—Te dije que me ocuparía, pero una cosa no tiene nada que ver con la otra.
—No hay dos cosas —gritó. La acera de la avenida Rey David estaba cubierta de flores rojas caídas de los árboles—. Sólo hay una cosa. Un conjunto. Una transacción. Vas a casa de Yotam y luego hablamos. Hasta que no te hayas ocupado de Yotam no quiero oír hablar de ninguna clase. —Pulsó la tecla «silencio» en lugar de colgar el auricular con todas sus fuerzas.
Por la noche, el niño durmió en casa de mi suegra porque Sigui tenía reuniones y debía hacer algunas cosas antes del viaje. Había quedado en ir a su casa para leerle un cuento al niño y acostarlo. Le dije que no podía ir, que había pasado algo que me lo impedía. De hecho, me sentía como si ya nos hubiéramos separado, y esto me desgarraba por dentro.
—¿Es mejor no salir a la calle? ¿Alguien se quiere hacer explotar? —me preguntó mi suegra con inquietud.
—Quizá sí, pero no sé nada —la tranquilicé. Aún me apreciaba, o quizá nunca se había hecho ilusiones.
Esta vez el mar de Cesarea estaba muy tranquilo; en la zona de las casetas triangulares reinaba el silencio. Unos mosquitos hambrientos me picaban en cada pedazo de piel descubierta, en los brazos, en el cuello, en la frente. No tenía fuerzas para trepar a la ventana de encima de su cama, así que llamé para que me abriera. Al cabo de un buen rato, la puerta se abrió. Entré. Había una luz turbia. No vi a nadie, subí al desván; la sucia cama estaba vacía. Me di la vuelta, hacia su boca abierta de par en par y su mano blandiendo un gran cuchillo. Me asusté tanto que lo hubiera matado.
—Habría podido degollarte como a un cerdo; mira cómo te has asustado. —Temblaba de tanto reír, el pelo le cubría la cara y su brazo se movía arriba y abajo, cortando el aire.
Ahora ya tenía el arma en la mano, apuntándole. Hacía cuatro años que la había sacado del estuche por última vez, cuando me encontré con un informador que parecía haber enloquecido.
—Dispararé, Yotam; baja eso —le dije tranquilamente, quitando el seguro—. Ahorrémosle un dolor de cabeza a tu madre.
Perdió la calma, la risa extática se truncó, bajó la mano lentamente y se estiró en la cama en una postura de debilidad, como el hombre que, habiendo perdido una batalla, observa la propia rendición con gesto sumiso. Puse el seguro y le acerqué el corto cañón a la mejilla, hasta que le hizo daño, y entonces volví a guardar el arma en el estuche.
—Sólo estoy aquí por tu madre —dije—. La próxima vez dispararé sin pensarlo dos veces. Y ahora registraremos este sitio. Tiraré toda la droga que encuentre.
Gemía como un niño, me pedía que no tocara nada, pero yo ya había empezado a buscar por los cajones, debajo del colchón y detrás de los libros. Le dije que no se moviera. Por lo menos saqué tres bolsitas de plástico llenas de polvo y de pastillas. Luego fui al diminuto cuarto de baño y me llevé las cajas de Ritalin y los medicamentos antipsicóticos. De vez en cuando leía las instrucciones con curiosidad. Luego fui a la planta baja, donde también encontré cosas.
—Y ahora, ven conmigo —dije agarrándolo por el cuello. Iba en calzoncillos. Le dije que se pusiera algo encima, tomé su mano y salimos hacia el mar. Algunos coches se iban tras un buen día de playa; seguro que los niños iban sentados detrás, muertos de cansancio; los padres nos miraban como si fuéramos una pareja de homosexuales locos, yo y mi amigo drogado. Todo se hacía en público en este asunto.
En la playa hice una ceremonia anticipada del tashlij.[7] Se quejó cuando vio su fortuna lanzada al mar. Sacudí bien las bolsas para que no quedara nada; luego me senté en la arena, a su lado. Las chimeneas de la compañía de electricidad brillaban por encima de nosotros junto a las estrellas.
—Un día no estarás preparado y te mataré —musitó con la cabeza entre las piernas—. Todo el mundo puede distraerse. Tú también. Por la espalda.
—No lo conseguirás —dije—. Eres un drogadicto y tienes los sentidos jodidos. Tus reflejos fallan. Tu sistema nervioso es una ruina.
Yacía de espaldas y el pelo se le había llenado de arena. Unas olas pequeñas llegaban a la playa y rompían con un ruido sordo. Lejos de nosotros se veía la silueta de una tienda de campaña, pequeña y solitaria, y a su lado una hoguera también pequeña.
—¿Quieres desintoxicarte? —pregunté.
—No —contestó Yotam con su cara enorme mirando al cielo—. Las drogas no tienen nada de malo. El problema es el dinero. Lo que pasa es que a la gente le hacen un lavado de cerebro. Hay millonarios que esnifan cocaína toda la vida. Sin ella no habrían llegado a ninguna parte. La realidad es demasiado dura para vivirla sin ayuda. El problema es el dinero, el capitalismo; ellos no quieren que la gente del pueblo tome drogas. ¿Quiénes serían sus esclavos si todo el mundo estuviera colocado?
—Tú no crees esas cosas —dije—. Mírate, eres un chico de veintidós años y apenas estás vivo.
—Me persiguen —dijo—, no me dejan respirar.
Me pidió un cigarrillo.
—No tengo. Estoy aquí sólo por tu madre. Puedes joderte la vida, si quieres; no eres hijo mío.
Pensaba en qué haría Jaim en mi lugar, con su kipá, su amabilidad oriental, su experiencia de la vida, su manera de hacer típica de los jerosolimitanos y todo lo demás, en qué haría con él.
—Con un padre como tú… —la risa tortuosa le volvía a aflorar en la cara—. Dime, ¿ya te has tirado a mi madre o te paga con dinero? No, no tiene, no creo que pueda… ¿Has leído sus libros? Cuando tenía doce años los encontré en el armario. Me gusta leer. Yo era un niño prodigio, en la guardería ya sabía leer, ¿te lo ha dicho? ¿Sabes qué es para un niño masturbarse leyendo lo que su madre ha escrito? No creas que los leía de arriba abajo —entre nosotros, son una mierda—, pero sí los párrafos de sexo; allí encontré…
Me levanté para alejarme de él. Detrás de nosotros estaban las luces del bloque de cemento conocido como Israel; al lado, la gran central eléctrica; sólo enfrente, en el mar, estaba oscuro y tranquilo.
—¿Y tu padre? —le grité desde lejos.
—Ah, el genio —rió. Se puso de pie y empezó a hacer tonterías como un títere sin control, lanzando los brazos hacia los lados—. Fellini, Bergman, Karl Marx, Rabí Nahman de Bratslav, todos juntos… No me controlo, perdona; tiraste todo lo que me quedaba. Mi madre te envió para que me mataras. Finalmente volvió a Jerusalén, el rabino, sentado en una silla de ruedas por un derrame cerebral; incluso su mujer religiosa lo había abandonado. Vivía encerrado en casa, ya no podía ni enviar a Dios al diablo, estaba hecho un trapo, el pobre. ¡Qué vanidoso! Era el único que lo sabía todo. Siempre decía que todos lo envidiaban, que estaban obsesionados con él. ¡Qué películas maravillosas hizo! Las vieron dos personas y media en el cine París y al salir pidieron que les devolvieran el dinero. Avital Yegnes, un nombre espléndido. Pero cuando yo tenía medio año, él ya no estaba. Hace unos años pidió que fuera a verlo. ¿Dónde está mi hijo? Lo añoro. ¿Y qué encontré? Un despojo. Se creía el patriarca Isaac, me puso las manos en la cabeza. Esperaba que me pidiera perdón. ¿Dónde has estado todo el tiempo, papá? ¿Dónde has estado? No entendía lo que le decía. Intenté hablarle de Nietzsche. Había leído los libros que había dejado; quería impresionarlo. Pero él estaba allí, sentado y babeando. Era un hombre completamente anulado. Hui… —Yotam se lanzó a la arena, temblaba de pies a cabeza.
Le toqué la camisa; estaba mojada de sudor y salpicaduras. Tenía los ojos cerrados. Todo le chorreaba; pronto se fundiría con la arena, como una medusa.
—¿Qué pasó con el tal Noji Azaria? —pregunté—. ¿Cómo te involucraste con él?
—¿Pero tú quién eres? —murmuró contra el ruido de las olas—. ¿Por qué debería decírtelo?
Va más esposado que los de nuestros sótanos, pensé. Al menos, ellos tienen algo en la cabeza que los mantiene firmes: esperanza, hijos, deseo de venganza; pero él no tiene nada, él tiene unas esposas en la cabeza que lo constriñen y todo lo distorsionan, ya desde que nació…
—Supongamos… —dijo titubeante y tosiendo; lo ayudé a quitarse la camisa húmeda— supongamos que una persona vive en Nueva York y que sueña con hacer algo allí. Películas fuertes, como Taxi driver, de Scorsese. Su madre le ha pagado los estudios en la mejor escuela de cine; él no sabe de qué agujero ha sacado ella el dinero. No tiene dinero para nada más; por ejemplo, para la sustancia que toma, porque sin ella no puede concentrarse, nunca ha sido un buen alumno. Vive en un cubil de una habitación y media que comparte con las ratas, y entonces, un buen día, un israelí se acerca a él en una cafetería, habla con él… No me captas, ¿verdad?
—No. De todos modos, con este viento no se oye nada.
—Y el israelí… —Yotam tosió— lo invita a comer en un lugar agradable; va con algunas chicas, una que se parece mucho a Jennifer López. Es un chico con el que nunca te involucrarías en Israel; ambos podrían llegar a la tumba sin haber tomado juntos un café. Pero en Nueva York es diferente, y antes de despedirse el israelí te dice que tiene un piso vacío. En la torre Trump, frente al río. Te da una llave; una de las mexicanas te acompaña en el taxi que ha pagado el otro. Te empiezas a sentir un ser humano, por fin tienes vivencias que podrías incluir en una película, y estás en América, en América; saboreas un poco la miel de América. Es un piso alucinante, con vistas a la ciudad; el portero sabe que llegarás y te saluda. Todo está en orden, la cabeza te da vueltas, y él se preocupa de ponerte en el bolsillo la sustancia más dulce que hayas probado nunca, recién llegada del campo de Pedro en Colombia…
—¿Era Azaria? —pregunté.
La marea empezaba a humedecer la arena debajo de él. Lo arrastré hacia atrás; era ligero como un niño. Yotam, asintiendo, dijo:
—La persona más generosa que he encontrado nunca. No me preguntó nada sobre Yegnes, no había visto sus películas, no había leído los libros de mi madre. Dijo que había formado parte del Comando Golani, que venía de un pueblo del sur, que había ido a Nueva York, se había encontrado con gente y había empezado sus negocios. Ay, empieza a hacer frío…
Me quité la camisa y me quedé con la camiseta de manga corta. Se la puse.
—Era muy comprensivo conmigo. Le hablé de la película que quería hacer y me dijo que me daría el dinero. De repente sentí una energía loca, todo me iba bien. Entonces llegó la Navidad, me compró los boletos y me envió a Israel de vacaciones.
Me acordé del muchacho que una vez nos trajeron del puente Allenby con un dolor de estómago terrible y con cara de culpable. Pensamos que pasaba ilegalmente la frontera jordana con instrucciones para un ataque terrorista, pero al cabo de dos horas en la olla le sacaron dos kilos de heroína en bolsitas de plástico, como si fuera quixque [8] para el sabbat.
—Con una maleta —dijo Yotam. Sólo le veía la silueta; estaba sentado, envuelto en mi camisa, y hablaba febrilmente—. Puse mi ropa, libros y un obsequio para mi madre. No sabía qué había puesto él, en la maleta. Parece que lo había escondido en los forros. La víspera, Noji pasó la noche conmigo, paseamos y hablamos del futuro. Quería estar seguro de que subía limpio al avión, que sólo tomara tranquilizantes, que no diera una mala impresión en el aeropuerto Ben Gurion. Pasé la aduana tranquilamente; aquellos gordos estaban allí sentados, sin parar a nadie. Salí disparado por la línea verde. Mi madre me esperaba entre todos aquellos ortodoxos, besos y abrazos. ¡Qué bien te ves! ¡Qué maleta tan bonita! Vamos, mamá, ¡vámonos! Tenía miedo de los perros que a veces se ven en los aeropuertos, pero aquí no había, recordaban demasiado a los nazis…
”Al día siguiente, alguien fue a encontrarse conmigo debajo del apartamento de mi madre. Nos sentamos en una camioneta grande que tenía los cristales opacos; él cogió la maleta y me dio otra idéntica. Volví a Nueva York, volví al paraíso. Noji se hacía cargo de todas mis necesidades. Abandoné los estudios; Kubrick tampoco terminó la escuela de cine. Vivía en una película magnífica, en el techo del mundo. Empecé a escribir un guion, y cuando acababa cada capítulo se lo daba para que lo leyera. En verano volvió a enviarme aquí, con la misma maleta, pero esta vez pesaba un poco más. Y todo fue también como una seda, a pesar de que llegué bastante colocado, pero estaba acostumbrado a guardar las formas. Mi madre, besos, mi habitación pequeña y bonita, intercambio de maletas. Hui al cabo de tres días y me fui una semana a Roma, donde tuve la depresión de mi vida.”
Tres helicópteros del ejército sobrevolaron el mar hacia el norte, iluminándolo con unos focos que lo volvían blanco. Miré su cuerpo tembloroso, con aquel matorral de pelo sucio tapándole la cara, e intenté imaginar hasta dónde se podría navegar desde aquí con una barca de remos.
—Después hice un corto —decía la voz que emergía de una cara tapada—; era más un video art que una película. Conseguí incluirlo en un festival, escribieron mi nombre en el Village Voice. Conseguí un pequeño empleo en el plató de un productor; era la primera vez que me pasaba algo bueno. Quise limpiarme un poco, olvidarme de toda esta porquería, del merdoso Israel, de casa. Di las gracias a Noji, le dije que dejaba el departamento, que le estaba muy agradecido por todo. «Buena suerte —me dijo—, ¡bravo! Pero me debes otro viaje. Sólo uno.” Yo quería deshacerme de todo aquello, pero me habló del dinero que había invertido en mí y de cómo me había sacado de la mierda en los tiempos más difíciles. No pude discutir. Sólo un viaje, me prometió. La misma maleta, pero esta vez pesaba mucho. Tomé ansiolíticos, estimulantes y Ritalin. Hice ese vuelo con miedo, ya en JFK me temblaban las pelotas. Durante el viaje tuve unos sueños horrorosos, sudaba como un burro; cuando aterrizamos en Israel subió un policía uniformado al avión, mirando arriba y abajo, reteniéndonos a todos hasta que terminó. Salí de la pasarela y llegué al carrusel de las maletas, pero ya no podía más. Cuando la maleta llegó, me la llevé al baño, me encerré, le quité todas las etiquetas y la limpié para sacar las huellas digitales, saqué mis cosas y las metí en unas bolsas que tiré a la basura. La maleta se quedó en los lavabos. Fui con mi madre. “¿Qué pasa? ¿No llevas ninguna maleta?” “No; se perdió, fue a parar a Cracovia, mamá. No puedo ir a dormir a casa, tengo que resolver un asunto, iré dentro de unos días.» De eso hace cuatro meses. Desde entonces huyo. Había mucha droga allí dentro. Era una maleta muy pesada. Quizá diez kilos.
Huye, pensé; ¿por qué te quedas? Huye tan lejos como puedas y empieza de nuevo. Olvídate de Yegnes, de las películas y de todas estas tonterías. Sálvate.
Me senté cerca de él. No te enfades con él, ha salido de la carne de su madre.
—Puedo conseguir que la policía te dé inmunidad —dije—, pero tendrás que testificar en su contra.
Yotam se rió, se puso en pie y agitó las manos en el aire.
—¿Es broma? Acabarán conmigo.
Volvió a bajar la cabeza, tenía la cara completamente sudada.
—Soy un inválido, no tengo fuerzas. No puedo enfrentarme a él. Miras a un hombre muerto.
—¿Y las películas?
—Basta con un Yegnes que haga películas horrorosas —dijo riéndose. De repente, su voz parecía joven y vulnerable—. El mundo puede prescindir de mis películas.
—¿Qué te ayudaría a salir del pozo? —pregunté. Delante de nosotros todo estaba oscuro; incluso la tienda de campaña lejana y la hoguera se habían esfumado.
—Devuélveme mi sustancia —se puso de rodillas— y todo irá bien. Dame sólo una bolsita para pasar la noche. Después ya me las arreglaré. Dile a Dafna que se olvide de mí, o que me haga llegar dinero; esta charla no me ayudará…
—La tiré toda —dije—. No queda nada.
Me quedé sentado con él un rato más. No tenía prisa por volver a casa. Sigui se estaba preparando para el viaje, el niño seguro que ya dormía. Antes de despedirme, saqué quinientos shéquels del bolsillo y se los di. Sabía que aquella misma noche iría a buscar al vendedor que tenía más cerca, en el poblado árabe de Jisr az- Zarka.
Lo dejé en la playa, atado con sus propias esposas.
—Quiero pedirte un favor —dije—. Aquí tienes una tarjeta de teléfono. Llama a tu madre, dile que he venido a verte. Dile que te encuentras mejor.
—Por ese dinero incluso te haría una mamada —dijo con una voz de dibujos animados—. Ningún problema, amo. Hablaré con ella, no te preocupes. Somos amigos, ¿verdad? Estamos sentados juntos en la playa, hablamos de cosas de la vida. Esto también lo hacía con Noji Azaria. Le gustaba mucho escuchar lo que yo tenía para contarle, entre viaje y viaje. Pero ten cuidado con los cuchillos. No te despistes, amiguito, vigila tu espalda.
Me miró desde arriba. Las luces de la central eléctrica resaltaban los rasgos de su rostro delicado. Podía haberlo abrazado o darle un puntapié en la cara. Me giré y me fui, los zapatos se me hundían en la arena.
Hani estaba sentado en el sofá de los años setenta de Dafna, bien vestido, con unos pantalones de color caqui y una camisa a cuadros, muy delgado; miraba la televisión. De lejos pude darme cuenta de que estaba mirando Al-Yazira; tenían una presentadora muy guapa y misteriosa, con unos ojos preciosos; a mí también me gustaba.
Yo era un invitado no deseado y Dafna no sabía qué hacer.
—Pasa a la sala —dijo, y nos presentó a toda prisa—. Es un alumno —le dijo—, quiere escribir un libro.
Por ahora nada más. No me proponía jugar más fuerte.
Nos sentamos en la cocina, donde representamos una comedia sobre el hombre de las cidras, que ya había llegado a la isla de Naxos, un paraíso terrenal, y estaba en un pueblo en el que había un templo dedicado a Venus rodeado de frutales. Sigui y yo habíamos ido allí en el viaje de bodas; habíamos huido de Santorini en el transbordador de los rebaños de turistas, y yo no me quería ir.
