La villa del Consejero de Comercio, Arnold Oppenheim, estaba próxima a Lucerna. Era una casa blanca, esbelta como un castillo, situada en una altura que dominaba el lago de los Cuatro Cantones.
Kern, durante dos días, intentó ser recibido. En la lista de direcciones que le diera Binder, había una anotación al lado del nombre Oppenheim: «Alemán, judío, da, pero sólo presionándole. Nacionalista: no menciones el sionismo».
Al tercer día fue atendido. Oppenheim le recibió en un florido jardín cuajado de claveles, crisantemos y girasoles. Tenía la apariencia de un hombre de buen humor y enérgico, con dedos cortos y un pequeño y espeso bigote.
—¿Hace mucho que ha llegado de Alemania?
—Más de dos años hará que salí de allí.
—¿De dónde es?
—De Dresden.
—¡Ah! De Dresden. —Oppenheim se llevó la mano a la reluciente calva y suspiró con aire nostálgico—. Dresden es una ciudad magnífica; una joya. No hay nada que pueda compararse con el Bhuhl Terassen, ¿no le parece?
—Es cierto —respondió Kern. Sentía calor y gustosamente se habría bebido el vaso de vino que Oppenheim tenía encima de la mesa de piedra. Sin embargo, no se le ocurrió al Consejero ofrecérselo, mientras contemplaba el límpido cielo, perdido en sus pensamientos.
—¿Y el Zwinger, el Castillo, las galerías? Naturalmente que conocerá todo ello muy bien.
—Un poco. Sólo por fuera.
—¡Pero, mi joven amigo! —Oppenheim le miró reprobatoriamente—. ¿Cómo puede desconocer el más bello ejemplo del barroco alemán? ¿No ha oído hablar nunca de Daniel Poppelmann?
—¡Ah, sí, naturalmente! —Kern nunca había oído el nombre del gran arquitecto del barroco, pero no quería ponerse a mal con su interlocutor, por motivo de su ignorancia.
—Bien, eso ya es algo —dijo Oppenheim algo más satisfecho, recostándose en la silla—. Nuestra Alemania no puede ser imitada por nadie, ¿eh?
—Con seguridad que no, ¡afortunadamente!
—Afortunadamente, ¿por qué? ¿Qué quiere usted decir con ello?
—No, que… afortunadamente para los judíos. De lo contrario, ¿qué sería de ellos?
—¡Oh, eso! ¡Se está usted metiendo en política! Ahora, escuche. El qué sería de ellos es tal vez excesivo. Las cosas no están tan mal como eso; hay un poco de exageración. Lo sé de fuente autorizada. Las condiciones no son tan malas como las pintan.
—¿De veras?
—Bien seguro. —Oppenheim se inclinó hacia delante y bajó confidencialmente la voz—. Deje que le diga, entre nosotros; ¡los propios judíos son los responsables, en gran parte, de lo que les está pasando hoy día! Tienen una responsabilidad enorme. Le aseguro que es verdad y sé lo que estoy diciendo; han hecho muchas cosas que no debían. Es asunto que conozco a fondo.
«¿Cuánto me dará? —pensaba Kern—. Si fuera lo suficiente para llegar a Berna…».
—Mire, por ejemplo, los judíos del Oeste, los emigrantes de Galitzia y de Polonia —continuaba Oppenheim bebiendo un trago del vino helado—. ¿Cree que existía un motivo lo suficientemente justo para dejarlos entrar? ¿Qué negocios tenían, a fin de cuentas, esa gente, en Alemania? Estoy tan en contra de ellos como pueda estarlo el Gobierno. El pueblo dice siempre: el judío es judío. ¿Pero qué hay de común entre un inmundo camello vistiendo un astroso caftán, con ridículos caracoles de pelo pendiéndole de las orejas y una vieja aristocrática familia israelita radicada en el país desde siglos?
—El que otro emigró antes —dijo Kern impensadamente. Pero se calló alarmado. Irritar a Oppenheim era lo último que deseaba hacer.
Sin embargo, éste no oyó su contestación. Estaba preocupado con sus propios pensamientos.
—Los últimos ya han sido asimilados. Son ciudadanos importantes y de valor, en los cuales se apoya la nación; los otros no pasan de ser extranjeros. Es eso, amigo mío. ¿Y qué tenemos de común con ellos? Nada, absolutamente nada. Debían haberse quedado en Polonia.
—Pero allí tampoco los quieren.
Oppenheim hizo un gesto vago y le miró irritado.
—Alemania no tiene nada que ver con ello. Es una cosa completamente distinta. Debemos ser objetivos. Detesto las conclusiones genéricas; usted puede decir lo que quiera contra Alemania; pero el pueblo, allí, actualmente, trabaja con ahínco para alcanzar un objetivo. En esto estará usted de acuerdo, ¿no?
—Naturalmente. «Veinte francos —pensaba Kern— me servirán para pagar la pensión durante cuatro días, o tal vez me dé más».
—Si algunas veces un ciudadano o un grupo de ellos tienen que sufrir —y Oppenheim dio un suspiro— es a consecuencia de necesidades políticas inevitables. No hay lugar en la política nacional para sentimentalismos. Hemos de aceptarlo como un hecho consumado.
—Claro, claro.
