La plaza de la Universidad estaba vacía aquella tarde de sol. El cielo brillaba claro y azul, apareciendo sobre los tejados inquietas golondrinas que volaban alegremente.
Kern esperaba a Ruth en una esquina de la plaza. Los primeros estudiantes empezaban a descender las escaleras, saliendo por la puerta principal. Kern miró, procurando descubrir entre los grupos de jóvenes la boina marrón de Ruth. Casi siempre era una de las primeras en salir de la clase, y sin embargo ahora no la veía. Comprendió que algo anormal estaba ocurriendo, pues los mismos que habían salido volvieron a entrar en el edificio. Después, como impelida por una explosión, una masa de estudiantes, gesticulantes, agitados y gritando, salió en tropel. La confusión era enorme. Kern empezó a comprender lo que decían:
—¡Fuera! ¡Fuera los judíos! ¡Hay que acabar con los israelitas! ¡Sacarles los dientes! ¡Que se vayan a Palestina!
Rápidamente Kern atravesó la plaza y se paró cerca del ala derecha del edificio. Tenía que evitar verse envuelto en el jaleo, pero al mismo tiempo debía estar lo más cerca posible para poder auxiliar a Ruth.
Un pequeño grupo de unos treinta estudiantes intentaba escapar. Se apretaban unos contra otros, procurando abrirse camino. Veíanse cercados por unos cien compañeros que los golpeaban brutalmente.
—¡Separémoslos! —gritó un estudiante alto, con el cabello negro, que tenía más aspecto de israelita que muchos de los judíos que estaban siendo atacados—. ¡Cojámoslos uno a uno!
Se colocó al frente de un grupo, que con gritos salvajes abrió una cuña en el grupo de israelitas y comenzó a cogerlos de uno en uno, pasándoselos a los otros, que los esperaban para golpearlos con los puños, con los libros y hasta con palos. Kern, asustado, buscó a Ruth, pero no conseguía verla en ningún sitio, por lo que tenía esperanzas de que se hubiera quedado en el recinto de la Universidad. En el rellano superior de la escalera había dos profesores. Uno de ellos tenía la cara rosada y una pequeña barba gris, a lo Francisco José, partida por el medio. Sonreía y se frotaba las manos. El otro, un hombre delgado y severo, contemplaba el tumulto impasible. Llegaron corriendo algunos policías desde el otro lado de la plaza. Uno de ellos se paró cerca de Kern.
—¡Alto! —gritó a sus compañeros—. ¡No intervengan!
—¿Judíos, eh? —preguntó uno de ellos.
El primero hizo una señal afirmativa, después reparó en Kern y le miró fijamente. Éste fingió que no había oído nada. Tranquilamente encendió un pitillo y anduvo unos pasos aparentando indiferencia. Los policías se cruzaron de brazos y se pusieron a observar con satisfacción el motín.
Un estudiante judío escapó del jaleo. Se paró un instante indeciso y cuando vio a los policías corrió a su encuentro:
—¡De prisa! ¡Socorro! Quieren matarnos.
Los policías miraron al muchacho como a un insecto inoportuno y no le respondieron. Él se encaró con ellos por un momento, completamente desconcertado; después se volvió, sin decir una palabra, al campo de la lucha. No había dado diez pasos cuando dos estudiantes, saliendo de la masa agitadora, se echaron sobre él.
—¡Izzy! —gritaba uno de los agresores—. ¡Izzy está implorando justicia! ¡Pues la tendrá!
Le dio un puñetazo en la cara que le derribó. El muchacho todavía intentó levantarse, pero el otro le echó atrás de un puntapié en el estómago. Entonces le cogieron entre los dos por las piernas y comenzaron a arrastrarle por la calzada, como si fuese un fardo. En vano procuraba agarrarse a las piedras con las uñas. Su cara pálida, mirando hacia los policías, era una máscara de horror. Por la boca abierta como un sombrío agujero corría un hilo de sangre oscura.
Kern sentía la boca seca y un impulso ciego da lanzarse contra los dos agresores. Pero miró a los policías que le vigilaban, y rígido y temblando de odio se dirigió hacia el otro ángulo de la plaza. Los dos estudiantes, arrastrando todavía a su víctima, le pasaron cerca; sus dientes brillaban cuando reían, sin que apareciera en su rostro ningún trazo especial de crueldad. Parecían simplemente contentos al practicar un inocente placer, igual que si fuera un juego de muchachos y no el asesinato de una persona humana.
De repente llegó socorro. Un estudiante alto y rubio, que hasta entonces se había mostrado indiferente, hizo un gesto de repulsión al ver cómo arrastraban a Izzy a sus pies. Se remangó las mangas de la chaqueta, dio algunos pasos y de dos puñetazos rápidos y violentos derribó a los verdugos del desgraciado. Levantó por el cuello de la chaqueta al infeliz, todo sucio de sangre y polvo, y lo puso de pie.
—Pronto —le dijo—. Escápate. Pronto.
