CAPÍTULO PRIMERO

Kern despertó, sobresaltado, en medio de la oscuridad. Como todos los que se ven perseguidos, despertó enteramente consciente, alerta y dispuesto para la fuga. Sentado en la cama, inmóvil, con su débil cuerpo curvado hacia delante, hacía planes arriesgados de fuga, en la hipótesis de que las escaleras ya estuviesen ocupadas.

Estaba en un cuarto piso. La ventana daba al patio, pero no tenía barandilla, ni siquiera una cornisa que le permitiese llegar hasta el canalón. Era inútil la salida por ese lado. Sólo le quedaba un camino: seguir el corredor y desde allí alcanzar el tejado de la casa vecina.

Kern miró la reluciente esfera del reloj: pasaba de las cinco, y la habitación seguía casi completamente a oscuras. En las otras dos camas, las sábanas blanqueaban notablemente en la penumbra. El polaco que dormía en la que estaba junto a la pared, roncaba fuerte.

Cauteloso, Kern se deslizó de la cama y fue hacia la puerta. En ese momento el hombre del lecho de en medio se movió:

—¿Sucede algo? —preguntó en voz baja.

Kern no respondió. Tenía el oído pegado a la cerradura.

El otro se sentó y empezó a buscar algo entre las cosas esparcidas por encima de su cama de hierro. Una linterna de bolsillo se encendió y su pálida luz iluminó parcialmente la desconchada pintura de la vieja puerta marrón y la figura de Kern que, con los cabellos alborotados y a medio vestir, escuchaba por el agujero de la cerradura.

—¡Por todos los demonios! ¿Qué es lo que pasa?, —susurró el hombre de la cama.

Kern irguióse.

—No sé. Algo me despertó. Creí oír un ruido.

—¿Qué podía ser?

—Parece que fue por ahí abajo. Voces, pasos. No sé…

El hombre se levantó y fue hasta la puerta. La linterna le iluminaba la camisa amarilla y las piernas musculosas y velludas.

Escuchó algún tiempo y preguntó:

—¿Hace mucho que está usted aquí?

—Dos meses.

—¿Hubo algún registro durante ese tiempo? —Kern movió negativamente la cabeza—. Seguramente se ha equivocado. Cuando estamos dormidos cualquier ruido, por insignificante que sea, nos parece una tormenta. —Enfocó la luz a la cara de Kern—: ¿Apenas tiene usted veinte años, eh? ¿Es refugiado?

—Naturalmente.

Djabet sto siem stalo[1]! —murmuró de súbito el polaco desde su rincón.

El hombre de la camisa enfocó la linterna hada el lecho del polaco y emergió de la oscuridad una barba negra y salvaje, una gran boca completamente abierta y dos ojos profundos, medio tapados por unas espesas cejas.

—Deje de hablar del diablo en su idioma —refunfuñó el hombre de la linterna.

Tso?

—¡Oiga! ¡Están ahí otra vez…! —Kern saltó por encima de la cama.

—Tenemos que huir por el tejado.

El otro se volvió rápidamente. Oíanse ruido de puertas que se abrían y de susurrantes voces.

—¡Diablo! ¡Corra! ¡Corra, Polski! ¡La policía!

El hombre de la camisa amarilla reunía ahora sus cosas sobre la cama.

—¿Sabe el camino? —preguntó a Kern.

—Sí; por el corredor a la derecha y después subir las escaleras, por detrás de la pila.

—¡Vamos! —Y el hombre abrió sin ruido la puerta.

Matka Boskal[2]! —susurró el polaco.

—¡Cierre la boca! ¡Sus exclamaciones nos traicionarán!

El hombre cerró la puerta. Acompañado de Kern siguieron el largo y sucio corredor. Corrían tan silenciosamente que podían oír las gotas de agua caer en la pila.

—Por aquí —murmuró Kern, doblando el pasillo. Tropezó con una cosa que le hizo perder el equilibrio, vio a un hombre uniformado e intentó retroceder. Pero era ya tarde. Notó inmediatamente un golpe en el brazo.

—¡Alto! ¡Manos arriba! —gritó alguien en la oscuridad.

Kern dejó rodar por el suelo los objetos que llevaba. Tenía el brazo entumecido por el golpe que le habían dado. El hombre de la camisa amarilla a punto estuvo de lanzarse sobre la voz de la oscuridad, pero vio que el cañón de un revólver de un segundo policía le apuntaba sobre el pecho. Levantó lentamente los brazos.

—¡Media vuelta! —ordenó la voz—. Acérquense a la ventana.