—Usted lo podrá comprobar por sí mismo —continuó Oppenheim—. El pueblo trabaja. La dignidad nacional ha sido elevada. Naturalmente, que existen medidas extremas; pero eso siempre ocurre al principio y tiende a ser corregido. Basta tener en consideración la transformación operada en nuestras fuerzas armadas: ¡Es una cosa nunca vista en la historia! De pronto, nos vemos convertidos en una nación poderosa. ¡Sin un gran y bien equipado ejército, un país no vale nada, absolutamente nada!
—Sí, claro. Aunque poco entiendo de ello —respondió Kern.
Oppenheim le miró irritado.
—¡Pues debiera entender! —exclamó levantándose—. Y más estando en el extranjero. —Hizo un rápido gesto y atrapó al vuelo un mosquito al que aplastó cuidadosamente—. Ahora vuelven a tenernos miedo. ¡Y sépalo bien: el miedo es lo más importante de todo! ¡Sólo cuando a los demás se les tiene atemorizados es cuando se puede hacer algo!
—Bien lo sé —contestó Kern.
Oppenheim vació el vaso y dio algunos pasos por el jardín. Abajo, el lago brillaba como una lámina de plata iluminada por la claridad del cielo.
—¿Y referente a usted —le preguntó—, hacia dónde quiere ir?
—A París.
—¿Por qué a París?
—No lo sé. Quiero una ocupación cualquiera y me dijeron que allí era más fácil situarse.
—¿Por qué no se queda aquí, en Suiza?
—Consejero Oppenheim —le dijo Kern, que repentinamente se había quedado sin aliento—. ¡Si ello fuera posible, si usted quisiera ayudarme para hacer viable mi estancia aquí! ¡Tal vez pudiera recomendarme o darme una oportunidad para trabajar…! Si quisiese utilizar su nombre…
—Yo no puedo nada —interrumpió prontamente—. Nada, absolutamente nada. No era eso lo que yo quería decir. Simplemente preguntaba. Tengo que conservarme políticamente neutral en todos los sentidos. No puedo mezclarme en esas cosas.
—¡Pero eso no puede considerarse como política alguna!
—¡Hoy en día todo es política! Actualmente soy huésped de Suiza. No puedo hacer nada. —Cada vez estaba más enfadado—. ¿Quería hablarme de alguna otra cosa?
—Deseaba saber si quería usted adquirir alguno de estos artículos.
Kern sacó los objetos del bolsillo.
—¿Y qué es lo que tiene usted? Perfumes, agua de colonia, no me interesan. —Y Oppenheim empujó los frascos a un lado—. ¿Jabón? El jabón siempre es útil. Déjeme ver. Está bien, me quedaré con esta pastilla. Espere un momento… —Llevó la mano al bolsillo dudando un instante, después sacó algunas monedas y puso dos francos sobre la mesa—. Tome, creo que está bien pagado.
—Ya lo creo, hasta de más. El jabón solamente vale un franco.
—Bien, no importa —dijo Oppenheim generosamente—. Pero no se lo diga a nadie. Ya me importunan bastante.
—Consejero Oppenheim —dijo Kern mortificado—, precisamente por ese motivo es por lo que yo sólo aceptaré el precio del jabón.
Oppenheim le miró sorprendido.
—Bien, como quiera. Ése es, naturalmente, un buen principio, no aceptar nunca favores de nadie. Ése es mi lema.
Aquella tarde, Kern consiguió vender dos pastillas de jabón, un peine y tres paquetes de alfileres. Tuvo un ingreso de tres francos. Finalmente, más por indolencia que por esperanza, entró en una tienda pequeña que pertenecía a una tal Frau Sara Grünberg. Frau Grünberg tenía la cabellera revuelta y usaba unos polvos muy blancos: le oyó pacientemente.
—Éste no acostumbra a ser su trabajo, ¿verdad? —le preguntó.
—No —respondió Kern—, en verdad no tengo ninguna vocación para ello.
—¿Quiere trabajar? Estoy haciendo balance y podría emplearle por dos o tres días. Siete francos diarios y una buena alimentación. Puede venir mañana a las ocho.
—Muchas gracias —dijo Kern—. Pero…
—No se preocupe. Nadie se enterará. Ahora deme una pastilla de jabón. Tome tres francos. ¿Es bastante?
—Es demasiado.
—No. Al contrario: es poco. No pierda el valor.
—Con sólo valor no se llega muy lejos —contestó Kern mientras recibía el dinero—. Menos mal que de vez en cuando se tiene un poco de suerte y entonces va mejor.
—Entonces empiece a ayudarme hoy mismo y le daré un franco por hora. ¿Llama usted a eso tener suerte?
—Ya lo creo, la suerte la reconocemos en cuanto aparece y entonces viene más a menudo.
—¿Aprendió usted eso por las carreteras? —le preguntó Frau Grünberg.
—Por las carreteras, no; en los intervalos, cuando tengo un momento para pensar. Entonces intento comprender las cosas que me están pasando. Todos los días se aprende algo. A veces hasta de un Consejero de Comercio…
—¿Entiende usted algo de tejidos de hilo?
—Sólo de las calidades inferiores. Hace poco pasé dos meses en una institución aprendiendo a coser.
—Saber no estorba a nadie —contestó Frau Grünberg—. Por ejemplo: yo sé sacar muelas. Lo aprendí con un dentista hace veinte años. ¿Y quién sabe? Tal vez todavía haga mi fortuna con ello algún día.