—No es una mala historia —dijo Dafna—; se podría hacer algo al estilo de Marguerite Yourcenar.
Estaba tensa y no le creí.
Fue a preguntar a Hani si quería algo. Le oí dar las gracias con mucha delicadeza: «No, ya no le duele, quizá sólo un poco, dentro de un rato se tomará una pastilla y se irá a dormir”. “Enseguida vengo a sentarme contigo», decía Dafna.
—Yotam me llamó —me dijo en un susurro cuando volvió a la cocina; en algún lugar había una llave de agua que goteaba y me destrozaba los nervios—. Me dijo que fuiste a su casa. Que lo ayudaste un poco. Se oía mucho mejor. Que lo convenciste de que buscara trabajo. Ahora tienes que hacer lo necesario para que pueda volver a la ciudad.
De repente tenía los ojos muy grandes, los labios rojos y gruesos; ya no sabía si era vieja o joven, pero no importaba, ya se me había tragado. Comí un trozo del pastel que le había llevado, trabajamos un rato más sobre descripciones de paisajes, y de repente apareció Hani. Se movía lentamente; de cerca se veía muy mal, delgado y amarillento como un pergamino; su sonrisa era triste y dulce.
—¡Eh! —gritó Dafna algo pasmada, como si nos hubiera pillado conspirando—. ¿Cómo pudiste levantarte solo?
—Me gusta este pastel —dijo—; lo olí —los tres nos reímos—. Puedo comer lo que quiera, no tengo problemas de dieta.
Su hebreo era lento y preciso, como el de quien ha aprendido una lengua extranjera de una manera culta, no con los acentos bestiales y torpes de la supervivencia, sino por deseo de instrucción. Dafna le hizo lugar a su lado; yo moví un poco la silla y ella le preparó un té bien fuerte.
—Aquí hace tanto calor como en Gaza —dijo él, y ella le ofreció poner el aire acondicionado—. No es necesario; por dentro tiemblo de frío.
De él sabía hechos básicos: había nacido en 1948, tenía un hijo y una hija, su esposa había muerto de enfermedad aún joven. Más que nada conocía el final de su episodio telavivense, porque entonces se le hizo un seguimiento. Preferí no recordar aquellas cosas porque se le veía emocionado y porque estábamos sentados al lado de Dafna, como dos habituales de una pensión.
—Espero no haber interrumpido la clase —dijo Hani.
—No, no pasa nada, enseguida acabamos —dije—. Ya me ha puesto bastantes tareas.
Había tenido tiempo de leer su viejo volumen de cuentos publicado en Jordania, cargado de añoranzas por el país, por las plantaciones de cítricos, las fuentes de agua y los viejos pueblos, aunque el narrador había nacido en Gaza y no lo había visto nunca con sus ojos. Era un libro cuya fuerza emocional daba miedo.
—¿Sobre qué escribes? —preguntó Hani, y yo, completamente sofocado, le hablé del hombre de las cidras; reuní como pude los restos de verdad que llevaba dentro para ser convincente.
Hani me preguntó por qué mi hombre se iba a unas islas, y le expliqué que el Templo estaba destruido y el país desolado, y que se necesitaban cidras para Sucot, la fiesta de las Cabañas.
Dafna le recordó que una vez habían estado en una cabaña en Yafo, la de un hombre llamado Baruj, Bendito, en memoria de la salida de Egipto, y Hani dijo que los agricultores construían cabañas en el campo durante la cosecha, que de día toda la familia trabajaba en el campo y por la noche dormían en la cabaña. Dafna dijo que esto ya salía en el Cantar de los Cantares. Su conversación era bonita y fluida, como un coro de voces maduras. Comió las migajas del pastel; realmente era esponjoso, rico y muy sabroso.
—Si Dafna te ha aceptado como alumno, es señal de que tienes talento —dijo Hani—. No tiene paciencia con los tontos. Hace muchos años que somos amigos. Si quieres escribir, lo más importante es no desesperar. Como en el amor. Te puede llegar a romper el corazón, pero para eso vive el hombre.
—Es cierto —asintió Dafna con la cabeza. Parecía encantada, tranquila. Tuve la sensación de estar con dos personas mayores y sabias, y me sorprendió que hablaran conmigo. Hasta que el relampagueo de un pensamiento profesional me atravesó la cabeza y todo volvió a su sitio, en las sienes y en los ojos noté unos pinchazos de dolor.
Hani dijo que se iba a la cama; el médico le había aconsejado que no hiciera esfuerzos y, además, los medicamentos lo aturdían. Me dio la mano con fuerza y me dijo hasta luego mirándome a los ojos. En la profundidad de su mirada se podía ver la muerte. Luego, apoyado en Dafna, se fue al sofá que ella le había preparado en la sala.
Nos quedamos un rato más sentados en la cocina. El juego de rol se había acabado. En un murmullo le aseguré que intentaría limpiar la zona para que Yotam pudiera volver a la ciudad. Quedamos en vernos al cabo de un par de días.
Más tarde, en casa, me senté con Sigui y el niño y cenamos en silencio. La mayoría de sus cosas ya estaban empacadas y la casa completamente revuelta, pero no había nada que comentar. El niño esparció el arroz alrededor del plato y preguntó por qué no iba con ellos. Le contesté que era por el trabajo, pero que iría a verlos. «Ven con nosotros», pidió Sigui, y volví a explicarle que no podía dejar una misión a medias. Ella sonrió y lo dejó correr, como si finalmente la hubiera liberado.
—Vete —dije—, tienes razón. No te lo pierdas por mi culpa.
—No me compadezco de mí —dijo—. Yo saldré adelante, pero se me rompe el corazón por el niño.
En los archivos vi que habían hablado formalmente con Hani sólo una vez, en 1982, pocos meses antes de la guerra. En un determinado momento llamó la atención porque se paseaba mucho por la zona, y decidieron convocarlo para tener una charla con él. Habían mecanografiado su declaración, seguro que quien habló con él hacía tiempo que estaba jubilado. Hani decía que era escritor, que escribía desde joven. Sus relatos se habían publicado en revistas en Cisjordania y también en el mundo árabe; normalmente escribía relatos cortos, y a veces poemas. Aún no había escrito ninguna novela, necesitaba tiempo y medios de subsistencia.
¿Quién había sido el investigador que había profundizado tanto en las formas de su creatividad?, me pregunté. ¿Acaso alguien como yo que, por algún motivo, se encontraba en un estado de profunda congelación?
Explicaba que varios años antes lo habían invitado a participar en un encuentro de creadores judíos y palestinos en la universidad de Tel Aviv (el investigador había escrito «palestinos», lo había tachado y había escrito «árabes», y lo había vuelto a tachar para escribir «palestinos»). En ese encuentro conoció a muchos artistas, que lo invitaron a sus casas; luego habían llegado invitaciones para otros eventos. Hubo una velada muy bonita en el club Tzavta, donde había leído sus poemas; desde entonces había venido a menudo a Tel Aviv. Algunos de sus relatos los habían traducido para publicarlos en el suplemento literario del Ha-Aretz.
Después le preguntaban por ciertos nombres en concreto, le pedían que hablara de las reuniones políticas para la fraternidad entre judíos y árabes en las que había participado, y él daba todos los detalles. También se mencionaba el nombre de Dafna: Hani dijo que la había conocido en uno de esos eventos y que de vez en cuando iba a su casa; se la mencionaba entre otros muchos nombres.
—En Gaza trabajo de traductor para la ONU —decía Hani—. Tengo un talento natural para las lenguas. El hebreo lo estudié de joven, cuando trabajaba para los judíos durante las vacaciones. Iba con mis hermanos mayores, que hacían todo tipo de trabajos, principalmente en Ascalón. Mi familia era de Yafo. No conservaba ningún recuerdo porque tenía pocos meses cuando empezó la guerra.
Cuando lo interrogaron tenía treinta y cuatro años. En la foto se le veía una cara agradable, lisa y nada agresiva. Un buen árabe, excepto por la sonrisa irónica, ya visible en esa foto antigua, una especie de sonrisa que no nos gusta. Es importante observar la cara de las personas, es el abecé del interrogador. En la página siguiente se decía que había estado detenido varios días para interrogarlo en las instalaciones de Ascalón porque se sospechaba que tenía conexiones con el Fatah.
¿Por qué lo arrestarían?, murmuré para mí mismo, pero enseguida me dije: Tú no te habrías comportado de otro modo. Su historia olía mal, parecía ser un topo.
El siguiente interrogatorio tuvo lugar cuando ya estaba arrestado; su intensidad afloraba en la página. Las frases eran mucho más cortas, escritas a mano, apenas se podían leer. Le preguntaron por los viajes; había ido una vez a Italia y dos a Jordania. A Jordania para visitar a unos parientes; a Italia fue de viaje con su mujer. Era la única vez que habían estado en el extranjero; habían visitado Roma y comido macarrones. Podría ser que después de esta respuesta alguien le diera una bofetada. Le preguntaron por los conocidos de Gaza, le mencionaron nombres olvidados de líderes de poco grado del Fatah.
Un doctor en literatura árabe de la Universidad Hebrea añadió al expediente una opinión de experto —la encontré dentro de una vieja bolsa de plástico— sobre los textos de Hani; decía que, si bien sus relatos y poemas no predicaban la violencia y eran de un lirismo contenido, en ellos palpitaba un sentimiento de injusticia y una fuerte voluntad de volver a las tierras que les habían quitado; éste era el motor de su obra, de manera que podía tener una influencia movilizadora sobre los lectores árabes y un efecto desmoralizador entre los israelíes.
Al cabo de tres días lo soltaron sin cargos, pero le prohibieron volver a entrar en Israel.
Le habían hecho un favor, pensé; con los contactos que tenía se le habría podido enviar a prisión varios meses. Aquellas amistades eran anómalas, olían mal. El hombre ni se cuidaba de los coches de aquellos bohemios ni les servía humus con papas fritas y ensalada. Le prohibieron volver a Israel y así resolvieron el problema. Es fácil suponer que intentaron reclutarlo —es lo que siempre hacemos—, pero él no quiso. Éste fue su castigo.
Al final del expediente había cartas de amigos suyos dirigidas a políticos, solicitando que le permitieran entrar. Decían que se trataba de un hombre moderado, un puente para la paz. Todas habían sido archivadas con breves comentarios de denegación escritos por profesionales.
Por la tarde llevé al niño a la playa. Cuando nos metimos en el agua todavía brillaba un sol fuerte. Su cuerpo pequeñito flotaba dentro de un salvavidas morado. Le enseñé a alzarse por encima de las olas más suaves, y después de cada ola daba un grito de sorpresa. Centenares de veces. Le entraba agua en los ojos, pero lo superaba heroicamente sin lloriquear. Le enseñé cómo me zambullía sin miedo.
Al ponerse el sol, el agua se volvió morada, pero él no quiso salir hasta que oscureció. Comimos la sandía que Sigui nos había preparado. El niño temblaba bajo la toalla. Vete con ellos, me dije; deja correr los subterráneos. Todavía no, pensaba al mismo tiempo; eso no solucionaría nada. Me vi sentado en un banco de una calle extraña, envuelto en un abrigo, temblando de frío, bajo unos árboles extraños que perdían las hojas, esperando que pasara el tiempo, envejeciendo. «Me la he pasado muy bien en el agua, papá», dijo el niño. Le quité el traje de baño y le puse unos pantalones cortos y una camisa. «Estoy cansado, papá», dijo, y lo cogí en brazos y recogí los utensilios de la playa. Cuando lo puse en la sillita de seguridad del coche, ya dormía, cubierto de sal.
Jaim estaba clavado en su silla ortopédica, detrás de la larga mesa de formica, con los ojos rojos debido al gran esfuerzo que hacía para seguir las informaciones en la pantalla.
—¿Cuándo será el encuentro con el hijo? —preguntó—. ¿Ya está organizado? ¿Ya hay una fecha?
—Todavía no —dije—. Han surgido problemas. —Le hablé de Yotam.
—Una familia magnífica, descendiente de grandes rabinos, de filósofos, de médicos, ¿cómo puede haber salido un chico tan degenerado? —dijo Jaim, furioso.
—Déjalo correr, Jaim —le dije con impaciencia; sabía adónde iba a parar ese tipo de conversaciones con él sobre la pérdida de los valores—. Quiero seguir adelante con el asunto.
Le pedí su opinión sobre el traficante de droga Noji Azaria. Jaim me aconsejó que hablara con la policía, que se hicieran cargo ellos, que no me metiera.
—La policía no hará nada —dije—. Ya hablé con ellos. Lo conocen, lo siguen, hacen un doble juego con él. Para ellos también es una fuente de información. Me bastaron cinco minutos de conversación con el coordinador del servicio de información de la unidad central de la policía, para comprender en qué fango se encontraban con él. Él les compra pólizas de seguro, de manera que no pueden tocarlo. ¿Cuánto tiempo hace que van detrás de él?, les pregunté. Tres o cuatro años. Mientras tanto, ha hecho mucho dinero y puede permitirse el lujo de contratar una batería de abogados para que lo saquen de cualquier lío. Es muy cauteloso, no se ensucia las manos; sólo su nombre aletea desde arriba.
—¿Qué quiere el chico? —preguntó Jaim.
—Setenta y cinco mil dólares —dije—. Es el valor de la droga que le robó, o que perdió, depende de lo que quieras creer.
Le pedí permiso para detener a Noji Azaria, para asustarlo y que no volviera a tocar al chico.
—Al contrario —dijo Jaim golpeando el teclado. Nunca se perdía nada que apareciera en la pantalla de su computadora, desde los resúmenes de artículos editoriales de Al-Yazira hasta los informes más sensibles de los agentes—. Tienes que hacer exactamente lo contrario. No conseguirás asustarlo. Sabe que no podrás detenerlo más de veinticuatro horas. Los judíos tienen la ley básica de la dignidad humana y la libertad; nacieron libres para traficar con droga. Al cabo de dos horas deberás permitir la entrada a su abogado defensor. Y cuando lo sueltes buscará a tu chico y le cortará los huevos por haberlo denunciado. No lo asustes. Reclútalo —dijo Jaim—, haz de él un patriota.
Jaim tiene seis o siete años más que yo, pero es cien veces más inteligente. Tiene cinco hijos y una mujer que es asistente social, religiosa y con mucha paz interior. Parece un funcionario de correos sudado, pero es un brillante oficial del servicio de inteligencia. Cada día se levanta a las cinco de la mañana, con tiempo suficiente para estudiar una página de la Guemará con su grupo de estudio, y una vez por semana da una clase en la sinagoga.
—¿Cuándo se marcha tu mujer? —preguntó.
—Mañana —dije.
—No debes separarte de ella. Termina este asunto y márchate —sentenció volviendo a la pantalla.
—Tú no permitirías que tu mujer se marchara —dije yo.
—Nosotros estamos muy unidos —dijo—; mis ojos se esconden bajo tierra cuando una mujer se acerca. A ustedes les resulta más difícil. No tienen ningún ancla. Nunca he prohibido nada a mi mujer, ni ella a mí. No ha hecho falta.
Yo creía cualquier palabra que saliera de la boca de Jaim. El hombre era un santo, cojo y estricto. A veces sentía un ataque de amor por él. Quizá necesitaba un padre, o un poco de compasión.
Le pregunté si tenía idea de cómo desintoxicar a Yotam de las drogas.
—Lo que te diré no te gustará. —Sus ojos enrojecidos indagaban en los míos; tenía una mirada un poco bizca—. Ya sabes cuál es mi respuesta.
—Opio para las masas —dije.
—Exactamente. La única medicina que el ser humano ha encontrado para aliviar sus angustias. Fe en el Creador del mundo. Cuando tenga fuerza suficiente para clamar al cielo y pedir compasión y perdón, se curará. Este chico tiene una profunda herida en el corazón. Contaminación de generaciones, sedimentos acumulados en su interior; es una víctima, él no es culpable, pobre chico.
—Jaim, por favor —dije—. El padre del muchacho ya probó el truco de ustedes. Y no le sirvió de nada; blasfemó al cielo desde una silla de ruedas, en Mea Shearim, prisionero de su propio infierno.
—Vino demasiado tarde —dijo Jaim—. Recuerdo que los periódicos hablaron de él. —Era un pozo de conocimientos ambulante—. Llegó después de Uri Zohar.[9] Todos han exagerado mucho.
Pregunté a Jaim cuándo creía que podría volver a los interrogatorios. Me miró como si me midiera el cráneo. Fue un momento extraño. Luego dijo:
—No lo sé. Todavía tienes que pasar todo un proceso. Lo que te ha sucedido no es fortuito. Si volvieras ahora no pasaría nada, pero la oportunidad se perdería. Además, el psicólogo piensa que todavía no estás preparado.
Alguien abrió un poco la puerta; era un investigador que yo conocía bastante bien, y Jaim le hizo una señal para que esperara afuera.
—¿No me necesitan? —pregunté—. ¿Qué escribió de mí ese charlatán?
Jaim se levantó y se me acercó, me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Sabes que te aprecio mucho, pero saldremos adelante sin ti; si algún árabe te hubiera disparado un tiro entre los ojos lo lamentaríamos mucho, pero saldríamos adelante. Ésta es una organización sana. Tenemos una tradición. Acaba lo que tienes entre manos, ten cuidado de no caer en ninguna trampa, vete con una distinción honorífica a Boston y vuelve. Vive una temporada entre los gentiles; ya verás cómo nos extrañarás.
Cuando me fui me dio un mareo. Apenas saludé a un compañero que se había alegrado de verme por el pasillo. Debía ir a casa para despedirme de mi mujer y del niño. Se marchaban al cabo de unas horas.
Noji Azaria, así me dijo el coordinador del servicio de información de la unidad central de la policía, iba dos veces por semana a follar en cierto hotel de la calle Hayarkon. Me dio el nombre del hotel y la hora. Estábamos sentados en una pastelería de la calle King George, una de las últimas que todavía hacen milhojas de crema y nata; el policía devoró tres porciones delante de mí. Como borracho de azúcar y de margarina, se me acercó susurrándome con los ojos chispeantes que en las paredes tenían cámaras. «No puedes imaginarte cómo son las películas de las sorprendentes furcias que este mierda se folla.»
Estaba sentado en el vestíbulo del hotel con media hora de antelación. Miraba el mar a través de los grandes ventanales; a mi alrededor oía hablar francés. Nadie se fijaba en mí; hubiera podido pasar allí todo el día sin que nadie me molestara. Desde que había dejado los interrogatorios se habían acabado los avisos, las instrucciones, las salidas a la calle y las presiones cotidianas. Era como un empresario construyendo un proyecto abstracto. No se veía ningún árabe.