Después, con el mismo gesto tranquilo y deliberado se aproximó a la masa hirviente, dirigiéndose al cabecilla de cabellos negros, al qué alcanzó con un golpe magistral en la nariz, dándole inmediatamente otro en la barbilla que le dejó gruñendo en la acera.
En ese momento Kern divisó a Ruth. Había perdido la boina y estaba parada justamente al borde del grupo. Corrió a su encuentro.
—¡De prisa, ven corriendo, Ruth! ¡Tenemos que salir de aquí!
Ella, al principio, no le había reconocido.
—¡La policía! —murmuró pálida de emoción—; ¡la policía debería impedir esto!
—La policía no ayudará. ¡Además, no debemos ser cogidos aquí! Debemos escapar, Ruth.
—Sí. —Y ella le miró como si acabase de despertar. Su expresión mudó. Parecía que iba a llorar—. Sí, Ludwig —dijo al final con una voz quebrada y extraña—. ¡Vámonos!
—¡Vámonos de prisa! —Kern la cogió del brazo y la llevó consigo.
Un grito sonó detrás de ellos. El pequeño grupo de estudiantes judíos consiguió abrirse camino. Algunos corrían por la plaza y la lucha mudó de campo. De repente Kern y Ruth se vieron envueltos en ella.
—¡Eh, Rebeca, Sara! —Uno de los atacantes tendió las manos hacia Ruth.
Kern experimentó la sensación de que algo que le oprimía reventaba dentro de él. Se quedó sorprendido cuando vio caer suavemente a un estudiante a su lado. No supo cómo le había golpeado.
—¡Qué puñetazo! —exclamó alguien a su lado, con admiración. Era el muchachote rubio, que había cogido a dos estudiantes y se ocupaba en golpear sus cabezas una contra otra—. ¡Ya van servidos! —añadió, dejando caer a sus víctimas como si fueran sacos, y alargando los brazos para coger a otros dos.
Kern sintió un golpe en el brazo. Era un bastonazo. Se echó hacia delante dando puñetazos en torno de sí, viéndolo todo entre una niebla rojiza. Aplastó un par de gafas y dio un salto hacia un lado para evitar un golpe. Después de eso sintió una gran confusión en su cabeza y la niebla roja se tornó negra.
Volvió en sí en la comisaría. Tenía el cuello de la chaqueta rasgado, el rostro ensangrentado y la cabeza le zumbaba. Se sentó.
—¡Hola! —dijo una voz a su lado. Era la del estudiante rubio.
—¡Diablos! —exclamó Kern—. ¿Dónde estamos?
El otro se echó a reír.
—Detenidos, amigo mío, por uno o dos días. Después nos soltarán.
—A mí no me dejarán salir.
Y Kern miró a su alrededor. Había ocho presos, todos judíos, excepto el estudiante rubio. Ruth no estaba entre ellos.
El estudiante se echó a reír otra vez.
—¿Por qué miras alrededor de esa manera? ¿Piensas que se han equivocado al hacer las detenciones? Te engañas, amigo mío. Los culpables no son los atacantes sino los agredidos. Estos últimos fueron los causantes del disturbio. Son los adelantos de la humanidad. La última invención en materia psicológica.
—¿Viste lo que le pasó a la muchacha que estaba conmigo? —preguntó Kern.
—¿A la muchacha? —El estudiante rubio reflexionó—. No le debe haber sucedido nada. ¿Qué podría haberle pasado? Después de todo a las chicas las dejan en paz en estas reyertas.
—¿Estás seguro?
—Casi seguro. Además la policía llegó en aquel mismo momento.
Kern le miró de frente. «La policía». Era precisamente eso lo que le preocupaba. Menos mal que el pasaporte de Ruth todavía era válido. No le podrían haber hecho mucho daño, pero por poco que le hubieran hecho, ya era demasiado.
—¿Han detenido a alguien, además de nosotros?
El estudiante meneó la cabeza:
—Me parece que yo fui el último. Dudaron antes de cogerme.
—¿Tienes la seguridad de que fuiste el último?
—Sí. De de lo contrario los otros estarían aquí.
Kern suspiró aliviado. Tal vez no le hubiese ocurrido nada a Ruth. El estudiante rubio le miró irónicamente.
—¿Te sientes deprimido, no? Es lo que pasa siempre cuando se es inocente. Resulta más fácil soportarlo cuando se ha cometido algún delito que merezca el castigo. De aquí, yo soy el único que, de acuerdo con las viejas y arcaicas reglas que regulan el bien y el mal, debo estar preso. Entré en la lucha por mi libre y espontánea voluntad. Estoy satisfecho de haberlo hecho.
—Fuiste muy correcto —le contestó Kern.
—¡Correcto, ni soñarlo! Hace mucho tiempo que soy antisemita. Pero no es posible quedarse parado y asistir impasible a un crimen como aquél. A propósito; el golpe que pegaste fue algo magnífico. Fuerte y rápido. ¿Has practicado el boxeo?
