Kern y Ruth estaban en Berna. Vivían en la pensión Evergreen, una de las que constaban en la lista de Binder. En ella podían pasar dos días sin riesgo a ser denunciados a la policía. Muy tarde, en la noche del segundo día, llamaron a la puerta de Kern. Éste ya estaba desnudo y se preparaba para meterse en la cama. Durante un instante, se quedó inmóvil. Llamaron nuevamente. Sin hacer el menor ruido, fue hacia la ventana. Era demasiado alta para saltar y, además, no tenía alero por el cual pudiera huir; lentamente volvió atrás y abrió la puerta.
Un hombre de unos treinta años estaba fuera. Era mucho más alto que Kern. Tenía la cara redonda y los ojos azules. Cabellos rubios y encrespados. Entre las manos un sombrero de fieltro gris, al que estrujaba nerviosamente.
—Perdóneme —dijo—; también yo soy un exiliado como usted.
Kern notó de repente como si le hubieran nacido alas. «Dios mío —pensó—, no es la policía».
—Estoy en un conflicto —continuó el hombre—. Mi nombre es Binding. Richard Binding, y estoy de paso hacia Zúrich. No tengo ni un céntimo para pagar el hospedaje de esta noche. No vengo a pedir dinero. Sólo quería saber si usted consentiría en que durmiese aquí, en el suelo, esta noche.
Kern le miró.
—¿Aquí? —preguntó extrañado—. ¿En el suelo?
—Sí, estoy acostumbrado a ello, y le prometo no incomodarle. Hace tres noches que camino y usted sabe lo que es dormir al relente en los bancos públicos y siempre temiendo ser despertado por la policía. Después de algún tiempo cualquier lugar seguro, por incómodo que sea, es bueno.
—Sí, ya lo sé. Pero mire la habitación. No hay suficiente espacio para que pueda usted estirarse. ¿Cómo va a poder dormir así?
—No importa —declaró Binding ansioso—. Ya me las arreglaré. En aquel rincón, por ejemplo. Puedo dormir muy bien sentado o apoyado en el armario. Estaré cómodo.
—No, no puede ser. —Kern reflexionó unos momentos—. Aquí, una habitación cuesta dos francos; puedo darle el dinero y de este modo podrá descansar estupendamente una noche.
Binding levantó, protestando, sus grandes manos gruesas y rojas.
—No puedo aceptar su dinero. Todavía no he llegado a tanto. Todos los que aquí viven necesitan de los pocos francos que poseen. Y, además, ya pregunté abajo si habría algún sitio donde pudiese dormir y me dijeron que no había nada vacío.
—Tal vez encuentre algo si enseña los dos francos en la mano.
—No lo creo. El propietario dijo que daría alojamiento, incluso gratis, a una persona que ha pasado dos años en un campo de concentración.
—¿Cómo? —dijo Kern—. ¿Pasó usted dos años en un campo de concentración?
—Sí. —Binding apoyó el sombrero entre las rodillas y sacó del bolsillo del abrigo un documento arrugado y viejo, lo desdobló y se lo entregó a Kern—. Véalo: es mi orden de libertad, de Oranienburg.
Kern cogió con cuidado el documento, como si tuviera miedo de rasgar sus frágiles dobleces. Nunca había visto una orden de libertad de un campo de concentración. Leyó lo que venía impreso en el papel y el nombre escrito a máquina. Richard Binding. Después miró el sello, la contraseña y la cuidadosa y clara firma del oficial. Todo estaba en orden. El documento estaba escrito en un estilo pedante y burocrático, lo que confería un carácter casi siniestro, como si alguien hubiese vuelto del infierno con un permiso de residencia o un visado.
Devolvió el papel a su dueño.
—Mire; ya sé lo que vamos a hacer. Usted se queda con mi cama y con mi cuarto; yo sé de una persona en la pensión que tiene un cuarto mayor. Allí podré dormir bien; de esa manera los dos estaremos acomodados.
Binding le miró, estupefacto.
—¡No, no! ¡Esto no puedo consentirlo!
—Sí, hombre, sí. Todo está arreglado. —Kern se echó el abrigo al brazo y cogió los zapatos—. Me llevo esto, porque así no tendré necesidad de molestarle temprano. Puedo vestirme en el otro cuarto. Ma siento feliz sabiendo que puedo ser útil a una persona que ha sufrido tanto.
—Pero… —Binding cogió de repente las manos de Kern pareciendo que iba a besarlas—. Dios mío, es usted un ángel —murmuró.
—¡Qué tontería! —dijo Kern embarazado—. Nos tenemos que ayudar mutuamente. De lo contrario, ¿qué sería de nosotros? Que duerma bien.
—¡Bien sabe Dios que lo haré!
Kern pensó durante un momento que debería llevar consigo su maleta. Guardaba cuarenta francos en un pequeño bolsillo interno de la misma, pero el dinero estaba bien escondido y la maleta cerrada. Dudó en demostrar tan evidente desconfianza ante un hombre que había estado dos años en un campo de concentración. Un refugiado no roba a otro.
—¡Buenas noches, que duerma bien! —dijo otra vez, y salió.
El cuarto de Ruth estaba en el mismo pasillo. Kern dio dos golpes leves en la puerta. Era la señal convenida entre ellos. Ella inmediatamente dio vuelta a la llave.
—¿Ha pasado algo? —preguntó alarmada, cuando le vio que traía la ropa en la mano—. ¿Tenemos que huir?
—No. Solamente que presté mi cuarto a un pobre diablo que ha salido de un campo de concentración y que hace varias noches que no duerme. ¿Puedo dormir en el sofá, aquí en tu cuarto?
Ruth sonrió.
—El sofá es demasiado duro. ¿No crees que la cama es suficiente ancha para los dos?
—A veces propongo las cosas más idiotas. Pero es simplemente por timidez. ¡Todo esto es tan nuevo para mí!
El cuarto de Ruth era un poco mayor que el otro. Quitado el sofá, los muebles eran iguales. A Kern, sin embargo, le pareció completamente diferente. «Es extraño —pensó—. Debe ser el efecto de las pocas cosas de ella que están por aquí. Los zapatos, la blusa, el vestido marrón, ¡qué suaves encantos poseen! Mientras que cuando mis cosas están por el cuarto sólo le dan una apariencia de desorden».
