CAPÍTULO XI

Kern firmó la hoja de segunda expulsión de Austria. En esta ocasión, era para siempre. Sin embargo, no experimentó emoción alguna. Mientras firmaba estaba pensando que, probablemente, estaría de vuelta en el Prater a la mañana siguiente.

—¿Tiene alguna cosa que recoger en Viena, que quiera llevarse consigo? —le preguntó el funcionario.

—No, nada.

—¿Sabe que si vuelve a Austria la detención durará tres meses?

—Sí, lo sé.

El funcionario se quedó mirando a Kern durante unos minutos. Después, sacó rápidamente del bolsillo un billete de cinco chelines y se lo dio.

—Para que se tome un trago. Como sabe, yo no puedo modificar las leyes. Pida Gumpoltskirchener, que este año está magnífico. Que le vaya bien.

—Gracias —dijo Kern, desconcertado. Era la primera vez que recibía algo de la policía—. ¡Muchas gracias! Este dinero me viene estupendamente.

—Muy bien, muy bien. Puede marcharse. Su escolta le está esperando en el vestíbulo.

Kern se guardó el dinero. Con él podría pagar dos vasos de Gumpoltskirchener y volver en el autobús a Viena. Sería menos peligroso y todavía le sobrarían dos chelines.

Siguieron el mismo camino que había recorrido en compañía de Steiner. A Kern le parecía que habían transcurrido diez años desde entonces.

Cuando llegaron a la última parada y se apearon, tenían que recorrer todavía un trecho a pie.

Pasaron por delante de una taberna que anunciaba vino nuevo. Se veían sillas y mesas delante de ella. Kern se acordó del consejo del funcionario.

—¿Tomamos un vaso de vino? —preguntó al que le escoltaba.

—¿De qué clase?

—El Gumpoltskirchener está maravillosamente bueno este año. Todavía es muy pronto para llegar a la aduana.

Se sentaron en unas sillas al aire libre, y tomaron el claro y seco Gumpoltskirchener. A su alrededor todo era silencio y tranquilidad. El cielo aparecía limpio y era de un color verdoso. Un aeroplano, como un lejano halcón, volaba en dirección a Alemania. El tabernero trajo una lámpara y la colocó sobre la mesa. Era la primera noche de Kern fuera de la prisión. Durante dos meses no había visto el cielo. Se mantenía sentado, silencioso, gozando del corto período de paz que todavía le pertenecía, pues al cabo de dos horas, la fuga y el terror comenzarían de nuevo.

—¡Este trabajo me produce verdaderas náuseas! —dijo de repente el policía.

Kern le miró de soslayo.

—Pienso como usted.

El otro no contestó:

—No creo que me comprenda.

—No. Me parece que no.

—Me refiero a ustedes, los refugiados —replicó el policía, aburrido—. ¡Ustedes rebajan la dignidad de nuestra profesión! ¡No hacemos otra cosa sino escoltar refugiados, de aquí para allá, día tras día! Constantemente de Viena a la frontera. ¿Cree usted que esto es vida? No se hace un trabajo decente, ¡ni siquiera poner unas esposas a un ladrón!

—Tal vez dentro de un año o dos nos lleven a la frontera esposados —respondió Kern con desdén.

—¿De qué nos serviría? —El policía le miró con rabia—. Políticamente hablando, ustedes no tienen ninguna importancia. Y menos para mí, que escolté al autor de cuatro asesinatos, Müller II, con orden de dispararle al menor movimiento. Dos años después, a Bergmann, el asesino de mujeres. Y más tarde a Brust el destripador. Sin hablar de Teddy Blumel, el violador de cadáveres. ¡Aquéllos eran otros tiempos! Pero acompañarles a ustedes no tiene aliciente alguno. —Dio un suspiro y vació el vaso—. Menos mal que entiende usted de vinos. ¿Nos tomamos otro? Esta vez soy yo quien paga.

—¡Estupendo!

Tomaron una segunda ronda en perfecta camaradería. Después se marcharon. Ya estaba amaneciendo. En el camino hallaron mariposas que volaban. Curioso contraste. La Aduana estaba profusamente iluminada.

Los antiguos empleados todavía estaban allí. El policía que acompañaba a Kern hizo entrega del mismo.

—Siéntese ahí un momento —dijo uno de los empleados—. Todavía es muy temprano.

—Ya lo sé —respondió Kern.

—¡Ah! Por lo visto conoce usted el camino, ¿no?

—Naturalmente. Las fronteras son nuestro hogar.

Cuando comenzaba a rayar el día, ya estaba Kern en el Prater. No osó dirigirse inmediatamente al vagón de Steiner, para despertarle, porque no sabía lo que podía haber ocurrido durante su ausencia. Se quedó vagabundeando. El otoño había llegado mientras estaba en la prisión. Los árboles, cubiertos de hojas brillantes, mojadas por el rocío, despedían infinitos destellos. Se paró unos instantes delante del carrusel tapado con el hule gris. Después levantó la cubierta y entró. Se sentó en una góndola. Allí por lo menos estaría a salvo de la ronda de la policía. Le despertó la risa de alguien. Era día claro y el hule que cubría el carrusel había sido levantado. De un salto se puso de pie, Steiner estaba delante de él, vestido con un mono azul. Kern salió de la góndola, y experimentó la sensación de hallarse en casa.

—¡Steiner! —gritó, radiante—. ¡Estoy de vuelta, gracias a Dios!

—Eso veo. El hijo pródigo retorna a casa, de vuelta del calabozo. Anda, ¡déjame que te mire! Un poso pálido y delgado, a consecuencia de la bazofia de la prisión. ¿Por qué no fuiste al vagón?

—No sabía si todavía estabas allí.