Entró en el hotel justo a la hora que me habían dicho. Tenía el aspecto de un israelí normal y corriente: enérgico, bien afeitado, altura media, musculatura un poco exagerada; se le veía en forma, llevaba unos pantalones vaqueros de firma y un polo Lacoste; lo rodeaban tres guardaespaldas. Se acercó a la recepción y le dieron la llave. Me levanté deprisa del mullido sofá y lo alcancé junto al ascensor. Lo llamé por su nombre. Los guardaespaldas inmediatamente buscaron sus armas en los pantalones, pero yo les dije:
—Tranquilícense. No llevo armas. Soy un amigo. Quiero hablar contigo —le dije—. Tengo que hacerte una proposición.
—No sé quién eres —dijo Noji Azaria—, y no hago negocios con desconocidos.
Uno de los guardaespaldas, un hombre que no tenía ni gota de judaísmo en la cara, me murmuró:
—Esfúmate o te subiremos al piso vigésimo primero y te haremos volar desde la azotea como a un pájaro. Luego intentarán saber por qué estabas deprimido. En el instituto forense de Abu Kabir tienen psicólogos para después de la muerte.
No me había acercado a él como debía; no estaba entrenado en este tipo de trabajo. Generalmente me los traían envueltos y atados como un pollo asado; aquí me las tenía que ver con hombres libres. Azaria llevaba en la muñeca un brazalete de oro, delicado y hermoso. De repente me dieron ganas de tener uno.
—Escucha… —dije, pero entonces llegó el ascensor y aquellos cubos de músculos me empujaron hacia un lado y se metieron. En el último momento puse un pie delante del ojo electrónico y también me metí. Calculé que no me matarían dentro de un ascensor, en un hotel en el centro de la ciudad, ante las cámaras de seguridad.
Aquellos simios me arrinconaron; en el espejo del techo veía sus cráneos, me apretaban con fuerza, pero conseguí decir:
—Noji, soy del Servicio y quiero hablar contigo. Necesito tu ayuda para un importante tema de seguridad. No soy de la policía, no me importan tus negocios. Quisiera que te sentaras cinco minutos conmigo.
—Déjenlo —dijo Noji. El ascensor se detuvo. Ellos aguantaron la puerta abierta—. Dentro de unas dos horas me habré refrescado y bajaré al vestíbulo. Entonces hablaremos.
Recorrió despacio el pasillo por el lado de los ventanales; la luz delicada del día lo envolvía, su silueta se reflejaba en los céspedes desiertos del parque de la Independencia, en la escultura de la gaviota con el ala rota y en el rompeolas del maravilloso mar. Todo creado para ese momento de Noji Azaria, y al final del frío pasillo lo esperaban sonriendo tres putas moldavas maravillosas, delgadísimas. En aquel cuadro todo era perfecto, excepto yo.
Lo esperé en el vestíbulo unas dos horas y media, mirando el ascensor, inmerso en pensamientos para nada positivos, hasta que Noji salió fresco como una rosa, rodeado por sus guardaespaldas. No se había olvidado; vino hacia mí, elegantemente vestido, y me propuso ir a almorzar juntos.
—Aquí no —le dije—; yo, la comida de un hotel, ni tocarla.
Sabía que siempre lo seguía alguien y que ahora también yo entraría en su expediente policial.
¿Qué haces, imbécil?, me dije, comprimido dentro de un Hummer negro y mirando la ciudad por las rendijas, como los soldados de una patrulla de marines en Bagdad. Circulábamos por la bajada del paseo. Dejamos el coche en uno de los callejones que conectan la playa con el mercado del Carmel. Cuando éramos estudiantes, Sigui y yo vivíamos cerca de aquel barrio; cada viernes llenábamos una bolsa de plástico con las compras, palpábamos los tomates y escogíamos los pastelitos rúgalej más frescos. Por la tarde, bajábamos descalzos a la playa. ¡Uf! Maldito sea el día que nos fuimos de Tel Aviv. Uno de los guardias de Azaria bajó a la acera e inspeccionó la zona; luego bajó Azaria, como si fuera el rey del mundo. A mí me dejaron unos segundos más dentro del coche para registrarme y comprobar que no iba armado.
Entramos en un patio lleno de malas hierbas, caminamos por un paso de baldosas bastas y desgastadas, hacia una de las casitas que aún quedaban del Kerem HaTeimanim, el barrio de los yemeníes. En una pared desconchada había un pequeño cartel de un centro de salud. No puede ser que este hombre vaya de una casa de putas a otra, me dije. Pero justo al entrar vi que me había equivocado, porque olía a jabón y a limpio, debajo de los pies había un suave mosaico de colores, todo parecía muy bien conservado y pulido. Nos recibió una mujer mayor, con una bata blanca y una sonrisa agradable y extranjera; quizás era turca o yugoslava. Noji la saludó en un idioma que no identifiqué, y luego, en inglés, le dijo que yo iba con él. Nos mostró el camino hacia las habitaciones interiores.
—Vengo una vez por semana —dijo Noji Azaria— para limpiarme hasta los huesos y abrir los poros; eso purifica el alma. Estamos solos, no te preocupes. Cierran el lugar para mí. Ahora nos desnudamos.
Se quitó la ropa muy rápido. Tenía el cuerpo compacto y musculoso, quizás un poco gordo, y el pene sano. Me quedé vestido.
—No quiero hablar contigo así, vestido —dijo tapándose con una gran toalla blanca.
—¿Dónde nos hemos metido? —pregunté.
—Eres un gallina, ven de una vez —se rió.
Noji Azaria y yo nos sentamos de lado en un baño turco húmedo, sudando hasta la médula de los huesos entre vapores y una luz tenue. Olía a lila, un instrumento de cuerda tocaba suavemente para nosotros, un laúd o un buzuki. Una mano anónima alargó una bandeja con limonada y tajadas de una fruta madura muy dulce.
—Bebe —dijo—. Hay que beber todo el rato.
—No sabía que en Israel hubiera un lugar así —dije.
Noji tenía la cara franca y tranquila de un animal salvaje, la mandíbula caída como la de un león antes de lanzarse sobre la presa. Habría podido dispararle sin pensarlo dos veces, pero de momento necesitaba algo de él.
—¿Quién eres? —preguntó.
Me presenté hasta donde podía. Él observaba todos los movimientos de mi cara y me hacía pasar por su detector de mentiras interior.
—¿Sabes que fui oficial de la Brigada Golani? —preguntó hablando lentamente mientras se echaba agua fría en la cabeza—. Acompañábamos a los suyos a los encuentros. Fuimos al Líbano con sus Mercedes. Allí aprendí todo lo que sé. Y allí hice los primeros contactos. El ejército fue una buena escuela. Te creo. No pareces un policía.
El cuerpo se vaciaba de sus líquidos y volví a llenarme de bebida y de trozos de sandía roja.
—A veces vengo aquí con las chicas del hotel —dijo Noji Azaria—, pero hoy renuncié por ti. Es mi día de placer. Una vez por semana. ¿Para qué vivimos si no? Durante diez años he trabajado día y noche, me he dejado la piel para conseguir esto. Ahora puedo descansar un poco.
Con los antecedentes de él que había reunido, tenía todo el derecho moral de echarme encima de él y lanzarlo de cabeza contra las magníficas baldosas de tacto áspero. Pero en aquel lugar me sentía muy bien, como un hombre entre hombres; incluso se me empezaba a levantar debajo de la toalla.
—Estás invitado a venir cuando quieras —dijo—. Tienes carta blanca. La próxima vez vendremos con las chicas.
—¿Por qué me propones esto? —pregunté mientras derramaba agua fría en mi cabeza.
—Porque identifico a la gente por la cara, y tú tienes una mirada especial —dijo Noji Azaria, apoyado en la pared delante de mí, resplandeciente de líquidos—. No quieres mi dinero. No pides ningún soborno. Pareces una persona incapaz de traicionar; admiro a la gente como tú.
Aparentemente mi cara me delató porque Noji se puso a reír.
—Claro que puedes traicionar, no te ofendas, todo el mundo lo hace cuando no tiene más remedio. Todos estos sabios que hablan del Holocausto, me gustaría ver qué harían cuando el buen amigo judío fuera a su casa para esconderse. El ciudadano honrado y legal lo entregaría inmediatamente por miedo a que lo atraparan. Sólo un delincuente, el que se ríe de la ley, lo escondería, quizás. Quizás…
La mano invisible alargó una bandeja con pequeños kebabs con piñones y una cerveza muy fría que hacían unos monjes belgas siguiendo una receta muy antigua. Cada vez me sentía mejor. Me olvidé de mi programa del día. Me tomé la cerveza sin decir nada y comí la carne con los dedos. Cuando en la bandeja ya no quedaba nada, se tendió en el suelo, se quitó la toalla y dijo:
—¿Qué quieres de mí, amigo mío?
—Quiero pedirte que dejes que Yotam Yegnes pueda volver a la ciudad —dije.
—Yotam Yegnes —sonrió con los ojos cerrados—. Ciertamente es un chico interesante. Lo encontré en Nueva York. Es muy inteligente y brillante. Un placer hablar con él. Al principio me miraba con aires de superioridad, hasta que empecé a mimarlo y, como todos, se dejó comprar. ¿Te ha dicho de dónde viene su deuda?
—Te perdió un paquete —dije. La cabeza ya me pesaba de tanta comida y bebida, por no hablar de los vapores.
—Ése es el problema con los drogadictos —dijo Noji Azaria—. No les puedes creer ni una palabra. Mírame las manos, suaves como las de un bebé. Mírame los agujeros de la nariz, todo correcto. En cuanto empiezas a picarte, cuando traspasas esa frontera del cuerpo, todo se derrumba. La verdad y la mentira no cuentan. Él miente, lo sabes. No hubo ningún paquete.
—Noji, no quiero entrar en eso —lo corté.
—Hermano, para mí es importante que sepas que el chico miente. No hubo ningún paquete. Le di mucho dinero para que pudiera hacer un cortometraje, creía en él. Y pensaba que éramos amigos, él me encantaba. Le di cien mil dólares, suficiente para hacerlo. Pero él lo malgastó todo en drogas. Y muy rápido. Al cabo de unos tres meses ya no le quedaba nada. Le dije: «Yotam, querido, ¿y la película? ¿Ya has filmado algo?» El chico tiene mucho talento, creía en él. Quería hacer algo bonito con mi dinero. Pero él se lo metió en las venas y en la nariz. Y encima, ahora el muy caradura intenta enredarme en todo ese asunto.
Me hubiera gustado levantarme y marcharme, alejarme de tanta humedad, pero todavía no había terminado lo que había venido a hacer.
—Ven —Noji Azaria se levantó del suelo húmedo y se dirigió hacia la puerta con pasos viriles. Allí estaba muy oscuro y hacía bastante calor, como si hubiéramos pasado del paraíso de los kebabs y la sandía al infierno. Entré detrás de él y cerró la puerta. Nos sentamos en un banco de madera; tenía el pulso muy acelerado.
—¿No estás bien aquí? —preguntó.
—Demasiado caluroso para Israel —dije—. Quizá para Escandinavia esté bien.
—Está bien, créeme, tienes que limpiarlo todo desde dentro —de repente pensé que quien debería estar aquí con él era Jaim, porque ambos eran unos entendidos en limpieza interior.
—Escucha, Noji —me acerqué un poco; ya no importaba, una pierna peluda tocando otra pierna peluda—. Estoy metido en un tema muy delicado; no puedo entrar en detalles, pero te pido que permitas que Yotam pueda volver a la ciudad. Ese inútil no me interesa lo más mínimo, pienso exactamente lo mismo que tú. Ya está completamente perdido. Pero tiene que ver con la vida de otras personas, seguro que me entiendes… —Ahora ya me costaba realmente respirar…
Noji me puso una mano encima y me preguntó:
—¿Es importante para la seguridad?
—Sí, Noji —dije tosiendo. Mi respiración se había vuelto seca, como si estuviéramos en Marte—. Es muy importante para la seguridad. No habría venido a marearte con necedades.
Su cara de tótem se cerró; estaba sentado en su rincón, con los miembros flácidos, vertiéndose en la cabeza un agua que formaba una máscara de vapor, hasta que dijo:
—Algún día también yo necesitaré ayuda. ¿Vendrás a ayudarme cuando lo necesite? ¿No te olvidarás de mí?
Le di mi palabra, se lo prometí por mis hijos.
Después de ducharnos tomamos un sorbete en la mesita que la agradable mujer turca nos había preparado. Me encontraba mucho mejor que cuando entramos.
Tomamos un café y Noji Azaria me explicó que estaba ampliando sus negocios: hacía muchas inversiones en bienes inmuebles en el extranjero, principalmente en Rumanía y Moldavia; conocía a gente importante que buscaba un consejero en seguridad.
—Si decides retirarte y ganar mucho dinero, ven a verme —dijo.
¿Qué podía contestarle? Las atenciones de aquel asqueroso me halagaban.
—Seguro, me acordaré —dije en voz baja.
Fui amable con él. El tipo era ingenioso, tenía una inteligencia natural, se podía hacer tratos con él.
Noji se quedó para continuar su día de tratamientos; a mí me echaron fuera, hacia las vistas del mercado. El sol se ponía dentro de un mar violeta, detrás de unos jugadores de pádel. Tiene razón, me dije. Hay que descansar, comer mejor y follar con refinamiento, al fin y al cabo tenemos los días contados.
Ahora la casa estaba vacía. Cuatro habitaciones de soledad. Entré en la del niño y me senté en su camita. Se había llevado los coches, los Spiderman y todo lo demás. Añoraba su voz. Puse en marcha el reproductor de CD que había sobre la cómoda de colores; dentro había un disco de canciones de cuna que Sigui le ponía cuando lo acostaba. Es un buen niño, pensé, curioso e inteligente. No hablé con él, no lo escuché ni le dediqué suficiente atención. «Te extraño, papá, quiero que vengas pronto a casa; te extraño, papá», me decía con vocecita de niño por teléfono, pero yo no entendía que alguien pudiera amarme así. Hasta que dejó de hacerlo.
¿Qué podía hacer yo solo en una casa vacía, salvo beber lo que quedaba de la botella de whisky que una vez compré en una tienda de aeropuerto —un líquido que se guarda eternamente como el buen veneno—, coger un libro de la estantería y devolverlo porque ya no puedo creer las historias que alguien inventa, encender la tele y quemarme el cerebro delante de ella, comer con las manos directamente del refrigerador, bañarme hasta que la piel me quede roja, mirarme al espejo —nunca había sido apuesto—, buscar fotografías en el álbum, cerrarlo con pena, volver a beber? Estuve a punto de ir al centro de interrogatorios para ayudar a los que estaban de guardia. Pero ni eso me dejaban hacer.
De repente, el hombre de las cidras me habló. Vivía en una habitación que había alquilado a unos griegos de un pueblo de montaña. Aquella gente tenía unos cultos extraños que le fascinaban. Hacían estatuas y pintaban murales. La tierra era fértil y la vida tranquila. El aire era limpio, sin la desazón y la amargura de los judíos. Esperó en el pueblo hasta que las cidras estuvieron casi maduras. Abajo, en el puerto, lo esperaba el barco que lo devolvería con la carga a la Tierra de Israel. Pensó en enviarla y no hacer el camino de regreso. Allí todo parecía un paraíso: los frutales, el cielo, las fuentes, la gente pulcra con túnicas púrpura. En la Tierra de Israel todo era desolación y ruina, como si hubiera caído una bomba atómica… Mientras escribía, los ojos se me cerraron por culpa del whisky. Quería llevarle a Dafna varias páginas nuevas bien escritas, pero la letra me salía desastrosa. Pensaba en mi hijo y en los hijos que no habíamos tenido. La gente que vive en la costa de Gaza, no lejos de aquí, trae al mundo diez o doce hijos y los mantiene del aire, con un poco de harina blanca para hacer panes de pita; los paren en abundancia y sin miedo a la penuria. Ante mí tengo un padre de diez hijos; de hecho, ¿quién soy yo para interrogarlo? Tiene toda una tribu a la que debe educar, alimentar y dar un techo. Otras figuras pasaron ante mis ojos, asustadas y retorciéndose de dolor, burlándose, riéndose con desprecio y muriéndose. Quítales las esposas, siéntate delante de ellos, despacha a los guardias que hay detrás de la puerta, arriésgate, sé un hombre, detén esta pesadilla…
Me metí en cama. Encontré una melodía suave en la radio. En lugar de calmarme, el whisky me hacía sentir agresivo y nervioso. El corazón me latía fuerte. Me levanté para ver si Sigui había dejado algo en el botiquín —a veces tomaba una pastilla—, pero todo estaba vacío, como después de un registro. Habría podido salir a correr, sacar el alma en la carretera, calmar el cuerpo indignado, si no hubiera sido porque estaba en la cama, agotado y bebido.
Un poco antes de medianoche llamé a Dafna. Intenté que no me notara borracho. Le dije que Yotam podía volver a la ciudad, que había hablado con el hombre y me había prometido que no le haría nada.
—¿Qué haces despierta a esta hora, Dafna?
—Tienes una voz extraña. ¿Has bebido?
—Un poco —dije. No había ningún motivo para mentir—. Mi mujer y mi hijo se fueron al extranjero. Me he quedado solo.
—Yo tampoco consigo dormir —dijo—. Estoy volviendo a leer las historias de Hani. Está durmiendo en el sofá, a mi lado.
—Yotam puede volver —volví a exhibir el botín que le había conseguido—. Hablé con Noji Azaria. No le hará nada.
—No sé qué hará Yotam en la ciudad —dijo Dafna—. Aquí no tiene ningún ancla.
—Es lo que me pediste, ¿no? —dije en la oscuridad.
—Lo sé —dijo ella—. Estableces compromisos. Eres obediente. Está bien.
Acordamos que iría al día siguiente. Yo también cogí el librito de Hani. Encendí la lámpara de la mesilla de noche. Unos pescadores volvían del mar con pocos peces en la red, el mercado de verduras, la arena, los callejones, niños con los ojos inflamados. Pequeñas historias, tristes, casi sin argumento. El libro quedó abierto sobre mi pecho cuando me dormí.
Volví a casa de ella al día siguiente por la noche. Parecía un hospital de campaña. Yotam me abrió la puerta en calzoncillos, cojeando de una manera ridícula. La pierna se le había infectado con una aguja sucia. Por los ojos brumosos se notaba que había tomado algo.
—¡Ah! ¡Aha! ¡Eres tú! —dijo relinchando—. Has venido a buscar la paga. Siéntate, hay lugar en la sala de espera. Madre, ha llegado un huésped honorable —dijo haciendo el payaso; apenas se podía entender lo que decía mientras iba renqueando hacia las habitaciones.
Hani estaba sentado, erguido, en un sillón de la sala, bien vestido; parecía una momia egipcia, como si tuviera miedo de que la muerte lo atrapara en pijama.
—Un momento —gritó Dafna desde el cuarto de baño.