—No.
—Pues deberías aprender. No lo haces mal. Tienes únicamente el defecto de precipitarte demasiado. Si yo fuese el jefe de los judíos les haría entrenarse en el boxeo. Verías entonces cómo la turba os respetaría.
Kern se tocó cuidadosamente la cabeza.
—Por ahora no tengo gana alguna de entrenarme en el boxeo…
—Porras de goma —explicó el estudiante, negligentemente—. Nuestra valiente fuerza de policía siempre al lado del vencedor. Esta noche ya estará mejor tu cabeza, y entonces empezaremos a entrenarnos. Necesitamos hacer algo, aquí dentro. —Encogió sus largas piernas en el banco y miró alrededor—. Ya hace dos horas que estamos en este lugar infernal. ¡Si por lo menos tuviéramos una baraja! Creo que alguno de los que estáis aquí sabréis jugar al blackjack o a otro juego cualquiera.
—Yo tengo aquí una baraja —dijo Kern, sacando un paquete de cartas del bolsillo. Steiner le regaló la baraja, que había pertenecido a su amigo el estafador, y desde entonces la llevaba consigo constantemente, como una especie de talismán. El estudiante le miró sorprendido.
—¡Estupendo! Ahora no vas a decirme que la única cosa a que sabes jugar es al bridge. Todos los judíos dicen lo mismo.
—Yo no soy nada más que medio judío. Juego skat, tarotsa, jass y póquer —respondió Kern, orgulloso.
—¡Magnífico! Entonces me ganas, porque yo no sé jugar al jass.
—Es un juego suizo. Si quieres te enseño.
—De acuerdo. A cambio, yo te daré clases de boxeo. Será un cambio de valores espirituales…
Jugaron hasta el anochecer. Los estudiantes judíos, mientras tanto, discutían sobre política y justicia. No llegaban nunca a una conclusión. Al principio Kern y el muchacho rubio jugaron al jass. Después al póquer. En el póquer, Kern ganó siete chelines. Aprovechó bien las lecciones de Steiner. Poco a poco la cabeza le iba mejorando; evitaba pensar en Ruth. Nada podía hacer por ella, y obsesionarse sólo le hacía sufrir. Quería estar bien dispuesto para cuando fuese llevado delante del juez.
El estudiante dejó los naipes sobre el banco y pagó a Kern.
—Llegamos a la segunda parte —le dijo—. ¡Ven! Vamos a hacer de ti un segundo Dempsey.
Kern se levantó. Todavía se sentía débil.
—Creo que no podré entrenarme aún —dijo—. Mi cabeza no aguantará otro golpe.
—Tu cabeza ha estado lo suficientemente buena para ganarme siete chelines —replicó sonriendo el estudiante—. ¡Ven! Domina tu mitad de judío y da al ario que hay dentro de ti oportunidad de actuar.
—Intento hacerlo desde hace más de un año.
—¡Estupendo! Si es así, dejemos aparte de momento tu cabeza. Vamos a comenzar por las piernas. El secreto del boxeo está en la ligereza de los pies. Es necesario bailar. Bailando se arrancan los dientes al adversario. ¡Aplícate, Nietzsche!
El estudiante se puso en guardia, dobló las rodillas y comenzó a dar pasos alternativamente hacia delante y hacia atrás.
—¡Imita lo que hago!
Kern le imitó. Los estudiantes judíos interrumpieron la discusión. Uno de ellos, que usaba gafas, se levantó.
—¿Quieres enseñarme a mí también?, —preguntó.
—Naturalmente. Quítate las gafas y ven. —Y el estudiante rubio le golpeó amigablemente en el hombro—. Levántate y hierve, sangre de los Macabeos.
Otros dos estudiantes se encandilaron. El resto permaneció sentado en el banco, desdeñoso, pero con curiosidad.
—¡Dos hacia la derecha, dos hacia la izquierda! —mandaba el estudiante rubio—. Ahora empezaremos un curso relámpago. Recuperaremos el tiempo perdido en millares de años de educación bárbara. ¡No es solamente el brazo el que golpea; todo el cuerpo debe prestar su fuerza al golpe!
Se quitó la chaqueta e inmediatamente los otros le imitaron. Empezó entonces una sucinta explicación sobre los movimientos del cuerpo, y los entrenó sobre ellos. Los cuatro se pusieron a dar saltos en la penumbra de la celda.
El estudiante rubio contemplaba paternalmente a sus discípulos, bañados en sudor.
—¡Ya está! —exclamó finalmente—. Esto ya lo habéis aprendido. ¡Practicadlo ahora, mientras purgáis vuestra semana de arresto por haber provocado la cólera de los nobles arios! Ahora, descansad unos minutos y respirad profundamente. Quiero enseñaros el directo de izquierda, que es el golpe principal del boxeo.
Les enseñó cómo se hacía. Después lió la chaqueta en forma de bola y la suspendió delante de su cabeza, haciendo que los otros practicasen en ella.