—Sí, por ahora. Pero la primera cosa que debes hacer es tomar un poco de café. Después de ello, el mundo tendrá otro aspecto. ¡Lilo! —gritó volviendo el rostro hacia el vagón—. ¡Nuestro pequeño ha vuelto! ¡Necesita un buen desayuno! —Se volvió hada Kern—. ¡Has crecido y pareces más hombre, pequeño! ¿Has aprendido alguna cosa mientras has estado fuera?

—Sí. Aprendí que es necesario ser fuerte si no se quiere ser aplastado. No consiguieron vencerme. Además de eso, sé cómo se hacen chaquetas y aprendí a hablar francés. También aprendí que el dar órdenes, a veces, es mejor que suplicar.

—¡Estupendo! ¡Excelente! —sonrió Steiner.

—¿Dónde está Ruth? —preguntó Kern.

—En Zúrich. Recibió orden de dejar el país. Fuera de eso, nada malo ha pasado. Lilo tiene cartas para ti. Ella es nuestra oficina postal, pues ya sabes que es la única que posee documentos. Ruth le dirige sus cartas.

—En Zúrich —murmuró Kern.

—Sí, pequeño. ¿Te parece mal?

Kern le miró.

—No.

—Vive con unos amigos suyos. En breve, también estarás tú allí.

—Está bien.

Lilo apareció. Saludó a Kern como si solamente hubiese estado fuera para un paseo. Hacía casi veinte años que vivía fuera de Rusia. Por eso, dos meses no tenían importancia. Había visto hombres que volvían de Siberia y de China después de más de diez o quince años de deportación. Con su manera de ser tranquila, puso sobre la mesa la bandeja con los tazones y la cafetera.

—Dale las cartas, Lilo —le dijo Steiner—. No querrá comer mientras no las lea.

Lilo señaló la bandeja. Las cartas estaban allí, apoyadas en un vaso. Kern empezó a leer y de repente se olvidó de todo. Eran las primeras cartas que recibía de Ruth. Eran las primeras cartas de amor de su vida. Como por arte de magia, su corazón se alivió del peso que lo oprimía. Ya no se sentía solo ni pensaba en el disgusto que había sentido al salir de la cárcel y no encontrar a Ruth. Leía, y los caracteres de tinta negra se iluminaban como si fuesen fosforescentes. En aquellas cartas palpitaba el sentimiento de un ser humano que le quería, que se veía desesperadamente intranquilo con todo lo que le sucediera y que decía que le amaba. «¡Mi Ruth! Dios mío —pensó—. Mi Ruth. Mía, parece imposible. Mi Ruth». ¿Qué otra cosa le había pertenecido, hasta entonces? ¿Qué era lo que había sido suyo? Simplemente, unos frascos de perfumes, unas pastillas de jabón y la ropa que usaba, ¡y ahora un ser humano! ¡Aquellos cabellos negros, los ojos…! ¡Era casi imposible!

Levantó los ojos. Lilo entraba en el vagón. Steiner fumaba un cigarro.

—¿Está bien, pequeño? —le preguntó.

—Sí. Me dice que no vaya. Que no me arriesgue nuevamente por su causa.

Steiner se rió.

—¡Qué arte tienen estas muchachas para escribir! —Llenó una taza de café para Kern—. Ahora tómate esto e intenta comer alguna cosa.

Se recostó en el vagón y se quedó observando a Kern, que comía. El sol aparecía por entre la fina y blanca neblina. Kern lo sintió en el rostro. Le parecía como un efluvio de vino. La víspera comía en tazones inmundos, en la celda maloliente, mientras que un compañero de prisión, llamado Leo, ejecutaba un concierto de sonidos innobles, una especialidad suya al despertarse. Y ahora, el suave viento le acariciaba el rostro, comía pan blanco y tomaba un magnifico café, tenía cartas de Ruth en el bolsillo y veía a Steiner a su lado, recostado en el vagón.

—Hay una ventaja cuando se va a la cárcel —dijo Kern—. Al dejarla, todo se encuentra maravilloso.

Steiner movió la cabeza.

—Supongo que tienes ganas de marcharte esta misma noche, ¿verdad? —le preguntó.

Kern le miró.

—Quiero marcharme y, al mismo tiempo, me quiero quedar. Me gustaría que todos pudiéramos vivir juntos.

Steiner le dio un cigarrillo.

—Quédate aquí por lo menos uno o dos días —le dijo—. Estás muy cansado. La comida de la prisión te ha debilitado y necesitas alimentarte. Es preferible esperar unos días, a caerse de debilidad en la carretera y que la policía te coja. Suiza no es ninguna broma. Es un país desconocido y necesitarás todo tu coraje y toda tu fuerza.

—¿Pero es que puedo hacer algo aquí?

—Puedes ayudar en el tiro al blanco. Y por las noches hacer de auxiliar en la telepatía. Durante tu ausencia tuve que buscarme otro. Pero dos es siempre mejor que uno.

—Bien —dijo Kern—. Creo que tienes razón. Tengo que reponerme un poco antes de marcharme. Ando con una sensación horrible de hambre. No es sólo en el estómago. Es en los ojos, en la cabeza, en todas partes. Creo que debo esperar hasta mejorar un poco.

Steiner rió.

—¡Muy bien! Ahí viene Lilo, con un plato de piroshky caliente. Come, pequeño, mientras yo voy a despertar a Potzloch.

Lilo puso el plato delante de Kern. El muchacho comenzó a comer tocando de vez en cuando sus cartas.

—¿Te vas a quedar por aquí? —le preguntó Lilo en su áspero alemán.

Kern, pensativo, respondió afirmativamente con la cabeza.

—No te preocupes por Ruth. Ella se arreglará. Es una muchacha muy dispuesta. ¡Conozco a las personas por la cara!