Me quedé de pie a la entrada de la sala. Del techo cayó un pedazo de yeso. Abajo, en la calle, un conductor chiflado tocaba el claxon.
—Ven a sentarte —me dijo Hani moviendo lentamente la cabeza—. ¿Por qué te quedas ahí de pie?
Me acerqué a él y le pregunté cómo se encontraba. La bolsa de la orina cayó sobre la alfombra; las manos le temblaban intentando cogerla y meterla en su escondite.
—Bastante bien —dijo Hani—. Los medicamentos ayudan. Casi no tengo dolores.
—Leí tus historias —dije—. Me gustaron.
Se alegró. Tenía las mejillas chupadas e hizo que no con la mano.
—Son como dibujos en la arena —dijo—. Pueden ser bonitos un momento, luego el agua los sumerge. Muchas gracias, habibi.
Estábamos sentados en silencio. Dafna seguía en el cuarto de baño. Era el momento de hacer progresos con él. Le pregunté si añoraba Gaza.
—¿Qué se puede añorar de allí? Un lugar así no se añora. Quizás añoro a algunas personas, pero no de Gaza. Aquello es un infierno. Añoro a mis hijos, que ya no están allí.
Le pregunté cuántos tenía. Debía demostrarle empatía, no ser agresivo, y lo intenté seriamente.
—Sólo dos —dijo—, un hijo y una hija. Ella hace años que se casó y se fue a vivir a Kuwait.
—¿Y el hijo? —pregunté.
—El hijo —suspiró—, el hijo tampoco está aquí.
Dafna salió del cuarto de baño limpia, maquillada y con un vestido ceñido. Sus hombros eran fuertes y deslumbrantes.
—Nos vamos —proclamó—. Voy a preguntar a Yotam si quiere venir con nosotros.
Desde las habitaciones se oyeron dos sílabas vagas; él había lanzado un grito. Dafna salió de ellas menos alegre que cuando había entrado.
Le pregunté adónde íbamos.
—A una fiesta —respondió empezando a bajar las escaleras.
—Espera —dije corriendo tras ella—. Pensaba que tendríamos clase, he escrito algunas páginas nuevas… —Pero ella seguía galopando hacia abajo. No diré que no hubiera gozado observarla por detrás.
Dafna se sentó entre nosotros dos en el asiento posterior del taxi. Abrió la ventana, a pesar del bochorno de afuera, porque no le gustaba el frío del aire acondicionado. El taxista circulaba junto al mar. Los últimos bañistas subían hacia el paseo marítimo, las familias de los suburbios paseaban con cochecitos, del parque Charles Clore llegaban columnas de humo con olor a carne. Por dentro contaba los ataques terroristas que había habido en aquella pequeña franja de playa; conté cuatro, pero no estaba seguro de recordarlos todos, después de cada uno pasaba la noche en blanco. En ese momento, oliendo el perfume de azahar de Dafna, me parecían una pesadilla. Delante del delfinario, el taxista giró a la izquierda, en dirección a Nevé Tzédek. Dafna estaba alegre, la salida la inspiraba.
—Es una escritora horrible —decía Dafna—, pero es muy rica y tiene una casa magnífica. La compraron a la familia Shalosh por más de dos millones de dólares; no quieras saber cuánto debe costar ahora. Sólo le publican los libros para que dé estas fiestas. También soborna al editor jefe, todo el mundo lo sabe.
La casa, inmensa, estaba rodeada por una valla y una fronda de jazmines. En la entrada nos detuvo un guardia. Hani y yo le parecíamos sospechosos, pero un instante antes de la confusión, Dafna nos salvó. La escritora anfitriona estaba de pie a la entrada del vestíbulo gigantesco —el techo era dos veces más alto que el de nuestra casita de Ra’anana—, recibiendo a los invitados con besos en las mejillas. Nosotros también recibimos los nuestros.
—¡Qué bien se te ve! —dijo la anfitriona a Dafna—. Parece que aún estuvieras creciendo; siempre te ves como una adolescente.
Me gustó la comparación. Seguimos el vestido de Dafna subiendo por las escaleras interiores hasta una terraza llena a rebosar. A un lado se veían las luces de la costa y al otro las altas torres de los financieros. Dafna se mezcló rápidamente entre la gente, repartiendo sonrisas. Hani y yo nos apoyamos en la balaustrada de hormigón, por encima de la calle silenciosa. Me di cuenta de que le costaba mantenerse en pie. Fui a buscar una limonada para Hani y una cerveza para mí; también le llevé una silla. Las plantas enormes nos tragaron. De vez en cuando veía la cara de algún famoso. Un olivo pequeño crecía por encima de nosotros, dentro de una gran maceta de barro. La brisa marina era magnífica. Había cervezas artesanales alemanas. Todas las camareras del catering eran parecidas, rostros interesantes de estudiantes de actriz; iban y venían sirviendo pequeños y complejos aperitivos. De vez en cuando, Dafna venía a presentarnos alguna víctima. Yo intentaba iniciar una conversación ligera. Hani tenía más paciencia y talento para estas cosas, de modo que yo callaba y él hablaba, generalmente de personas y lugares que él había conocido en sus años felices en Tel Aviv.
En la fiesta había gente del mundo cultural, mujeres atractivas de las que les gusta hablar mal de mí y de mis amigos; pero aquella noche yo era un literato principiante, un amante del hombre, de pie y emborrachándose lentamente con el aire de libertad que soplaba por la espléndida terraza sobre el barrio de Nevé Tzédek.
Hani se convirtió en el plato fuerte social. A todos les encantaba encontrarse con un árabe auténtico, y de Gaza, por si fuera poco, como si entre ellos hubiera aterrizado un invitado de la luna. Se encontraban a gusto, con aquel Hani que hablaba bien el hebreo y era agradable y educado. Cuando le hablaban de política, esquivaba el tema con una sonrisa. Las mujeres lo tocaban con cariño; irradiaba felicidad y se sumergía entre ellas, satisfecho de las atenciones. Yo me quedaba en un lado como un adolescente enfadado.
Me di cuenta de que Hani se cansaba. Me acerqué para preguntarle si necesitaba algo, quizás ir al baño, o tomarse el medicamento, y me dijo que estaba bien, que se encontraba bien allí, que hacía mucho tiempo que no estaba así al aire libre.
—¿No estás enfadado con ellos? —le susurré.
—¿Por qué debería estarlo? —dijo—. Son buena gente. ¿Tú estás enfadado con ellos? —Me miró sin comprender.
A través del aire me llegaban fragmentos de conversaciones, cosas normales entre esas personas carentes de responsabilidades a las que no les hace falta ensuciarse las manos. Vi a un profesor mío del departamento de historia. Intenté acercarme para saber qué decía, pero él me envió una mirada vacía, no tenía ni idea de quién era yo. Volví a la barandilla, que se había convertido en mi refugio.
En el momento álgido de la fiesta, en la terraza apareció un fotógrafo de prensa, con unos objetivos grandes y un chaleco de fotógrafo, y empezó a disparar flashes en todas direcciones. Me puse de espaldas, mirando al mar, para que no pudiera fotografiarme, ¡Dios nos libre! Sólo faltaría que se publicara una foto mía al lado de Hani; podría enviar al infierno todo el asunto. En general, no me gustaba que me tomaran fotografías, como las mujeres indias, que temen que la cámara les arrebate el alma. Dafna vino y me cogió del brazo. Ven a dar una vuelta, a conocer gente, no sé por qué eres tan antipático. Se incorporó en una conversación con un joven escritor cuyo último libro ella apreciaba mucho. Yo había leído críticas que no eran malas. El joven llevaba lentes de concha y una abundante mata de pelo. «Quiero presentarte a mi hombre misterioso”, le dijo ella agarrándome fuertemente. Procuré sonreír. Su contacto era agradable y frío; yo llevaba una camisa de manga corta y tenía el brazo desnudo junto al fino tirante de su vestido. Luego se nos sumó una amiga de ella, una mujer mayor. Dafna me susurró que también era una mujer muy rica —cuando su marido la dejó, recibió una buena cantidad de dinero y ahora casi siempre vivía con un joven de la India—. Seguimos deambulando hasta que llegamos a mi profesor de historia, que ahora sí estaba dispuesto a hacerme caso. “Estudió contigo», le dijo Dafna, y él me sonrió educadamente. Poco a poco iba sintiéndome menos extraño, menos enfadado; evidentemente ayudaban los cócteles y el vino, pero por encima de todo ayudaba la proximidad de Dafna, que no se separaba de mí. Más de una vez tuve que apartar un flash de mi cara para que no me tomaran una fotografía, hasta que Dafna murmuró que dejara de hacerlo.
—Vamos a ver cómo está el pobre Hani —dijo. Lo encontramos inmerso en una charla con la dueña de la casa, que recordaba haberse encontrado ya una vez con él en el café Avatihim, en el muelle de Herbert Samuel, hacía muchos años. Él había invitado a todos los que estaban en la mesa a visitarlo en Gaza, y les había prometido que les haría de guía y los protegería de cualquier daño.
—¿Dónde te habías metido? —preguntaba la dueña a Hani—. Es como si la tierra te hubiera tragado.
Hani sonrió ligeramente y dijo algo en voz baja. Le llevé una bandeja con fruta, sandía cortada en dados y racimos de uvas. El marido de la escritora, que parecía un hombre abierto y cordial, se nos unió y de repente formamos un grupo. Hacía mucho tiempo que no pasaba un rato así con gente normal.
Volvimos en taxi riendo alegremente, todos íbamos un poco bebidos. Dafna volvió a sentarse entre nosotros dos. Sólo el tonto del taxista lanzaba de vez en cuando una mirada agria a Hani por el retrovisor. Me hubiera gustado estrangularlo.
La calle donde vivía Dafna ya estaba desierta, las luces de las ventanas apagadas, los murciélagos batían las alas entre las ramas oscuras de los ficus. Me sabía mal despedirme de ellos. Dafna ayudó a Hani durante el largo recorrido escaleras arriba. Mañana podré decirle a Jaim que he hecho progresos.
Al parecer, los familiares del joven gordo que había muerto presentaron una demanda contra el Estado por daños y perjuicios. Me llamaron para una cita urgente con la abogada que llevaba el caso, en las oficinas de la fiscalía. Tenía un despacho pequeño, abarrotado de expedientes que emergían por todas partes; los armarios estaban a reventar de papeles. Cuando entré estaba terminando una conversación tormentosa, algún problema con la niñera que aún no había llegado. Esperé pacientemente en la puerta y le pregunté si quería que volviera en otro momento.
—No; pase. Pasado mañana tengo que presentar el informe de la defensa, y no tengo ni idea de qué escribir.
Me senté —detrás de ella se veía la alta torre del Ministerio de Defensa, llena de platos y de transmisores que enviaban, gota a gota, radiaciones al cerebro de la gente que trabajaba en los despachos— mientras esperaba las preguntas.
Ella repasó conmigo, poco a poco y por orden cronológico, los hechos de aquella noche, sin dejarse ni un minuto; insistía en que no teníamos que pasar por alto ningún momento. Me pidió que le hiciera un dibujo de la habitación, dónde se sentaba él y dónde yo. Cómo estaba atado. Si le habíamos pegado.
—Muéstreme exactamente cómo estaba atado —pidió. No vi ninguna empatía en sus ojos.
—Necesito una silla mucho más baja —dije—, y unas esposas.
Me preguntó si el médico lo había visto antes del interrogatorio.
—No lo creo —dije—. No solemos hacer pruebas de aptitud.
La abogada no se rió. Era una chica guapa, de piel morena y ojos grandes; no me sonrió ni una vez.
—Explíqueme cómo murió —me pidió finalmente.
No quería volver a aquello, al ahogo, a los jadeos, a su mirada desgraciada, cuando ya sabía que no saldría de aquello. Ella insistía en que se lo explicara todo. Me vino una tos seca muy molesta y ella fue a buscar un vaso de agua. Se le adivinaban las piernas largas dentro de los pantalones de corte sastre.
Cuando volvió, le pregunté si estaba en contra o a favor mío, porque hasta aquel momento no había entendido sus preguntas.
—No es una cuestión personal —dijo—. Yo defiendo al Estado para que no tenga que pagar demasiado dinero. Y por lo que he oído hasta ahora, no será nada fácil.
—¿De verdad no entiende lo que pasó? —intenté decir con más ímpetu—. Recuerde que por las calles se paseaba una bomba que hacía tictac y que debíamos encontrarla.
Ella insistió en que continuara la descripción precisa de los hechos —qué hicimos cuando él perdió el conocimiento, cuánto tiempo pasó hasta que llegó el sanitario—, hasta que me harté; aquel despacho pequeño y la gran cantidad de papeles me ahogaban, como su expresión acusadora. Entonces volví a preguntar, en voz baja, si no bastaría con escribir al juez que todo se hizo para salvar una vida, para evitar un asesinato.
—¿Qué tiene que ver? —preguntó. Ella también parecía estar harta—. ¿Por eso tuvieron que ahogarlo?
Di un puñetazo en la mesa y dije levantando la voz, casi a gritos:
—Nadie lo ahogó, el hombre estaba enfermo. Se ahogó solo.
—Eso no es lo que dijo el interrogador que estaba con usted. Él dijo que usted le puso las manos en el cuello.
Ya no recordaba exactamente lo que había pasado. La espuma borboteándole de la boca, la mirada desesperada, la fotografía de los hijos que encontramos en su bolsillo. Yo estaba sentado sin decir nada, ya no me quedaban fuerzas para defenderme. ¿Qué le había contado aquel joven perro?
—En el informe interno —dijo ella sin aflojar— leí que estaba pasando una mala etapa emocional. ¿Puede darme detalles? ¿Qué le pasaba?
—No es asunto suyo —dije—. Estaba muy bien. Entré en la sala de los interrogatorios tarareando melodías de los coros militares. Hace doce años que hago este trabajo, y no hay ningún día que sea festivo, créame. Era amable, cariñoso y empático. Calmado y tranquilo. Tierno y cariñoso. Ahogador y maltratador. Usted me envió allí, señora, ¿y ahora viene con quejas?
—¿Que yo lo envié? —rió, perpleja—. ¡Pero si ni siquiera lo conozco!
—¿Qué piensa hacer con lo que le han contado? ¿Las asfixias, las esposas y los asesinatos en el subterráneo? ¿Piensa hacerlo público, poner fin a este horror? ¡Adelante! Haga algo. Usted es la mujer de la ley. Utilícelo.
Ella callaba y me miraba como si fuera un loco. Sabía que transmitiría un informe detallado de nuestra charla, pero ya no me importaba. Estaba harto de tanta hipocresía maloliente.
—A usted no le importa —continué atacándola; fuera había una puesta de sol gris y el despacho estaba iluminado por un tubo fluorescente— porque nunca irá allí. Como tampoco lo hará ninguno de sus conocidos, ni siquiera a hacer una visita. Ustedes no quieren oír nada. Que los encerramos bien en jaulas, a aquellos simios humanos, para que no puedan escapar; que les taponemos la boca con un trapo para que no puedan gritar. Y todo esto… —una foto enmarcada de la familia a un extremo de la mesa me llamó la atención: un marido israelí estándar, un muchacho agradable, dos hijos, vestidos con ropa de esquiar, en un paisaje extranjero—. Todo esto para que no vengan a despedazar sus preciosas piernas, sus hijos y su dulce marido.
De repente le dio un pequeño tic en el ángulo de la boca, uno, otro; me satisfacía haberla sacado de quicio.
—Todo este asunto es muy perturbador —dijo como para sí misma, y luego, con una voz oficial, me comunicó que me llamaría a testificar cuando llegara el momento.
Me dieron ganas de darle la mano, a aquella buena mujer, de bajar en el ascensor con ella, llevármela caminando por las avenidas de cemento hasta salir de aquel paisaje, hasta que ambos fuésemos libres.
Alrededor de la mesa del despacho de Jaim nos apiñábamos cuatro o cinco personas. Algunos agentes externos vinieron a colaborar con nosotros en el proyecto. Les informé de los progresos que había hecho con Hani, intentando darles una impresión de seriedad; hablé de cosas concretas, sin avergonzar a nadie.
Los colegas dijeron que querían llevar a cabo la acción en los próximos diez días, por todo tipo de razones; luego podría ser demasiado tarde. Empezamos una interesante conversación de hombres.
Luego fui a reunirme con Dafna. Quería verme con urgencia. No me apetecía que nos volviéramos a encontrar en una cafetería; con la experiencia anterior me bastaba, allí me había sentido como en un escaparate. Así que ella propuso que nos viéramos en la piscina de la universidad.
Las vacaciones de verano habían terminado y la piscina estaba casi vacía. Algunos nadadores impenitentes con todo el tiempo del mundo nadaban en una dirección y en la otra hasta cumplir la cuota de piscinas cotidiana. Me dolió haber dejado la natación. Después de nadar cincuenta piscinas la cabeza te queda limpia de tonterías. En el agua vi una gorra roja y un cuerpo largo parecido al suyo. El cuerpo que yo le había adjudicado nadaba bastante bien, planeaba sobre el agua con movimientos amplios, respirando cada tres brazadas. Tenía una actitud de profesional, llevaba el traje de baño entero y negro de las nadadoras, con un corte alto en el muslo y una raya blanca.
Me senté debajo de un parasol, compré una bebida y me concentré en la sombra pequeña y vacilante que la acompañaba en el suelo. El sol achicharraba el césped. Conté los movimientos que ella hacía de un extremo al otro, cuarenta y seis, cuarenta y siete, sin hacer ningún esfuerzo; parecía que podía nadar sin descanso. Al final se quedó de pie en el agua transparente, se quitó las gafas de natación y la gorra, se sacudió el pelo como un perro, se quedó todavía un rato en el agua y salió subiendo por la escalerilla. ¡Dios! ¡Qué piernas!
Se enjuagó bajo la regadera que había a la entrada de la piscina, se secó, se puso unas chancletas y los lentes oscuros. La saludé con la mano desde la distancia y ella vino hacia mí.
—Ahlan! ¡Hola! —dijo sentándose en la tumbona delante de mí—. ¿Puedes ir a buscarme un refresco?
En la barra pedí un jugo de naranja natural para cada uno. Ella cruzó las piernas y dijo:
—Es tan agradable cuando terminas…
Le dije que nadaba muy bien, que me había impresionado.
—Gracias —se rió. De cerca se veía la textura de su piel, algunas arrugas finas en la cara—. Me entrené en el equipo juvenil del Brit Maccabim Atid; de ahí viene mi estilo mejorado.
Su risa era transparente. No muy lejos de donde estábamos, un cuervo graznaba sin parar, como si hubiera perdido la cría.