—Ruth —dijo él—, si nosotros nos quisiéramos casar, ¿sabes que sería completamente imposible por carecer de documentos?
—Lo sé. Pero ello no debe preocupamos más que porque nos vemos en la obligación de alquilar dos cuartos.
Kern sonrió.
—A causa de la severa moral suiza. Se admite a una persona incluso sin documentos, pero a una pareja, sin estar casados, en la misma habitación, eso es imposible.
Esperó hasta las diez de la mañana siguiente y después fue a recoger la maleta. Quería comprobar algunas direcciones sin despertar a Binding. Pero cuando llegó, el cuarto estaba vacío. Probablemente, aquel joven ya se había puesto en camino. Kern abrió la maleta. No estaba cerrada y ello le sorprendió. Tenía la certeza de haberlo hecho la víspera. Le pareció que los frascos de perfume no guardaban su orden habitual. El pequeño sobre, escondido en la bolsa lateral, allí estaba, sin embargo. Kern lo abrió y vio inmediatamente que el dinero suizo había desaparecido. Simplemente quedaban dos solitarios billetes de cinco chelines austríacos.
Hizo una búsqueda minuciosa por todos los rincones de la maleta, hasta en el traje que llevaba, a pesar de tener la seguridad de que el dinero no estaba allí. Nunca lo llevaba consigo, porque si, alguna vez, era detenido lejos de casa, Ruth por lo menos podría disponer de él y de la maleta. No había lugar a dudas. El dinero había desaparecido. El muchacho se sentó en el suelo al lado de la maleta. «¡Valiente granuja! —dijo para sus adentros desanimado—. ¡Pobre desgraciado! —Y pensar que pueden ocurrir estas cosas».
Permaneció durante algún tiempo sentado, preguntándose a sí mismo si debería contar el caso a Ruth. Acabó resolviendo no hacerlo mientras no fuese necesario. Querría ahorrarle el disgusto mientras pudiese.
Por fin, sacó la lista de Binder y examinó diversas direcciones de Berna. Se llenó los bolsillos de pastillas de jabón, cordones de zapatos, imperdibles y frascos de colonia, y bajó la escalera. Abajo encontró al propietario.
—¿Conoce usted a un hombre llamado Richard Binding? —le preguntó.
El dueño pensó un momento y después movió la cabeza negativamente.
—Me refiero a un hombre que estuvo aquí anoche buscando cuarto.
—Anoche no estuvo aquí nadie que deseara habitación. ¡Ni siquiera estaba yo aquí! Estuve jugando a los bolos hasta las doce.
—¿Entonces tenía usted habitación vacía?
—Tenía tres cuartos que hasta el momento continúan sin ocupar. ¿Espera usted a alguien? Puede quedarse con el número siete que está en su pasillo.
—No, no creo que el hombre por quien yo preguntaba vuelva por aquí. Probablemente ya estará camino de Zúrich.
Por la tarde, Kern ya había ganado tres francos. Entró en un restaurante barato para comprar un poco de pan y mantequilla. Tenía la intención de continuar vendiendo, después de haberse comido el bocadillo. Se quedó parado en el mostrador y empezó a comer con buen apetito. De repente, casi dejó caer el plato. Había visto a Binding en una de las mesas apartadas. Se metió en la boca el resto de la comida, se la tragó, y después se dirigió lentamente hacia la mesa. Binding estaba solo, con los codos apoyados en la mesa.
Tenía delante de él un gran plato de chuletas de cerdo, con berenjenas y patatas, y comía ávidamente.
No levantó los ojos antes de que Kern hubiese llegado delante de él. Después exclamó sin darle importancia:
—¡Qué casualidad! ¿Qué hace usted por aquí? ¿Cómo van las cosas?
—Me faltan cuarenta francos de mi maleta —le respondió Kern.
—¡Qué lastima! —replicó Binding, engullendo un buen bocado—. ¡Realmente es una lástima!
—Devuélvame lo que todavía le queda y consideremos el caso zanjado.
Binding bebió un trago de cerveza y se limpió la boca.
—El caso ya está zanjado —respondió de buen humor—. ¿O cree usted que puede hacer algo para que sea de otra manera?
Kern se le encaró, asombrado. En su furor, no se había dado cuenta de que realmente nada podía hacer. Si se dirigía a la policía, le pedirían sus documentos. Entonces seria detenido y, por tanto, deportado. Miró a Binding con los ojos semicerrados.
—No, no piense en eso —le dijo el otro adivinando—, soy un excelente boxeador y peso cuarenta kilogramos más que usted. Sin contar que una bronca en lugar público significa detención y deportación.
En aquel momento, Kern no pensaba en lo que le podía pasar. Pero recordó a Ruth. Binding tenía razón: no había ni la más pequeña posibilidad da hacer nada.
—¿Éste es su modo habitual de vida? —le preguntó finalmente.
—Sí, es mi medio de vida. Y, como ve, no va del todo mal.
Kern se desesperaba por su impotencia.
—Por lo menos devuélvame veinte francos —dijo con voz ronca—. Necesito ese dinero, no para mí, sino para la persona a quien pertenece.
Binding meneó la cabeza.
—También yo lo necesito. En realidad le ha salido barato. Por cuarenta miserables francos aprendió la lección más importante de su vida: no confiar en nadie.
—Es verdad. —Kern se quedó mirando al hombre. Quería marcharse, pero no lo conseguía—. Entonces, todos sus documentos serán falsos también.
—Pues no, señor, no son falsos —respondió Binding—. Estuve realmente en un campo de concentración. —Y se echó a reír—. Por robo.
Extendió la mano para coger el último pedazo de carne que quedaba en el plato, pero éste ya estaba en la mano de Kern.
—¡Ande, arme jaleo ahora! —exclamó el muchacho.
—No. No lo crea. Ya he satisfecho mi apetito. Pida un plato y sírvase también unas berenjenas. Puedo hasta ofrecerle un vaso de cerveza.
