera de la tarima y se quedó mucho tiempo así, con los brazos alrededor de las rodillas. Estaba decidido a no permitir que el pánico se apoderase de él, pero notaba, al mismo tiempo, que éste era más fuerte de lo que pudiera parecer.

«Lo que ocurría era efecto de la noche», pensó. Durante el día, el miedo tiene una base razonable, pero por la noche no conoce límites.

Se levantó y comenzó a andar de un lado para otro dentro de la pequeña celda. Respiró profundamente, se quitó el abrigo y se puso a hacer ejercicios: «No debo perder el dominio de los nervios —repetía—, de lo contrario estoy perdido. Necesito estar en forma». Inició una serie de ejercicios de flexiones, hasta que, gradualmente, consiguió concentrar la atención en el cuerpo. Le vino a la memoria la noche que pasó en el puesto de policía de Viena en la que un estudiante le dio lecciones de boxeo. Rió sin ganas. «Si no fuera por él y por Steiner —pensó— no se habría comportado como lo había hecho con Ammers aquella mañana».

«Si no fuese por lo dura que es la vida —pensó—. Pero no quiero que me ponga fuera de combate. Me he de defender con todas mis fuerzas». Se puso en guardia y empezó a saltar levemente, bailando. Lanzó un derechazo en la oscuridad, acompañándolo con todo el peso de su cuerpo. De pronto le pareció que estaba delante de él la figura fantasmal de Ammers, el canceroso. La lucha tomó mayor impulso. Le golpeó la cabeza y las orejas con terribles directos. Le dio dos golpes fuertes sobre el corazón, seguidos de un formidable gancho en el plexo solar. Le parecía oír a Ammers que caía al suelo gimiendo; sin embargo, no era suficiente. Resoplando de excitación hizo levantarse a la sombra de su enemigo una y otra vez, y sistemáticamente le aniquilaba a golpes, reservando para el final, haciendo un esfuerzo, un par de poderosos ganchos en el hígado. Cuando llegó la madrugada estaba tan cansado y exhausto que cayó sobre la cama adormeciéndose inmediatamente, libre de los terrores nocturnos.

Dos días después, el doctor Beer le visitó en la celda. Kern saltó al suelo.

—¿Cómo sigue Ruth? —preguntó ansioso.

—Muy bien. Todo va muy bien.

Kern dio un suspiro de alivio.

—¿Cómo se enteró usted de que estaba aquí?

—Fue fácil. Me di cuenta al ver que no volvía a mi consultorio. Sólo podía estar aquí.

—Es verdad. ¿Lo sabe Ruth?

—Sí. Cuando anoche no apareció haciendo su papel de Prometeo, removió cielo y tierra para hablar conmigo. Una hora después ya lo sabíamos todo. Por lo que veo, la ocurrencia de las cerillas fue una locura.

—Tiene usted razón, fue una locura. A veces cree uno que es muy listo y comete las mayores tonterías. Por el momento estoy condenado a catorce días, pero probablemente una vez hayan pasado once estaré libre. ¿Estará Ruth buena, para entonces?

—Sí. Pero no estará en condiciones de viajar. En mi opinión, debe quedarse en el hospital el mayor tiempo posible.

—Naturalmente. —Kern se quedó pensando un momento—. En ese caso, todo lo que podré hacer será esperarla en Ginebra. De todas las maneras no la podré llevar conmigo, pues con seguridad seré deportado.

Beer sacó una carta del bolsillo.

—Traje esto para usted.

Kern abrió rápidamente el sobre, pero luego se lo guardó inmediatamente en el bolsillo.

—No se preocupe. Puede leerla ahora —le dijo Beer—. Dispongo de tiempo suficiente.

—No, prefiero leerla luego.

—Entonces me vuelvo ahora al hospital. Le prometí ir a hablarle después de haberle visto. ¿Quiere darme algunas letras para ella? —Beer sacó del bolsillo una estilográfica y papel de escribir—. Traje esto también para usted.

—¡Muchas gracias!

Kern escribió rápidamente una carta. Si todo salía bien, Ruth se le uniría en breve. Si fuese deportado iría primero a esperarla a Ginebra, todos los días, a las doce en punto de la mañana, enfrente al Correo Central. Beer le daría los detalles.

Puso en el sobre los veinte francos que el comisario le había dado y lo cerró.

—Ya está.

—¿No quiere leer primero la carta de Ruth? —le preguntó Beer.

—No. Ahora no. Quiero leerla despacio. No tengo otra cosa que hacer en todo el día.

Beer le miró estupefacto. Después se guardó la pluma en el bolsillo.

—Muy bien. Volveré a verle dentro de unos días.

—¿Está seguro?

Beer se echó a reír.

—¿Y por qué no había de estarlo?

—Es verdad, tiene usted razón. Ahora todo está tranquilo. Por lo menos en lo que a mí se refiere. En los próximos doce días nada puede pasar; lo que resulta muy alentador.