Dafna se bebió el jugo de un tirón, luego estiró las piernas y echó la cabeza hacia atrás sobre el respaldo de la tumbona, como si se hubiera dormido. Tenía los movimientos de una chica muy atractiva. Pensé en cómo sería hace veinte años y qué diablos había hecho con todos aquellos inútiles. Los árboles tenían flores rojas; un aspersor lejano empezó a girar sobre el césped y a nuestro alrededor subía la calina. En ese momento, sólo nosotros dos estábamos en aquel espacio.
—Ve un rato al agua —dijo—. Refréscate. Pareces preocupado. ¿Has sabido algo de tu mujer y de tu hijo?
Dije algo en voz baja, pero ella no se preocupó. Tenía las plantas de los pies muy cerca de mí; me daban ganas de cogerlos para ver cómo reaccionaría.
El socorrista, un hombre mayor con un sombrero de ala ancha, pasó por nuestro lado y nos preguntó cómo estábamos, y ella le contestó con la afabilidad de viejos conocidos. No parecía tener ninguna prisa. Entonces, ¿por qué me había hecho venir tan precipitadamente?
—Estuviste encantador en la fiesta —dijo—. Hani también la pasó bien. Piensa cosas buenas de ti. Me preguntó cómo te ganas la vida. Yo le dije que hiciste mucho dinero jugando a la bolsa. Se quedó muy impresionado. Me dijo que le recuerdas a su hijo. No te propones matarlo, ¿verdad?
—¿A quién? —Pegué un brinco. Fragmentos de sol me trituraban el cerebro.
—A nadie. Tú no matarás a nadie —dijo, y el cuadro se rasgó con un relampagueo, como una pantalla de computadora cuando se estropea.
—¿Por qué me has hecho venir? —pregunté.
—Necesito dinero —dijo Dafna—. Hani me cuesta mucho, y ahora el chico también vive conmigo. El banco ya no quiere darme ningún préstamo. ¿Crees que podrías ayudarme?
Ahora me encontraba en un terreno conocido, en mi terreno natural de subsistencia. Sin embargo, me dio asco; por algún motivo esperaba que con ella todo fuera puro.
—¿Cuánto necesitas? —pregunté. Me dijo una cantidad muy elevada en comparación con lo que solemos pagar a la gente de los territorios ocupados, que por mil shéquels están dispuestos a vender a su madre.
—Tendré que pedir permiso —dije—, es mucho dinero.
—Diles que soy una zorra de lujo —rió; de pronto tenía reflejos naranja en el pelo—, que tú eres un proxeneta importante y que alguien debe financiar esta operación. De lo contrario, tú y yo nos separaremos. El hombre de las cidras deberá buscar otra maestra. Aunque me gusta estar sentada contigo en el césped. No hablas mucho. ¿Siempre has sido tan parco en palabras?
Me sentía chamuscado, como si me hubieran echado fuego encima. Solía ir a los encuentros con árabes con dinero en el bolsillo, poco, unos cuantos billetes bastaban. Ella hablaba de un sueldo.
—Con los años me he vuelto así —contesté—. Prefiero escuchar. No tengo mucho que decir.
Dafna se levantó diciéndome que necesitaba ir a bañarse con jabón, antes de que el cloro le comiera la piel y el cabello. Observé su cuerpo vigoroso mientras se dirigía a las regaderas. ¿Cuándo le llega el deterioro a una mujer así? El cuervo no paraba de graznar. El azul del agua de la piscina resplandecía. Intenté imaginarme el tacto de nuestros cuerpos en un momento de gran acaloramiento.
Más tarde, Jaim autorizó la cantidad de dinero que ella pedía, pero me pidió que regateara un poco.
—No hace falta que piense que puede conseguir todo lo que quiera. Ahora tienes que hacer progresos rápidamente —dijo con su tono de voz más serio—. Esto es una torre de naipes. No confío en el circo que has construido a tu alrededor. Demasiados payasos y acróbatas. Nuestro trabajo es llevar la mercancía a su destino; el resto lo hacen los demás. Empieza a atar el paquete.
El asunto era atarlo bien. Atarlo bien y llevar la mercancía bien sujeta. Después, tirarla. El resto no es de nuestra incumbencia.
El sábado por la noche, Sigui telefoneó desde Boston despertándome de un sueño profundo; quería que hablara con el niño por Skype.
—No sé cómo funciona este utensilio —gemí—; no entiendo por qué no podemos hablar por teléfono.
—Quiere verte —explicó—. Ve a la computadora, todo está listo, haz un esfuerzo por el niño.
Hice lo que me decía. La imagen se veía borrosa y la voz parecía metálica. Sigui lo sentó delante de la cámara, como en una grabación de secuestradores. De su parloteo deduje que iba a la guardería, que ya tenía dos amigos, un tobogán alto, ardillas trepando por el árbol; su madre le había comprado un coche en una tienda grande y luego habían comido una pizza sin queso. Hablaba sin parar, y no lo interrumpí.
—¿Cuándo vendrás, papá? —preguntó.
—Pronto, cuando acabe el trabajo —contesté.
Continuó su parloteo de niño. Yo intentaba captar a mi hijo en los fragmentos de imagen, pocos y distorsionados.
—¿Mamá está? —pregunté, y él se puso de espaldas a la cámara y la llamó. Su imagen se transformó en una pared, hasta que apareció Sigui. El marco conocido de su cara, algo de su peinado había cambiado, quizá los rizos eran más cortos.
—Si no te importa, apago la cámara —dijo, y me quedé sólo con la voz.
—¿Por qué, Sigui? —dije.
Recibí un breve informe técnico: el trabajo es excelente, está muy contenta de haber ido, el niño se integra bien en la guardería. No pronunció mi nombre ni una sola vez.
—Quiero que nos separemos —dijo de pronto. El sonido era todo lo claro que se le podía pedir a un aparato; ahora todo es científico—. Debemos cortarlo. No es sano para nadie, especialmente para el niño.
—Espera —dije ahogado—, yo…
Le pedí que volviera a aparecer en la pantalla; cara a cara es más fácil convencer. Quería que pronunciara mi nombre al menos una vez; incluso ahogué una risita extraña. El aspecto de Sigui era completamente artificial.
—Por la voz te noto angustiado —dijo—. Qué suerte que todo esto ya no tenga nada que ver conmigo.
—Iré a verlos y hablaremos —escupí desesperadamente—. Quizá podrían darme trabajo en el consulado, podría ser guardia de seguridad o algo parecido, para identificar a tipos de Oriente Medio que ronden por la entrada.
—No quiero que vengas —sentenció Sigui al otro lado de los anuncios que aparecían en mi pantalla—, no quiero esperar más. Entre nosotros ya no hay nada.
Le pedí que hiciera volver al niño. Me sabía mal por él. Sabía que se escondía en algún rincón, que escuchaba lo que se decía, que se daba cuenta de todo y lo entendía todo.
—Está jugando y no quiero molestarlo —dijo Sigui. Y la línea se cortó.
Dafna, Hani y yo estábamos sentados en una terraza sobre el mar, en el restaurante de Margaret Tayar, en Yafo. Almorzábamos a expensas del servicio de seguridad general.
Hani había pedido ir allí porque recordaba el lugar de tiempo atrás, de cuando Víctor Tayar todavía vivía y aparecía en extrañas transmisiones electorales. Recordaba el cuscús y el pescado.
Hani era como un esqueleto, imposible equivocarse con respecto a su enfermedad; sólo tocó unas migajas de la comida. Pero sonreía, miraba a lo lejos, hacia el mar, era un hombre educado y agradable. Dafna le ofreció comida de su plato, se la puso en la boca.
—Es muy bueno, fantástico —dijo él, relajándose.
Margaret salió de la cocina para hacernos los honores, agitando las manos mojadas. Por un momento temí que me reconociera de algún sitio. Me observó un momento y luego cogió una silla, se sentó junto a Dafna y se pusieron a recordar cosas olvidadas.
—¿Cómo está tu hijo? —preguntó Margaret—. Cuando era pequeño solías traerlo, incluso de noche. Todo el mundo decía que era muy guapo. Todos los de la pandilla jugaban con él.
—Está bien, buscándose a sí mismo —respondió Dafna; sus ojos delataban la mentira—. Hani añoraba tu cocina —añadió Dafna.
—Sí, claro, me acuerdo de ti —dijo la dueña—. Solías hablar de peces con Víctor. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde te habías metido?
Hani le contestó con una sonrisa triste. Margaret volvió a la cocina. Mientras tanto se habían llenado algunas mesas más.
Dafna pidió una botella de vino blanco frío.
—Yo beberé —suspiró Hani—. En Gaza me habrían matado. No pasa nada, sólo un vasito. Dios me perdonará.
No hacía viento, el mar parecía un barreño que acababa en la línea gris de la ciudad. Dafna dijo que le sabía mal no haber ido nunca a verlo; siempre le había dado miedo que le lanzaran una granada o le clavaran un cuchillo, pero ahora era mucho peor.
—Está muy cerca de aquí —Hani bebió unas gotas de vino de su vaso—. El mismo mar. Exactamente el mismo sol. Sólo que con muchas vallas de por medio.
—Un día estas vallas caerán y todos viviremos juntos —dijo Dafna. El mar y el vino le habían pintado los ojos de color turquesa.
—Eso pasará después de nosotros, querida —rió Hani poniendo delicadamente su mano enferma sobre la de ella—. De momento, los locos deciden qué hacer. El mar no les interesa. Añoran las montañas.
Yo, sin decir nada, me acabé la botella mientras rompía la cabeza de los salmonetes con los dientes.
—Sólo me faltaría un cigarrillo —dijo Hani—. ¡Qué bueno era fumar en aquel entonces!
—¿Y tus hijos? —le preguntó de repente Dafna—. ¿No les gustaría verse?
Casi se me clavó una espina en el cuello. Me mordí los labios. Los ojos se me clavaron en una barca de paseo destartalada donde nunca había pasajeros.
—Querríamos —dijo Hani—, pero mi hija tiene cuatro hijos y no los puede dejar. Y el chico… —rió—, este hijo mío no puede entrar en el país. No es tan agradable como su padre. Estuvo en prisión, ya lo sabes; lo tuvieron tres años en una prisión del desierto, y ahora…
—¿Dónde está? —preguntó Dafna, como si quisiera recompensarme por la comida.
—Dios lo sabe —sonrió Hani, perplejo, mirándome a los ojos como si buscara comprensión—. Da vueltas por el mundo.
De postre pedimos malabi y té con menta; realmente fue una comida magnífica. Dafna quería pagar la cuenta, hizo mucha comedia; puse sobre la mesa una tarjeta de crédito y ella dinero; al fin dejé que pagara.
De camino hacia el coche nos apoyamos en la balaustrada para contemplar la roca de Andrómeda. Hani dijo que su padre añoraba aquel rincón, que para él era el lugar más bonito del mundo. Ayudamos a Hani a sentarse en el asiento posterior, estaba cansado; Dafna se sentó a mi lado.
—¿Quieres que demos un paseo, Hani? —le preguntó—. ¿Que paseemos un poco por Jaffa?
Y él dijo que encantado, pero sólo si yo no tenía prisa.
—Me va bien —dije—. No tengo prisa. Hoy la bolsa ha subido bastante, ya me he ganado el sueldo.
Circulamos por la calle que lleva al puerto. El mar estaba ahora un poco encrespado y las olas rompían contra la muralla; pasamos junto a una mezquita nueva y blanca que habían construido, la mezquita Al-Bahr, la mezquita del mar, qué nombre más bonito. Conduje hacia la plaza del reloj.
—Mira cómo lo han restaurado —dijo Dafna, y Hani se rió.
—El sultán seguro que estaría contento —dijo.
Después del humus de Kalabuni, giré a la derecha hacia el barrio de Ajami —un montón de andamios, obras de restauración, coches nuevos; los judíos van a vivir a las casas antiguas— y luego seguí al lado del mar hasta llegar a Bat Yam.
—¿Dónde está su casa? —preguntó Dafna.
—Ya la hemos pasado —dijo Hani—, si no me equivoco. Yo no viví aquí. Todo es de lo que me han explicado. Todavía era un bebé.
—¿Estás enfadado? —preguntó Dafna.
—Estoy triste —dijo Hani, y tras pensarlo añadió—: tengo que recordar un lugar que nunca he conocido.
Volvimos a Tel Aviv pasando por el Mercado de las Pulgas. El carácter festivo de la comida se disipó en los embotellamientos de siempre al final de una jornada laboral. Puse la radio, música medieval; Dafna dijo que esa música le hacía bien. Ayudé a Hani a subir las escaleras, tres pisos; de hecho me lo cargué a la espalda.
—Eres un buen hombre —me dijo cuando llegamos arriba—, me gustas.
El piso olía a quemado, venía de las habitaciones. Dafna se quedó helada en la puerta.
—Ve tú —me pidió—; yo no puedo.
Enfilé el pasillo y abrí la puerta sin llamar. Yotam estaba sentado, erguido, con una jeringuilla clavada en el brazo, un cordel apretándole las venas y una expresión de placer absoluto en el rostro. Debería probar alguna vez, pensé. Cerré la puerta sin hacer ruido y volví a la entrada.
Dafna me miraba con lágrimas en los ojos.
—No entres —le dije.
—No puedo soportarlo —dijo llorando y apretándome la mano—. ¿Qué debo hacer?, dime, ¿qué debo hacer?
—Al final nos ocuparemos de él, pronto, pronto, cuando todo haya terminado —le susurré, y ella, poco a poco, aflojó el apretón, dejándome unas marcas en el brazo.
Hani estaba en el sillón donde yo lo había dejado, y de repente salió de allí una voz decidida:
—Yo iré a hablar con el chico —dijo el árabe.
—No, no vayas —gritó Dafna, mirándome—. Te podría matar.
Hubiera querido huir. El ambiente se había hecho muy denso en ese piso desmoronado. Sin embargo, me obligué a hacer otro movimiento.
—Podríamos vernos mañana —dije, inclinándome hacia Hani—, ir juntos al cine.
—Sí, ¿por qué no? —Los ojos de mi nuevo amigo agonizante se iluminaron.
Al día siguiente, Hani me esperaba exactamente a la hora que habíamos quedado. La ropa vieja de Avital Yegnes le quedaba como puesta en una percha; lo mejor de la moda masculina de los años setenta. Dafna le ayudó a bajar las escaleras y yo acarreé la silla de ruedas plegable.
La silla estaba bastante destartalada y una rueda chirriaba. La empujaba despacio, procurando absorber la puesta de sol que se filtraba por la bajada de la calle Frishman, como un cuidador necesitado de Albania que añora su hogar. Hani tenía muchas ganas de hablar y lo hacía sin parar. Habló de cómo le gustaba Tel Aviv: había pasado una temporada bonita, muchos amigos, salidas hasta media noche, conversaciones interesantes, asistencia a muchas presentaciones, el teatro. Preguntó si Dani Litani aún actuaba; eran amigos. También recordaba a la actriz Zaharira Harifai, una mujer maravillosa y muy divertida.
—Entonces empecé a escribir un libro sobre Yafo —dijo Hani—, pero no logré terminarlo.
—¿Dónde vivías? —pregunté intentando sacar la rueda dañada de un bache de la acera.
—Principalmente en casa de Dafna —respondió Hani, sentado en la silla destartalada como si fuera una carroza real—, hasta que llegó Yegnes. No le gustaba que estuviera en su casa. Era un hombre muy nervioso. Fumaba mucho. Bebía mucho. No había conseguido rodar las películas que quería y se lo hacía pagar a ella. No sabía tratarla bien.
Pasamos por el gran hoyo de la esquina de las calles Frishman y Dizengoff. En un póster muy grande había un dibujo del rascacielos que iban a construir, apartamentos de lujo para marchantes de la cultura.
—Ustedes no dejan de construir —dijo— torres que llegan al cielo. Mira lo que hay en su casa y en la nuestra; el mismo país, la misma tierra, la misma arena. Ustedes lo tienen todo y nosotros nada. Pero ustedes están nerviosos. No tienen nuestra paciencia.
Por la otra acera pasaba una mujer que conocía; no recordaba exactamente de dónde, quizá del ejército, o del trabajo de Sigui. Ella se detuvo a mirarme, dudó si cruzar la calle para saludarme, pero finalmente siguió. Me sentí muy turbado.
—Te estoy muy agradecido —dijo Hani; seguramente se había dado cuenta de algo—. Lástima no habernos conocido cuando estaba sano.
—¿Por qué te fuiste de Tel Aviv? —pregunté como si nada.
—Ah, hubo una historia —dijo Hani. Su cabeza se balanceaba—. Alguien me denunció. Me detuvieron para interrogarme, pasé encerrado algunos cuantos días, no me trataron demasiado bien. Al final me dejaron libre con la condición de que no volviera, que no viniera a visitarlos nunca más.
—¿Te arrestaron? —pregunté—. ¿Qué te hicieron?
—¡Ah! Nada serio. Me pegaron un poco, no me dejaron dormir… De verdad, lamento explicártelo.
—Es terrible —dije—. ¿Por qué te lo hicieron? ¿Por qué se comportaron así con una persona tan amable? —Casi se me escapó una risa histérica con aquellas preguntas idiotas.
—Yo no estaba relacionado con nada, pero pensaban que era un terrorista. Cuando comprendieron que no, quisieron que fuera un espía suyo en Gaza. Quizá soy amable y amo a los judíos, pero no soy un traidor. Me dijeron que no saldría de allí, que me condenarían a diez años por tener conocidos en el Fatah. Pasé cinco días allí y salí cinco años más viejo.
—¿Cómo puede ser que no nos odies? —pregunté. Tenía la camisa llena de manchas de sudor por la subida de la rampa de hormigón de la plaza y por el terrible esfuerzo de disimular.
—¿Por qué debería hacerlo? —rió Hani girando la cabeza hacia arriba para mirarme—. Soy un hombre débil, no puedo odiar. Quizá no soy un hombre. No puedo vengarme, soy así. Entre ustedes hay gente perversa, pero daría mi vida por Dafna.
Arriba, en la plaza, la fuente giratoria y musical estaba desierta. Cruzamos la plaza y bajamos por el lado opuesto. Una luz naranja húmeda se colaba por la ciudad a través de los espacios vacíos entre edificios. Un grupo de chicas con pantalones cortos caminaba en dirección contraria a la nuestra riendo tontamente, y Hani les sonrió. El vigilante de la entrada del centro comercial nos inspeccionó muy superficialmente; la silla de ruedas ni la miró. Habríamos podido introducir diez kilos de material explosivo, clavos y todo lo que hubiéramos querido.
Dejé la silla delante de los carteles de las películas. Hacía años que no iba al cine, quizá desde que el niño había nacido. Hani tampoco había visto nada desde los tiempos gloriosos del cine americano de los años setenta, de modo que ambos queríamos elegir la película con mucho cuidado. Discutimos un poco: él quería ver una película francesa romántica y yo le dije que era un error, que sus películas siempre eran un fracaso. Al final decidimos ver la que había ganado el último Oscar.