Kern trabajó hasta las diez de la noche, recibiendo una buena cena y cinco francos, que sumados a los que poseía, le permitían pagar la pensión durante dos días. Sentía más estímulo que si el consejero Oppenheim le hubiera dado cien francos.
Ruth le esperaba en una pequeña pensión que habían escogido en la lista de direcciones que Binder les dio. En ella era posible permanecer unos días sin temor a ser denunciados a la policía. La muchacha no estaba sola. En la mesa a su lado, en una pequeña terraza, se sentaba un hombre delgado, de mediana edad.
—¡Gracias a Dios que estás aquí! —dijo Ruth a Kern levantándose al ver que llegaba—. Ya empezaba a ponerme intranquila.
—No debes preocuparte. Por lo general, siempre que se tiene miedo no pasa nada. Los accidentes llegan inesperadamente.
—Eso es un sofisma, pero no filosofía —dijo el hombre que estaba sentado junto a Buth.
Kern se volvió hacia él y éste se echó a reír.
—Vengan y tomen una copa de vino conmigo. La señorita Holland puede decirle que soy inofensivo. Mi nombre es Vogt, y en tiempos fui alumno libre en una universidad de Alemania. Háganme compañía en ésta, mi última botella de vino.
—¿Por qué su última botella?
—Porque mañana pretendo hospedarme por algún tiempo. Estoy cansado y necesito reposo.
—¿Hospedarse? —preguntó Kern, perplejo.
—Es como yo le llamo. Pero usted puede añadir: en la cárcel. Mañana me presentaré a la policía a decirle que por dos veces he estado ilegalmente en Suiza durante dos meses. Como castigo me impondrán varias semanas de detención, porque ambas veces fui deportado. Ésa es la pensión del Estado. Diré que esta vez ya llevo en el país algún tiempo: pues la sola contravención de la orden de deportación, sin permanencia, no tiene gran importancia, y como castigo, simplemente me llevarían de nuevo a la frontera.
Kern miró a Buth.
—Si necesita algún dinero, puedo ofrecérselo, porque hoy gané bastante.
Vogt rehusó la oferta.
—No, muchas gracias. Todavía tengo diez francos y es suficiente para el vino y pasar la noche. Lo que me siento es cansado y quiero descansar un poco. Las personas como nosotros sólo encuentran reposo en la cárcel. Tengo cincuenta y cinco años, y mi estado de salud no es muy bueno. Me siento agotado de andar vagando por ahí y de ocultarme eternamente. Venga y siéntese; cuando se vive tan solo, una compañía es un gran placer. —Llenó los vasos—. Es Neuchâtel. Fuerte y puro como agua helada.
—Pero la cárcel… —dijo Kern.
—La prisión en Lucerna es buena. Ya la conozco: es un lujo que me permito, escoger donde me prendan; mi único temor es no ser admitido porque me hagan comparecer ante jueces demasiado humanos, que se conformen con deportarme. Entonces todo volvería a comenzar obra vez, y para nosotros, los llamados arios, es todavía peor que para los judíos. No tenemos organizaciones religiosas que nos auxilien, ni correligionarios. Pero no hablemos más de esas cosas. —Levantó el vaso—. ¡Brindemos por este maravilloso mundo, que es inmortal!
Los vasos se tocaron produciendo un sonido cristalino. Kern bebió el fresco vino: «Como el de Oppenheim», pensó. Se sentó a la mesa junto a Vogt y Ruth.
—Temía que habría de quedarme otra vez solo —dijo Vogt— y ahora les tengo a ustedes conmigo. ¡Qué bella noche, con su clara luz de otoño!
Durante bastante tiempo permanecieron sentados en silencio, en la penumbra de la terraza. Algunas mariposas se lanzaban contra el cristal caliente de las lámparas eléctricas. Vogt se reclinó en la silla con una expresión de paz en su escuálido rostro y en sus ojos brillantes; pareciéndoles a los dos enamorados que aquel hombre era de otro siglo y que estaba despidiéndose, con tranquilidad, de su vida y de su mundo.
—Serenidad —dijo Vogt pensativo, después de una pausa, casi como si hablase para sí mismo—. Serenidad plácida, perdida hoy para nuestra era. Muchas cosas son necesarias para su existencia: sabiduría, superioridad ante las circunstancias, paciencia y resignación ante lo inevitable; todo lo que huyó ante la idea brutal del totalitarismo, que con su arrogancia aflige hoy en día a la tierra. Los que desean mejorar el mundo lo han empeorado…
Vogt movió la cabeza y lentamente tomó un trago del transparente vino. Después señaló el lago de plata, que relucía a la luz de la creciente luna, y las montañas que lo rodeaban como bordes de un cáliz precioso.
—Nadie puede dictar leyes a estas montañas. Ni a las mariposas, ni a las hojas de los árboles, ni a esto, —y señaló algunos libros usados—, Hölderlin y Nietzsche. El primero escribió los más puros himnos a la vida; el otro concibió divinas danzas, de serenidad verdaderamente dionisíaca; ambos acabaron locos. Como si la Naturaleza hubiese querido interponer una barrera entre ellos y nosotros.
—¿Pero es cierto que mañana quiere ir a entregarse a la policía? —recordó Kern.
—Sí, así es. Adiós, Les agradezco que me hayan querido ayudar. Voy a pasear un rato junto al lago.