En el mostrador, pidió un pedazo de papel para envolverlo. La camarera que servía, le miró con curiosidad. Después sacó unos pepinillos de un tarro y dijo:
—Lleve esto también.
Kern aceptó lo que le daban.
—Gracias, muchas gracias.
«Cena para Ruth —pensó—. Pero, diablos, me cuesta cuarenta francos».
En la puerta se volvió nuevamente. Binding le observaba. Kern escupió en el suelo.
Binding, risueño, le saludó con los dedos de la mano derecha.
Cuando salieron de Berna empezó a llover. Ruth y Kern no tenían suficiente dinero para pagar el billete del tren hasta la próxima estación importante del camino. Tenían, es cierto, una insignificante reserva, pero no querían tocarla antes de llegar a Francia. Un coche que seguía su misma dirección les llevó durante unos cincuenta kilómetros. Después de ello tuvieron que seguir a pie. Kern raramente se arriesgaba a vender nada en las pequeñas ciudades, porque podía despertar sospechas. No podían nunca detenerse más de una noche en el mismo lugar; llegaban tarde, cuando la comisaría de policía estaba ya cerrada, y se ponían en camino por la mañana, antes de que la abriesen nuevamente. De esta manera, ya se encontraban siempre lejos del lugar antes de que pudiera ser entregada una denuncia a las autoridades. La lista de Binder no les sirvió de mucho en aquella parte de Suiza. Sólo mencionaba ciudades mayores.
En las proximidades de Murten durmieron en un establo vacío. Llovió durante la noche. El techo del mismo estaba en pésimo estado y se despertaron completamente empapados. Intentaron secar sus ropas, pero no consiguieron hacer una hoguera. Todo estaba mojado. Lucharon con grandes dificultades para descubrir un rincón donde la lluvia no hubiera penetrado. Durmieron apoyados uno contra el otro para calentarse. Pero los abrigos que usaban como mantas, estaban demasiado mojados, y el frío les despertó nuevamente. Así, aguardaron el rayar del alba para ponerse nuevamente en camino.
—Andando entraremos en calor —dijo Kern—. Y probablemente encontraremos café en algún sitio.
Ruth hizo señal de que sí.
—Tal vez el sol salga y entonces nos sequemos rápidamente.
Sin embargo, el día permaneció frío y nublado, y continuaron cayendo aguaceros sobre los campos. Era el primer día, verdaderamente frío, del mes. Las nubes estaban bajas y por la tarde se reanudó la tormenta. Ruth y Kern se refugiaron en una capillita, que estaba junto a la carretera. Al cabo de unos momentos empezó a tronar mientras los rayos y los relámpagos brillaban a través de las vidrieras, donde había santos pintados, vestidos de azul y oro, sujetando en la mano versículos donde se hablaba de paz en el cielo y en la tierra.
Kern notó que Ruth tenía escalofríos.
—¿Tienes frío? —le preguntó.
—No. No mucho.
—Ven. Es mejor que andemos un poco por aquí dentro, si no te vas a enfriar.
—No me resfrío. Déjame sentada aquí un poco más de tiempo.
—¿Estás cansada?
—No. Pero quiero quedarme así algo más.
—¿No sería mucho mejor andar un poco? Sólo unos minutos. No te debes quedar sentada tanto tiempo, con la ropa mojada. El suelo, al ser de piedra, es bastante frío.
—Está bien, vamos.
Se pusieron a andar despacio, alrededor de la nave, oyendo retumbar sus propios pasos. Pasaron delante de los confesonarios cuyas cortinas verdes se movían por el aire. Dieron la vuelta al altar y anduvieron nuevamente por la sacristía.
—Todavía faltan nueve kilómetros hasta Murten —dijo Kern—. Vamos a ver si encontramos un sitio más cercano para pasar la noche.
—¡Podemos hacer muy bien los nueve kilómetros!
Kern murmuró alguna cosa para sí mismo.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Ruth.
—Nada. Estaba, simplemente, maldiciendo a un tal Richard Binding.
Ella le pasó la mano por el brazo.
—Olvídalo. Es lo mejor que puedes hacer. Mira. Parece que ya cesa la lluvia.
Salieron. Todavía caían algunas gotas, pero sobre las montañas aparecía un inmenso arco iris que cubría el valle, de un lado a otro, como un puente multicolor. Más allá del bosque, entre las nubes dispersas, una luz amarilla iluminaba el paisaje. No podían ver el sol. Sólo percibían aquella luz que irradiaba como una neblina luminosa.
—Ven —dijo Ruth—. El tiempo está mejorando.
Aquella noche llegaron a un redil de ovejas. El pastor, un campesino de mediana edad, estaba sentado delante de la puerta. Dos enormes perros estaban echados a sus pies. Cuando Kern y Ruth se aproximaron, los perros se levantaron ladrando con furor. El campesino sacó la pipa de la boca y silbó, llamándolos.
Kern se aproximó.
—¿Nos podría permitir que pasáramos la noche aquí? Estamos muy cansados para poder continuar el camino.
El hombre les miró durante un rato.
—Ahí arriba está el henil —dijo finalmente.
—Tenemos suficiente.
El hombre les miró nuevamente.
—Deme sus cerillas y los cigarrillos —dijo después—. Hay mucha paja allí.
Kern entregó lo que le pedía.
—Tendrán ustedes que subir por la escalera interior —continuó el pastor—. Yo cerraré una vez hayan entrado, porque vivo en la ciudad, y por la mañana temprano vendré a abrir la puerta.
—Gracias, muchas gracias.
Subieron por la escalera. Al llegar arriba comprobaron que reinaba un cálido ambiente. Después de un rato el pastor apareció, trayéndoles uvas, un poco de queso y pan negro.
—Ahora voy a cerrar —dijo—. Buenas noches.
—Buenas noches y mil veces gracias.
Oyeron cómo el hombre descendía las escaleras. Se quitaron la ropa mojada y se echaron en la paja. Estaban hambrientos y empezaron a comer lo que el pastor les había traído.
—¿Qué tal? ¿Te gusta? —preguntó Kern.
—¡Maravilloso!
Ruth se recostó sobre el muchacho.
—Tenemos suerte, ¿no crees, Ruth?