Los dos obedecieron.

—Vea lo que hay en esas cosas —ordenó el policía sin dejar de apuntarles.

El otro policía examinó las ropas diseminadas por el suelo: treinta y cinco chelines…, una linterna…, una pipa…, una navaja…, un pañuelo…, un peine…, nada más.

—¿Ningún papel?

—Dos cartas.

—¿No hay pasaportes?

—No.

—¿Dónde están sus pasaportes? —preguntó el policía del revólver.

—No tengo pasaporte —respondió Kern.

—¡Bien, bien! —Y el policía apoyó el revólver en las costillas del otro fugitivo—. ¿Y a usted será necesario interrogarle particularmente? —y añadió un insulto.

—¿Tienen ustedes derecho a insultarme? —preguntó el hombre volviéndose lentamente.

Los dos policías se dirigieron una mirada. El que estaba sin revólver se echó a reír. El otro, pasándose la lengua por los labios, exclamó:

—¡Vaya finura! ¡El muy hediondo y puerco! —Levantó el brazo y le dio un golpe violento en la mandíbula.

—¡Arriba las manos! —gritó al tambalearse el preso.

El hombre le miró. Kern jamás vio una mirada como aquélla.

—Estoy hablando con usted, ¡so animal! —insistió el policía—. ¿Quiere contestar? ¿O prefiere que le dé otro golpe en la cara?

—No tengo pasaporte —dijo al final el hombre.

—¡Ah! ¿No tiene pasaporte? ¡Naturalmente, el excelentísimo señor no tiene pasaporte! ¡Era precisamente lo que suponíamos! ¡Vamos, vístase de prisa!

Por el pasillo venían un grupo de policías que abrían de par en par todas las puertas.

Uno de ellos, con insignias de oficial en las hombreras, se aproximó:

—Vamos a ver, ¿qué ha sido lo hallado?

—Una pareja de pájaros que intentaban volar por el tejado.

El oficial vio a los presos; era joven, de rostro delgado y pálido, usaba un bigotito negro, corto y bien cuidado. Olía a agua de colonia.

Kern reconoció el perfume; agua de colonia 4711. Su padre fue dueño de una fábrica de perfumes y de ahí el porqué podía entrar en detalles.

—Hemos de tener un cuidado especial con estos dos —dijo el teniente—. Póngales esposas.

—¿La policía vienesa tiene el derecho de agredir a un hombre al prenderlo? —preguntó el hombre de la camisa amarilla.

El oficial, encarándose con él, le preguntó:

—¿Cuál es su nombre?

—Steiner. Joseph Steiner.

—No tiene pasaporte y nos amenazó —explicó el policía que empuñaba el revólver.

—Lo que nos es permitido va mucho más lejos de lo que usted cree —replicó ásperamente el oficial. Y dirigiéndose a sus hombres—: ¡Llévenlos abajo!

Los presos recogieron sus ropas y un policía los esposó.

—Anden, preciosidades. Miren qué bien les sientan las pulseras. Parecen hechas a medida.

Kern sintió el frío acero en las muñecas. Por primera vez en su vida le prendían. Los brazaletes de acero no le incomodaban mucho mientras caminaba. Pero tenía la impresión de que era mucho más que las manos lo encadenado.

Alboreaba el nuevo día.

Dos coches de la policía se hallaban estacionados frente a la casa.

Steiner hizo una mueca:

—Entierro de primera clase. Bonito, ¿eh, pequeño?

Kern no respondió. Procuraba esconder las esposas bajo los faldones del gabán. Parados en la puerta algunos lecheros miraban con curiosidad. En las casas vecinas se abrían las ventanas y aparecían rostros blancos, como masas de pan, entre las brechas oscuras.

Eran casi treinta los presos que los policías iban empujando hacia los coches abiertos. La mayoría de ellos se mantenían en silencio. Entre los mismos estaba también la propietaria del edificio, una mujer rubia y gorda, de unos cincuenta años; era la única que protestaba ruidosamente. Hacia unos meses que transformó en pensión (con él mínimo de gastos) su casa de prostitución. La noticia de que allí se podía dormir sin riesgo a ser denunciado se extendió rápidamente. La mujer sólo albergaba cuatro huéspedes legales que poseían pasaporte y de los cuales temía noticia la policía: un vendedor ambulante, un barrendero y dos prostitutas.

Los otros sólo entraban en la casa al oscurecer. Eran en su mayoría emigrados y refugiados de Alemania, Polonia, Rusia e Italia.