Descendió la calle lentamente. Estaba desierta; y después que desapareció, Ruth y Kern todavía se quedaron escuchando sus pasos durante algún tiempo. Kern miró a la joven y ella le sonrió.
—¿Tienes miedo? —le preguntó.
Ruth movió la cabeza.
—Nosotros somos diferentes —dijo Kern—. Somos jóvenes y sabremos luchar.
Dos días después, apareció de pronto Binder. Llegaba de Zúrich, frío, elegante y seguro de sí.
—¿Cómo estáis? —preguntó—. ¿Va todo bien? Kern le contó la entrevista que había tenido con el consejero Oppenheim. Binder le escuchó atentamente. Rió cuando Kern le narró que había pedido a Oppenheim que utilizase la influencia de que gozaba en su favor.
—Ése fue tu error —le dijo Binder—. Ese hombre es el más cobarde sapo que jamás hayas conocido. Voy a organizar una expedición de castigo contra él.
Salió y volvió por la noche con un billete de veinte francos en la mano.
—Buen trabajo —le dijo Kern.
Binder se encogió de hombros.
—No fue nada bonito, desde luego. Herr Oppenheim es nacionalista y cree que entiende de todo porque es millonario. El dinero estropea el carácter, ¿no creéis?
—Y la carencia de él también.
—Es verdad, pero no siempre. Le di un susto enorme, con noticias horrorosas de Alemania. El miedo es la única cosa que hace posible que suelte dinero, en la esperanza de sobornar el destino. ¿No hice constar eso en la lista que te di?
—No. Allí dice: da, pero sólo bajo presión.
—Es casi lo mismo. ¿Quién sabe si algún día encontraremos al consejero Oppenheim como un vagabundo por las carreteras igual que nosotros? Ello me compensaría de muchas cosas.
Kern se rió.
—Procurará evitarlo de cualquier manera. ¿Por qué estás en Lucerna?
—Zúrich empezó a estar demasiado caliente. Había un detective detrás de mí y, además de eso —el rostro de Binder se volvió duro—, vengo aquí de vez en cuando para recoger unas cartas que me llegan de Alemania.
—¿De tu familia?
—De mi madre.
Kern se quedó callado. Pensaba en su propia madre, a quien escribía de vez en cuando, sin que pudiera nunca recibir respuesta, pues constantemente mudaba de dirección.
—¿Te gusta la tarta? —preguntó Binder después de algún tiempo.
—Sí, claro. ¿Trajiste alguna?
—Espera un momento. —Salió y volvió trayendo un paquete. Era una caja de cartón que contenía una fina tarta cuidadosamente envuelta en un papel parafinado—. Pasó la frontera hoy —explicó Binder—. El personal de aquí fue a recogerla para mí.
—¡Eres tú el que debes comértela! —dijo Kern—. Tu madre la habrá hecho con sus propias manos.
—Sí, ella la ha hecho, y es por eso, precisamente, por lo que no la quiero comer. Por mucho que lo intentara no podría probar ni un solo bocado.
—No lo comprendo. Si yo recibiese un bollo, que me mandara mi madre, cada día comería un pedacito, para que me durase un mes por lo menos.
—No quiero que me interpretes mal —dijo Binder con emoción contenida—. No la envió para mí. Era para mi hermano.
Kern se le quedó mirando asombrado.
—¿Pero no me habías dicho que tu hermano había muerto?
—Es cierto. Pero ella lo ignora.
—¿Entonces no sabe…?
—No, no me atrevo a decírselo. Se moriría si lo supiera. Era su hijo predilecto, mi madre le quería más a él que a mí. Claro que era mejor que yo; por eso es por lo que no ha resistido. Yo sobreviviré, naturalmente, todo el mundo puede verlo. —Y tiró al suelo el dinero de Oppenheim.
Kern recogió el billete y lo colocó sobre la mesa. Binder se sentó, encendió un cigarrillo y sacó una carta del bolsillo.
—Mira, lee esto. Ésta es la última carta de mi madre.
Era una carta escrita en papel azul claro, de una caligrafía perfecta e inclinada, como si fuera escrita por una mano joven.
Mi Leopoldo querido:
Tu carta llegó a mis manos ayer, y fue tan grande mi alegría que tuve que sentarme y esperar hasta que me sentí más tranquila. Después la abrí y empecé a leer. Como bien te puedes imaginar, mi corazón ya no es el de otros tiempos, después de tantas contrariedades.
¡Qué feliz me siento, sabiendo que por fin has encontrado trabajo! Aunque de momento no ganes mucho, no te aflijas; si trabajas bien, irás saliendo adelante y más tarde podrás continuar tus estudios.
Querido Leopoldo, por favor, cuida a Jorge. ¡Es tan alocado e irreflexivo! Pero mientras tú estés con él, estaré tranquila. Esta mañana hice una tarta de vino de madera, de las que tanto te gustan. Te la envío, con la esperanza de que no se reseque mucho, a pesar de que es natural que un bollo hecho con Madera sea seco. Por eso ha sido por lo que lo escogí en lugar del de café, tu favorito. Ése, seguro que se secaría por completo durante el trayecto.
Leopoldo hijo mío, escríbeme nuevamente si tienes tiempo. ¡Estoy siempre tan intranquila! ¿No tienes un retrato tuyo? Hago votos para que en breve todos estemos reunidos. No olvides a tu:
Madre.