Exactamente cuando la lucha estaba en su punto álgido, se abrió la puerta.
Un carcelero entró con unos tazones humeantes.
—¡Eh! ¿Qué pasa? —Dejó las vasijas, y asomándose a la puerta gritó—: ¡Guardias! ¡De prisa! ¡Esta gente se está peleando!
Entraron dos guardias. El estudiante rubio bajó la bola hecha con la chaqueta con toda calma. Los cuatro alumnos se apartaron hacia un rincón rápidamente.
—Rinoceronte —exclamó el muchacho, con voz autoritaria, dirigiéndose al carcelero—, cabezudo, cretino —se volvió hacia uno de los guardias—: ¡Lo que estamos haciendo forma parte de la enseñanza! ¡Es el humanismo moderno! ¡Aquí no los necesitamos ni a ustedes ni a sus porras! ¿Comprende?
—No —respondió el guardia.
El estudiante le miró con pena:
—Cultura física, gimnasia, ejercicios corporales. ¿Comprende ahora? ¿Eso que está ahí es nuestra pretendida cena?
El estudiante rubio se agachó sobre uno de los tazones e hizo un gesto de repugnancia.
—¡Llévese eso de ahí! —vociferó de repente—. ¿Cómo se atreve usted a traerme ésta porquería? ¿Agua de fregar los platos para el hijo del Presidente del Senado? ¿Quiere que le echen? —Y encarándose con los guardias, dijo—: ¡Voy a quejarme! ¡Quiero hablar inmediatamente con el jefe de policía! ¡Llévenme a presencia del comisario ahora mismo! ¡Mañana mi padre va a echar a perder el día al ministro de Justicia por culpa de ustedes!
Los dos guardias le miraron atontados. No sabían si debían reaccionar o sería mejor tener cuidado. El estudiante rubio aguantó su mirada.
—Muchacho —dijo el más viejo de los guardianes, en tono prudente—; ésta es la comida habitual de la prisión.
—¿Pero estoy yo en la prisión? —El estudiante era la propia imagen de la dignidad ofendida—. ¡Estoy simplemente detenido! ¿Supongo que conoce usted la diferencia que existe entre ambas cosas?
—Desde luego, señor. —Los guardias estaban ahora visiblemente alarmados—. Usted, naturalmente, puede mandar a buscar una comida a su gusto. Tiene derecho a ello. Si está dispuesto a pagarlo, el carcelero le puede traer un gulash.
—¡Menos mal que por fin alguien ha dicho una cosa sensata! —Y los modales del estudiante rubio se suavizaron—. Tal vez también una cerveza —y el muchacho miró al guardia—. Me es usted simpático. Voy a utilizar mi influencia en su favor. ¿Cómo se llama?
—Rudolf Egger, a sus órdenes.
—Está bien. Tome. —El estudiante sacó dinero del bolsillo y se lo entregó al carcelero—. Dos raciones de gulash de ternera con patatas y una botella de coñac.
El guardia Rudolf Egger abrió la boca:
—¿Alcohol?
—¡Está permitido! —añadió el estudiante—. ¡Y dos de cerveza; una para ustedes y otra para nosotros!
—¡Muchas gracias! ¡A sus órdenes, señor! —exclamó Rudolf Egger.
—¡Si la cerveza no está bien helada —explicó al carcelero el hijo del presidente del Senado— le arrancaré las muelas! Si está buena, se puede quedar con el cambio.
El carcelero sonrió, contento.
—Será atendido, señor conde. —Estaba radiante—. Se observa, en el señor, el auténtico y simpático humor vienés.
La comida llegó y el estudiante convidó a Kern para compartirla. Al principio rehusó. Veía a los otros judíos comiendo la bazofia de la prisión con cara triste y seria.
—¡Vamos, aprende a ser traidor! —le dijo el estudiante—. Además, es simplemente una comida entre compañeros de juego.
Kern se sentó. El gulash estaba excelente. A fin de cuentas, él no tenía pasaporte, y después de todo no era más que medio judío.
—¿Sabe tu padre que estás aquí? —le preguntó Kern.
—¡Dios me libre! —y el estudiante se echó a reír—. ¡Mi padre! ¡Mi padre es el dueño de un almacén en Linz!
Kern le miró admirado.
—Amigo mío —le dijo el estudiante, con tranquilidad—. Parece que ignoras que estamos viviendo una época de farsas. La democracia cedió su puesto la demagogia. ¡Es la consecuencia natural! Prosit!
Descorchó la botella de coñac y ofreció un vaso al estudiante de las gafas.
—Gracias, no bebo —respondió el muchacho, embarazado.
—Naturalmente. Debería haberlo adivinado. —Y el estudiante rubio se bebió el vaso—. Por esta razón es por lo que os perseguirán durante toda la vida. Y en cuanto a nosotros, Kern, ¿vamos a liquidar la botella?