Kern deseaba decirle que lo que temía era que le prendieran antes de llegar a Zúrich y, entonces, no poder ayudarla. Pero una mirada al rostro de la rusa, sombreado por inmensa tristeza, le hizo permanecer en silencio. Todos sus problemas le parecían pequeños y sin importancia delante de aquello. Mientras tanto, ella parecía que le iba leyendo el pensamiento.

—Está bien. Mientras haya algún ser vivo que piense en ella, no tiene que temer.

Era por la tarde, dos días después. Un grupo de hombres entró en la galería de tiro al blanco. Lilo estaba ocupada con unos muchachos y los hombres se aproximaron a Kern.

—Venga acá. Queremos tirar.

Kern entregó un rifle a uno de ellos. Al principio el hombre disparó algunas veces sobre las figuritas de barro, que saltaban hechas añicos, y sobre las bombillas, que danzaban empujándose. Después, empezaron a estudiar la lista de los premios y pidieron a Kern que dispusiera los blancos.

Los dos primeros tiradores hicieron una marca de treinta y cuatro y cuarenta y cuatro puntos. Ganaron un oso de felpa y una pitillera de plata. El tercero, un hombre gordo de pelo rizado, con un gran bigote semejante a un cepillo, estuvo mucho tiempo apuntando cuidadosamente e hizo cuarenta y ocho puntos. Los amigos le aplaudieron. Lilo le lanzó una rápida mirada.

—Cinco tiros más —ordenó el hombre, echando hacia atrás el sombrero—. Con el mismo rifle.

Kern cargó el arma. Con los tres primeros tiros el hombre obtuvo treinta y seis puntos, logrando doce cada vez. Kern se fijó en la bandeja de plata, premio para el que alcanzara sesenta puntos, y comprendió que la reliquia de la familia de Potzloch estaba en peligro. Cogió uno de los cartuchos mágicos del Director Potzloch. El primer tiro marcó un seis.

—¡Alto ahí! —El hombre dejó el rifle sobre el mostrador—. Debe tener algo estropeado. ¡El disparo que hice fue completamente perfecto!

—Tal vez haya temblado un poco —dijo Kern—. El rifle es el mismo.

—¡Yo no tiemblo! —respondió el hombre irritado—. Un curtido sargento de la policía no tiembla. Sé muy bien cómo tiro.

Esta vez era Kern el que temblaba. Un policía, incluso de paisano, le hacía ponerse nervioso. El hombre se le encaró.

—Aquí hay algo raro —dijo amenazador. Kern no le respondió. Le entregó nuevamente el rifle cargado. Esta vez había puesto un cartucho bueno. El sargento le miró nuevamente antes de apuntar. Marcó otros doce puntos y dejó el rifle sobre el mostrador—. ¿Y ahora, qué?

—A veces es fácil que ocurra —comentó Kern.

—¡Es imposible! ¡Cuatro veces doce y una vez seis! Usted mismo no lo cree, ¿verdad?

Kern no respondió. El hombre le acercó más su roja cara.

—Creo que le he visto antes en algún sitio.

Sus amigos le interrumpieron. Dijeron que querían una tirada gratis.

—¡El seis no puede ser contado! ¡Ha hecho algo raro al meter el cartucho! —gritaban.

Lilo se aproximó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Puedo serles útil? Este muchacho es nuevo aquí.

Los otros se pusieron a discutir con ella, pero el policía no tomó parte en la discusión. Miraba a Kern y se esforzaba por recordar algo. Éste aguantó la mirada sin pestañear. Se acordó de todas las lecciones que su tormentosa vida le había dado.

—Voy a hablar con el director —le dijo al hombre, negligentemente—. No tengo autoridad para decidir nada.

Estaba pensando en conceder al policía su tiro gratis, pero veía al mismo tiempo la cara de horror de Potzloch ante la pérdida de la reliquia de la familia de su mujer. Se sentía cogido entre la espada y la pared. Lentamente sacó un cigarrillo y lo encendió, obligando a la mano a no temblar. Después se volvió y cedió su puesto a Lilo. Ella hizo una proposición: el policía dispararía cinco tiros más. Gratuitamente, desde luego. Los otros dijeron no estar de acuerdo. Lilo observaba a Kern y vio que estaba pálido y que algo más grave que aquel incidente le amenazaba. Súbitamente sonrió y se sentó sobre el mostrador, enfrente del policía.

—Seguro que un caballero como usted puede tirar tan bien la segunda vez como la primera, ¡vamos, pruebe! ¡Cinco tiros gratis para el rey de los tiradores!

El policía se esponjó con la lisonja.

—¡Un hombre con un pulso como el suyo no puede tener miedo a nada! —dijo Lilo pasando su delgada mano sobre la manaza poderosa del sargento cubierta de pelos rojizos.

—¿Miedo? ¡No conozco esa palabra! —El policía se golpeó el pecho y se echó a reír—. Esto está mejor de lo que esperábamos.

—¡Es lo que yo pensaba! —Lilo le miró con admiración entregándole el rifle. El policía lo tomó, apuntó cuidadosamente y disparó. Un doce. Orgulloso, miró a Lilo. Ella sonrió y cargó nuevamente el arma. El policía hizo un total de 58 puntos. Lilo le habló risueña—: Es usted el mejor tirador que ha venido por aquí en muchos años. ¡Su mujer puede vivir tranquila con un marido como usted!

—No tengo mujer.

Ella le miró a los ojos.

—Será porque usted no ha querido tenerla.

Él sonrió. Los amigos armaban un gran alboroto. Lilo fue a coger el cesto de merienda que él había ganado. El hombre se alisó el bigote y de repente, fijando en Kern sus ojos fríos y astutos, le dijo:

—Mi negocio con usted no terminó. Aún volveré por aquí, pero de uniforme.

Cogió después la cesta y se fue alegre con sus amigos.

—¿Te conoció? —le preguntó rápidamente Lilo.

—No sé. Creo que no. Yo no le he visto en ninguna parte, pero él parece que sí.