Muchos recuerdos a Jorge.
Kern dejó la carta sobre la mesa. Prefirió dejarla allí, a dársela a Binder en propia mano.
—Un retrato —dijo Binder—. ¿Dónde voy a conseguir yo un retrato suyo?
—¿Hace mucho que tu madre recibió la última carta de tu hermano?
Binder movió la cabeza.
—Hace un año que él se pegó un tiro. Desde entonces le escribo yo una o dos veces por semana procurando imitar la letra de mi hermano; porque ella no debe saber nada. Absolutamente nada. —Miró ansiosamente a Kern—. ¿No crees que hago bien en ocultarle su muerte?
—Sí, Binder. Perfectamente.
—Tiene sesenta años y está enferma del corazón. Probablemente no vivirá mucho tiempo, y con seguridad que conseguiré engañarla hasta el fin. Porque comprenderás que nunca podrá aceptar la idea de que Leopoldo hiciera lo que hizo.
—Es verdad.
Binder se levantó.
—Necesito escribir otra vez en su nombre. Pero un retrato, ¿dónde puedo yo encontrar un retrato? —Cogió la carta de encima de la mesa—. Cómete la tarta, por favor. Si no te gusta, dásela a Ruth. Pero no le digas a ella la verdad de lo que te he contado…
Kern dudaba. Binder insistió.
—Es una tarta estupenda. Me están entrando ganas de coger un pedacito, sólo un pedacito, aunque sea para probarla…
Sacó una navaja del bolsillo y cortó con ella una fina rodaja del borde del bollo poniéndola sobre la carta de su madre.
—¡Así es la vida! —dijo, con una extraña y desilusionada mirada—. Mi hermano, en realidad, nunca quiso mucho a nuestra madre. ¡Sin embargo, yo… yo! Tiene gracia, ¿no es verdad?
Y se fue a su cuarto procurando ocultar el rostro entre sus manos.
Eran cerca de las once de la noche. Ruth y Kern estaban sentados en la terraza. Binder bajó la escalera y fue hacia ellos.
—Vámonos a cualquier parte —dijo—. No consigo dormir y no quiero estar solo esta noche. Sólo por una hora. Sé un sitio estupendo. Vamos, por favor.
Kern miró a Ruth.
—¿Estás cansada? —le preguntó.
Ella movió la cabeza.
—Hacedlo por mí —repitió Binder—. Vamos a respirar otro ambiente.
—Está bien.
Los llevó a un salón de baile. Ruth, asombrada, no perdía detalle.
—Esto es demasiado elegante. No es para nosotros
—¿Para quién ha de ser, sino para nosotros, cosmopolitas? —replicó Binder sarcásticamente—. Y a decir verdad, si miráis detenidamente, veréis que no es tan elegante como parece. Simplemente, es lo bastante elegante como para estar a salvo de los detectives; un coñac aquí cuesta poco más o menos igual que en cualquier otra parte. Por otro lado, la música es mucho mejor. Hace tiempo que necesitamos de estas cosas. Seguidme que allí veo una mesa libre.
Se sentaron y pidieron bebidas.
—¡Qué importa todo! —dijo Binder, levantando la copa—. ¡Alegraos! La vida es corta y después de ella nadie os juzgará según os hayáis divertido o no.
—Es verdad. —Kern, a su vez, levantó su copa—. Basta con que simplemente nos convenzamos de que somos ciudadanos del país. ¿No te parece, Ruth? Personas que poseen casa en Zúrich y están de vacaciones en Lucerna.
Ruth hizo señal de que sí y sonrió.
—O turistas —dijo Binder—, turistas ricos. —Vació la copa y pidió otra—. ¿Quieres otra tú también? —preguntó a Kern.
—Más tarde.
—Pide otra. Así te pondrás alegre más de prisa.
—Está bien.
Sentados en su mesa, miraban a los bailarines. Era un grupo de gente joven, tan jóvenes como ellos. Sin embargo, y a pesar de ello, los tres se sentían como niños perdidos, mirando con vivo interés hacia un punto lejano. No era simplemente la falta de hogar lo que convertía en un círculo mortecino todo aquello que les rodeaba, sino la alegría propia de los jóvenes, motivada porque nada esperaban del futuro. «Eso es lo que nos ocurre a nosotros —pensaba Kern—, debíamos estar alegres. Tengo todo lo que puedo desear y casi más. ¿Qué es lo que está errado a fin de cuentas?».
—¿Te gusta? —preguntó a Ruth.
—Sí, mucho —respondió ella.
Se apagaron las luces, apareciendo reflectores de colores en el suelo y una linda y esbelta bailarina se puso a girar delante de ellos.
—Una maravilla, ¿no te parece? —preguntaba Binder, aplaudiendo.
—¡Magnífica!
Kern también aplaudía.
—La música es excelente, ¿no os parece?
—Estupenda.
Continuaban sentados, ansiosos por encontrar aquello magnifico, por sentirse felices y alegres; sin embargo, sólo notaban polvo y cenizas en todo, y no comprendían por qué.
—¿Por qué no bailáis? —preguntó Binder.
—¿Vamos?
Kern se levantó.
—Creo que no sé bailar —respondió Ruth.
—Tampoco yo sé. Pero lo podemos intentar.
Ruth dudó un instante, después acompañó a Kern hasta la pista.
Las luces de colores fluctuaban por encima de las parejas.