Ella respondió que sí con la cabeza. Abajo, el pastor cerraba la puerta. El henil tenía una ventana redonda. Se acercaron a ella y vieron que el hombre se marchaba. El cielo había aclarado y se reflejaba en el lago. El pastor andaba lentamente a través de los rastrojos, con el paso reflexivo de los hombres que pasan sus días junto a la Naturaleza. No había nadie más a la vista, por lo que caminaba solo a través de los campos, pareciendo que cargaba en sus espaldas oscuras todo el peso del despejado cielo. Ruth y Kern se quedaron sentados junto a la ventana, hasta la hora que precede a la caída de la noche; la hora en que los contornos de todas las cosas se hacen borrosos. Detrás de ellos, en un juego de sombras, la paja crecía y se transformaba en una fantástica montaña. El olor de la paja se mezclaba con el tufo exhalado por los carneros. Podían verlos desde arriba a través de los agujeros del suelo, como una masa confusa de dorsos lanudos, que producía infinidad de pequeños rumores que iban haciéndose más leves poco a poco.
Muy temprano, al día siguiente, el pastor vino a abrirles la puerta. Ruth dormía todavía con el rostro arrebolado y la respiración entrecortada.
Kern ayudó al pastor a abrir el redil y a soltar el rebaño.
—¿Permitiría usted que nos quedásemos aquí un día más? —preguntó el muchacho—. Nos gustaría ayudarle a cambio de hospedaje, si le parece a usted bien.
—No hay mucho que hacer para que me ayuden. Pero tendré mucho gusto en que se queden, si quieren.
Kern le dio las gracias y después pidió informaciones sobre los alemanes que residían en, la localidad. Aquella ciudad no estaba incluida en la lista de Binder. El pastor le indicó los nombres de algunas personas y le dio sus señas. Kern, por la tarde, anduvo buscándolas, cuando ya empezaba a oscurecer. La primera casa la encontró sin dificultad. Era una pequeña villa blanca, rodeada de jardines. Una muchacha bien vestida le abrió la puerta y le hizo entrar inmediatamente en una salita, en vez de hacerle esperar fuera.
«Buena señal», pensó Kern.
—¿Puedo hablar con Herr Ammers o Frau Ammers?
—Haga el favor de esperar. —La sirvienta desapareció y volvió en seguida, le hizo entrar en una sala de estar, amueblada con modernos muebles de caoba. El suelo estaba tan encerado que casi le hizo perder el equilibrio. Todas las sillas estaban cubiertas con pañitos bordados. Después de unos instantes, Herr Ammers apareció. Era un hombre pequeño, con una barbita blanca cortada en punta y de aire muy simpático. Kern resolvió contarle su verdadera historia. Ammers le escuchó con simpatía.
—Entonces ¿está usted exiliado y no tiene pasaporte ni permiso de residencia? —dijo por fin—. ¿Y vende pastillas de jabón y artículos por el estilo?
—Sí, señor.
—¡Ah, bien! —Herr Ammers se levantó—. Mi mujer querría ver lo que usted trae.
Salió. Después de algún tiempo entró Frau Ammers. Era una mujer de aspecto vulgar, con la cara color de carne cocida y con ojos de pescado.
—¿Qué cosa tiene usted ahí? —preguntó con voz muy afectada.
Kern mostró lo que llevaba, que ya no era mucho. La mujer tardaba en escoger; miraba las agujas como si nunca hubiese visto una cosa igual; olía el jabón y probaba en el dedo los cepillos de dientes.
Preguntó los precios y por último resolvió consultar a su hermana.
La hermana era un duplicado de ella. «A pesar de lo pequeño que es este barbazas de Ammers, debe gobernar la casa con mano de hierro», pensó Kern, puesto que la hermana también aparentaba un temperamento sumiso y poseía una voz trémula y miedosa.
A cada momento las dos mujeres miraban hacia la puerta. Continuaban con las mismas dudas de siempre, hasta que Kern perdió la paciencia y volvió a empaquetar sus cosas.
—Tal vez mañana temprano ya se hayan decidido —les dijo, viendo que ellas no sabían qué escoger.
Frau Ammers le miró, alarmada.
—Tal vez acepte usted una taza de café —le dijo.
Hacía mucho tiempo que Kern no tomaba café.
—Si no es mucha molestia —contestó.
—En absoluto. Espere un instante.
La mujer se arrastró hacia fuera con paso torpe y vacilante, pero rápido, a pesar de todo. La hermana continuó en la sala.
—Una taza de buen café es algo magnífico —dijo Kern, iniciando una conversación.
La hermana emitió una risa sofocada, semejante al cloqueo de un pavo, y enmudeció de repente, como si se hubiera atragantado. Kern la miró estupefacto. Balanceaba la cabeza y resoplaba por la nariz; Frau Ammers entró y puso una taza de café humeante delante de Kern.
—Puede tomárselo con calma —le dijo, amablemente—. No hay prisa y además el café está muy caliente.
La hermana soltó una risita corta y repentina, bajando después nerviosamente la cabeza.
Kern no llegó a tomar el café. La puerta se abrió y Ammers entró, andando como a saltitos, seguido de un policía que avanzaba con paso cansino.
Con un gesto dramático, Ammers señaló a Kern.
—Inspector, ¡cumpla con su deber! Este individuo no tiene patria ni pasaporte y es un enemigo del Reich alemán.
Kern se puso de pie. El inspector le miró.
—Venga conmigo —le dijo.
Durante un instante, Kern tuvo la sensación de que su cerebro dejaba de funcionar. Lo había previsto todo menos aquello. Despacio y mecánicamente, como una imagen proyectada a cámara lenta, fue reuniendo sus cosas. Después se enderezó.
—Entonces, ¿era ésta la razón de sus bondades y de su taza de café? —dijo con disgusto a Frau Ammers, con un esfuerzo para hacerse entender. Cerró los puños y dio unos pasos hacia Ammers, que se encogió—. No tenga miedo —le dijo el muchacho, en voz baja—. No le voy a pegar. Quiero únicamente maldecirle a usted, a su mujer y a sus hijos, con toda mi alma. Que todas las desgracias del mundo recaigan sobre usted. Que sus hijos se rebelen contra el padre y le abandonen en la pobreza, en las enfermedades y en la desgracia.