—Vete. Es mejor que no te vea más aquí. Habla con Steiner.

El policía no volvió aquel día. Sin embargo, Kern resolvió marcharse aquella misma noche de cualquier modo.

—Tengo que huir —le dijo a Steiner—. Tengo la impresión de que, de lo contrario, puede pasarme alguna cosa. Llegué hace dos días y me parece que ya estoy en buenas condiciones. ¿No lo crees así?

Steiner respondió que sí con la cabeza.

—Vete, pequeño. Yo también me pondré en camino dentro de algunas semanas. Mi pasaporte vale más en cualquier otro lugar que aquí. En Austria está siendo peligroso. He oído rumores estos últimos días que no me convencen… Ven, vamos a hablar con Potzloch.

El director Potzloch estaba hecho una furia, a causa de la cesta para la merienda.

—¡Valía treinta chelines, so mocoso, ha sido casi un atraco! ¡Me está usted arruinando!

—Se marcha —aclaró Steiner. Y explicó la situación—. La cesta ha sido un sacrificio necesario, pues de lo contrario su reliquia de familia se hubiera perdido —concluyó.

Ese horrible pensamiento hizo palidecer a Potzloch. Pero, rápidamente, se reanimó.

—Bien, bien, si la cosa ha sido así es diferente. —Pagó el sueldo a Kern y le condujo a la barraca del tiro—. Muchacho —le dijo—, vas a ver qué clase de hombre es Potzloch. Escoge los objetos que quieras. Para venderlos, claro está. Sólo un idiota los guarda. Amargan la vida a uno. Puedes empezar a vender en la calle lo que escojas. Llévate lo que te guste. —Y echó a andar hacia la barraca de las Maravillas del Mundo.

—¡Anda, escoge! —le dijo Steiner—. Estas cosas son fáciles de vender. Coge las que sean pequeñas. Date prisa antes de que Potzloch cambie de idea.

Sin embargo, Potzloch no cambió de parecer, y aún añadió a los ceniceros y platitos que Kern había escogido, dos estatuas de diosas desnudas en imitación de bronce.

—Esto va a tener un verdadero éxito en las pequeñas ciudades —explicó, mirando de soslayo y empujándose las gafas—. Las personas de los pueblos poseen una serie de deseos reprimidos. Quiero y no puedo, podríamos decir. Y ahora, que Dios le acompañe. Me marcho a una reunión de protesta contra un impuesto sobre las diversiones. ¡Un impuesto sobre diversiones, imagínese! ¡Es típico de este siglo! ¡En vez de recibir un premio por divertir a las masas!

Kern preparó la maleta. Lavó sus camisas y los calcetines y los puso a secar. Después se fue a cenar con Lilo y Steiner.

—Puedes estar triste, pequeño —le dijo Steiner—. Tienes derecho a ello. Los héroes de la antigua Grecia plañían más frecuentemente que nuestras frágiles y sentimentales mujeres. Sabían muy bien que la tristeza no les rebajaba ante los ojos de sus amigos. Nuestro ideal, por el contrario, es aparentar un valor impasible propio de estatua. Entristécete a gusto, que después de haberte desahogado te sentirás aliviado.

—La tristeza es, muchas veces, la alegría final —dijo tranquilamente Lilo, sirviéndole a Kern un plato de carne con salsa.

Steiner sonrió y se pasó las manos por el pelo.

—La felicidad final en tu caso, joven cosmopolita, es partir bien alimentado. En general es lo que piensa un soldado, y tú eres un soldado, no se te olvide; un vigilante; un guerrillero; un pionero de los ciudadanos del mundo. En un aeroplano podrías cruzar diez fronteras en un solo día; cada una necesita de la otra; sin embargo, todas están armadas hasta los dientes con hierro y pólvora, unas contra otras. Ello no puede durar. Tú eres uno de los primeros europeos, no se te olvide. Estáte orgulloso de ello.

Kern sonrió.

—Está muy bien. Estoy orgulloso de ser uno de los primeros europeos. ¿Pero qué haré esta noche, cuando me encuentre solo?

Kern tomó el tren de la noche. Escogió la clase y el tren más barato, siguiendo la línea de Innsbruck. Desde allí continuaría a pie por la carretera, con la esperanza de conseguir un pasaje gratis en algún automóvil. Pero no tuvo suerte. Por la noche llegó a una pequeña posada, pidió un plato de patatas asadas, alimento barato y sustancioso. Después durmió en un montón de heno. Utilizaba la técnica que le había enseñado el ladrón en la cárcel.

A la mañana siguiente encontró un coche que le llevó hasta las proximidades de Landeck. El dueño de un coche le compró por cinco chelines una de las diosas que el director Potzloch le diera. Por la noche empezó a llover. Kern se detuvo en una pequeña taberna, donde jugó a los naipes con otros dos huéspedes. Perdió tres chelines. Ello le deprimió hasta el punto de que sólo pudo conciliar el sueño después de medianoche, lo que le sirvió para pensar que había sido una tontería haber pagado dos chelines por una cama que prácticamente no le servía. Se durmió con este pensamiento.

A la mañana siguiente se puso en camino. Hizo parar un coche, pero el conductor le pidió cinco chelines por el pasaje. Era un Austro-Daimler, que valía, por lo menos, quince mil chelines. Kern le dejó marchar. Después un campesino le autorizó para subir a su carro y hasta le ofreció un bocadillo para comer. Esa noche durmió en el heno. Llovía y, durante mucho tiempo, Kern estuvo oyendo el monótono tamborilear del agua, sintiendo el áspero y excitante olor del heno húmedo que fermentaba.

Al día siguiente subió hasta el Paso de Arlberg. Estaba casi exhausto cuando un policía, montado en una bicicleta, le alcanzó casi en la cima y le detuvo.