—Entre, entre —decía el teniente a la patrona—. Deje las explicaciones para la Comisaría. ¡Allí va a tener tiempo de sobra!

—¡Esto es injusto! —gritó la mujer.

—Diga lo que quiera, pero ahora tiene que venir con nosotros.

Dos policías la sujetaban por las axilas, uno a cada lado, y la levantaron hasta el coche.

El teniente se volvió hacia Kern y Steiner.

—Ahora a estos dos. ¡Cuidado con ellos!

Merci! —dijo Steiner al entrar en el coche, Kern lo siguió.

Los coches arrancaron.

—¡Diviértanse! —gritó desde una de las ventanas una voz femenina.

—¡Acaben con los refugiados! —gritó un hombre más lejos—. ¡Será comida que se ahorre! Heil Hitler!

Las calles todavía estaban casi desiertas, y los coches de la policía corrían veloces. La noche iba cediendo y el cielo se tomaba de un puro azul transparente.

Los detenidos, en tanto, apiñados en grupos cerrados, dentro de los coches, parecían un chopo azotado por la lluvia de otoño. Dos de los policías comían bocadillos y bebían café en un cazo de fondo plano. Cerca del puente de Francisco José, un camión de hortaliza obstruyó el camino. Los coches de la policía, tras una breve parada, continuaron el camino. En ese momento, uno de los prisioneros del segundo coche trepó al borde del vehículo y saltó a la calle. Cayó atravesado sobre el guardabarros enganchándose en el abrigo, y al dar con su cuerpo en el suelo produjo un ruido semejante al de una rama que se quiebra.

—¡Frena! —dijo el jefe—. ¡Disparen sobre él si se mueve!

El coche paró de nuevo, dando un frenazo. Los policías saltaron y corrieron al lugar donde el hombre yacía extendido. Había dado con la nuca en el borde de la acera. Echado así, con el gabán abierto, brazos y piernas extendidas, parecía un gran murciélago reventado en el suelo.

—Tráiganlo —gritaba el teniente.

Los policías se agacharan sobre él. Uno de ellos se levantó rápidamente:

—Debe haberse fracturado algo. No se puede levantar.

—¿Cómo que no puede? Pónganlo en pie.

—Denle un puntapié. Se levantará en seguida —sugirió el policía que había pegado a Steiner.

El hombre gimió.

—Es imposible. No puede —dijo el otro policía—. Tiene la cabeza sangrando.

—¡Diablos del infierno! —Y el jefe descendió—. ¡No se mueva nadie! —gritó a los prisioneros—. ¡Gente del demonio! Sólo saben crear dificultades.

El coche se aproximó cerca del hombre caído. Kern le pudo ver claramente y lo reconoció. Era un judío ruso, macilento, de barba grisácea e hirsuta. Varias veces Kern había dormido con él en el mismo cuarto. Se acordaba de las oraciones que el viejo rezaba en la ventana, de madrugada, con toda la quincallería al hombro, moviendo lentamente el cuerpo hada delante y hacia atrás. Era vendedor ambulante de hilos, cordones para botas y artículos similares, y ya por tres veces había sido expulsado de Austria.

—¡Vamos, levántese! —ordenó el oficial—. ¿Por qué saltó del coche? ¡Debe tener muchos delitos en su haber! ¡Sabe Dios lo que robó o lo que anduvo haciendo!

El pobre viejo movió los labios y volvió hacia el teniente los desorbitados ojos.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el teniente.

—Dice que saltó porque tenía miedo —explicó el policía que estaba arrodillado junto al preso.

—¿Miedo? ¡Es natural que tenga miedo! ¡No respetó la Ley! ¿Qué es lo que está diciendo ahora?

—Dice que no hizo nada malo.

—Todos dicen lo mismo; ¿y qué es lo que vamos a hacer con él? ¿Qué es lo que tiene?

Steiner, desde el coche, opinó:

—Deberían llamar a un médico.

—¡Calle la boca! —dijo furioso el oficial—. ¿Dónde se va a encontrar un médico a estas horas? No se le puede dejar de este modo en la calle, pues son capaces de decir que fuimos nosotros los que le arrojamos del coche. La policía es siempre la culpable.

Steiner volvió a hablar:

—A estas horas ya debería estar en un hospital.

Esta vez, el oficial, preocupado por aquella situación, no mandó callar a Steiner.

—¡Hospital! No podría ser aceptado así, sin formalidades. Precisa un certificado y yo tengo que hacer primero una declaración del caso.

—¿Por qué no lo llevan al hospital judío? —recordó Steiner—. Allí lo aceptarían sin certificado ni aviso, hasta, seguramente, sin dinero.