Ammers se quedó lívido. Su barba temblaba.
—¡Protéjame! —ordenó al policía.
—No le está haciendo ningún daño —respondió el policía flemáticamente—. Hasta ahora se ha limitado a maldecirle. Sí, por ejemplo, le hubiera llamado delator inmundo, podríamos haberlo tomado como una injuria; pero sólo por la palabra inmundo.
Ammers le miró furioso.
—¡Cumpla con su deber! —vociferó.
—Herr Ammers —anunció con tranquilidad el policía—, no tiene derecho a dar órdenes. Sólo mis superiores pueden hacerlo. Usted denunció a un hombre y yo vine aquí. El resto corre de mi cuenta. —Y volviéndose a Kern le dijo—: Sígame.
Salieron los dos. Detrás de ellos la puerta fue cerrada con estrépito. En silencio, Kern caminaba al lado del policía; no había conseguido todavía ordenar sus pensamientos; en el fondo de su ser una voz le repetía el nombre de Ruth. Sin embargo, no conseguía reaccionar en la debida forma.
—Hijo mío —le dijo el policía después de un rato—, a veces los corderos se encuentran con una hiena. ¿No sabía con quién trataba? Es el espía local del partido nazi y ya ha denunciado a no sé cuántas personas.
—¡Dios mío! —exclamó Kern.
—Realmente —continuó el policía—, eso es lo que se llama mala suerte.
Kern se quedó callado. Después de algunos segundos dijo:
—Sólo pienso en que tengo una persona enferma esperándome.
El policía miró a lo largo de la calle y se encogió de hombros.
—Nada adelanta con decir esto; yo no puedo hacer nada. Mi obligación es llevarle a la Comisaría. —Después miró en torno; la calle estaba desierta—. No puedo aconsejarle que huya —continuó—, no tengo facultades para ello. Pero la verdad es que tengo una pierna enferma y no podría correr detrás de usted. Lo más que podría hacer es gritar y empuñar el revólver. —Miró a Kern de arriba abajo—. Naturalmente que ello me llevaría algún tiempo —explicó todavía—. Podría usted huir antes de llegar a la Comisaria. Está lleno de callejuelas y de esquinas y no podré disparar. Lo único que podía haber hecho, como medida preventiva, es ponerle las esposas.
Kern despertó de repente de su abotagamiento. Se sentía poseído de una esperanza demasiado grande y se quedó mirando al policía.
El hombre continuó avanzando indiferente.
—Sabe —dijo pensativo, después de una corta pausa—, a veces las personas son demasiado buenas para su propio bien.
Kern notaba las manos húmedas de excitación.
—Escuche —le dijo—. Hay una persona que me está esperando; una persona que sólo me tiene a mí en el mundo. Déjeme marchar. Vamos a Francia y estaremos poco por aquí. Que nos vayamos o que nos echen, no habrá ninguna diferencia.
—Pero yo no puedo hacer eso —respondió el policía, flemáticamente—. Es contra el reglamento. Tengo que llevarlo a la Comisaria: Ésa es mi obligación. Pero si usted huye, seguro que yo no lo podré impedir. —El hombre se paró de repente—. Por ejemplo, si sale corriendo por esa calle, entra por la primera esquina y conserva la izquierda, puede estar lejos antes de que yo dispare el primer tiro. —Miró a Kern ya impaciente—. Bien, en ese caso voy a ponerle las esposas. ¡Diablo! ¿Dónde las guardé? —Se volvió un poco y se puso a hurgar en sus bolsillos.
—Gracias —dijo todavía Kern. E inició la carrera.
Al llegar a la esquina echó una rápida mirada hacia atrás. El policía estaba parado con las manos en los bolsillos, sonriéndole.
Kern se despertó y se quedó oyendo la respiración rápida y penosa de Ruth. Le puso la mano en la cabeza y notó que ardía. Dormía profundamente, pero de un modo inquieto, por lo que no quería despertarla. El olor de la paja era demasiado fuerte, a pesar de haber extendido por encima todas las mantas de que disponían. Al cabo de algún tiempo se despertó por sí sola, y con voz llorosa, de niña, pidió agua. Kern le trajo el botijo y un vaso en el que bebió con avidez.
—¿Tienes mucho calor?
—Sí, mucho. Tal vez sea la paja. Tengo la garganta seca.
—Espero que no tendrás fiebre.
—No quiero tener fiebre. No debo tenerla; no me puedo poner enferma. Pero no estoy enferma; no quiero estarlo.
Se volvió y recostó la cabeza sobre el brazo de Kern adormeciéndose nuevamente. Kern se quedó echado sin moverse. Hubiera dado cualquier cosa por tener una luz y ver cómo estaba Ruth. Por el calor húmedo que notaba en su rostro, percibía que estaba febril, pero no tenía linterna y permaneció echado, inmóvil, escuchando la respiración entrecortada de la joven y vigilando el progreso infinitamente lento del minutero fosforescente de su reloj, que brillaba en la oscuridad, como un pálido y lejano ingenio diabólico a las órdenes del tiempo.
Abajo, los carneros se empujaban unos a otros, balando de tiempo en tiempo. Parecía que transcurrirían aún muchos años antes de que el rectángulo de la ventana se iluminase, anunciando el día.
Ruth se despertó.
—Dame un poco de agua, Ludwig.
Kern le entregó el vaso.
—Tienes fiebre, Ruth. ¿Podrías quedarte sola durante una hora?
—Sí.
—Voy a la ciudad a buscar un médico.
El pastor vino y abrió el pajar. Cuando Kern le contó lo que pasaba, puso una cara desagradable.
—Necesitará ir al hospital. No puede quedarse aquí.
—Esperaremos hasta la tarde para ver si mejora.
A despecho de encontrarse con la policía o con algún miembro de la familia Ammers, Kern fue a la farmacia y pidió que le prestaran un termómetro. El farmacéutico le entregó el objeto después de exigirle dinero como garantía. Kern compró un tubo de Arcanol y se volvió corriendo. La temperatura de Ruth era de 38’5 grados. Se tomó dos comprimidos y Kern la envolvió en su abrigo. Por la tarde, a pesar del febrífugo, la temperatura subió a 39 grados.