A pesar del cansancio tuvo que hacer a pie la fatigosa caminata hasta San Antón, al lado de la bicicleta del guardia. Allí le tuvieron detenido toda la noche. No durmió ni un instante asustado ante la perspectiva de que descubrieran que venía de Viena, y que le mandasen nuevamente allí. Sin embargo, solamente le exigieron su palabra de honor, como garantía de que cruzaría la frontera, soltándole por la mañana. Kern facturó su maleta hasta Feldkirch; había sido ella la causante de que el policía le detuviera. Al día siguiente llegó a Feldkirch, esperó hasta la noche, se desnudó y atravesó el río Rin, asegurando la maleta y las ropas encima de la cabeza. Ya estaba en Suiza. Empleó dos noches caminando, escondiéndose durante el día, hasta atravesar la zona peligrosa. Entonces volvió a facturar la maleta, y poco después encontró un coche que le llevó a Zúrich.

Al mediodía llegó a la estación. Pensó que sería mejor dejar la maleta en la consigna. Sabía la dirección de Ruth, pero no quería buscarla antes de la noche. Permaneció algún tiempo en la estación. Después estuvo en varias tiendas israelitas, haciendo indagaciones respecto a las sociedades de auxilio para refugiados. En una de ellas le dieron la dirección de una organización religiosa, a la que se dirigió.

Un muchacho joven le recibió. Kern le explicó que había atravesado la frontera aquella mañana.

—¿Legalmente? —preguntó el muchacho.

—No.

—¿Tiene usted documentos?

Kern le miró, asombrado.

—Si tuviese documentos no estaría aquí.

—¿Es usted judío?

—No, medio judío, solamente.

—¿Religión?

—Protestante.

—¡Ah! ¡Protestante! En ese caso, no podemos hacer mucho por usted. Nuestros recursos son muy limitados. Como organización religiosa, nuestros intereses se orienten, principalmente hacia los judíos fieles a la religión. Creo que se hará usted cargo.

—¡Claro que me hago cargo! —respondió Kern—. Huí de Alemania porque mi padre era judío; aquí, ustedes no me socorren porque mi madre es cristiana. ¡Qué mundo más divertido!

El muchacho se encogió de hombros.

—Lo siento, pero nosotros sólo tenemos a nuestra disposición fondos particulares.

—¿Podría, por lo menos, indicarme un lugar dónde permanecer unos días, sin miedo a que me denuncien a la policía?

—Lo siento, pero no puedo. Va contra la Ley. Los reglamentos son muy severos y tenemos que cumplirlos al pie de la letra. Tendrá que ir a la misma policía e intentar obtener un permiso de residencia.

—Bien —dijo Kern—, ya tengo alguna experiencia con relación a ello.

El muchacho le miró.

—Por favor, espere un instante. —Se dirigió al fondo del despacho y volvió poco después—. Vamos a hacer una excepción en favor suyo. Le ayudaremos con veinte francos. Desgraciadamente, no podemos hacer nada más por usted.

—Muchas gracias. ¡Ya es mucho más de lo que esperaba!

Kern dobló el billete cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo. Era el único dinero suizo que poseía.

Se paró unos instantes en la calle sin saber adónde ir.

—¡Un momento, Herr Kern! —exclamó jovialmente una voz detrás de él.

Kern se volvió sobre sus talones y vio delante de él a un muchacho joven, poco más o menos de su edad, muy bien vestido, que le sonreía.

—No se asuste. Estaba ahí dentro, precisamente, cuando usted —y señaló la puerta de la sociedad israelita—. Es la primera vez que viene a Zúrich ¿no?

Kern le miró por un momento, desconfiado.

—Sí —dijo finalmente—. Es la primera vez que vengo a Suiza.

—Eso me había parecido. Lo adiviné por el arte con que contó su historia. No fue muy listo, si me permite la libertad. No tenía ninguna necesidad de decir la verdad. Pero, a pesar de ello, consiguió que le auxiliasen. Tal vez yo le pueda hacer algunas sugestiones. Mi nombre es Binder. ¿Vamos a tomar un café?

—¡Muy bien! ¿Hay algún café en las cercanías que sea frecuentado por emigrantes, u otra cosa parecida?

—Hay varios. Pero el mejor para nosotros, en este momento, es el «Café Greif». No está muy lejos de aquí, y hasta la policía no le ha dado mucha importancia, pues no ha habido ninguna redada en él.

Se dirigieron al «Café Greif». Era muy parecido al «Café Sperler», de Viena.

—¿De dónde viene? —le preguntó Binder.

—De Viena.

—En ese caso, tendrá que cambiar algunas de sus costumbres. Atienda: puede usted, por ejemplo, dirigirse a la policía y pedir un permiso de estancia para corto plazo. Sólo por algunos días, naturalmente. Después, tendrá que marcharse. Sin documentos, como está, sus probabilidades de obtenerlo son menos del dos por ciento y las de deportación inmediata son el noventa y ocho por ciento. ¿Quiere arriesgarse?

—No. Claro que no.

—Naturalmente. Es lo que me suponía, porque también correría el riesgo de que le prohibiesen la entrada en el país por un año o más. Depende. Además de todo, si lo detuvieran, sería encarcelado.

—Ya lo sé, ya —dijo Kern—. ¡En todas partes ocurre lo mismo!

—Muy bien. Puede retrasarlo, quedándose ilegalmente aquí. Naturalmente, sólo hasta que le cojan la primera vez: eso es cuestión de suerte e inteligencia.

Kern asintió con la cabeza.

—¿Hay posibilidad de trabajar?

Binder se echó a reír.

—Ninguna. Suiza es un país muy pequeño y tiene un número de parados indígenas ya bastante grande.

—Entonces, la vieja historia de siempre: morir de hambre, legal o ilegalmente, o estar en pugna con la Ley.