El teniente lo miró admirado.

—¿Cómo está usted tan bien enterado respecto a ello?

—Deberíamos llevar a este hombre a la Casa de Socorro —propuso uno de los soldados—. Siempre hay un médico o un ayudante que tal vez pueda hacer algo. Por lo menos así nos quedaremos libres de él.

—Eso es lo mejor —resolvió el teniente—. Levántenlo. Vamos a llevarlo a la Casa de Socorro. Uno de los hombres se quedará con él.

Los policías levantaron al hombre. Éste gimió y se fue poniendo cada vez más lívido y, al depositarlo en el suelo del coche, se estremeció y abrió los ojos, que brillaban de una manera extraña en aquel rostro descompuesto.

El teniente se mordió los labios.

—Valiente estupidez. A su edad atreverse a saltar del camión. En marcha, pero despacio.

Lentamente se formaba un charco de sangre bajo la cabeza del herido. Sus dedos crispados se agarraban a las tablas del suelo del camión. Se veían sus dientes entre los labios separados. Una risa colérica bajo una máscara de dolor y de muerte.

—¿Qué es lo que está hablando? —preguntó el teniente.

El policía se arrodilló otra vez, y aseguró la cabeza del viejo, bamboleada por los vaivenes del coche.

—Dice que quisiera volver junto a sus hijos, que ahora morirán de hambre.

—¡Tonterías! ¿Por qué tienen que morir de hambre? ¿Dónde están?

El policía volvió a agacharse sobre el herido y, después de cierto tiempo, dijo:

—No quiere decirlo. Dice que sus hijos serían deportados porque no tienen pasaporte.

—¡Sólo dice bobadas! ¿Qué es lo que está diciendo ahora?

—Está pidiendo perdón…

—¿Cómo?

—Pide perdón a mi teniente por los disgustos que le ha ocasionado.

—¿Perdonarle? ¿Qué quiere decir con eso?

Sacudiendo la cabeza, el oficial fijó su mirada en el hombre tendido en el suelo.

El automóvil paró delante de la Casa de Socorro.

—Bájenlo —ordenó el teniente—, pero con cuidado. Y usted, Rohde, quédese con él hasta que yo telefonee.

Levantaron al hombre herido.

Steiner se inclinó sobre él.

—No se preocupe, amigo. Encontraremos a sus hijos y cuidaremos de ellos.

El judío cerró los ojos y volvió a abrirlos.

Tres policías se lo llevaron hacia el interior del edificio. Sus brazos colgando, se arrastraban por el suelo como si ya hubiera muerto. Poco tiempo después, volvieron dos policías hacia el carruaje.

—¿Dijo algo más? —preguntó el teniente.

—No. Su rostro estaba verde. Si ha sido en la espina dorsal donde se ha herido, no durará mucho tiempo.

—Tanto mejor, un judío menos —dijo el policía que agredió a Steiner.

—Disculpándose… —murmuró el teniente—. ¡No lo comprendo! ¡Qué hombre tan raro…!

—Y en estos tiempos… —dijo irónicamente Steiner.

El teniente irguióse.

—¡Calle la boca, bolchevique! —vociferó—. Se acordará de su atrevimiento.

Los detenidos fueron llevados a la comisaria de la calle de Elisabeth. Quitaron las esposas a Steiner y a Kern, que fueron introducidos con los demás presos en una habitación sombría. Casi todos se sentaron en silencio. Ya estaban acostumbrados a esperar. Solamente la gorda y rubia dueña de la pensión hacía oír sus eternas lamentaciones. Cerca de las nueve fueron llamados, uno a uno, a presencia de las autoridades. Kern fue llevado a una sala en la que se encontraban dos policías, un escribiente modestamente vestido, el teniente, y un capitán de policía de mediana edad. El capitán se sentaba en una butaca giratoria y fumaba. El escribiente, un hombre delgado e irritable, seco y oscuro como un arenque, preguntó con una voz sorprendentemente profunda:

—¿Su nombre?

—Ludwig Kern.

—¿Fecha de nacimiento?

—Treinta de noviembre de 1916, en Dresde.

—¿Entonces, usted es alemán?

—No. Actualmente no tengo nacionalidad. Perdí la ciudadanía.

El capitán levantó los ojos.

—¿A los veintiún años? ¿Por qué motivo?

—Ninguno. Anularon la ciudadanía a mi padre. Y como era menor, hicieron lo mismo conmigo.

—¿Qué hizo su padre?