Compré un vaso grande de palomitas y dos Coca-Colas; comíamos del mismo vaso de cartón. Poco a poco lo pasé de la silla de ruedas al asiento del extremo de la fila. El aire acondicionado era fantástico. Cuando se apagaron las luces, suspiré profundamente —qué bien, ahora podría callar y olvidarme del mundo— y vi que él también sonreía contento, como un niño. Eran las cinco de la tarde, cuando todo el mundo corre enloquecido, y nosotros por fin nos sentamos en el cine.
No salimos decepcionados. La película era realmente buena. Ambos nos enamoramos de la actriz principal, Jennifer Connelly; el argumento era convincente, durante dos horas nos sumergimos en él, y cuando terminó nos dolió. «¿No hay más película?», dijo riendo Hani cuando aparecieron los créditos finales. Al salir, me di cuenta de que miraba con deseo el McDonald’s; comprendí que no había probado nunca aquella porquería. Le invité una Big Mac; dejó casi todo el plato, pero muy educadamente dijo que le había gustado mucho. Hablamos de la película. Hani dijo que el gran error de su vida había sido no haber nacido en Hollywood y no haber rodado ninguna película como aquélla.
—Nadie nace en Hollywood —dije—; todo el mundo va allí.
—Pero nadie va desde Gaza —rió.
Hani dijo que intentaría andar; la película lo había hecho sentir mejor. Sin embargo, al cabo de unos pasos se derrumbó en mis brazos. Lo llevé de vuelta a casa pasando por Dizengoff, por donde había explotado el autobús de la línea 5, frente al shawarma —yo había llegado con los que recogían los despojos—, y casi se me escapó un comentario debido a la proximidad que se había creado entre nosotros, pero me callé. El tráfico era terrible y un coche deportivo estuvo a punto de darnos un susto. Me entraron una pena y una autocompasión que casi me hacían llorar. Él no olía bien, seguramente la bolsa se le había llenado.
Me preguntó si estaba casado. Le expliqué que tenía mujer e hijo, pero que ella se había ido a trabajar a Boston. Y él dijo que, siendo así, los dos estábamos solos. Pero yo todavía estoy vivo, habibi, y me sostengo de pie, y tú estás ya muy abajo, me dije.
Propuse entrar en una cafetería a comer algo. Me había entrado hambre. Por qué no, dijo educadamente; estaré encantado. Entramos en un lugar de estilo italiano en la esquina de la calle Gordon. Empujé su silla hasta los baños; desde el otro lado de la puerta me aseguró que se las arreglaba.
—Todo es una mierda —bromeó al salir mientras se sentaba en la silla. De repente tenía la cara de un árabe cabrón, como aquellos que yo podía sacudir para obtener pequeños secretos de parientes y amigos.
La camarera tenía una piel bonita y una cara radiante. Ambos nos dimos cuenta y la mirábamos igual, con una admiración que nos llevaríamos a la tumba. Yo pedí un bocadillo de embutido milanés y Hani, para sorpresa mía, pidió pasta. Como si hubiera decidido resarcirse de todos los años de hambre en Gaza. Me había terminado la cerveza antes de que llegara la comida, y pedí otra.
Hani me habló de los amigos que había tenido en Tel Aviv, recordó nombres de cafeterías que ya no existían, de libros olvidados, de gente que poco a poco se había apagado hasta desaparecer o que había muerto, de Dafna, que allí donde iba era como una princesa. «Nosotros somos unos seres débiles y desagradables —dijo—. Pero ella es como el océano, tiene la fuerza de la naturaleza, es un diamante.»
Me saqué de la cartera una fotografía de mi hijo que no era reciente y la puse sobre la mesa, a su lado. Hani la miró de cerca y dijo que se me parecía, pero que se notaba que tenía una madre hermosa. Se le cayó un poco de comida sobre la foto y la salsa la manchó. Se disculpó mucho e intentó limpiarla como pudo con la servilleta. El niño estaba cubierto de salsa de crema; cogí la foto y volví a ponerla en la cartera.
Hani parecía cansado, muy cansado. Le pregunté si quería volver a casa. Aún tenía el plato lleno.
—Seguro que añoras a tu hijo —dijo Hani. Tuve que acercarme a él para oír lo que decía—. Recuerdo cuando mi hijo era como el tuyo. Le habría dado el mundo. Pero luego no consigues cuidarlo bien. El mundo es más fuerte que tú, el mundo es malo… —Ahora tenía lágrimas en los ojos.
—¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu hijo? —pregunté. Tenía la musculatura tensa. Odié la sensación de presión antes de la pregunta definitiva, como un gorila antes de la pelea en la que se juega la vida. Me hubiera gustado seguir hablando allí de hombre a hombre, sin tener que hacer esfuerzos con una finalidad.
—Casi seis años —respondió Hani—. Desde que salió de la cárcel.
Me dijo que su hijo había pasado dos años en un campo de prisioneros en el desierto, que cuando lo soltaron se había marchado del país, en Gaza no sabía qué hacer.
—¿Dónde está ahora? —pregunté.
En la mirada de una persona suele haber una mezcla de todo tipo de cosas, y en la de Hani ahora había cierta cantidad de sospecha. Pero poca. Había conseguido pasar el obstáculo sin problema.
—Dando vueltas —dijo, apartando con un movimiento seco el plato que tenía delante—. Dios sabe dónde.
Yo lo sabía exactamente porque aquella mañana Jaim me había informado que el chico había vuelto a Irán desde Siria.
—¿Y la hija? —pregunté para neutralizar las sospechas.
—La hija está en casa. Tiene un buen marido y unos buenos hijos.
—Pensaba… —empecé a decir—. Mira, tengo dinero. En los últimos años he hecho negocios muy buenos. Podría ayudarte a encontrarte con tus hijos. Si ellos no pueden venir, podríamos organizar algo fuera. Ir a algún lugar cerca de aquí; a Chipre, por ejemplo. No puede ser muy caro. Verías a tus hijos por última vez. Piénsalo, Hani. Me gustaría ayudarte.
La respuesta de Hani me sorprendió. Se puso a llorar amargamente, nada más. Tuve que levantarme para tranquilizarlo, para acariciarle los cabellos grises. La camarera radiante se acercó y preguntó si podía ayudar en algo; quizá queríamos café y postres.
Hani se calmó. Se hizo el silencio entre nosotros. Tuve miedo de haberme descubierto, de haber sido demasiado torpe. Una luna enorme se veía a lo lejos, sobre las torres Azrieli. Cuando llegamos al edificio de Dafna, que se veía a oscuras y como fantasmagórico entre los demás edificios renovados, Hani dijo desde la silla chirriante:
—Quiero ir. Quiero ver a mis hijos. Ojalá lo puedas arreglar.
¡No te lo creas!, me dije por dentro. ¡Niégate a ello! Pero al mismo tiempo me explotó dentro la gran alegría del cazador.
Cuando llegamos arriba yo no podía ni respirar. Dafna estaba hablando por teléfono, excitada, mordiéndose las uñas, pero tuvo tiempo para decirme que hacía dos días que Yotam se había ido de casa, que no tenía ni idea de dónde podía estar.
—Llámame —le dije haciéndole una señal después de haber dejado a Hani en el sofá, donde yacía sin fuerzas. Sobre la mesa redonda de la cocina había un montón de hojas de papel en las que se veía una caligrafía inteligente; pude cazar unas cuantas frases, ella había hecho progresos con su libro. Por un momento Dafna se me acercó mucho, casi rozándome con la respiración. Tenía los ojos en otro lugar. Mis manos casi se movieron para rodear sus caderas. Ella se separó rápidamente y siguió hablando por teléfono. «¡Qué dices! ¡No te atrevas!»
De camino a Ra’anana me detuve en el gran supermercado, esperé en la cola de la caja rápida con una botella de arak, una tableta de chocolate y uva negra; todo ello me ayudaría a dormir.
Hacía años que el hijo de Hani rondaba por el mundo. No sabíamos nada de él hasta que la gente empezó a hablar de él con respeto. Le tenían confianza. Le habían dado grandes cantidades de dinero. Llegó al cuartel general del Hezbollah instalado en Beirut. Marchó a Damasco. Después lo enviaron a Irán para organizar cursos, encargarse de los envíos de armas, encontrarse con activistas más viejos de los guardianes de la revolución. Tenía treinta y dos años, era un hombre serio, trabajaba de una manera ordenada.
Se movía libremente por todas partes. Yo estaba clavado entre Ra’anana y Ascalón mientras él se paseaba por Sudán, Yemen, Yibuti, por todos los rincones del mundo árabe aristocrático, por los lugares donde nuestros clientes iban a recibir instrucciones, recaudar dinero, entrenarse. A pesar de ser una persona cautelosa, empezamos a atar cabos. Trabajaba en varios proyectos a la vez, algunos rutinarios, que acababan con un terrorista suicida haciéndose explotar entre los judíos, y también en algún gran proyecto que no sabíamos exactamente cuál era, lo que provocaba una especial preocupación. Centralizaba el suministro, reunía a los técnicos, escogía cuidadosamente los operativos; todos los medios especiales que desplegamos no descubrieron de qué se trataba.
La operación no era nuestra; la oportunidad se nos había escapado de las manos. Nos pidieron que lo hiciéramos salir de las oscuras cavernas hacia un lugar descubierto donde los demás pudieran operar. «No se lo tragará, es demasiado prudente —dijo Jaim—, muy escéptico desde un buen principio. Nunca irá a un país que no sea árabe. Han aprendido la lección de las liquidaciones anteriores».
Fui con Jaim a ver a nuestros colegas para informarles de cómo estaban las cosas. Allí arriba siempre había una atmósfera de duty free, vestidos europeos, ambiente de alta tecnología. Jaim y yo llegamos como un equipo de reparadores de persianas, uno religioso, rechoncho y cojo, y el otro gris y taciturno. Desde que el proyecto se había iniciado nos encontrábamos una vez por semana para una sesión informativa. Los encuentros anteriores habían sido somnolientos, escépticos; esta vez había cierta tensión, en el aire se notaba el olor de la presa.
Los socios informaron que el proyecto de él progresaba: el nuevo material había llegado, el chico había visitado los campos de entrenamiento, tenían todo tipo de dificultades, pero aparentemente conseguirían superarlas. El problema era que no sabíamos lo que estaban planeando.
—¿De qué serviría abatirlo? —se empeñó Jaim, a quien le gustaba polemizar con ellos a la manera talmúdica—. Su operación seguiría sin él.
—Él es el cerebro —dijo el representante de los colegas, un chico pelirrojo y fresco que llevaba una camisa ligera de seda con el cuello abierto—; sólo él conoce todos los detalles, lo tiene todo en la cabeza, tiene en sus manos todas las conexiones, sin él no funcionará.
—¿Por qué no bombardeamos el lugar y así destruimos todo el operativo? —preguntó Jaim.
—Porque no sabemos dónde está la base —sonrió el colaborador—. Sólo tenemos indicios, rumores, movimientos. Nada concreto. No tenemos ni idea de dónde llegará. Hay demasiadas posibilidades. Podría estar en cualquier lugar, desde Tailandia hasta América.
—Entonces, ¿por qué debería salir ahora de su agujero? —pregunté. Yo no solía hablar mucho en aquellas reuniones, y me salió una voz ronca, precisamente cuando los quería impresionar, cuando quería que me tomaran en serio.
—Porque quiere mucho a su padre —sonrió el pelirrojo, moreno y perfumado como un patrón de yate—. Tienen unas conversaciones maravillosas, padre e hijo; ojalá yo tuviera una relación así con mi padre. Lo añora. Quisiera despedirse de él antes de que muera.
Me enfadé porque habían exprimido la línea de teléfono de Dafna como si fuera una teta turgente y no me habían dejado leer el material. No deberían olvidar que fui yo quien lo trajo aquí. Soy el cerebro que está detrás de todo el asunto.
—Por cierto, te mencionaban a ti —dijo el pelirrojo—. El padre dijo que había conocido un chico encantador, que si todos los judíos fueran como tú, las cosas serían diferentes. Que eres un judío bueno.
La mesa se movió con la ola de risas. Me sentía como si me hubieran puesto en pie, desnudo y con un sombrero de payaso.
—¿De qué más hablaban? —pregunté discretamente.
—De cosas personales —dijo el patrón de yate serenamente e inclinándose hacia atrás—. De la salud del padre, de la hermana que está en Kuwait y de sus preciosos hijos. El padre está lleno de recuerdos de Gaza, de la costa, de cómo ambos salían a pescar. Ayer el hijo le dijo que había comprado una alfombra en el mercado de Teherán y que la había enviado a su hermana. Hace unos días le describió las pirámides que había visto en el desierto de Sudán y le habló de los reyes negros que las habían construido. Realmente me dieron ganas de ir a hacer un recorrido en jeep. Cuando hablas con gente que lo ha conocido, dicen que es un chico inteligente, carismático, afilado como una navaja. Nos ha crecido un monstruo debajo de la nariz.
¿Qué más les habría dicho Hani de mí?, pensé. ¿Qué habría dicho de Dafna? Pero alrededor de la mesa ya hablaban de instrumentos de vuelo y de medios de lanzamiento, de pequeños submarinos que se vendían en el mercado negro, de las pesadillas que los aterraban mientras dormían.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Jaim.
La sala de reuniones de ellos era espléndida, con un ventanal abierto al mar y tres capas de aislamiento para que no se escapara ni un sonido. Vertí una botella de tónica de limón en un vaso lleno de cubitos.
—No más de diez días —dijo el mayor, el jefe, un hombre con el pelo corto y gris que, desde el inicio de la reunión, me miraba de una manera dudosa que no me gustaba en absoluto—. Ustedes sólo tienen que llevarlo a un lugar donde nosotros podamos ocuparnos de él. ¿Necesitas algo? ¿Te falta algo? —me preguntó con arrogancia, de la misma manera que lo hago yo con el último de los colaboradores que me informa de lo que ocurre en la kasba.
—Tenemos de todo —respondió Jaim por mí—. Sólo dennos unos días más de tranquilidad y les entregaremos el paquete.
—Sólo unos pocos —dijo el jefe mientras encendía un cigarrillo. Esto me desconcertó; hacía mucho tiempo que no veía a nadie fumando en una reunión, especialmente entre aquellos tipos estériles—. No queremos que el cielo nos caiga encima.
—En esta historia hay algo que no huele bien, hay demasiados huecos en la información —dijo Jaim cuando volvíamos.
—¿Qué quieres que haga? —pregunté.
—Seguir adelante; no nos queda otro remedio —dijo Jaim—. Somos actores de segunda, pero de momento todo el escenario es tuyo. Todos te observan. Todo depende de ti. Cada día informo a los de arriba. Has avanzado, pero ahora ten cuidado.
Jaim salió del coche, y debido al desasosiego tropezó con la acera y se cayó, la kipá le voló. Salí rápidamente del coche para ayudarlo a levantarse.
—Estoy bien —balbuceó cuando lo agarré por las axilas como se hace con un bebé—. No me pasó nada; sólo tengo la cabeza un poco alterada. Prométeme que todo va bien. No quiero tropiezos en esto.
Llamé a Dafna para invitarme a tomar una clase. Intenté que no se me notaran las prisas, que no se diera cuenta de hasta qué punto dependía de ella.
—Hani duerme —dijo en un susurro—. Fuimos a ver al médico; le aumentó la dosis de fármacos para que el dolor no lo vuelva loco. El doctor dijo que ya está en la fase final.
Fui a la ciudad a esperar a que Hani despertara. Me senté en un bar, miré a las chicas, compré de oferta una colección de Frank Sinatra, caminé de una punta a la otra de Dizengoff, pasando por todas las tiendas de novias. Ya era tarde y Dafna no telefoneaba; tampoco contestaba las llamadas al móvil. Que no se me muera, ese árabe simpático. Pero básicamente pensaba en ella y en lo que hacía cuando desaparecía. Me estacioné debajo de la embajada americana, frente al mar. Ya estaba oscuro. Me quedé sentado en el coche y los ojos se me cerraron escuchando «Strangers in the Night».
A media noche sonó el teléfono. A mi alrededor, el estacionamiento estaba vacío, los cristales de los coches estaban empañados por el rocío. Alcé rápidamente el asiento y cerré la boca de Frankie, que cantaba en un bucle sin fin. «Ven a Ichilov —me dijo Dafna a gritos—; lo matarán, aquellos putos.»
No sabía de quién de los dos hablaba ni tenía tiempo de preguntárselo. Conduje rápido, con la sirena azul puesta, por la pantalla de humedad de la noche, y entré en el estacionamiento de las ambulancias mostrando el documento que abre todas las puertas. Vi a Dafna a un extremo de la sala de urgencias, escuchando las explicaciones que le daba una joven doctora vestida con un uniforme turquesa.
Me quedé detrás de la cortina y reconocí la espalda delgada y blanca de Yotam acostado en la cama, boca abajo y desnudo.
El arte de cincelar el culo me era bastante conocido del trabajo. A los informadores les cortaban el pene y se lo ponían en la boca, y en el otro lado, en el culo, les cincelaban todo tipo de dibujos, dependiendo del talento del asesino. Cuando los atrapábamos, nos daban toda clase de explicaciones interesantes, a veces sobre los mitos del Islam, a veces sobre los equipos de futbol.
A Yotam sólo le habían grabado una X en las nalgas, no muy profunda, pero grande. Hicieron falta treinta puntos de sutura para cerrar la herida. Dafna estaba junto a la cama, con los ojos inflamados, intentando tocarlo, pero él rugía hacia ella como una mala bestia. Por detrás sólo se veían una melena, una espalda desnuda, un vendaje. Me acerqué a la cabecera de la cama para mirarle los ojos. Cuando me vio, una terrible sonrisa de burla y de dolor apareció en su rostro.
—¿Qué quieres, pequeño mío? —le preguntó Dafna, intentando acariciarle la cabeza y ofreciéndole un vaso de agua. Le respondió con un rugido sofocado. Alrededor había el alboroto nocturno de urgencias, camas que iban y venían; en el aire flotaba el rumor constante de la angustia. El médico de guardia nos dejó diciéndonos que no tardaría en venir alguien para subir a Yotam a la planta.
El herido murmuraba algo. Dafna quería oír, estuvo a punto de caerse de tan despacio que se acercaba a él. Yo lo oía bastante bien desde donde me encontraba.
—Ahora el cuadro es perfecto —dijo, haciendo un esfuerzo—. La madre, un hombre y Yotam con una X en el culo. Tu santa trinidad se ha hecho realidad, madre.
—¿Por qué me hablas así? —Ella retrocedió, pero de repente volvió a acercársele y le tocó el pelo sucio—. Ya pasará —le dijo—; dijeron que te implantarán piel y que no se notará nada.
—Por mí lo pueden dejar así —gruñó—. Enseñaré el culo en Dizengoff y la gente me dará caridad.
El chico suspiró de dolor, y Dafna fue a buscar al médico para pedirle que le dieran algún calmante.