—Ahora vendrá la luz violeta —dijo Kern—. Da suerte sumergirse en ella. —Bailaban cautelosa y casi tímidamente. Gradualmente fueron confiándose, especialmente cuando se convencieron de que nadie les prestaba atención—. ¡Qué magnífico es bailar contigo! ¡Siempre resultan deliciosas las cosas hechas contigo! ¡Basta que estés en cualquier parte, para que todo cambie y se vuelva bello!
Ella apretó más su mano contra el hombro de él. Dulcemente, entraron en el ritmo de la música. La luz continuaba flotando por encima de ellos, como un agua de colores, y por un momento se olvidaron de todo: sintiendo únicamente que ligaban sus jóvenes vidas una a otra, libres de las sombras del miedo, de la desconfianza y de la fuga.
La música cesó y los dos volvieron a la mesa. Kern miró a Ruth. Los ojos de ella resplandecida y sus mejillas se animaban. A veces tenía una radiante y casi osada expresión. «¡Diablos! —pensó el muchacho—. ¿Por qué no podrán las personas vivir como quieren?». Y durante unos instantes experimentó una dolorosa amargura.
—¡Mirad quién viene ahí! —murmuró Binder.
Kern levantó los ojos. Arnold Oppenheim, consejero de Comercio, atravesaba diagonalmente la sala encaminándose a la puerta. Se paró junto a la mesa de ellos, sofocado.
—¡Interesantísimo! —vociferó—. ¡Muy instructivo!
Nadie le respondió.
—¡Eso es lo que yo gano con mi generosa asistencia! —La indignación de Oppenheim crecía—. ¡Mi dinero es inmediatamente desperdiciado en los cabarets de moda!
—No sólo de pan vive el hombre, consejero —respondió Binder con tranquilidad.
—¡Eso es pura retórica! Muchachos como ustedes no tienen nada que hacer en los cabarets.
—Tampoco tienen nada que hacer en las carreteras —replicó de nuevo Binder.
Kern se volvió hacia Ruth.
—¿Te puedo presentar al caballero que está tan irritado contra nosotros? Es el consejero Oppenheim. Me compró una pastilla de jabón. Tuve una ganancia de cuarenta céntimos en la transacción.
Oppenheim se sintió alcanzado de lleno y miró al muchacho, furioso. Después murmuró entre dientes algo que pareció sonar como «¡qué desfachatez!», y se marchó.
—¿Qué ha sido todo esto? —preguntó Ruth.
—La cosa más corriente del mundo —respondió Binder zumbón—. Caridad consciente. Más dura que el acero.
Ruth se levantó.
—Con seguridad que fue a llamar a la policía. Es mejor que nos marchemos.
—Es demasiado cobarde para hacer eso. Le podría traer consecuencias desagradables.
—Por si acaso…
—Está bien.
Binder pagó la cuenta y se volvieron los tres a la pensión. Cerca de la estación del ferrocarril, dos hombres se les aproximaron, vinieron en dirección opuesta.
—Cuidado —murmuró Binder—. Son detectives. Procurad aparentar desenvoltura.
Los dos hombres venían hacia ellos. Uno de ellos llevaba un sombrero hongo y fumaba descuidadamente un puro. El otro era Vogt. Les reconoció y en su rostro se podía leer una casi imperceptible expresión de pesar.
Un momento después, Kern se volvió. Los dos hombres habían desaparecido.
—Van hacia Basilea, en el tren de las doce y quince, para la frontera —anunció Binder con seguridad.
Kern movió la cabeza.
—Por lo visto el juez fue demasiado humano.
Continuaron andando. Ruth tiritaba.
—Después de todo, la estancia aquí no me parece tan segura —dijo ella.
—Francia —dijo Binder—. París… Una ciudad grande es mejor.
—¿Por qué no te vienes también para allá?
—No sé una palabra en francés. Además, me especialicé en Suiza, y después, también… —Se calló de repente.
Continuaron andando en silencio. Una brisa fresca venía del lago. Por encima de ellos se abría un cielo inmenso e indiferente de tono grisáceo.
Enfrente de Steiner sentábase un antiguo abogado, el doctor Goldbach II, en otro tiempo miembro del Tribunal Supremo de Berlín. Era el nuevo ayudante de telepatía. Steiner le encontró en el «Café Sperler».
Goldbach era un hombre de unos cincuenta años y había sido expulsado de Alemania por ser israelita. Negociaba en corbatas y daba, ilegalmente, consejos legales. De esa manera ganaba lo suficiente para no morir de hambre. Estaba casado con una linda mujer de treinta años a la que amaba locamente. Actualmente ella se sustentaba con la venta de sus joyas, el marido, sin embargo, no ignoraba que probablemente no podría conservarla mucho tiempo a su lado. Steiner oyó su historia y le consiguió el empleo de ayudante para el espectáculo de la noche. De esta forma, durante el día él podría continuar ejerciendo sus otras profesiones.
En seguida se hizo patente que Goldbach no servía para el empleo. Se ponía siempre nervioso y estropeaba el espectáculo. Al final, venía hacia Steiner desesperado, suplicándole que no le echase.
—Goldbach —decía Steiner—. Hoy la cosa ha ido peor que nunca. Así no podemos continuar. Casi siempre me veo obligado a adivinar de verdad.
Goldbach le miraba compungido, como un perro moribundo.