La vaciaron. Después se tumbaron sobre las tablas. Kern pensó que debía dormir. Pero se despertaba constantemente. «¡Diablo! ¿Qué habrían hecho con Ruth? ¿Cuánto tiempo le irían a tener preso?».
Fue condenado a dos meses de prisión. Asalto, bronca, desórdenes, resistencia a la policía, entrada ilegal en el país, con reincidencia. Se sorprendió de que no le impusieran la pena de diez años.
Se despidió del estudiante rubio, que fue puesto en libertad después del interrogatorio, y luego le volvieron a llevar a la celda.
Tuvo que entregar su ropa y recibió el uniforme de la prisión. Mientras estaba bajo la ducha se acordó de cuán deprimido se había sentido la primera vez que le pusieron las esposas. Le parecía que había ocurrido siglos atrás. Ahora consideraba el uniforme de la prisión como una ventaja, pues mientras lo vistiese no estropearía su propia ropa.
Sus compañeros de cárcel eran un ladrón, un falsificador en pequeña escala y un profesor ruso, de Kazán, que había sido detenido por vagabundear. Pusieron a los cuatro a trabajar en la sastrería del presidio. La primera noche fue horrible. Kern se acordó que Steiner en cierta ocasión le había dicho que acabaría acostumbrándose. Pero aun así se quedó sentado sobre el camastro de tablas, mirando a la pared.
—¿Habla usted francés? —le preguntó de repente el profesor desde su cama.
Kern se asustó.
—No.
—¿Quiere aprenderlo?
—¡Ya lo creo que si! Podemos empezar ahora mismo.
El profesor se levantó:
—Necesitamos ocupamos en alguna cosa, ¿no le parece? De lo contrario la imaginación comienza a dar vueltas.
—Es verdad —asintió Kern—. Y después de todo, me puede ser muy útil. Probablemente me marcharé a Francia cuando salga de aquí.
Se sentaron en un extremo de la cama. Por encima de sus cabezas el falsificador se movía. Con su lápiz hacía en la pared dibujos obscenos. El profesor era delgadísimo, y las ropas de la prisión le colgaban sobre el cuerpo. Llevaba una barba descuidada, rubia, en una cara de niño, con los ojos azules.
—Vamos a empezar con la más bella y la más frívola de las palabras del mundo —dijo con una sonrisa encantadora, sin sombra de ironía—. Con la palabra libertad: La liberté.
Kern aprendió muchas cosas durante su detención. A los tres días había conseguido, sin mover los labios, hablar con los compañeros que estaban enfrente o detrás de él, durante el tiempo de los ejercicios físicos, en el patio. En la sastrería, y siempre siguiendo el mismo método, recitaba versos franceses en compañía del profesor. Por la noche, cuando se cansaba de las clases de francés, el ladrón le enseñaba a abrir cerraduras con el auxilio de un alambre y la manera más fácil de hacer callar a un perro guardián. También le enseñó las diferentes épocas en que los frutos del campo maduraban y la técnica de introducirse a gatas entre los montones de heno sin ser visto.
El falsificador, que se hacía pasar por un pastor protestante, había conseguido entrar con él, a escondidas, algunos números de El Mundo Elegante. Aparte de la Biblia, era la única cosa que tenían para leer; por ella aprendieron cómo se debían vestir para una recepción diplomática y cuál era la ocasión en que un clavel rojo o blanco era más apropiado para un frac. Desgraciadamente el ladrón era testarudo en un punto: insistía en que la corbata negra se imponía para el frac. Estaba harto de ver camareros en los restaurantes vestidos de aquel modo.
Cuando, en el quinto día, les sacaban de la celda, el carcelero tuvo un encontronazo violento con Kern, haciéndole caer contra la pared.
—¿No ve, so bruto? —vociferó el hombre.
Kern fingió que no se podía levantar. Pensó en aprovecharse para darle una patada en la espinilla sin ser castigado por ello. Parecería un accidente casual. Sin embargo, antes de que lo pudiese hacer, el hombre le cogió por la manga y le dijo en voz baja:
—Pida permiso para dejar el taller dentro de una hora. Diga que tiene un cólico. —Después gritó—: ¡Levántese! ¿Cree que vamos a esperar todos por usted?
Durante el camino, Kern estuvo pensando si no estaría el carcelero intentando meterlo en alguna complicación. Se odiaban mutuamente. Más tarde, en la sastrería, discutió el asunto en el silencioso murmullo en que conversaban, con el ladrón, que era perito en prisiones.
—De todas maneras, puede usted salir del taller —le dijo el ladrón— para satisfacer una necesidad orgánica. Nadie le puede castigar por ello. Algunos necesitan salir más a menudo, otros, en cambio, no. Depende de la naturaleza. Ahora bien, después tenga los ojos bien abiertos.
—Muy bien. Vamos a ver lo que quiere. Por lo menos se sale de lo corriente.