El pastor movió la cabeza.
—Necesita que la mediquen. Si yo fuese usted la llevaría al hospital.
—No quiero ir —murmuró Ruth en voz apagada—. Mañana ya estaré bien.
—No lo creo —dijo el pastor—. Debería estar en la cama, en una habitación, y no aquí sobre un montón de paja.
—¡No! ¡Se está tan bien y tan caliente aquí! ¡Por favor, permita que me quede!
El pastor descendió la escalera y Kern le acompañó.
—¿Por qué no quiere ir? —preguntó.
—Porque en ese caso tendríamos que separarnos.
—Eso no importa. Usted puede esperarla.
—Pero eso es precisamente lo que yo no podría hacer. Si ella va al hospital, inmediatamente descubrirán que no tiene pasaporte. Tal vez la admitan a pesar de no tener casi dinero, pero después la policía la llevará a la frontera y yo no sabré dónde ni cómo.
El pastor movió la cabeza.
—¿Y no han hecho ustedes nada malo, no cometieron ningún crimen?
—Unicamente, no poseer pasaportes y no poderlos obtener. Nada más.
—No es eso lo que yo quiero decir. ¿Ustedes no han robado nada, no han engañado a nadie ni han hecho nada parecido?
—No hemos hecho nada de eso.
—Y, a pesar de ello, ¿les persiguen como si tuvieran orden de detención contra los dos?
—Así es.
El pastor escupió.
—Tal vez alguien consiga entender eso, pero un hombre ignorante como yo no puede.
—¡Ni yo tampoco! —dijo Kern.
—¿Sabe que lo que tiene la señorita puede ser una pulmonía?
Kern le miró aterrorizado.
—¡No es posible! Una cosa así podría hasta matarla.
—Claro está —respondió el pastor—. Por eso es por lo que yo insisto con usted en que se la lleve.
—Tengo la seguridad de que es gripe.
—Tiene fiebre y fiebre alta. Sólo un médico podrá decir exactamente de qué se trata.
—Entonces voy a llamar a un médico.
—¿Pero va a traer aquí a un médico?
—Tal vez consiga que venga. Voy a ver si descubro la dirección de alguno que sea judío.
Kern volvió a la villa. En un estanco compró unos cigarrillos y pidió la lista de teléfonos. Encontró el nombre de Rudolf Beer, y fue a buscarlo.
La hora de la consulta ya había pasado cuando llegó a su casa. Tuvo que esperar más de una hora, entreteniéndose leyendo periódicos y revistas. Miraba las fotografías sin comprender cómo era posible quo hubiera todavía en el mundo partidos de tenis, recepciones y mujeres semidesnudas en la Florida. Gente feliz, mientras que él, sentado allí, moría de angustia; y Ruth estaba enferma. Por fin llegó el médico.
Era un hombre joven. Oyó a Kern en silencio. Luego, colocando algunos objetos en la maleta y cogiendo el sombrero, dijo:
—Venga. Iremos en mi coche.
Kern tragó saliva.
—¿No podríamos ir a pie? El automóvil sale muy caro y nosotros tenemos muy poco dinero.
—No se preocupe por eso —respondió Beer.
Se encaminaron hacia el henil. El médico examinó a Ruth. Ésta, ansiosa, miraba a Kern y parecía suplicarle con la mirada que no la dejase marchar.
Beer se levantó.
—Necesita ir al hospital. Tiene congestión del pulmón derecho. Gripe con peligro de neumonía. El tratamiento ha de empezar cuanto antes.
—¡No, no quiero ir al hospital! ¡No podremos pagarlo!
—No se preocupe por el dinero. Está usted lo suficientemente enferma para salir de aquí.
Ruth miró a Kern.
—Ahora trataremos de ello —dijo Kern—. Voy a bajar con el doctor y volveré dentro de un instante.
—Dentro de media hora estaré de vuelta para llevarla —dijo el médico desde abajo—. ¿Tienen ustedes ropas calientes y mantas?
—Sólo tenemos lo que ha visto.
—Entonces traeré conmigo alguna cosa. Hasta dentro de media hora.
—¿Lo cree necesario, doctor? —preguntó Kern.
—Sí, no puede continuar aquí, acostada en la paja. Tampoco adelantará nada llevándola a una habitación, necesita ir al hospital cuanto antes.
—Está bien —respondió Kern—. En ese caso estoy obligado a contarle lo que ello significa para nosotros.
Beer oyó hasta el fin.
—Entonces, ¿cree usted que no podría ir a verla? —preguntó el doctor al final.
—No me será posible. En pocos días sería denunciado y la policía me detendría. También es verdad que tendría ocasión de quedarme en la misma localidad que ella y saber por usted lo que le pasaba, y tal vez de esa manera, estando preso podría hacer mis planes.
—Comprendo. Puede usted dirigirse a mí siempre que quiera.
—Muchas gracias. ¿Es peligroso el estado en que se encuentra?
—Puede llegar a serlo. Es absolutamente necesario que salga de aquí.
El médico se fue y Kern subió lentamente la escalera del pajar. Había perdido la capacidad de sentir. El blanco rostro de Ruth, surcado por profundas ojeras, se volvió hacia él en la penumbra del cuarto.
—Ya sé lo que me vas a decir —murmuró.
—No podemos hacer otra cosa. Debemos dar gracias a Dios por haber encontrado este médico. Ten la seguridad de que vas al hospital sin pagar absolutamente nada.
—Sí. —Y ella miró hacia delante. De súbito se sintió presa del pánico—. ¡Dios mío! ¿Dónde vas a quedarte mientras estoy en el hospital? ¿Y cómo nos volveremos a ver? Te detendrían si vinieras al hospital.
Kern se sentó junto a ella y le cogió las manos febriles.
—Ruth, éste es un momento en que debemos procurar estar bien lúcidos y ser razonables. Ya he pensado en todo ello. Me quedaré aquí, escondido; el pastor me ha dicho que puedo hacerlo, y así esperaré, simplemente, que vuelvas. No debo ir a visitarte al hospital; llamaría la atención y podrían cogerme. Pero hay una cosa que podemos hacer: iré frente al hospital todas las noches y miraré a tu ventana. El médico me dirá cuál es y ello valdrá por una visita.