—¡Y es tan fácil! —continuaba Steiner—. El número de pasos que tiene usted que dar hacia el primer poste, significa el número de la fila en que está sentada la persona en cuestión. Guiñando el ojo derecho, significa mujer; el izquierdo, un hombre. El número de dedos que extiende, como por casualidad, muestra cuántas sillas hacia la Izquierda. Extendiendo el pie derecho, significa que el objeto está escondido en la parte superior del cuerpo. El pie izquierdo en la parte inferior. Cuando más estirado el pie, tanto más hacia arriba o hacia abajo queda la cosa. Ya hemos cambiado el sistema, precisamente por ser usted tan nervioso.
El abogado, intranquilo, metió el dedo entre el cuello de la camisa.
—Herr Steiner —le dijo—, me sé el sistema muy bien. Sabe Dios cuántas veces lo ensayo durante el día. Pero me parece que tengo un demonio que me persigue…
—Pero, Goldbach —dijo Steiner, pacientemente—. Como abogado, debe usted haberse encontrado en situaciones mucho más complicadas que ésta. Goldbach se retorcía las manos.
—Me sé de memoria, tanto seguido como salteado, el Código civil entero. Conozco centenares de citaciones y sentencias. Créame, Herr Steiner, mi memoria era el terror de los jueces… ¡Pero lo que ocurre, no lo entiendo!
Steiner meneó la cabeza.
—¡Pero sí hasta un niño puede retenerlo, Goldbach! Son únicamente ocho señales diferentes y cuatro más para casos excepcionales.
—¡Si las conozco, Dios mío! ¡Las practico diariamente! Creo que es simplemente la excitación que…
Goldbach, sentado en su silla, con una pequeña y desgarbada figura encogida, miraba hacia delante, desolado. Steiner se rió.
—¿Pero usted nunca se sintió nervioso en el tribunal? ¿No defendió causas importantes, durante las cuales mantenía el más completo dominio sobre sí, por complicada que fuese la cuestión?
—Sí, sí, pero aquello era fácil. ¡En cambio esto! Antes de empezar, me sé perfectamente todos los detalles. Pero en el preciso momento que entro en la tienda, todo se confunde, y me pongo excitadísimo.
—Pero, Dios mío, ¿qué es lo que le hace estar tan nervioso?
Goldbach se quedó quieto unos instantes. Después dijo como en un susurro:
—No sé. ¡Hay tantas cosas mezcladas! —Se levantó—. Herr Steiner: ¿Quiere darme la última oportunidad?
—Naturalmente. Pero mañana tendrá que salir todo bien. De lo contrario nos tendremos que ver con Potzloch.
Goldbach removió en el bolsillo del abrigo y sacó de él una corbata liada en un papel de seda, ofreciéndosela a Steiner:
—Le traje un pequeño obsequio. Tiene usted tantas molestias por mí.
Steiner apartó el paquete.
—Llévese eso. Nosotros no hacemos esas cosas.
—Pero si no me cuesta nada.
Steiner le dio una palmada en el hombro.
—¡Tentativa de soborno por un abogado! ¿Cuál es la pena máxima por un delito de este tipo, en un proceso?
Goldbach sonrió abiertamente.
—Ésta es una cuestión que debería someter al Ministerio Fiscal. Lo que se pide a un buen defensor es cuál es la pena mínima. Además, la medida de la pena es siempre la misma. Solamente en un caso como éste se anulan las circunstancias atenuantes. El último caso importante de este tipo fue el del proceso de Hauer y Compañía. —Goldbach comenzó a animarse—. La defensa estaba a cargo de Freygang. Un hombre que valía, pero muy dado a las paradojas. Las paradojas son admirables para el juego porque confunden al contrario, pero no pueden servir como base de defensa. Fue ahí donde Freygang se embarulló y pidió que se consideraran circunstancias atenuantes para un consejero del Tribunal de Casación, —Goldbach rió nerviosamente— nada menos que la ignorancia de la Ley.
—¡Brillante inspiración! —dijo Steiner.
—Como artimaña, sí, pero no como recurso legal.
Goldbach permaneció algún tiempo en silencio, con la cabeza inclinada y la mirada penetrante y fija a través de las tupidas pestañas. Ya no era el mísero prófugo, ni el vendedor de corbatas. Era otra vez el doctor Goldbach II, del Tribunal Supremo, el temido tigre de la jungla jurídica.
Con paso ligero y el cuerpo altivo, Goldbach atravesó la avenida principal del Prater, con un andar que hacía mucho tiempo no tenía. Ni siquiera percibía la melancolía de aquella noche clara de otoño. Se sentía en el tribunal, los corredores llenos, con los apuntes a su alcance, ocupando el lugar del abogado Freygang. Esperaba que el Fiscal acabase su actuación, sentándose después. Alisaba la toga y posaba levemente el puño cerrado sobre la mesa. Se inclinaba como si estuviese tirando al florete, y comenzó a hablar con voz metálica: «Excelentísimo Tribunal Supremo: Hauer el acusado…».
Los razonamientos seguían a los razonamientos, cortos e inexorables en su lógica. Volvía sobre los argumentos del fiscal, uno después de otro. Parecía al principio concordar con sus conclusiones. Daba la impresión de que acusaba en vez de defender. La sala permanecía en silencio. Los jueces levantaban la cabeza; pero de repente mudaba de campo. Citaba el artículo referente al soborno y en cuatro razonamientos fulminantes demostraba su ambigüedad. Después, con arte magistral, introducía las pruebas que demostraban la inocencia de su defendido y que se revelaban entonces en toda su importancia.