Kern fingió que tenía un cólico, y el carcelero le llevó afuera. Le condujo al lavabo y allí miró a su alrededor.
—¿Tiene tabaco? —preguntó.
Les estaba prohibido fumar. Kern dijo:
—Ah, ¿entonces era eso? ¡No, amigo mío! ¡Así no me coge!
—¡Calle la boca! —le dijo el otro—. ¿Cree que intento meterle en algún lío? ¿Usted conoce al señor Steiner?
Kern miró al carcelero.
—No —le contestó rápidamente.
Suponía que era una celada para coger a Steiner.
—¿Entonces no conoce a Steiner?
—No.
—Muy bien. Entonces, oiga: Steiner me mandó decirle que Ruth está a salvo y que por lo tanto no debe preocuparse. Cuando salga insista para que le deporten a Checoslovaquia. Después vuelva aquí. ¿Ahora le conoce, eh?
Kern notó de súbito que temblaba.
—¿Merezco un cigarrillo ahora? —le preguntó el carcelero.
Kern asintió.
El hombre sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos «Menfis» y cerillas.
—Tome. Steiner me lo entregó para usted. Si le cogen con ellos, yo no sé nada. Ahora, siéntese ahí dentro y fúmese uno. Eche el humo dentro de la letrina. Yo estaré de guardia por aquí fuera.
Kern se sentó como le habían dicho. Sacó uno de los cigarrillos y lo partió en dos, encendiendo una de las dos mitades. Fumó despacio, con profundas aspiraciones. Ruth estaba salvada. Steiner cuidaba de ella. Miró la inmunda pared, llena de dibujos obscenos, y consideró aquel aposento como el más bonito del mundo.
—¡Oiga! —le dijo el carcelero cuando hubo salido—. ¿Por qué me aseguró que no conocía a Steiner?
—¿Quiere un cigarrillo? —preguntó Kern.
—No, gracias.
—¿Dónde le conoció usted? —preguntó Kern.
—En cierta ocasión me salvó de un grave apuro. Ahora, vámonos.
Volvieron al taller. El profesor y el ladrón miraron a Kern. Él movió la cabeza y se sentó.
—¿Salió todo bien? —murmuró el profesor.
Kern, nuevamente, movió la cabeza.
—Bien, vamos a comenzar otra vez —murmuró el profesor entre sus barbas rojizas—. Aller, verbo regular. Je vais, Tu vas, il…
—No —dijo Kern—, hoy vamos a estudiar otra cosa. ¿Cómo es la palabra amar?
—¿Amar? Aimer. Pero dejémoslo para otra ocasión.
El profesor fue puesto en libertad a las cuatro semanas; el ladrón, a las seis. El falsificador, algunos días más tarde. En las últimas horas que pasó allí intentó arrastrar a Kern a placeres homosexuales. Pero Kern era lo suficientemente fuerte para mantenerle a distancia. Llegó una vez, incluso, a derribarlo con el directo corto que le había enseñado el estudiante rubio. Durante algunos días se quedó solo. Después recibió dos nuevos compañeros de celda. Notó en seguida que se trataba de refugiados. El primero era un hombre de mediana edad; el más joven tenía unos treinta años.
Vestían ropas usadas y se notaba muy bien el cuidado que tenían en conservarlas limpias. El más viejo se echó inmediatamente en el camastro al llegar.
—¿De dónde vienen ustedes? —preguntó Kern al mayor de ellos.
—De Italia.
—¿Cómo están las cosas por allí?
—Bien. Estuve dos años. Pero ahora ha cambiado todo.
—¡Dos años! —dijo Kern—. Pues ya es mucho.
—Sí. Sin embargo, aquí les ha bastado una semana para prenderme. ¿Siempre ocurre lo mismo?
—En estos últimos meses las cosas han empeorado.
El recién venido puso la cabeza entre las manos.
—Ahora están poniéndose peor en todas partes. No se qué pasará. ¿Cómo está Checoslovaquia?
—También se está empeorando. Hay demasiados refugiados. ¿Ha estado usted en Suiza?
—Suiza es muy pequeña. Allí le detienen a uno en cuanto llega. —El hombre levantó la mirada. Lo que yo debía haber hecho era irme a Francia.
—¿Sabe usted hablar francés?
—Sí, naturalmente. —Y el hombre se llevó de nuevo la mano a los cabellos.
Kern le miró.
—¿Quiere que hablemos francés? He estado aprendiéndolo y me gustaría no olvidarlo.
El hombre arqueó los ojos, admirado:
—¿Hablar francés? —Soltó una risita seca—. No, yo no podría hablarlo. ¿Hablar francés detenido en la cárcel? Sería ridículo. ¡Tiene usted cada idea! ¡Por nada del mundo!
Kern esperó algún tiempo para ver si cambiaba de idea.
Después se acostó y empezó a repetir para sí mismo los verbos irregulares, hasta que se durmió.
Despertó al sentir que alguien tiraba de su ropa. Era el hombre que había rehusado hablar francés.