Cuando Beer salió, Kern cogió la carta de Ruth con ambas manos.

«Tan insignificante —pensaba—, un pedazo de papel con pocas letras escritas, y, sin embargo, ¡cuánta felicidad trae consigo!».

Colocó la carta en la esquina del banco y empezó a hacer sus ejercicios. Puso una vez más fuera de combate a Ammers y aprovechó su ventaja para castigarle con golpes prohibidos en los riñones. «No podemos dejar que se levante…». Y con un magnífico directo a la mandíbula le volvió a derribar otra vez. Se paró un momento y continuó su conversación con la carta.

Y cuando ya era tarde, cuando la luz comenzaba a debilitarse, abrió el sobre y comenzó a leer las primeras líneas. Cada hora leía un poquito más. Por la noche llegó a la firma. Veía los trémulos recelos de Ruth. Su amor y su bravura. Arremetió de nuevo, golpeando, una vez más, a Ammers. La lucha no era honesta y carecía de espíritu deportivo. Ammers recibió golpes en las orejas, puntapiés, y por fin su barba fue arrancada de raíz.

Steiner arreglaba sus cosas. Quería irse a Francia. Sería peligroso continuar en Austria. Alrededor de él, el Prater y la Empresa del director Potzloch se preparaban para el largo invierno.

—Nosotros, estirpe de viajeros, ya nos hemos habituado a las separaciones, porque en una parte o en otra, siempre nos volvemos a encontrar.

—Es verdad.

—Bien, entonces… —Potzloch hizo un rápido movimiento alcanzando sus gafas un instante antes de que cayeran al suelo—. Espero que pase un buen invierno. Detesto las escenas de despedida.

—También yo —le respondió Steiner.

—Sabe, —Potzloch guiñó los ojos— que todo es cuestión de rutina. Después que uno ve tanta gente ir y venir todo acaba siendo rutina. Es igual que ir de la galería de tiro al blanco al carrusel.

—Buena comparación; de la galería de tiro al carrusel y del carrusel se vuelve nuevamente a la galería de tiro. La comparación es magnífica.

Potzloch sonrió ante la lisonja.

—Aquí entre nosotros, Steiner: ¿sabe usted cuál es la cosa más terrible del mundo? Se lo digo confidencialmente: que al fin de cuentas acaba todo siendo rutina.

—Se ajustó las gafas.

—Hasta la guerra —respondió Steiner.

—Incluso el dolor, la misma muerte. Conozco un hombre que en el espacio de diez años asistió a la muerte de cuatro esposas. Ahora tiene la quinta, que está algo enferma. No necesito decirle que ya anda buscando la sexta.

—Con la sola excepción de la muerte propia.

Potzloch descartó la idea con un gesto.

—Nunca se cree verdaderamente en ello, Steiner. Ni siquiera en tiempo de guerra. De lo contrario no existirían. Cada uno piensa que será el único que escape, ¿no es así?

Echó la cabeza a un lado y se quedó mirando a Steiner. Éste asintió con la cabeza, divertido. Potzloch le tendió nuevamente la mano.

—Bien, adiós. Tengo que irme corriendo a la galería de tiro a comprobar si están embalando bien el servicio de plata y después volveré de nuevo al carrusel.

Y Potzloch se eclipsó sonriendo.

Steiner se dirigió hacia el vagón. Las hojas secas crujían bajo sus pies. La noche caía silenciosa e indiferente sobre la floresta. De la galería de tiro al blanco venía el ruido de los martillazos. Algunos faroles se balanceaban en el carrusel, medio desmantelado.

Steiner iba a despedirse de Lilo, que se quedaría en Viena, pero sus papeles de identificación y el permiso para trabajar sólo era válido en Austria; además, ella no le acompañaría, aunque fuera posible. No eran más que dos camaradas que el Destino había reunido en uno de sus caprichos, y estaban convencidos de ello.

Lilo estaba en el vagón, poniendo la mesa. Se volvió cuando Steiner entró.

—Ha llegado una carta para ti.

Steiner cogió la carta y examinó el sello.

—Es de Suiza. Supongo que debe ser de nuestro pequeño.

Rasgó el sobre y la leyó.

—Ruth está en el hospital.

—¿Qué tiene?

—Pulmonía. Pero aparentemente no es de importancia. Están en Murten. Todas las noches, Kern hará señales luminosas con cerillas delante del hospital para que ella le vea. Tal vez me encuentre con ellos cuando pase por Suiza. —Se guardó la carta—. Ojalá se arreglen las cosas de modo que puedan reunirse de nuevo él y Ruth.

—Todo se arreglará —comentó Lilo—. Además, Kern ha aprendido mucho para poderse desenvolver.