—¡Exactamente! —respondió Binder—. Y ahora veamos la cuestión de las comisarías. Zúrich está caliente, la policía es muy activa. Hay personas que van de paisano, que son todavía más peligrosos. Sólo los veteranos son los que consiguen burlarlos y vivir aquí. Los principiantes, difícilmente se las arreglan. Mientras tanto, la Suiza francesa está estupenda. Principalmente Ginebra. Tessino tampoco está mal. Pero las ciudades son muy pequeñas. ¿Cómo trabaja usted? ¿Correcta o incorrecta mente?

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que si usted pide por la calle, o trata de obtener algo vendiendo alguna cosa —explicó pacientemente Binder.

—Pretendo vender.

—Es muy peligroso. Igual que trabajar. Y la pena es doble. Residencia ilegal y trabajo ilegal. Sobre todo si alguien le denuncia.

—¿Una denuncia?

—Mi querido amigo —respondió el atildado Binder, en un tono paciente e instructivo—, hace un año fui denunciado por un judío que tenía más en millones que usted tiene en francos en el bolsillo. Se puso furioso porque le pedí dinero para comprar un billete hasta Basilea. Si usted pretende vender, procure que sean artículos pequeños, lápices, cordones para los zapatos, botones, gomas, cepillos de dientes, etc. Nunca lleve consigo ni una caja ni una maleta. Ni siquiera un estuche. A veces son ellos los que le ponen a uno en apuros. Es mejor llevarlo todo en los bolsillos; además, ahora es más fácil, porque estamos en invierno y el abrigo lo tapa todo. ¿Qué es lo que vende?

—Pastillas de jabón, perfumes, agua de colonia, agujas imperdibles y toda clase de cosas parecidas.

—Estupendo, cuando más ordinarias sean las mercancías, mayor será la ganancia. Como cuestión de principio yo no vendo nada. Simplemente, pido a las personas que me auxilien. De este modo evito ser detenido por trabajo ilegal e incurro simplemente en contravención al mendigar y vagabundear. ¿Tiene usted alguna dirección adónde poder dirigirse?

—¿Qué clase de direcciones?

Binder se echó hacia atrás y miró a Kern, admirado.

—¡Válgame Dios! —dijo—. Eso es lo más importante de todo. Direcciones de personas a quien usted pueda buscar, naturalmente. No puede usted andar llamando de puerta en puerta. Le detendrían a los tres días.

Le ofreció un cigarrillo a Kern.

—Le voy a dar unas direcciones de confianza: Hay tres series. Judíos practicantes, mixtos y cristianos. No le cobro nada por ello. Tuve que pagar veinte francos por mi primera lista. Algunas de las personas, naturalmente, no le harán ni caso. Pero, por lo menos, no le denunciarán. —Examinó el traje de Kern—. Sus ropas sirven. Necesita tener mucho cuidado con ellas, aquí, en Suiza, a causa de los detectives. Por lo menos, su abrigo tiene que ser de buena clase, ya que ocasionalmente puede cubrir una ropa usada que levantaría sospechas. No hay duda de que mucha gente se negaría a ayudarle, si sus ropas fueran demasiado buenas. ¿Tiene usted alguna historia para contar? —Binder levantó la mirada y notó la expresión del rostro de Kern—. Amigo mío —le dijo—, sé en lo que está pensando. Yo también pensaba así, pero acuérdese de una cosa: sobrevivir, aunque sea en la miseria, ya es un gran arte. La caridad es una vaca que da poca leche y la que da sólo lo hace rezongando. Conozco personas que tienen tres historias diferentes: Una historia de persecución y una historia intrascendente, de acuerdo con lo que desea oír la persona que se va a deshacer de algunos francos. Mienten, claro está, pero lo hacen porque se ven obligados a ello. La verdad básica es siempre la misma: necesidad, huida y hambre.

—Ya lo sé —respondió Kern—. No pensaba en ello. Pero lo que pensaba es en las informaciones tan preciosas que usted posee.

—Es la experiencia obtenida al cabo de tres años consecutivos de lucha por la vida. Sí, me he endurecido bastante. Más que otros muchos. Mi hermano, por ejemplo, no lo consiguió como yo. Se suicidó hace un año. —Durante un momento el rostro de Binder se contrajo de dolor. Después se calmó y, levantándose, dijo—: Si no tiene usted dónde dormir, puede pasar la noche conmigo. Durante una semana tengo un sitio seguro. El cuarto pertenece a un conocido mío que está fuera, de vacaciones. A las once estaré aquí. A medianoche es la hora en que viene la policía. Mucho cuidado a esa hora, las calles bullen de policía secreta.

—Suiza me está pareciendo infernalmente caliente —dijo Kern—. Doy gracias a Dios por haberle encontrado. De lo contrario hubiera sido atrapado nada más llegar. Se lo agradezco de todo corazón. Me ha auxiliado mucho.

Binder hizo parar la oleada de agradecimiento.

—Es natural entre personas que están en las últimas, como nosotros. Es la camaradería de los «fuera de la Ley», que es casi igual a la camaradería de los criminales. Cada uno de nosotros puede verse mañana en el mismo apuro y no tener ayuda. Bien, entonces hasta luego.

Pagó el café, apretó la mano de Kern y salió elegante y seguro de sí.

Kern esperó, en el «Café Greif», hasta que oscureció. Pidió un mapa de la ciudad y buscó el camino hasta la casa de Ruth. Después salió y empezó a andar por las calles impaciente e inquieto. Tardó casi media hora en encontrar la casa. Radicaba en un sitio sosegado, entre callejas tortuosas, levantándose alta y blanca bajo la luna. Se paró ante la puerta. Miró el gran aldabón de bronce y de súbito sintió renacer dentro de sí la impaciencia. Se resistía a creer que le bastaría subir una escalera para encontrar a Ruth. Sería demasiado fácil después de tantos meses. Desconfiaba de las cosas fáciles. Se puso a mirar a las ventanas; tal vez Ruth no estuviese ya en aquella casa. Quizá ni siquiera estuviera en Zúrich. Continuó andando por la misma calle. Algunas manzanas más lejos vio un estanco y entró. Una mujer malhumorada salió del fondo de la tienda.