—¿A qué horas irás?
—A las nueve.
—Pero entonces estará oscuro y no podré verte.
—Naturalmente, sólo puedo ir cuando sea de noche. De lo contrario, sería peligroso. No debo aparecer durante el día.
—No debes ir nunca. Déjame allí y esperemos que todo vaya bien.
—Iré, de lo contrario no podría soportarlo. Ahora es necesario que te vistas.
Él humedeció el pañuelo con agua y le lavó el seco rostro. Los labios de Ruth estaban resecos y calientes; ella apoyó el rostro sobre la mano del muchacho.
—Ruth —dijo él—, tenemos que pensar en muchas cosas. Si cuando te pongas buena me hubiesen deportado, debes hacer que te manden a Ginebra. En el peor de los casos nos escribiremos a la lista de Correos de Ginebra. Así, tendremos la seguridad de que nos encontraremos nuevamente. ¿Me prometes hacerlo? Tendré noticias tuyas por medio del doctor, y por él también sabrás de mí. Así podemos tener la seguridad absoluta de que no nos perderemos.
—Sí —murmuró Ruth.
—No te aflijas. Te digo esto, previendo lo peor. Unicamente para el caso de que me detengan o de que no consientan que salgas del hospital. Espero que te dejen marchar sin denunciarte a la policía y en ese caso continuaremos nuestra vida como antes.
—¿Y si me descubren?
—Lo más que pueden hacer es mandarte hasta la frontera. Yo te esperaré en Ginebra, todas las tardes, delante del edificio del Correo Central.
Kern la miró, procurando animarla.
—Toma algún dinero; escóndelo, porque puedes necesitarlo para viajar.
Le entregó los pocos francos que le quedaban.
—No dejes que el personal del hospital se dé cuenta de que tienes dinero. Debes guardarlo para cuando salgas.
Desde abajo, el médico les llamaba.
—¡Ruth! —dijo Kern, tomándola en brazos—. ¿Me prometes tener valor, querida?
Ella le abrazó.
—¡Quiero ser valiente y quiero verte muy pronto!
—Delante del edificio del Correo Central, en Ginebra, si las cosas salen mal; de lo contrario, te esperaré aquí mismo. Todas las noches, a las nueve, estaré delante del hospital, deseando que te pongas buena.
—Me acercaré a la ventana.
—Debes quedarte en la cama. De lo contrario no iré. ¡Sonríeme una vez, sólo una vez!
—¿Ya está? —preguntó el médico.
Ruth sonrió entre lágrimas.
—No me olvides nunca, Ludwig.
—¿Cómo te voy a poder olvidar, Ruth? ¡Eres todo lo que yo tengo en el mundo!
Le besó los febriles labios. La cabeza del médico apareció por la abertura del suelo.
—¡Muy bien! —dijo—. ¡Vámonos ya!
Ayudaron a Ruth a descender, acomodándola en el coche envuelta en mantas.
—¿Podré ir esta noche a saber noticias suyas? —preguntó Kern.
—¡Sí, naturalmente! ¿Se va usted a quedar aquí ahora? Creo que será lo mejor. Siempre que me necesite venga a verme.
El coche partió. Kern se quedó en el mismo sitio, mirándolo hasta que desapareció completamente. A pesar de estar inmóvil experimentaba la sensación de que un fuerte viento le empujaba por detrás.
A las ocho fue a visitar al doctor Beer. El médico estaba en casa y le tranquilizó. La temperatura de Ruth todavía era elevada, pero, por el momento, no había ningún peligro serio. Parecía un caso leve de congestión pulmonar.
—¿Tiene para mucho?
—Si todo marcha bien, dos semanas, y otra más de convalecencia.
—¿Y dinero? —preguntó Kern—. Nosotros no tenemos nada.
Beer se rió.
—De momento está en el hospital. Luego ya habrá quien pague los gastos.
Kern le miró.
—¿A su cargo?
Beer volvió a reír.
—Guárdese el dinero que tenga: yo puedo vivir sin él. Mañana vuelva a saber noticias. —Y se levantó.
—¿En dónde está Ruth? ¿En qué piso? —preguntó todavía Kern.
Beer respondió:
—Deje que piense: número 35 en el segundo piso.
—¿Cuál es la ventana?
Beer guiñó un ojo.
—Creo que es la segunda a la derecha. Pero no adelanta nada sabiéndolo porque ella estará durmiendo a esa hora.
Kern indagó el camino para el hospital. No tuvo dificultad en encontrarlo. Miró el reloj. Marcaba las nueve menos cuarto. La segunda ventana a la derecha estaba a oscuras. Esperó. Nunca había imaginado que las nueve tardasen tanto en llegar. De repente vio que se encendía una luz. Se quedó inmóvil, con los músculos en tensión, observando el rectángulo luminoso. Había leído hacía tiempo, en algún sitio, algo sobre la transmisión del pensamiento, y ahora se concentraba intensamente para enviar fuerzas a Ruth. «Quiero que te pongas buena. Quiero que te pongas buena», repetía insistentemente sin saber a quién dirigía su oración. Inspiró profundamente y dejó salir el aire lentamente; se acordaba que el detalle de respirar profundo era una parte importante de los consejos que daba el libro, sobre la transmisión telepática. Cerró los puños y puso en tensión los músculos, se puso de puntillas como si estuviese dispuesto a echar a volar rápidamente y murmuró una vez más mirando fijamente a la luz: «¡Ponte buena! ¡Te amo, Ruth!».
La luz se apagó pudiendo adivinar una sombra. «Debes quedarte en la cama», pensó de repente lleno de alegría. La sombra movió la mano y Kern hizo otro tanto. Pero, de repente, se dio cuenta de que ella no podría verle. Con desesperación miró a su alrededor buscando un farol u otra luz cualquiera que le permitiese quedar iluminado. Pero no había ninguna. Entonces le vino una inspiración. Sacó del bolsillo la caja de cerillas que había comprado con los cigarros, encendió una y la puso iluminando su cabeza.