—¡Socorro! —balbució—. ¡Mire! ¡Se ha ahorcado!
Kern se sentó, todavía medio dormido.
A la pálida luz de la madrugada una silueta negra pendía delante de la ventana, con la cabeza inclinada. Kern saltó de la cama.
—¡Un cuchillo, pronto!
—No tengo. ¿Y usted?
—¡Diablo! ¡No! ¡Me lo quitaron!
—Voy a levantarle, y usted intente desatar el lazo.
Kern se subió al camastro y procuró levantar el cuerpo pendiente. Pesaba como un baúl, mucho más de lo que aparentaba. Kern empleó toda su fuerza, y casi no pudo levantarlo.
—¡De prisa! —repitió, fatigado—. ¡Afloje el lazo! ¡No puedo sostenerlo así toda la vida!
—Sí.
El otro se puso activamente a intentar libertar el cuello del ahorcado. De súbito dejó de trabajar y comenzó a vomitar.
—¡Oh, idiota! —vociferó Kern—. ¡Continúe! ¡Suéltelo, de prisa!
—¡No puedo ni mirarle! —gimió el otro—. ¡La lengua, los ojos…!
—Entonces intente sujetarle, que yo procuraré deshacer el nudo.
Kern puso en los brazos del otro el pesado cuerpo del suicida y trató de deshacer el nudo. El aspecto era realmente repulsivo: el rostro pálido e hinchado, los ojos fuera de las órbitas, como si estuviesen próximos a reventar, la gruesa y negra lengua pendiente.
Kern intentaba asir el fino cinturón de cuero que se incrustaba en los repliegues del cuello.
—¡Levántelo más alto!
Oyó extraños rumores. El hombre vomitaba otra vez. Dejó entonces caer el cuerpo, y aquel brusco movimiento hizo que los ojos y la lengua saltasen más, componiendo una máscara terriblemente sarcástica, que daba la impresión de que el muerto se estuviese burlando de la poca destreza de los vivos.
Desesperado, Kern intentó hacer algo para reanimar a su compañero. Como si fuera un relámpago recordó la escena que había ocurrido entre el estudiante rubio y el carcelero y se puso a gritar también:
—¡So miedoso! ¡Si no quiere ayudarme, le mato aquí mismo! ¡Ande, cobarde!
Mientras hablaba daba puntapiés, y notó que había acertado sin querer en su compañero. Dio, entonces, deliberadamente con más fuerza.
—¡Le voy a romper el cráneo! —gritó—. ¡Ande, levántese!
El hombre dejó de vomitar, se levantó y trató de alzar al muerto.
—¡Más alto! —gritaba, enfurecido, Kern—. ¡Ande, sapo inmundo! ¡Más alto!
El hombre intentó levantar más el cuerpo, consiguiendo Kern pasar el lazo por encima de la cabeza del ahorcado.
—Bien, ahora baje el cuerpo.
Juntos lo cogieron y le echaron sobre el catre. Kern le desabrochó el chaleco y los pantalones.
—Abra la mirilla y llame al guardia. Voy a intentar hacerle la respiración artificial.
Se arrodilló por detrás de la cabeza y cogió entre las suyas las manos frías del muerto, comenzando a moverle los brazos. Oía un estertor cuando el tórax subía y descendía. Algunas veces se paraba para escuchar, pero no se notaba respiración alguna.
El hombre que no quería hablar francés golpeaba desesperadamente la ventanilla de la puerta y gritaba:
—¡Guardia! ¡Guardia!
Sus gritos eran respondidos lúgubremente por el eco.
Kern continuó trabajando. Sabía que, a veces, eran necesarias varias horas. Pero después de algún tiempo cejó en su empeño.
—¿Respira? —preguntó el otro.
—No —y de súbito Kern se sintió terriblemente cansado—. Es un disparate lo que estamos haciendo. Si quería morir, ¿por qué no le dejamos en paz?
—¡Pero, por el amor de Dios!
—¡Cállese la boca, hombre! —exclamó Kern en voz baja e irritada.
No quería oír una sola palabra. Sabía exactamente lo que iba a decir. Pero también sabía que cuando el otro hubiera vuelto en sí, si ello se hubiera conseguido, intentaría matarse nuevamente.
—Pruebe usted —le dijo, después, más tranquilo—. Ese hombre sabía perfectamente hasta dónde llegaba su capacidad de sufrir.
Después de algunos momentos llegó el guardia.
—¿Qué escándalo es éste? ¿Están todos locos?
—¡Se ahorcó!
—¡Válgame Dios, qué lío! ¿Está vivo todavía? —El guardia abrió la puerta. Olía a chorizo y a vino. Encendió su linterna de mano—. ¿Está muerto?
—Probablemente.
—Bien, mañana por la mañana se solucionará el asunto. Sternikosch que se rompa la cabeza con esta historia. Yo no sé nada de lo que ha pasado.
Se marchaba.