—Un paquete de Parisiennes —pidió Kern.

La mujer le entregó el tabaco. Después metió la mano por debajo del mostrador y sacó una caja de fósforos. Venían dos pegadas juntas. Ella las separó y echó la sobrante en el cajón.

—Cincuenta céntimos —dijo ella.

Kern pagó.

—¿Puedo utilizar el teléfono? —preguntó.

La mujer respondió que sí.

—El aparato está en el rincón, a la izquierda.

Kern buscó un número en la lista. «Neumann», parecía haber más de cien Neumann en la ciudad. Finalmente encontró el que quería. Levantó el auricular y pidió el número. La mujer del mostrador se quedó observándole y Kern, furioso, le volvió la espalda. Pasó mucho tiempo antes de que respondiesen.

—¿Puedo hablar con la señorita Ruth Holland? —preguntó, metiendo la boca en el micrófono.

—¿Quién habla?

—Ludwig Kern.

La voz del otro lado se calló unos instantes.

—¡Ludwig! —respondió como sofocada—. ¿Eres tú, Ludwig?

—¡Sí! —Kern notó que de súbito el corazón le latía con fuerza, como si fuese un martillo—. ¡Sí! ¿Y tú eres Ruth? ¡No reconocí tu voz! Nunca nos habíamos hablado por teléfono.

—¿Desde dónde estás hablando?

—Estoy aquí, en Zúrich, en un estanco.

—¿Aquí?

—Sí, en la misma calle en que tú vives.

—¿Entonces por qué no vienes? ¿Te pasa algo?

—No, nada. Llegué hoy. Pensé que tal vez no estuvieses en esa casa. ¿Dónde nos podremos encontrar?

—Aquí. Ven ahora mismo. Es el segundo piso. ¿Sabes dónde está la casa?

—Sí, desde luego. ¿Puedo ir? Me refiero a las personas con quienes vives.

—No hay nadie conmigo ahora, estoy sola. Se han ido todos a pasar el fin de semana fuera. Ven.

—Muy bien. —Kern colgó el auricular, miró a su alrededor distraído. No le parecía el mismo lugar. Se dirigió nuevamente al mostrador—. ¿Cuánto le debo por la llamada? —preguntó.

—Diez céntimos.

—¿Sólo diez céntimos?

—Ya es bastante caro. —La mujer cogió la moneda—. No olvide sus cigarrillos.

—¡Ah, sí, sí!

Y Kern salió a la calle. «No voy a correr —pensó—. Todo el que corre despierta sospechas. Me voy a contener. Steiner, en mi lugar, tampoco echaría a correr. Iré andando y nadie notará nada extraordinario en mí. Bien es verdad que puedo andar de prisa, bien de prisa. ¡Tan rápidamente como si estuviera corriendo!».

Ruth le esperaba de pie en la escalera. Estaba a oscuras y Kern no la podía ver bien.

—Cuidado —le dijo él en voz baja—. Estoy muy sucio. Mis cosas están en la estación y no me he podido lavar ni mudar de ropa.

Ella no respondió. Parada en el descansillo, le esperaba. Él subió la escalera corriendo y, de repente, la tuvo a su lado, realmente a su lado.

Se quedó quieta entre sus brazos. Kern oía su respiración y notaba sus suaves cabellos. Se mantuvo inmóvil y la vaga oscuridad que les rodeaba le parecía que temblaba. Después notó que ella lloraba. El muchacho se movió entonces. Sin embargo, ella escondía su cabeza en el hombro, sin soltarle.

—No te enfades conmigo, es de alegría.

Una puerta se abrió abajo. Kern se separó rápidamente, para ver lo que pasaba. Oyó pasos y después una luz se encendió. Ruth se asustó.

—Entra, entra aquí de prisa.

Le dio un empujón y le introdujo en el departamento.

Estaban sentados en la sala de estar de la familia Neumann. Hacía mucho tiempo que Kern no entraba en una casa. En un hogar. Era una sala de personas de la clase media, ornada con gusto con muebles de nogal macizo, una moderna alfombra persa, algunas sillas tapizadas con seda antigua y lámparas con pantallas, también de seda, de colores alegres. Aquello le pareció a Kern una visión de paz y un refugio seguro.

—¿Cuándo expiró el plazo de tu pasaporte? —preguntó a Ruth.

—Hace siete semanas, Ludwig.

Ruth cogió dos vasos y una botella del aparador.

—¿Has pedido prórroga?

—Sí, me dirigí al consulado, aquí en Zúrich, pero me la negaron. Ya me lo esperaba.

—Claro. A pesar de que siempre esperamos algún milagro. A fin de cuentas somos enemigos del Estado. Enemigos peligrosos. Ello debiera hacer que nos sintiésemos importantes. ¿No crees?

—Por mi parte, estoy satisfecha —contestó Ruth poniendo sobre la mesa los vasos y la botella—. Ahora, por lo menos, ya no tengo ninguna ventaja sobre ti y eso es mucho.

Kern se echó a reír. Pasó los brazos por detrás de la espalda de ella y miró hacia la mesa.

—¿Qué es esto? ¿Coñac?

—Sí. El mejor coñac de la familia Neumann. Vamos a beberlo para celebrar tu llegada. Fue horrible aquí, sin ti. También fue horrible saber que estabas preso. ¿Te pegaron aquellos criminales? ¡Y todo por mi culpa! —La muchacha le miró, sonrió y Kern vio que estaba conmovida. Tenía la voz alterada y las manos le temblaban mientras llenaba los vasos—. Fue horrible dijo otra vez, —entregándole el coñac—. Pero ahora estás conmigo.