Se detuvo delante de su casa y subió lentamente las escaleras, caminando cada vez más despacio.
—¿Ha llegado mi mujer? —preguntó a la somnolienta criada que salió a abrir la puerta.
—Llegó hace quince minutos.
—Gracias.
Goldbach atravesó el vestíbulo y entró en su estrecho cuarto, aireado por una única ventana que daba al patio. Se pasó el cepillo por el polo y dio unos golpes en la puerta de comunicación.
—¿Quién?
Su mujer estaba sentada enfrente del espejo, examinándose el rostro con detenimiento. Ni siquiera se volvió.
—Bien, ¿qué te pasa ahora? —preguntó ella.
—¿Cómo van las cosas, Lena?
—¿Cómo crees que van a marchar en una vida como la nuestra? Pues muy mal. Después de todo, no sé por qué haces una pregunta como ésa.
Ella, ahora, se examinaba los párpados.
—¿Saliste? —preguntó el marido.
—Sí.
—¿Dónde has estado?
—Por ahí. No puedo quedarme aquí sentada mirando a las paredes, todo el día.
—Ni yo quiero que lo hagas. Me alegro cuando sé que te distraes un poco.
—En ese caso todo está bien, ¿no te parece?
Ella empezó a cubrirse el rostro con «cold-cream», lenta y cuidadosamente. Hablaba a Goldbach sin la menor animación en la voz; con amarga indiferencia, como si se dirigiese a un objeto inanimado. Él, inmóvil junto a la puerta, la miraba hambriento de ternura. Su piel, rosada y lisa, relucía a la luz de la lámpara; su cuerpo era suave y rollizo.
—¿Encontraste por fin alguna cosa? —le preguntó.
Goldbach parecía disminuir de tamaño.
—Pero, Lena, bien sabes que no tengo permiso para trabajar. Busqué a mi colega Hofner, y tampoco puede hacer nada por mí. ¡Todo va tan despacio!
—Sí, ya se está demorando demasiado.
—Hago todo lo que puedo, Lena.
—Sí, lo sé. Pero estoy cansada.
—Ya me voy. Buenas noches.
Goldbach cerró la puerta. No sabía qué hacer. Si entrar de nuevo en el cuarto de ella e implorar que le comprendiese, suplicándole que consintiera en dormir juntos por lo menos una noche. O…, cerró los puños, impotente. «¿Pegarle?», pensó. Devolver a aquella carne rosada todas las humillaciones y vergüenzas que le había hecho tolerar hasta entonces, dar suelta a sus instintos, libertar su furia, irrumpir en la habitación donde ella se atrincheraba y pegarle hasta que aquella boca indiferente y orgullosa gritase y gimiese, y aquel suave cuerpo se retorciese en el suelo.
Temblaba, escuchando los movimientos de Lena en su cuarto. «Karbapke no, no es eso. ¿Karbupke?». Ése era el nombre del hombre. Un sujeto alto, corpulento, con los cabellos a dos dedos de las cejas; al que un criminalista describiría como perfecto tipo de asesino. A causa de aquella cara había sido difícil conseguir la absolución, alegando que tenía perturbados los sentidos. De un golpe había partido los dientes de su amante, le fracturó un brazo y le rasgó la boca. E incluso, durante la vista, los ojos de ella todavía estaban hinchados a causa de los golpes recibidos.
A pesar de todo, o tal vez por eso mismo, ella amaba a aquel mono, con una devoción de perro. «La absolución ha sido un gran éxito. La defensa realizada, una obra de arte de profunda psicología», le dijo entonces su colega Cohn III al felicitarle.
Goldbach dejó caer las manos. Miró la colección de corbatas que estaba sobre la mesa. Sí, en aquel tiempo, entre sus colegas de profesión, con qué seguridad había sostenido la opinión de que el amor de las mujeres exige un Dueño, un Señor. En aquella época en que ganaba sesenta mil marcos al año y daba a Lena las joyas que ella ahora vendía.
Aguzó el oído cuando ella se metió en la cama. Era una cosa que hacía todas las noches y se odiaba por ello; pero le era imposible dominarse. Se quedó con las mejillas ardiendo, escuchando el ruido de los muelles de la cama. Apretó los dientes, se dirigió al espejo y se miró. Después cogió una silla y la colocó en medio del cuarto. «Vamos a suponer que una mujer, en la novena fila, tres sillas más allá de la entrada, escondió una llave en el zapato». Atentamente, se dirigió hacia la silla con nueve pequeños pasos. Ligero, guiñó el ojo derecho, se pasó la mano con tres dedos extendidos por la cabeza y extendió hacia delante el pie izquierdo. Más hacia delante. Se sentía completamente absorbido por el ensayo. Veía a Steiner buscando y estiró todavía más el pie.
Bajo la luz rojiza de la lámpara eléctrica, su sombra patética y grotesca se movía sobre la pared.
En ese mismo instante Steiner decía:
—Me gustaría saber qué estarán haciendo nuestros pequeños, Lilo. Bien sabe Dios que no es sólo a causa de este pobre desgraciado de Goldbach, la verdad es que noto la falta del muchacho.