—¡Oiga! —le dijo Kern—. Vaya inmediatamente a buscar socorro de urgencia.
El guardia se le encaró, admirado.
—¡Si dentro de cinco minutos no está aquí de vuelta, armaremos tal escándalo que le costará el empleo!
—Tal vez todavía haya una posibilidad de salvarle, con oxígeno —gritó desde el fondo de la celda el otro prisionero, que se inclinaba como un fantasma sobre el compañero ahorcado, levantando y bajando los brazos.
—¡Bonita cosa para empezar el día! —vociferó el guardia, al salir.
Algunos minutos más tarde llegaron otros hombres y se llevaron al suicida. Poco después, el guardia volvía.
—Entréguenme los tirantes, los cinturones y los cordones de los zapatos.
—No pienso ahorcarme —dijo Kern.
—No importa. Deme lo que he pedido.
Los presos entregaron los objetos y se echaron en los catres.
Impregnaba la celda un olor ácido y penetrante de jugo intestinal.
—Dentro de una hora amanecerá, y entonces podrán limpiar esto —dijo Kern.
Tenía la garganta seca, ardiendo de sed. Sentíase por dentro como calcinado. Le parecía que había tragado polvo de carbón o cemento, haciéndole la impresión de que nunca más se limpiara.
—Fue horrible, ¿no cree? —dijo el otro, de repente.
—No —dijo Kern, con cierta brusquedad.
Por la tarde fueron trasladados a otra celda, en la cual había ya cuatro presos. Kern supuso que todos serían refugiados, pero no les prestó atención. Estaba tan cansado que se metió inmediatamente en la cama. No conseguía dormir. Echado, con los ojos abiertos, miraba el pequeño rectángulo enrejado de la ventana.
Más tarde, alrededor de medianoche, fueron metidos otros dos hombres en la celda. Kern no podía distinguirlos, a causa de la oscuridad, pero oía sus voces.
—¿Cuánto tiempo cree que nos tendrán aquí detenidos? —preguntó ansiosamente uno de los recién llegados.
Siguió una pausa, antes de que se oyera la respuesta. Después, una voz de bajo respondió.
—Depende de lo que usted haya hecho. Para asesinato, con intención de robo, prisión perpetua. Para crimen político, una semana.
—Mi único delito ha sido dejarme detener por segunda vez sin pasaporte.
—Eso ya es más serio —murmuró la voz de bajo—. Puede tener la seguridad de que le retendrán cuatro semanas.
—¡Dios mío, y yo que tengo un pollo asado en mi maleta! ¡Un pollo asado! ¡Seguro que estará estropeado cuando salga!
—Claro que sí —asintió la voz profunda de bajo.
Kern aguzó el oído.
—¿No ha estado usted detenido anteriormente teniendo otro pollo en la maleta? —preguntó al recién llegado.
—Sí, así es —respondió después de un instante la voz de aquel hombre con tono maravillado—. ¿Cómo lo sabe usted?
—¿No estaba usted preso entonces?
—¡Sí, es verdad! Más, ¿quién me hace tantas preguntas? ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe todo eso? —insistió, la voz excitada, en la oscuridad.
Kern se echó a reír. Continuó riendo de tal modo, que se ahogaba. Parecía que tenía un espasmo, un calambre. Había dado suelta a todas las emociones que tenía reprimidas. (Su furia por estar detenido, su soledad, la intranquilidad a causa de Ruth, aquella fuerza que había necesitado gastar para mantener el dominio de sí mismo y sofocar el horror que le había producido el hombre ahorcado). Reía, reía, con carcajadas violentas.
—¡El Pollo! ¡El Pollo! —exclamaba—. ¡Seguro que es el Pollo! ¡Y en la misma aflicción! ¡Qué coincidencia!
—Llama usted a esto coincidencia —respondió el Pollo rabioso—. Fatalidad de los demonios, lo llamaría yo.
—Parece que tiene usted poca suerte con los pollos asados —dijo la voz de bajo.
—Silencio —gritó otra voz—. ¡Los demonios se lleven sus pollos asados! ¿Hay acaso derecho a despertar el hambre de un hombre sin patria, a medianoche, hablando de pollos asados?
—Tal vez exista un profundo parentesco entre él y los pollos —sugirió la voz de bajo.
—Podría probar otra vez con un pollo de cartón —vociferó el hombre sin patria.
—O con una úlcera en el estómago —lloriqueó una aguda voz de falsete.
—Tal vez en la otra encarnación haya sido zorra —dijo el de la voz de bajo—, y en ésta, ahora, los pollos se están vengando de él.
Se oyó la protesta del Pollo, que se entrometió de nuevo en la conversación:
—¡Los demonios se lleven la costumbre de ridiculizar a un hombre cuando está de mala suerte!
—¿Qué ocasión tendríamos mejor? —respondió el de la voz de bajo, conciliador.
—¡Silencio! —gritó el carcelero desde fuera—. ¡Esto es una prisión respetable y no un local nocturno!