Bebieron.

—No fue tan malo después de todo —respondió Kern—. Palabra, que no fue muy malo.

Ruth puso el vaso en la mesa. Lo había vaciado de un trago. Pasó los brazos por el cuello del muchacho y lo besó.

—Ahora nunca más te dejaré marchar —murmuró—. Nunca.

Kern la miró. Nunca la había visto de aquel modo; había cambiado completamente. Algo raro, que anteriormente siempre flotaba entre ellos como una sombra, algo enigmático, una especie de lejana tristeza, cuyo nombre él no sabía, había desaparecido. Ella se expansionaba, enteramente en cuerpo y alma. Estaba allí, completamente suya. Por primera vez, Kern sintió que Ruth le pertenecía. Antes, jamás lo había notado.

—Ruth —le dijo—. Quisiera que el cielo se abriera y nos mostrase un avión que nos transportase a una isla cuajada de palmeras y bordeada de arrecifes de coral, donde nunca se oyera hablar de pasaportes ni de permisos de residencia.

Ella le besó nuevamente.

—Me temo que hasta en estos lugares sepan de estas cosas. Con seguridad que poseen fuertes, cañones, navíos de guerra y soldados entre las palmeras y los arrecifes de coral; tal vez incluso monten una guardia más severa que aquí en Zúrich.

—Sí, seguro. Vamos a tomar otro trago. —Él cogió la botella y sirvió—. Sin embargo, en Zúrich hay mucho peligro. No podremos permanecer aquí por mucho tiempo.

—Entonces, marchémonos.

Kern miró alrededor de la sala, hacia las cortinas de damasco, las sillas, las pantallas de seda amarilla.

—Ruth —le dijo, señalando hada aquellos objetos—. Sería maravilloso irme contigo. Es el mejor sueño de mi vida. Pero debes pensar que no tendremos nada de estas cosas. Sólo carreteras, pajares, escondrijos en cuchitriles y polvorientas posadas. Además, siempre el miedo a la policía. Esto si tuviéramos suerte, y si no, la prisión.

—Ya lo sé, pero no me importa. No has de sentir preocupación por ello. De todas maneras, he de salir de aquí; no puedo quedarme más tiempo. Mis amigos tienen miedo de la policía, porque no tengo documentos, y estarán contentos de que me marche. Además, todavía tengo algún dinero, Ludwig, y puedo ayudarte a vender. No te ocasionaré muchos gastos. Creo que soy bastante juiciosa.

—¿De modo que tienes hasta dinero? —dijo Kern—. ¿Y vas a ayudarme a vender? Si dices una palabra más comienzo a llorar como si fuera una vieja. ¿Tienes muchas cosas para llevar?

—No muchas. Y las que no necesite, las dejaré aquí.

—Muy bien. ¿Qué vamos a hacer con tus libros, principalmente aquellos gruesos, de Química? ¿Los dejamos aquí, por ahora?

—Los vendí. Seguí el consejo que me diste en Praga: No conservar nada de la vida pasada. Nada, nada, no hay que mirar hacia atrás, porque ello nos vuelve tristes e inútiles. Los libros sólo me trajeron disgustos. Los vendí. Además de ello, eran demasiado pesados para andar cargándolos de un lado para otro.

Kern sonrió.

—Tienes razón, Ruth, eres muy juiciosa. Creo que nos iremos primero a Lucerna. George Binder, un perito en la materia, me ha recomendado el lugar. Hay muchos extranjeros por allí, y se puede pasar inadvertido; además, la policía no es tan rigurosa como aquí. ¿Cuándo nos vamos?

—Pasado mañana temprano. Hasta entonces, podremos quedarnos aquí.

—Perfectamente. Tengo un sitio donde dormir. La única condición es que he de estar en el «Café Greif» antes de medianoche.

—Tú no vuelves al «Café Greif» a esta hora por nada del mundo. Te quedas aquí, Ludwig. No te dejará andar por la calle hasta pasado mañana. Si salieses me moriría de miedo.

Kern se quedó mirándola, admirado.

—¿Pero estás segura que no hay nadie aquí, ni una criada, que nos pueda denunciar?

—La criada no volverá hasta el lunes al mediodía. Vendrá en el tren de las 11: 40. Los otros llegarán a las tres de la tarde. Podemos quedarnos hasta esa hora.

—¡Dios del cielo! —exclamó Kern—. ¿Entonces dispondremos de este departamento, sólo para nosotros, hasta el lunes?

—Sí.

—¿Podremos quedarnos aquí, como si todo esto nos perteneciese? ¿Usando el comedor, la alcoba y la sala de estar? ¿Tendré mantel nuevo, loza y, probablemente, cubiertos de plata, con tazas para el café y hasta radio?

—¡Todo lo tendrás! Voy a hacer la cena y me pondré uno de los vestidos de noche de Silvia Neumann en tu honor.

—Y yo, entonces, me pondré el smoking de Herr Neumann. En la cárcel aprendí en El Mundo Elegante cómo debe uno vestir.

—Creo que te sentará bien.

—¡Magnífico! ¡Hay que celebrarlo!

Kern se levantó alegremente.

—¿Podré tomar un baño caliente? ¡Con bastante jabón! ¡Hace tiempo que no sé lo que es eso! En la prisión sólo nos permitían tomar una ducha con desinfectante.

—¡Naturalmente que puedes! Un baño caliente, perfumado con la mundialmente famosa Agua de Colonia Kern Farr.

—No me queda ni una gota; he vendido hasta el último frasco que tenía.

—Yo tengo todavía uno, aquél que me regalaste en el cine en Praga, nuestra primera noche. Lo he guardado.

—¡Zúrich! ¡Bendito lugar! Ruth, temo despertarme de este bonito sueño.