Kern quedó silencioso durante unos momentos. Su experiencia de un año como refugiado le había enseñado a tener cuidado con lo que hablaba a las autoridades.

—Fue víctima de una denuncia falsa. Dijeron que tenía ideas políticas que no inspiraban confianza —contestó.

—¿Usted es judío?

—Mi padre lo es… Pero mi madre no.

—¡Ah…!

El capitán dejó caer la ceniza del cigarro al suelo.

—¿Por qué no se quedó en Alemania?

—Retiraron nuestros pasaportes y nos mandaron salir del país. Sabíamos que nos detendrían si nos quedábamos allí; y pensamos que de estar presos, en todo caso, era mejor estarlo en cualquier lugar antes que en Alemania.

El capitán rió secamente.

—Comprendo eso. ¿Cómo consiguió pasar la frontera sin pasaporte?

—Todo lo que entonces exigían, para pequeños viajes a través de la frontera checa, era una tarjeta de identidad. Nosotros la teníamos y con ella se podía permanecer durante tres días en Checoslovaquia.

—¿Y luego?

—Obtuvimos autorización para quedarnos tres meses. Después tuvimos que partir.

—¿Cuánto tiempo hace que está en Austria?

—Tres meses.

—¿Por qué no informó de su estancia a la policía?

—Porque hubiéramos recibido orden de partir inmediatamente.

—¿De veras? —El capitán daba con las palmas de la mano en los brazos de la butaca—. ¿Cómo sabía usted eso?

Kern nada dijo de que la primera vez que atravesaron la frontera él y sus padres, así lo hicieron, y el mismo día fueron deportados. Cuando volvieron otra vez obraron con mayor sigilo.

—¿No es eso cierto?

—No puede hacer preguntas. Tiene que limitarse únicamente a responder —dijo el escribiente ásperamente.

—¿Dónde están ahora sus padres?

—Mi madre está en Hungría. Obtuvo permiso para vivir allí porque es húngara de nacimiento. Mi padre fue detenido y deportado cuando yo estaba ausente del hotel. No sé dónde está.

—¿Qué profesión tiene?

—Estudiante.

—¿Con qué medios vive?

—Tengo algún dinero. Doce chelines que llevo encima y algo más que me guardan algunos amigos.

Kern nada poseía, a no ser aquellos doce chelines que ganó con la venta de jabón, perfumes y agua de colonia, trabajando como vendedor ambulante. No dijo nada de ello porque temía que, tal vez, recibiera una pena adicional por comerciar sin autorización.

El capitán se levantó y, bostezando perezosamente, preguntó:

—¿Es éste el último?

—Todavía queda uno allí abajo —dijo el escribiente.

—Será la misma historia. La misma serie de insulseces. —El capitán hizo una mueca al teniente—. No pasan de ser emigrantes clandestinos. ¿Le parece que se trata de una conspiración comunista? ¿Quién fue, por fin, el que hizo la denuncia?

—Alguien que posee una hospedería de igual tipo, con la sola diferencia de que en la suya existen chinches —dijo el escribiente—. Rivalidad profesional, probablemente.

El capitán sonrió. Notó entonces que Kern estaba todavía en la sala.

—Llévenlo abajo. Usted sabe cuál es la pena. Dos semanas de detención y, después, la deportación. —Bostezó otra vez—. ¡Bueno! Voy a comer cualquier golosina y a beber cerveza.

Kern fue conducido a un cuarto menor que el que había conocido antes. Juntos quedaron cinco prisioneros, entre ellos el polaco que dormía en su mismo cuarto. Media hora después trajeron a Steiner, que se sentó al lado de Kern.

—¿Por primera vez en el banquillo, pequeño?

Kern asintió con la cabeza.

—¿Experimenta la sensación de ser un asesino, no es verdad?

Kern hizo una mueca.

—Algo parecido… Una cárcel… Hasta ahora sólo había oído hablar de ellas.

—Esto no es la cárcel, muchacho —explicó Steiner—. La cárcel vendrá luego.

—¿Estuvo usted ya en ella?

—Sí. —Steiner sonrió—. También acabará acostumbrándose, pequeño. La primera vez que uno va se encuentra cohibido. Después no. Por lo menos tendrá paz cuando esté allí dentro. Un hombre sin pasaporte es un cadáver ambulante. La única cosa que se espera de él es que se suicide… No le queda otra solución.

—¿Y con pasaporte? ¿No hay ningún sitio dónde uno pueda conseguir autorización para trabajar?

—Naturalmente que no. La única cosa que usted puede obtener es el derecho a morir de hambre, en paz, en vez de vagabundear por ahí; eso ya es algo.