—Sí, pero…

Steiner quería explicar a Lilo lo duro que sería para Kern saber que Ruth, al salir del hospital, sería llevada a la frontera. Después reflexionó que ellos dos también se estaban viendo por última vez, aquella noche, y que seria mejor no hablar de dos personas que todavía esperaban volver a encontrarse.

Se dirigió a la ventanita y miró hacia fuera. A la luz de los faroles los hombres embalaban en sacos los cisnes, caballos y jirafas del carrusel. Los animales yacían tirados por el suelo como si una bomba hubiese destrozado, de repente, la vida feliz y fraternal que llevaban. En una de las góndolas dos obreros bebían cerveza llevándose la botella a la boca. Habían tirado las chaquetas y las gorras sobre una corza blanca, que estaba sujeta a una maleta con las patas arriba, en posición de permanente fuga.

—¡Ven! —le dijo Lilo—. La comida ya está. He hecho piroshky para ti.

Steiner se volvió y pasó los brazos alrededor de los hombros de ella.

—¿Cena? —dijo—. Piroshky para nosotros, pobres vagabundos. Esto de comer juntos casi convierte el lugar en que estamos en un hogar de la propia patria, ¿no te parece, Lilo?

—Todavía existe más. Pero tú no sabes nada relacionado con ello. —Lilo se calló durante un instante—. Tú no sabes nada de ello, porque no puedes llorar y no comprendes lo que significa la tristeza en común.

—Tienes razón, es una cosa que ignoro completamente. Nosotros no nos ponemos muchas veces tristes, Lilo.

—No. Tú no. Tú eres salvaje, indiferente, risueño o temerario, pero eso no es realmente valor.

—Entonces, ¿qué es?

—Es miedo de dejar que tus sentimientos se desborden. Miedo a las lágrimas, miedo que no sea de hombres. En Rusia los hombres podían llorar y continuaban siéndolo si lo hacían, no perdiendo nada de su bravura. Tú nunca abriste tu corazón.

—Tienes razón —respondió Steiner.

—¿Qué esperas todavía?

—No lo sé. Ni quiero saberlo.

Lilo le observaba con atención.

—Ven y come —exclamó después—. Te daré pan y sal, tal como hacíamos en Rusia, y te bendeciré antes de partir. Quizá te rías de esta expresión mía.

—No.

Ella puso sobre la mesa el plato de piroshky.

—Siéntate también tú, Lilo.

Ella movió la cabeza.

—Hoy comes solo; yo te serviré, es tu última comida aquí. —Permaneció de pie y le entregó el plato de piroshky, pan, carne y variantes. Observaba cómo comía y silenciosamente le preparó el té. Se movía muellemente, a largos pasos, por el interior del pequeño vagón como una pantera habituada a la estrechez de su jaula. Sus manos finas y bronceadas trinchaban la carne manteniendo en su rostro una expresión enigmática. A Steiner le pareció de repente una figura del Antiguo Testamento.

El hombre se alzó y recogió sus cosas. Desde que había obtenido el pasaporte, había cambiado la mochila por una maleta. Abrió la puerta del vagón, descendió los escalones y la dejó fuera. Después volvió.

Lilo estaba de pie, al lado de la mesa, apoyando en ella una mano. Sus ojos miraban absortos, como si nada viesen, o como si ya se hubiera quedado sola.

Steiner se le aproximó.

—Lilo…

Ella se estremeció y le miró. La expresión de sus ojos se hizo distinta.

—Me cuesta mucho marcharme —dijo Steiner.

Ella movió la cabeza y le abrazó.

—Me quedaré completamente sola sin ti. ¿Qué vas a hacer?

—Todavía no lo sé.

—Tú estarás a salvo en Austria, aunque el país pertenezca a Alemania.

—Sí.

Lilo le miró con seriedad. Sus ojos parecían más profundos y brillantes.

—Lo siento mucho, Lilo —murmuró Steiner.

—¿Sí?

—¿Comprendes por qué?

—Sí, y tú también me comprendes a mí.

Continuaron mirándose.

—Es extraño —dijo Steiner—, simplemente media entre nosotros una pequeña porción de tiempo y una porción de vida. Nos queda todo lo demás.

—Toda la eternidad, Steiner —le respondió Lilo, en voz baja—. Todo el tiempo y nuestras vidas enteras.

Steiner hizo un gesto de asentimiento. Lilo le acarició el rostro con las manos y dijo algunas palabras en ruso. Después le entregó un pedazo de pan y un poco de sal.

—Cómetelo al partir. Te traerá felicidad en tierras extrañas. Ahora vete.

Steiner iba a besarla, pero cuando miró a Lilo se contuvo.

—Ahora vete —repitió ella dulcemente—. Vete.

Él entró en la floresta. Después de algún tiempo se volvió. La ciudad de las tiendas ya estaba sumergida en la noche. En la inmensa oscuridad susurrante no se distinguía más que el rectángulo luminoso de una puerta a lo lejos y una pequeña figura que no se movía.