La sombra saludó nuevamente. Kern, con cautela, también movió la mano con la cerilla. Después encendió otras dos y las colocó de modo que le iluminasen el rostro. Ruth, desde arriba, agitó la mano rápidamente; él le hizo entender que debía volver a la cama. Dio algunos pasos para demostrarle que se marchaba, después encendió de una vez todas las cerillas y las echó al aire. Cayeron al suelo, apagándose una tras otra. Kern fue hasta la esquina y después volvió. La luz continuó encendida durante un instante, pero después se apagó y la ventana pareció entonces más oscura que las otras.
—Mi enhorabuena, Goldbach —decía Steiner—. Por primera vez ha hecho usted un trabajo estupendo. ¡Con tranquilidad y seguro, sin cometer el menor error! Fue magnífica la manera de indicarme que el reloj estaba escondido en el regazo de aquella mujer. Verdaderamente era cosa difícil.
Goldbach le miró agradecido.
—Yo mismo no sé lo que me ha pasado. Me acerqué de repente, como si fuese una inspiración, y me salió como ha visto. Ahora va usted a ver; me voy a convertir en un gran ayudante. Mañana empezaré a pensar en nuevos trucos.
Steiner sonrió.
—Ande, vamos a tomarnos un trago para celebrar el éxito. —Sacó una botella de aguardiente y llenó dos vasos—. Prosit!, Goldbach.
—Prosit! —Goldbach se atragantó con la bebida, dejando el vaso—. Perdone —murmuró—. Ya no tengo costumbre. Si no lo toma, a mal prefiero marcharme.
—¡Claro que no! Por hoy hemos terminado. ¿No acaba usted de bebérselo?
—Sí, sí, muchas gracias.
Goldbach bebió obediente. Steiner le estrechó la mano.
—¡Ahora no me invente usted demasiados trucos! De lo contrario, me veré perdido con sus sutilezas.
—¡No, no!
Goldbach, con paso rápido, se dirigió hacia la avenida que llevaba a la ciudad. Se sentía leve como si una pesada carga le hubiera caído de sus hombros. Pero una ligereza sin alegría, como si sus huesos estuviesen llenos de aire y sus deseos fuesen vapor que él no podía controlar y que estaba a merced de la primera brisa que soplase.
—¿Ha llegado mi mujer? —preguntó a la sirvienta, que le abrió la puerta.
—No —le respondió, riéndose.
—¿Por qué se ríe usted?
—¿Es que no me puedo reír? ¿Existe alguna ley que lo prohíba?
Goldbach la miró distraído.
—No, no —murmuró—. Puede reírse cuanto quiera.
Se dirigió, por el pasillo, hasta su cuarto, en el que se puso a escuchar a través del tabique. Nada oyó. Cuidadosamente se cepilló el pelo y la ropa. Después golpeó la puerta de comunicación a pesar de que la muchacha le había dicho que Lena no estaba. «Tal vez ya haya vuelto —pensó—. O quizá la criada no se ha dado cuenta». Llamó nuevamente. No recibió respuesta. Cautelosamente dio vuelta al pomo y entró. La lámpara de encima del tocador estaba encendida. La miró como un marinero contempla la luz de un faro.
«No tardará en volver —pensó queriendo tranquilizarse—. De lo contrario, la luz no estaría encendida». Sin embargo, notaba en el vacío de su corazón y en la sangre de sus venas, que ella no volvería jamás. Lo sabía en lo profundo de su pensamiento; pero con la obstinación del miedo, la mente se le agarraba a la esperanza, como a un tronco arrastrado por la corriente, que le salvase de la inundación. Se aferraba a las palabras: «Volverá. De lo contrario, la luz no estaría encendida».
Al cabo de un rato se dio cuenta de que el cuarto estaba vacío, los cepillos, los tarros de crema no estaban delante del espejo. El armario abierto, bostezando, vacío y abandonado, mostraba que los vaporosos vestidos no estaban allí. Unicamente el hálito que el perfume extendía en la habitación le daba un soplo de vida leve, como un recuerdo dolorido en la espera. Después encontró la carta y pensó cómo era posible que llevando allí tanto tiempo no la hubiera descubierto: estaba sobre la mesa.
Sólo cuando hubo pasado un rato consiguió abrirla. Ya conocía el contenido. ¿Para qué abrirla? Por fin rasgó el sobre con una horquilla olvidada que encontró en una silla. La leyó y, sin embargo, su contenido no consiguió penetrar la capa de hielo que le entorpecía el cerebro. Permanecía muerto, como la letra impresa de un periódico o un libro, palabras accidentales que nada tenían de común con él. La horquilla que sostenía en su mano tenía mucha más vida.
Se quedó sentado, quieto, esperando el dolor, sorprendido de no sentirlo. Experimentaba únicamente una sensación extraña, como una inmensa fatiga, igual que en el angustioso momento anterior a adormecerse, después de haber tomado una alta dosis de hipnótico.
Durante bastante tiempo continuó así, contemplándose las manos apoyadas sobre las rodillas, las que le parecían blancos animales sin vida, pálidos monstruos marinos, provistos de cinco tentáculos muertos. Ya no le pertenecían, como ninguna parte de su cuerpo. Era un cuerpo extraño, con los ojos vueltos hacia dentro, examinando la parálisis que no le dejaba ninguna señal de vida sino un ligero temblor.
Por fin se levantó y volvió a su cuarto. Vio las corbatas extendidas sobre la mesa. Mecánicamente cogió unas tijeras y comenzó a cortarlas en pedacitos, una por una, sin dejar que los pedazos cayeran al suelo; los reunió meticulosamente en la palma de la mano y los fue arreglando sobre la mesa en montoncitos multicolores. En medio de esa actividad automática, notó de pronto lo que estaba haciendo. Echó a un lado las tijeras y se detuvo. Después olvidó inmediatamente lo que había hecho, anduvo pesadamente hacia uno y otro lado del cuarto hasta que se sentó. Se quedó encogido, restregándose continuamente las manos, con un gesto fatigoso y senil, como si tuviese frío y ya no poseyera vitalidad para calentarse.