Kern, deprimido por todo cuanto le contaba, bajó la cabeza. Steiner le golpeó en los hombros.

—Animo, muchacho. A cambio de lo que está pasando, tiene la ventura de vivir en el siglo XX. El siglo de la cultura, del progreso, de la civilización.

—¿Hay algo que comer aquí? —preguntó un hombrecillo calvo que estaba sentado en el borde de uno de los camastros de tablas—. ¿Ni siquiera café?

—Basta tocar el timbre y aparece el maître. Le pide la carta y puede escoger entre los tres o cuatro menús —respondió Steiner—. Hasta caviar si usted quiere.

—La comida, aquí, es muy mala —dijo el polaco.

—¡Caramba! Ahí está nuestro Diablo. —Steiner le miró con interés—. ¿Es usted parroquiano de la casa?

—Comida muy mala —repitió el polaco—. ¡Y tan escasa!

—¡Santo Dios! —dijo el hombre que estaba al otro lado—. Yo que he dejado un pollo asado en mi habitación. ¿Cuándo nos soltarán?

—Dentro de dos semanas —respondió Steiner—. Ésa es la pena común para los refugiados sin documentos, ¿eh, Diablo?

—Dos semanas —confirmó el polaco—. O más. Y con tan poca comida. ¡Y tan mala! ¡Sopa sin grasa alguna!

—¡Qué caramba! Para ese día el pollo estará estropeado —rezongó el hombrecillo calvo—. ¡Mi primer pollo después de dos años! ¡Ahorré céntimo a céntimo para comprarlo! ¡He de comerlo hoy!

—¡Retrase su apetito hasta la noche!, —dijo Steiner—. A esta hora ya se habría comido el pollo. Supóngalo así y su dolor será más llevadero.

—¿Qué tontería está usted diciendo? —El hombrecillo miró a Steiner con indignación—. ¿Le parece que sería lo mismo, idiota? Y, además de eso, yo hubiera guardado una pechuga para mañana.

—Entonces espere hasta mañana al mediodía.

—¡¡¡Qué me importa!!! —interrumpió el polaco—. No me gusta la carne de ave.

—Quizás a usted no le importe porque no tiene un pollo asado en su habitación —gritó el hombre desde su rincón de la celda.

—Aunque lo tuviera no me importaría, porque la carne de ave no me gusta. Me produce náuseas sólo el hablar de ella. —El polaco asumió un aire de satisfacción y se alisó la barba—. Para mí ese pollo no representa pérdida alguna.

—¡A nadie le interesa su opinión, so idiota! —gritó el hombrecillo calvo con rabia.

—Aunque me lo dieran, no lo comería —respondió el polaco triunfalmente.

—¡Santo Dios! ¿Habrá oído alguien tontería semejante? —El dueño del pollo se llevó las manos a la cabeza con desesperación.

—Por lo que veo, un pollo asado nunca le proporcionaría disgustos —dijo Steiner—. Respecto a eso, nuestro Diablo es inmune. Un Diógenes entre pollos asados. ¿Qué dice usted de una buena sopa de gallina?

—Nada digo —respondió el polaco con firmeza.

—¿Y una gallina con «paprika»?

—No soporto la gallina de ninguna manera —replicó el polaco, radiante.

—¡Es el colmo! ¡Es para volverse loco! —gritó el atormentado dueño del pollo.

Steiner volvióse.

—¿Y huevos, Diablo, huevos de gallina?

La sonrisa del polaco desapareció.

—Huevos, huevos sabrosos. ¡Eso sí! —Una expresión de deseo vehemente le agitó la barba—. ¡Qué deliciosos son!

—Por fin le encontramos el punto flaco, ¿eh?

—Huevos sabrosos —insistió el polaco—, ¡cuatro huevos, seis, doce huevos! Seis huevos pasados por agua y otros seis fritos, con unas patatitas y unas lonchas de jamón.

—No puedo oír más esa historia. Que manden al infierno a ese «Diablo» glotón —exclamó el Pollo.

—Caballeros. Déjense de ilusiones y pasemos a la realidad —dijo una agradable voz de bajo con acento ruso—. Traje, a escondidas, una botella de vodka. ¿Puedo ofrecerles un trago? El vodka calienta el estómago y calma el espíritu.

El ruso destapó la botella, bebió un sorbo y la pasó a Steiner, que, a su vez, tomó un trago y se la dio a Kern. Kern movió la cabeza negativamente.

—¡Bebe, pequeño! —dijo Steiner—. Esto forma parte de nuestra vida aquí. Tiene usted que acostumbrarse.