—Morfina —gritó Yotam tras ella—, que me traigan morfina.
—¿Qué pasa? —dije, aprovechando la ocasión para acercarme.
—Vete —gimió Yotam—. Lárgate.
Vino un auxiliar sanitario para llevárselo a la planta. Nos quedamos esperando en el pasillo. La gente que pasaba por su lado miraba el enorme vendaje que llevaba alrededor de las caderas y veían aquella manera contrahecha de acostarse. Era una visión extraña y humillante.
—¿Por qué no le dan una habitación? ¡Mire cómo está acostado! —dije a la joven médica de guardia sentada delante de la computadora.
—Señor, esto no es un hospital privado —dijo ella—. Ahora mismo tenemos otros casos urgentes. Este chico sólo tiene un arañazo. Vivirá.
Yotam no dejaba de pedir ayuda. Dafna intentaba calmarlo con palabras, abrazos; trataba de protegerlo de las miradas insidiosas.
—Denle más morfina, por favor —gritaba. La doctora se acercó; llevaba unos zuecos alemanes verdes y cómodos, su cola de caballo saltaba mientras hablaba. Dijo que ya le habían dado la dosis máxima; si le daban más podría matarlo.
—Es drogadicto —gritó Dafna—; la dosis que le han dado no le hace efecto. Por favor, vaya a consultarlo con alguien. ¡ Se está retorciendo de dolor!
—Lo haré —dijo la doctora. En su voz podía notarse la repugnancia que le causaba.
Dafna estaba pegada a la pared, encogida.
—¿Cómo pudo ocurrir? —me preguntaba con una mirada acusadora—. Me aseguraste que todo estaba aclarado. Que podía volver. Lo encontraron tirado en la acera, en un callejón detrás de la calle Allenby; no podía ponerse de pie. Dejaron a mi hijo tirado como a una rata en la acera.
Era una suerte que no le hubieran cortado las piernas, que no hubieran dejado sólo un tronco en la acera, pensé; esas cosas pasan.
—Le daré otra dosis —anunció la médica saliendo de las profundidades del pasillo—. He hablado con mi superior. Él se hace responsable, y enseguida le buscarán una habitación. Lamento haber sido un poco impaciente; tengo una guardia que es un infierno.
Dafna intentó sonreír con la cara contraída de pena.
—Siento haberla abucheado, seguro que no ha dormido desde ayer, y encima vengo yo a gritar…
La doctora se quedó de pie delante de ella; luego le cogió la mano y se apoyaron la una en la otra unos instantes. Instalaron a Yotam en un extremo de una habitación larga llena de camas, junto a la ventana. Más abajo se veía la ciudad iluminada. Los ojos de Dafna tenían un brillo rojo y estaban llenos de lágrimas.
A Yotam le pusieron un gota a gota con otra dosis de morfina, y él se puso a canturrear una melodía de Morrissey. Dafna trajo agua y le hizo beber poco a poco, hasta que la droga le hizo efecto y los ojos se le cerraron. Es lo que había que hacer, pensé; tranquilizarlo con una droga y dejar que se hunda. Que despegue.
Encontré dos sillas y nos sentamos al lado de la cama.
—No puedo aguantar más —susurró Dafna poniendo la cabeza en mi hombro, en la penumbra, hasta que su respiración se hizo pesada y cayó rendida de sueño. Vi cómo se apagaban las luces de las casas y se vaciaban las calles, y oí los suspiros de los enfermos, pero todo iba bien: podía acariciarle la cabeza, protegerla por todos lados. Durante las horas que quedaban hasta la mañana, fui su guardián.
Ya amanecía cuando Jaim hizo vibrar el teléfono en el bolsillo de mi camisa; quería saber si había visto el último material. «No», le musité, pero entonces Dafna se despertó y se incorporó; iba despeinada y apenas recordaba dónde estaba hasta que Yotam empezó a implorar más droga.
—Espera un momento —dije a Jaim mientras salía al pasillo.
—¿Estás con ella? —preguntó Jaim, receloso—. ¿Qué hacen juntos a esta hora?
Le expliqué todo lo que podía. Él me dijo que habían llegado informaciones nada buenas que convertían nuestro asunto en urgente.
—De arriba nos piden que hagamos todo lo que podamos para hacer salir al chico inmediatamente; dicen que ya no pueden esperar más —explicó.
Sugerí a Dafna que fuera a refrescarse la cara, mientras tanto yo me ocuparía. Me senté a la altura de la cabeza de Yotam y le hablé al oído, le hice preguntas. La sonrisa tortuosa y triste no se le borraba del rostro. De hecho, ¿por qué lo interrogas?, me dije. ¿Qué más puede decirte? ¿Que salió a comprar droga y discutió con los vendedores de la calle? Quizá les debía dinero, lo echaron al suelo, ese suelo asqueroso donde antes hubo dunas y ahora sólo suciedad, y le dijeron que la semana siguiente le cortarían la cara y luego el cuello.
Cuando los médicos iban a hacer la ronda nos sacaron de la habitación. Bajamos a la cafetería del hospital a tomar un café. Miré alrededor y agradecí la suerte de no tener que acarrear una bolsa conectada a los intestinos, ni un aparato en la garganta, y de mantenerme de pie sin ayuda.
—Me aseguraste que podía volver a la ciudad, que garantizabas su seguridad —volvió a decir Dafna. Podía medirle el pulso por las contracciones coléricas de la vena azul del cuello.
—Y yo pensaba que tú cuidabas de él en casa —me justifiqué—. No puedo vigilarlo mientras se va a comprar droga a la calle. Esto no tiene nada que ver con Noji Azaria.
Dafna callaba.
—Ha ido mal desde el principio —dijo con la mirada vacía—. Le impuse una vida inaguantable y esperaba que fuera lo suficientemente fuerte para aguantarlo. Hace años que me pide ayuda. Pero yo lo miro todo desde arriba: no soy como ustedes, no juego su juego, sus prejuicios no me afectan. Mi hijo era guapo y fuerte, y los amedrentaba a todos ustedes; él es mi dulce venganza. Pero no encuentra su lugar, esta mochila le pesa demasiado, y yo no le ayudo, soy una cobarde…
—Ve a descansar, te estás haciendo daño —le dije—. Incluso a la familia más perfecta le puede salir un hijo jodido.
—No; me quedaré —dijo Dafna—. Necesito ver que se ocupan de él. De todos modos, en casa no podría descansar. Ve tú a mi casa —me ordenó— y comprueba cómo está Hani. Lo hemos dejado solo como a un perro. Dale de comer y beber, y mira cómo se encuentra.
Me quedé de pie un rato a la entrada del edificio de Dafna. El ficus magnífico y gigantesco ensuciaba sistemáticamente los coches estacionados debajo. Tuve ganas de dejar correr todo aquel asunto enfermizo y tormentoso. Encontrar una vida saludable, hacer algo positivo, preocuparme por alguien. Quizás en Australia; aquí ya no era posible… Sólo duró unos segundos, hasta que Jaim me llamó pidiéndome noticias.
—Ahora subo a verlo —dije.
Estaba solo con Hani en el departamento de Dafna. Vimos reemisiones de partidos de futbol. Él estaba un poco obnubilado y de vez en cuando se quedaba dormido, se despertaba, preguntaba cosas y volvía a dormir. Pensé que alguna vez debería ir a ver alguno de estos grandes partidos. Pero ¿qué haría después? ¿Ir a un hotel barato cerca de la estación? Por la ventana, la luz de las farolas entraría en la habitación, en la calle algunos borrachos gritarían yendo a buscar el tren de la noche, y yo no lograría dormir.
Ayudé a Hani a ir al baño. Caminábamos muy despacio; ya olía a moribundo. Yo lo agarraba por las axilas y le notaba todos los huesos hasta el corazón.
—¿Dónde están? —preguntó en árabe—. ¿Dónde están Dafna y el chico?
Le hablé de la cuchillada en el culo, un poco como contando un chiste, pero no se rió.
—¡Ay! —dijo, dándose un golpe en la frente con la mano. Y añadió—: ¡Pobre muchacho!
Yo le hablaba en árabe; pasé a su terreno, para que no tuviera que esforzarse por mí.
—Era el chico más guapo que había visto nunca —dijo Hani—. E inteligente. Cuando tenía un año ya sabía hablar. Uno de esos niños de los que dices que de grandes salvarán al mundo. Que harán todo lo que nosotros no hemos conseguido hacer. Y míralo. Ay, te juro que ya es demasiado… —Cerró los ojos y volvió al sofá. Tenía la cara cubierta de barba incipiente—. El chico no me ha dicho ni una palabra desde que llegué —continuó en voz baja con los ojos cerrados, en ese agradable dialecto palestino. ¿Cómo puede saber que le entiendo? O quizás habla consigo mismo—. Se pasa el tiempo encerrado en su habitación o gritando a su madre que le dé dinero, quejándose. Una vez estábamos ambos en la cocina y levantó la mano para pegarme. Cuando era pequeño yo solía llevarlo a cuestas, le preparaba tomates triturados, como hacemos nosotros, y luego se los hacía comer despacio, con una cucharilla. Le leía cuentos para que aprendiera un poco nuestra lengua, para que se acostumbrara a la música del árabe. Y ahora él odia a todo el mundo. Incluso a mí. El odio domina a estos chicos, y yo me voy sin haber conseguido arrancárselo del corazón.
Cuando su respiración se hizo pesada y empezó a murmurar en sueños, di una vuelta por el departamento. Entré en la habitación de ella; sobre la cama había un cobertor multicolor. Me senté un momento, me estiré, palpé el algodón de la sábana. Sobre la cómoda, en el ángulo de la habitación, había fotografías: Yotam patinando en un parque público con los colores desvaídos de una Polaroid; una foto rasgada de una mujer bonita y seria, seguramente su madre; una pareja abrazándose junto a una mesa, en la playa, quizás en el puerto de Yafo, detrás una barca de vela, Dafna con el pelo largo y unos enormes lentes oscuros, un chico muy delgado y de piel oscura. Era Hani, descubrí con satisfacción; mira ese bastardo de la foto pasándosela bien con ella.
Luego me senté en la mesa del comedor, leí los papeles que ella había dejado, sus historias nuevas, delicadas y lentas descripciones de cosas que habían sucedido hacía tiempo o que sucederían en un futuro próximo. Sin ningún argumento, pero en cada frase había una sombra de magia y de misterio. Me asusté cuando oí que él me llamaba una y otra vez, excitado.
Me acerqué y me quedé de pie a su lado.
—Quiero ver a mi hijo —dijo en voz alta y clara, como si estuviera dictando una sentencia fatídica—. Debo verlo antes de morir.
Le agarré fuerte la mano y prometí ayudarlo.
—Hablaré ahora con él; tráeme el teléfono —dijo con frenesí, con los ojos resplandecientes.
—¿Te ayudo a marcar el número? —pregunté.
—No; dámelo —dijo. Se apoyó y marcó un rosario de cifras que se sabía de memoria. La conversación dio vueltas por el espacio y descendió a las profundidades de los océanos, largos pitidos de espera, hasta que una sonrisa feliz apareció en el rostro de Hani, una sonrisa que nunca le había visto—. Hello, ya ibni —y empezó una conversación encantadora entre padre e hijo; yo envidiaba cada una de sus palabras. Él no se daba cuenta de mi presencia, estaba inmerso en la charla. A través del auricular yo también oía el timbre de la voz del hijo, firme, viril y cálido. Preguntaba cosas triviales a Hani, qué había hecho ese día, qué había comido y cómo se encontraba. Sabía que su padre estaba en Tel Aviv, entre monos sentenciados a ser carne picada, pero no preguntó nada sobre nosotros. Sería un cazador distinguido—. Quiero verte —dijo Hani.
Se me cortó la respiración; ahora todo el proyecto dependía de una palabra. El hijo rió al otro lado de la línea. Me fui a la cocina, como si fuera a buscar algo, para no despertar sospechas.
—Te lo digo en serio. Podríamos encontrarnos en el extranjero, así podría verte una vez más —decía Hani de lejos. Luego calló. El hijo hablaba mucho, cosas que yo no oía—. Sólo unas horas —imploró Hani—; no sería necesario que te quedaras a pasar la noche. Nos sentaremos a hablar en un café. No sabes cómo lo deseo. Después podré dormir tranquilo. ¿Por qué no, querido?
Ahora todo fracasará, pensé; el chico enseguida lo comprenderá.
—Mañana —dijo Hani con una sonrisa—. Pero no esperes demasiado. Mi tiempo se acorta.
Volví de la cocina con un racimo de uvas limpio.
—¿Qué te dijo? —pregunté como si nada, como si no hubiera oído ni una palabra, y Hani me contestó:
—Todo irá bien. Ya puedes comprar los boletos. Me parece que estará de acuerdo.
—¿Tu hija también vendrá? —pregunté.
—No, no puede dejar a sus hijos —explicó Hani mientras se sentaba bien, más animado, para coger uvas del cuenco—. Pero tú, habibi, tú vendrás conmigo. Quiero que conozcas a mi hijo. Te quiero como si fueras uno más de la familia, como amo a Dafna, y quiero que él conozca a un judío como tú. Quizás esto le quite algo del odio que lleva en el corazón. No puedo viajar solo. Necesito que alguien me acompañe.
De repente tuve una sensación que me era desconocida. Una enorme ola me levantó, alto y fuerte; tenía miedo de caer, no podía mantener el equilibrio; me entregué a él, galopé hacia él y le dije con una gran sonrisa que no podía contener:
—Me encantará ir contigo, Hani. Mañana compraré los boletos.
Le preparé un té, puse unas hojas de menta de la maceta que había en la ventana de la cocina y bastante azúcar. Se lo tomó a sorbos, con sed. «¡Ah! ¡Qué bueno!», suspiró. Lo tapé bien con la manta porque parecía que el frío se le había vuelto a meter en los huesos.
—Mañana por la mañana compraré los boletos —repetí.
Hani me cogió la mano y se durmió. En sus labios noté una sonrisa.
Dafna telefoneó cuando yo estaba soñando despierto frente a la pantalla.
—¿Cómo está? —le pregunté.
—Como estaría cualquiera a quien le hubieran grabado una X en el culo —volvió a sollozar—. Quizá mañana le darán el alta. Las heridas son superficiales, le quedará alguna cicatriz. ¿Pero adónde irá? Es tan terrible…
Yo tenía agarrada la demacrada mano de Hani, pero en realidad palpaba los dedos de ella, los anillos grandes, la suavidad interior. No intenté decir palabras de apaciguamiento; sabía que no era el momento. Notaba que la pena de ella me oprimía el pecho con tenazas. Nunca había sentido así el dolor de otra persona.
Comenzaron los preparativos del viaje. En la sala de reuniones de los colaboradores había una maqueta detallada de Limassol, de plástico y cartón, y un grupo de gente, sobre todo hombres, se congregó a su alrededor, como en un campo de deportes. Ahora hablaban de los detalles de la operación. De dónde llegaríamos, dónde viviríamos, dónde tendría lugar el encuentro. Me trataban con guantes de seda, como si fuera un novio, o un shahid antes de cometer un atentado suicida. Todo el asunto dependía de mí, pero había detalles que no me dijeron para compartimentar la información. Por ejemplo, quién de los presentes le dispararía en la cabeza. Ni con qué arma. Ni de dónde vendría.
Jaim asumiría el mando en Limassol. Me tranquilizó que no todo estuviera en manos de aquellos pisaverdes. Me dijeron que tomara un soldado de plástico y lo fuera moviendo por la mesa de simulación, del aeropuerto al hotel, dentro de un coche de juguete. Después corrieron las cortinas, me enseñaron una simulación por computadora, y me preguntaron varias veces si lo entendía. «¿Parezco un retrasado?», susurré a Jaim. Dudaban de mí como yo había sospechado de todos los que tenía bajo mi control. Y ahora yo estaba en el lado de los controlados. Si me portaba bien, al final me pondrían un terrón de azúcar en la boca. Su premisa era que él llegaría sin guardaespaldas. Va solo por el mundo, prestando atención a no hacerse notar, a ir bien afeitado y bien vestido; parece un funcionario, como todos los profesionales de la muerte.
En medio de la reunión me vibró el teléfono en el bolsillo. Dafna. Salí rápidamente para que ella no oyera el alboroto de fondo. Se la notaba animada, como si hubiera vuelto en sí.
—Me han dicho que Hani y tú se van a Chipre —dijo enérgica—. ¿Es cierto?
—Sí, lo es —dije. Por un momento me quedé absolutamente desconcertado.
—¿Forma parte del juego? —preguntó.
—¿De qué juego?
—Del juego que empezaste —dijo—. ¿O quizá ya lo has dejado?
—Estoy un poco ocupado; ¿podemos hablar más tarde? —contesté con prisa. Ya habían enviado a alguien al pasillo para que me observara.
—Pues iré con ustedes —dijo dando gritos de alegría—. Me apetece ir a Chipre. Necesito un descanso. Después de su reunión iremos a las montañas; hace mil años que no he estado ahí. El aire está excelente. Compra un boleto para mí. Cuidaré de Hani y me ocuparé de ti. Has prometido que no le pasaría nada malo a nadie, ¿verdad?
—¿Y Yotam? —me atrincheré en la pared del pasillo.
—Mejorando —dijo Dafna—. Aquella médica dulce dice que los cortes no son profundos, que podrán darle el alta dentro de dos o tres días. Apenas le quedará ninguna señal; las cicatrices en las nalgas se borran. —Alguien había hablado a Dafna de un centro de desintoxicación fantástico que habían abierto en Givatayim y que dirigía un psiquiatra que había hecho prácticas en la clínica Betty Ford de Michigan.
No estaba previsto que Dafna viniera con nosotros. Yo todavía no había pensado en lo que pasaría después de la acción ni cómo podría volver a mirarla a la cara. Y ahora ella se había metido de por medio.
—Dime, ¿Yotam no te necesita? ¿Crees que es buena idea que vengas con nosotros? —pregunté.
—Quiero ir por Yotam —respondió. De repente había un silencio absoluto detrás de ella y a mi alrededor—. Después de este viaje podremos empezar a cuidar de él.
Volví a la reunión y los interrumpí. Les informé que tendríamos compañía para el viaje; no lo podía ocultar. No estuvieron en absoluto contentos, por decirlo suavemente. Esto añadía un nuevo elemento desconocido, otra muñeca de plástico, nada disciplinada e imposible de atar con una cuerda. Me pidieron que la mantuviera al margen. Respondí que no podía ser: es una mujer muy tozuda; si me niego es capaz de hacer fracasar el viaje. Hubo comentarios laterales, miradas sesgadas, enviaron a alguien para que me convenciera, pero yo repetí que no estaba en mis manos. Si alguien quería intentarlo, ahlan wa-sahlan, ¡bienvenido! Les di los nombres de los tres y los números de los documentos de identidad, y pedí que dieran instrucciones a los de seguridad del aeropuerto para que no hicieran pasar a Hani por la rutina humillante de los árabes si querían que llegara vivo al avión.