—El vodka sienta muy bien —afirmó el polaco.

Kern tomó un pequeño trago y pasó al polaco la botella. Éste se la llevó a los labios con un gesto de ritual perfecto.

—Este hambriento de huevos tiene mucha sed —rezongó el Pollo arrebatándole la botella—. Sólo queda un sorbito —le dijo apesadumbrado al ruso después de haber bebido.

El ruso puso la botella a un lado.

—No importa. Lo más tardar esta noche estaré libre.

—¿Está seguro? —preguntó Steiner.

El ruso respondió con una reverencia.

—Lo estoy. Quizá me quede, desgraciadamente. Pero como ruso tengo un pasaporte Nansen.

—¡Pasaporte Nansen! —repitió el Pollo—. Eso le convierte en uno de los miembros de la aristocracia de los sin patria.

—Lamento que usted no goce de la misma ventaja —dijo el ruso delicadamente.

—Ustedes nos tomaron la delantera —replicó Steiner—. Fueron los primeros. Se quedaron con la mayor parte de la simpatía mundial. Nosotros sólo tuvimos las sobras. Todo el mundo se compadece de nuestra suerte, pero les molestamos y nos consideran indeseables.

El ruso se encogió de hombros y pasó la botella al último hombre de la celda que hasta entonces había permanecido en silencio.

—Tome también un trago.

—No, muchas gracias —respondió el hombre con arrogancia—. No pertenezco a su mundo.

Todos lo miraron extrañados.

—Tengo pasaporte, patria, autorización de permanencia y permiso para trabajar.

Hubo un momento de silencio.

—Perdone una pregunta —dijo el ruso, en tono dudoso—. Entonces, ¿por qué está aquí?

—A causa de mi profesión —explicó el hombre con altivez—. Soy un estafador y jugador profesional, con plenos derechos de ciudadanía.

Al mediodía sirvieron una sopa de alubias sin alubias. Por la noche exactamente lo mismo, pero esta vez con el nombre de «café», y acompañado de un pedazo de pan. A las siete se oyó un golpe en la puerta. El ruso fue puesto en libertad. Se despidió como si se dirigiera a viejos amigos.

—Dentro de dos semanas pasaré por el Café Sperler —dijo a Steiner—. Tal vez entonces usted esté ya libre, y yo le encuentre. Quizá tenga algo para usted. Adiós.

Alrededor de las ocho, el digno ciudadano y estafador profesional estaba dispuesto a capitular. Sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos y ofreció a los compañeros. Comenzaron todos a fumar. El crepúsculo y los cigarrillos encendidos daban a la celda un aspecto casi doméstico. El estafador explicó que la policía le hacía, de cuando en cuando, interrogatorios para ver si conseguían de él alguna confesión sobre sus actividades durante los últimos seis meses. Propuso, entonces, una partida y sacó del bolsillo del abrigo una baraja.

Ya había anochecido y todavía no habían encendido la luz eléctrica. Pero el fanfarrón sacó de sus bolsillos un trozo de vela y fósforos. Fijó la vela en un saliente de la pared, desde donde irradiaba una luz débil y vacilante.

El Pollo, el polaco y Steiner se acercaron.

—¿Vamos a jugamos dinero o no? —preguntó el Pollo.

—Claro que no —dijo el carterista sonriendo.

—¿Usted no va a jugar también? —preguntó Steiner a Kern.

—No sé jugar a las cartas.

—Eso es una cosa que puede aprender esta noche.

—Hoy no tengo ganas. En todo caso, mañana.

Steiner se volvió hacia la luz. Se notaban sus profundas ojeras.

—¿Qué le pasa, muchacho?

Kern sacudió la cabeza.

—Nada. Estoy algo cansado. Voy a echarme un poco en la cama.

El timador ya estaba barajando las cartas. Tenía una manera elegante y fina de manejarlas, mezclando unas con otras.

—¿Quién da primero? —preguntó el Pollo.

El digno ciudadano ofreció la baraja a cada uno. El polaco sacó un nueve, el Pollo, una dama, Steiner y el estafador, un as cada uno.

El jugador levantó los ojos rápidamente.

—Empate. —Sacó otro as. Sonrió y pasó la baraja a Steiner que casualmente cogió la última carta de la baraja. Era el as de corazones.

—¡Qué coincidencia! —el Pollo soltó una carcajada.

El carterista no rió.

—¿Dónde aprendió usted esos trucos? —le preguntó a Steiner, algo sorprendido—. ¿Es usted de la profesión?

—No, sólo soy un simple aficionado. Por eso el elogio de un perito me complace en gran manera.

—No es por eso. —El jugador miró hacia él—. Es porque yo soy el inventor del truco.

—¿De veras? —Steiner apagó el cigarro—. Lo aprendí en Budapest, en la cárcel, antes de ser deportado, con un tal Katscher.

—¡Katscher! Ahora lo comprendo —el estafador suspiró aliviado—. ¡Claro, por eso lo aprendió!; Katscher es alumno mío; no hay duda de que usted ha sido un buen discípulo.

Le entregó la baraja y miró atentamente hacia la vela.

—La luz es demasiado débil… menos mal que jugamos únicamente para pasar el rato, ¿no es verdad, caballero? Jugaremos honestamente, sin hacer trampas.

Kern estaba echado en el jergón con los ojos cerrados… Sentíase sumergido en una tristeza imprecisa y grisácea. Desde su detención aquella mañana, estaba pensando en sus padres por primera vez después de mucho tiempo. Vio a su padre tal como se le había aparecido cuando volvió de la comisaría. Un comerciante rival habíale denunciado por injurias contra el Estado, con el fin de que su pequeño laboratorio, en el que fabricaba jabón medicinal, perfumes y agua de colonia, quebrara, y comprarlo después por una pequeña cantidad. El plan fue realizado tal y como se había trazado, y su padre fue encarcelado. Después de seis semanas de prisión, volvió a su casa completamente cambiado. Mucho debió sufrir encerrado entre aquellas cuatro paredes a pesar de que él jamás habló de ello; su abatimiento fue lo suficiente para que al poco tiempo vendiese la fábrica a su competidor por un precio ínfimo. Luego vino la orden de abandonar el país, y con ella el comienzo de una interminable fuga: de Dresde a Praga, de Praga a Austria; un día huyendo de la policía, otro marchar hacia Checoslovaquia; poco después la fuga directa hasta la frontera, para alcanzar Viena, improvisando con ramas y cuerdas férulas rudimentarias para inmovilizar el brazo de su padre, que se lo había fracturado durante la noche; de Viena a Hungría; algunas semanas con los parientes de la madre; más tarde, la policía otra vez; el adiós a la madre, a quien le fue permitido quedarse en Hungría porque era húngara de nacimiento; nuevamente la frontera. Una vez más el doloroso negocio de vendedor ambulante de jabón de tocador, tirantes y agua de colonia, cordones para zapatos… el temor constante de ser denunciado y detenido; la noche en que el padre no volvió, los meses de soledad huyendo aterrorizado de un escondrijo a otro.

Kern volvióse en el camastro, reparando en alguien que no había visto. En el catre, al lado de él, estaba extendida una cosa que, en la oscuridad, parecía un fardo de trapos. Era el último ocupante de la celda. Un hombre de unos cincuenta años que casi no se había movido durante todo el día.

—Perdone —dijo Kern—. No le había visto…

El hombre no respondió. Kern observó que sus ojos estaban abiertos. Ya conocía esa situación; había topado con ella muchas veces en su camino. Lo mejor que podía hacer era no molestarlo y dejar que siguiera sumido en sus pensamientos.

—¡Qué infierno! —gritó de repente el Pollo desde el rincón donde estaban jugando—. ¡Qué imbécil soy! ¡Qué gran idiota!

—¿Por qué? —preguntó Steiner con calma—. La dama de trébol era exactamente la que usted debía jugar.

—¡No es en eso en lo que pienso! ¡Me doy cuenta de que aquel ruso hubiera podido mandarme el pollo! ¡Dios del cielo, qué cretino soy! ¡Un pobre imbécil sin juicio!

Miró a su alrededor como si hubiese llegado el fin del mundo.

Kern descubrió de repente que estaba riendo. No quería reír, pero no podía parar. Reía tanto que el cuerpo se le estremecía, y no sabía por qué. Alguna cosa en su interior estaba riendo y confundiéndolo todo, su tristeza, sus recuerdos del pasado y todos sus sentimientos.

—¿Qué le ocurre, muchacho? —preguntó Steiner mirando por encima de sus cartas.

—No sé; río y no sé por qué.

—La risa es siempre buena cosa. —Steiner echó en la mesa el rey de pique, haciendo una trampa a costa del polaco embobado.

Kern cogió un cigarro. Repentinamente, todo le pareció fácil. Decidió aprender a jugar a las cartas al día siguiente. Sintió, de una manera extraña, que esa resolución, por pobre que pareciera a simple vista, cambiaba su vida.