—Por la tarde tendrás los boletos en casa —me aseguró una chica enérgica con unos anteojos estrechos.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó luego Jaim—. Es un viaje sin retorno, lo sabes. Le dispararán un tiro delante de ustedes. No será agradable.
—Es mi trabajo, Jaim —dije—. No hace falta que me lo recuerdes.
—Merece morir —dijo Jaim—; no te equivoques. Ha matado niños.
—Lo sé, Jaim, no tengo ninguna duda. No tienes que convencerme. Yo los mato con las manos, recuérdalo.
—Si todo sale bien —dijo Jaim cuando entramos en el carril de la autovía Ayalón—, olvidarán todo lo que ha pasado. Habrá más promociones y tú estás en la lista. Tengo un compromiso con los de arriba. Esta operación es muy importante para todos.
—Para ellos puedo ahogar a alguien cada día; no es necesario malgastar el dinero en viajes —dije, y a Jaim le vino una risa nerviosa.
—No es lo mismo —tosió—. Con ellos, todo funciona con satélites, disfraces y paisajes europeos. Tú puedes liquidar a un centenar de terroristas en la kasba y nadie se dará cuenta. Pero ya verás los titulares que provocará su venganza. La gente paga para ver cómo un torero liquida a un pobre toro; se escriben libros, lo adornan con flores, pero nadie compra una entrada simplemente para ir al matadero.
A saber dónde lleva una comparación así. Jaim salió del coche y yo puse la radio. Freddie Mercury cantaba «Love of my live» en versión de concierto. Pensar en el viaje me emocionaba. La respiración se me hizo más fácil, como si ya nos encontráramos en el aire agradable de las montañas de Chipre. Fui al hospital a ver al médico de Hani. Sabía que Dafna iría a encontrarlo antes del viaje, y no quería que la disuadiera de hacerlo. Me detuve en Ibn Gabirol para comer un shawarma; ahora tenía tiempo. Sólo me quedaba subir al avión y comportarme de manera natural; el resto lo harían los demás.
Esperé fuera del despacho del jefe del departamento. Al otro lado de la puerta oía llantos. Luego salió una paciente lloriqueando y con un pañuelo; un hombre trastornado y pálido apenas podía sostenerla.
—¡Ah! ¡Es usted! ¡Han llegado las fuerzas de seguridad! —El doctor se quitó la bata—. Si quiere que hablemos, acompáñeme. Llego tarde a una conferencia que doy en la universidad. Siempre hay tragedias. Antes no les explicábamos todo de pies a cabeza; ahora todo es un tema de abogados y de seguros, no queda lugar para la compasión.
Le hablé del viaje.
—Podría ser que no lo aguantara —dijo el doctor—. Está en las últimas. En su cuerpo no queda ni una célula sana. ¿Alguien está dispuesto a pagar el transporte aéreo del cuerpo desde Chipre?
Entramos en el centro comercial de colores llamativos que hay al lado del hospital, ya decorado para las fiestas; uno ya no sabe dónde está con todo este carnaval chillón de mercancías y enfermedades.
—Cuidará de él, ¿verdad? —preguntó el doctor, más arriba que yo en la escalera mecánica—. Es mi paciente. No quiero que luego me vengan con quejas. ¿A quién van a matar, allí?
Mis manos se tensaron como para taparle la boca. ¿Dónde más se permite que la gente hable con esa libertad? Ni en América permiten una irresponsabilidad así. Me acerqué mucho a él. Tenía una mirada helada, burlona. A nuestro alrededor había mucha gente, y la ley lo protegía.
—Nadie se hará daño, ¿verdad, doctor? Al fin y al cabo intentamos que el suelo de este centro comercial siga limpio, sin trozos de carne, que se puedan hacer las compras tranquilamente, regalos para las fiestas de año nuevo, canciones infantiles, ya sabe…
Me puso una mano en el hombro, como si estuviera a punto de anunciarme una tragedia, y con voz suave me dijo:
—No se ponga nervioso, no hablaré. Sé dónde vivo. Y usted debe calmarse un poco antes del viaje. Tiene el sistema nervioso alterado. Vaya a descansar un rato, querido amigo —y entonces se lo tragó la tenebrosa entrada del estacionamiento.
Realmente me sentía agotado. Me senté junto al mostrador limpísimo de la sucursal de un café bueno y caro. Delante había un gran espejo; intenté no mirarlo. Detrás de mí alguien circulaba con un scooter eléctrico para gente mayor, alguien con cabellos grises y despeinados, y un pijama del hospital. Tenía algo que me era familiar. Volví a mirarlo; era el cantante Shmulik Kraus,[10] después de la canción «Buba Zehava», después de los golpes, después de todo. No lo acompañaba nadie; no comprendía cómo podía haber llegado aquí solo. Estuve a punto de decirle: recuerdos de Hani, ¿sabe? Aquel chico de Gaza, se encontraron hace muchos años en el café Avatihim, en la playa, donde usted iba con todo el grupo. «Es Shmulik Kraus —dije en voz baja a la joven vendedora—; ¿por qué no le pregunta si desea algo?» Me respondió con una mirada insensible.
Me tomé el café de un trago, quemándome el estómago. Puesto que ya estaba allí, decidí volver al hospital a ver a Yotam. Entré en la librería y le compré una nueva traducción de The Sun also rises, de Hemingway, y un poco de chocolate; de repente me daba lástima.
Yotam estaba acostado de espaldas, solo, en la luz cegadora que entraba por la ventana. Cuando me vio, de repente le apareció aquella sonrisa sarcástica, automática, como una herida abierta. Seguro que también sonrió así a los que lo acuchillaron, y ellos no entendieron nada. Me senté en el sillón, al lado de la cama, mirando hacia el norte, en dirección a la central eléctrica de Reading; realmente, esta ciudad pide ayuda a gritos por el diluvio que le ha caído encima. Una guapa enfermera rusa entró para anotar algo en su gráfico; me miró con suspicacia y me preguntó si era su hermano o su padre. Yotam, en un tono desganado, le pidió que añadieran droga al gota a gota; tenía un dolor horrible, y ella dijo que se lo preguntaría a la doctora porque ya le habían dado mucha.
El enfermo que había en la otra cama tenía un transistor en la mano que emitía noticias en una lengua que yo no conocía. No llevaba el pijama abrochado como era debido, dejando al aire partes de su cuerpo.
Di el libro a Yotam; incluso le ofrecí leérselo un rato, si quería.
—Hemingway —dijo, masticando las sílabas lentamente—. ¿Qué pinta debe tener, esta perra? ¿Puedes imaginarte a esta borracha?
—Me parece que tiene el pelo castaño —dije—. Y las piernas largas. Pero demasiado llenas. Y una cara agradable. O quizás es rubia. No lo sé.
—Yo diría que parece cruel —dijo Yotam.
Hubiera querido decirle que debería ir a un centro de desintoxicación, que era una lástima desperdiciar así su vida, pero no me salió nada de la boca. Le ofrecí chocolate. Giró la cara dejándome ver la espalda larga y delgada, con la columna vertebral sobresaliente, los hombros encogidos, un ovillo de pelos enredados. Cogí el libro y me puse a leer; había muchas cosas que yo no recordaba. La doctora joven entró en la habitación, le pidió que se tumbara y comprobó suavemente el vendaje.
—Por mí, mañana puedes irte a casa —dijo—. Las heridas se ven bien. Al fin y al cabo no son muy profundas. Sólo quedará una pequeña cicatriz.
Le ofrecí llevarle una sopa o lo que fuera, pero no tenía hambre. Recordé que todavía no había hablado con Noji Azaria para pedirle un informe de esa agresión; algo así no podía quedar abierto. Sobre todo quería evitar que las partículas negativas que conllevan pasividad se me metieran en el cerebro en forma de malos pensamientos. Cuando me levanté para irme, se volvió hacia mí mirándome profundamente, con los ojos abiertos de par en par, llenos de temor, sin parpadear. Lo toqué un momento con la mano; quería sentir que en aquella criatura aún había un alma.
De allí me fui a recibir las instrucciones finales. Después pasé a casa para prepararme una pequeña bolsa de viaje.
Fuimos al aeropuerto en taxi. Podía notar que nos seguían durante todo el trayecto; llevaba todo tipo de sensores que me convertían en una antena humana.
Empujé la silla de ruedas de Hani por las salas de mármol. Dafna quiso un café. Propuse tomarlo una vez hubiéramos pasado el control de pasaportes. Avanzamos como un trío por la manga del control de seguridad. Hani estaba un poco nervioso y preguntó qué pasaría. Lo tranquilicé; seguro que todos habían sido adecuadamente informados. La chica que nos enviaron era educada; sólo le hizo algunas preguntas, como cuál era el motivo del viaje (Hani respondió la verdad: «Un encuentro familiar»). A nosotros sólo nos preguntó si nos habíamos hecho las maletas nosotros mismos, como si fuera algo cotidiano que dos judíos acompañaran a un árabe viejo y enfermo a un encuentro familiar en Chipre.
Las vacaciones de verano se habían acabado y la época de las fiestas enseguida llegaría, de modo que el pequeño avión iba medio vacío. Dafna se sentó entre Hani y yo; estaba de muy buen humor, como si nos fuéramos dos meses de vacaciones al Caribe, no a pasar un día y medio en Chipre. Hani estaba emocionado; las manos le temblaban y sudaba; tenía la cara terriblemente demacrada, daba miedo que se le desgarrara cada vez que la contraía en una sonrisa. Me alegraba proporcionarles un good time. Dafna lo había vestido bien, con ropa de gentleman, y lo había peinado cuidadosamente. En algún lugar, algunas filas atrás, se sentaban los de la escolta. Debía tener cuidado con lo que decía. Hani dormía, iba lleno de tranquilizantes. El avión corría por la pista, y cuando despegó noté la mano larga y aristocrática de Dafna entre las mías. No me importaba que los de atrás nos vieran. Sentía como si en ese momento ella se encontrara dentro de mí y me llené de calor. Seguimos sentados durante treinta y cinco minutos, hasta que aterrizamos en Limassol.
Alquilé un coche alto y grande, casi un jeep, y ellos se sentaron detrás. De vez en cuando la miraba por el retrovisor. Estaba radiante; en ella no había ninguna vacilación, y cada mirada suya me rompía por dentro. Hani llevaba el cinturón puesto y no se movía; era un cuerpo casi muerto que se aferraba a un pedazo de alma hasta el último encuentro. Ahora ella le cogía la mano; yo era el chofer de su último viaje de placer. El calor del verano ya había pasado, en el cielo había algunas nubes que de vez en cuando escondían el sol. Circulábamos por la carretera de la costa, entre hileras de palmeras tras las cuales centelleaba el mar. En Chipre todo era limpio y más aireado, casi tan bonito como en Líbano.
Nuestro hotel estaba al final del paseo marítimo, en el extremo de la ciudad, entre un bosquecillo de coníferas. Bien elegido para el propósito de nuestra estancia. Sobre el papel tenía cuatro estrellas, pero se veía abandonado, como si no hubieran hecho ninguna reforma ni hubieran cambiado ningún mueble desde los años setenta. A Dafna le gustó. Cuando entramos se puso a reír. El oficinista de la recepción nos miró como intentando entender la situación: quién era el hombre y quién la mujer y cuál era el papel del hombre demacrado que iba en silla de ruedas, el que agonizaba. O quizá lo sabía todo.
Nos dieron dos habitaciones contiguas en el tercer piso, con vistas al mar, una para ella y Hani, y la otra para mí. Dafna abrió de par en par la puerta de la terraza, corrió la cortina y entró una brisa agradable. Empujé la silla de Hani hasta la terraza; él cerró los ojos y sonrió. La bahía azul se abría ante nosotros; a lo lejos sonaban las sirenas de unos barcos de carga que se hacían a la mar. Nos apoyamos en la barandilla y Dafna me puso el brazo en el hombro, como si fuera su hombre. Debajo teníamos la piscina del hotel, casi vacía; los grandes grupos de los países fríos ya se habían marchado. Alrededor del hotel había un jardín lleno de plantas mediterráneas, y más allá las casas modestas de Limassol.
—Mañana iremos allí —dijo Dafna señalando con el dedo las altas montañas que coronaban la bahía—. Hay unos vergeles maravillosos.
Estuve a punto de preguntarle: ¿de qué hablas? Este viaje no tiene un final pastoral, todo es una ilusión…
Dafna hizo beber un poco de agua a Hani, con paciencia y delicadeza; le acarició la cabeza, fue a buscar una manta para abrigarlo y se sentó a su lado. Él tenía los ojos abiertos mirando el sol; olía el aire, no movía la mano que ella le tenía cogida. Yo tomé una cerveza del minibar mirando el mar, los árboles y a Dafna, que parecía la estrella francesa de la película Nouvelle vague. Hani dijo que había sido buena idea encontrarse con su hijo aquí, en el hotel, porque era muy bonito y tranquilo.
—¿De dónde viene? —preguntó Dafna.
—Min Suria, de Siria. Vendrá mañana por la mañana.
—No lo he visto nunca —dijo Dafna mirando hacia la bahía. La blusa azul le revoloteaba al sol—. Yotam tampoco lo conoce.
—Quizá pasado mañana… —murmuró Hani.
Callé y fui tomándome la cerveza. Dafna le llevó los medicamentos y él volvió a adormecerse. Debo mantenerlo vivo al menos un día más; luego se me perdonará todo, podré volver a los subterráneos y a la rutina.
—Te está muy agradecido —dijo Dafna—. Es un alma noble. Y tú también.
La miré sin comprenderla. Sabe quién soy. No puede ser que no haya adivinado para qué estamos aquí.
El tiempo pasaba despacio. Yo también cerré los ojos, el sol calentaba la piel agradablemente. Por la tarde el mar empezó a encresparse, las barcas se balanceaban en la pequeña escollera junto al hotel. Dafna dijo que quería bajar a la piscina.
—Está bien, ve —dije—. Yo me quedaré con Hani.
La miré desde arriba mientras se quitaba el albornoz blanco del hotel y lo dejaba sobre una tumbona; se agachó para probar la temperatura del agua, alzó la cara para mirarme y me saludó con la mano. Después se puso de pie en el borde de la piscina, se alzó de puntillas, el traje de baño color lila se tensó, saltó con la flexibilidad de un muelle y abrió en el agua una estela de movimientos leves. Hani dormía en la habitación, no paraba de musitar en sueños, Dios sabe qué. Uno de los aparatos que yo llevaba conectados vibró. La voz agradable de una mujer dijo que el paquete llegaría al día siguiente a las siete de la mañana.
Miré a lo lejos, hacia el mar, filas y filas de crines de espuma; buscaba dónde estaba Israel. Pensaba en qué pasaría después, cuando las ambulancias llegaran al estacionamiento del hotel, cuando Hani preguntara por qué su hijo llegaba tarde y qué era todo aquel alboroto repentino. No pediría explicaciones porque todo sucedería delante de él. Pasara lo que pasara, sería el problema de Dafna. Ella debería explicárselo, procurar que no se derrumbara. Yo ya no estaría allí.
Seguía la dirección del viento por el movimiento de las copas de los árboles. Los coches encendían las luces en la carretera de la costa. El aire estaba cargado de olores de resina y flores de jazmín. Abajo, Dafna salió del agua sacudiéndose y se puso una bata; se sentó en una de las tumbonas, estiró las piernas y se la abrochó. Yo buscaba la escolta en las terrazas cercanas. En una del segundo piso, una chica estaba sentada con un periódico y miraba hacia la piscina. De vez en cuando levantaba la mirada indiferente y decía algo. Comprobé que Hani dormía y salí al pasillo desierto; debía alejarme un poco de la habitación. El ascensor hizo un silbido ensordecedor al llegar y, cuando las puertas se abrieron, dentro vi al marinero, completamente tostado por el sol, como si acabara de llegar en yate. Me asusté como si me hubieran pillado con las manos en la masa. «Good evening», me dijo con calma y sonriente, y yo le respondí «Good evening», y estuve a punto de volver a la habitación. Todo está a su vista, pensé; ella nada delante de ellos como un pez en el océano. Cómo pueden…
—Que pase buena tarde —el marinero se despidió de mí en inglés cuando llegamos a la planta baja, e inmediatamente desapareció.
Saludé al recepcionista con la cabeza, me senté en un sillón e hice ver que leía el Nicosia Telegraph. Cuando ya no había nadie en la recepción, salí a la explanada de delante del hotel, iluminada por unas cuantas farolas altas, pero parecía estar a oscuras. El aire salado se mezclaba con la dulzura de las plantas del jardín, el rumor de las olas se oía muy cerca. Aquí es donde le saldrán al paso, seguramente apuntándole en la sien; le dispararán muy de cerca para que caiga sin hacer ruido en la explanada cubierta de ramillas, en el momento que salga del taxi. Cuando ocurra, yo ya estaré en el coche que me llevará al barco que me esperará en el puerto. Volví al hotel y bajé a la piscina; no había ni un alma, incluso la escolta había desaparecido de la terraza. Me senté en una tumbona y cerré los ojos. Los abrí cuando el cielo ya estaba oscuro y lleno de estrellas.
—¿Dónde te habías metido? —me dijo riendo Dafna al abrirme la puerta de su habitación; llevaba un vestido negro bonito y el pelo recogido. Hani me saludó con la mano desde la butaca; también se le veía arreglado para salir. Di un paso atrás. Aquello no estaba previsto—. Va, entra —me dijo Dafna; los pendientes de oro que se había puesto brillaban ante mis ojos—. Te estábamos esperando —sonrió—. Vamos a cenar. Estamos muertos de hambre.
Era evidente que Dafna debía haber consultado con el recepcionista, que le había recomendado un restaurante del paseo marítimo, a cuatro pasos; sirven buen pescado y hoy tocan música griega. Hizo que Hani se pusiera un suéter ligero y lo ayudó a sentarse en la silla de ruedas.
—Ve a cambiarte de ropa —me urgió—. Y no pongas esa cara de deprimido. Estamos de vacaciones.
Corrí a mi habitación y me cambié los pantalones grises por unos marrón, y la camisa azul por una azul cielo. Era lo que pensaba ponerme al día siguiente, para el acto final. Me miré en el espejo. Si no quería estropearlo todo, tenía que sacar inmediatamente de la cara aquella expresión de tensión y ansiedad.
Caminamos desde el extremo del paseo marítimo hacia el centro de la ciudad. Teníamos la bahía enfrente y el aire era limpio. Dafna estaba espléndida, muy erguida; la gente la miraba como si fuera una reina. Yo empujaba la silla de Hani, y Dafna caminaba cerca de nosotros.
—Ve despacio —dijo en voz baja—, disfrutemos del camino.
El restaurante estaba casi vacío. El dueño estaba sentado a la entrada, detrás de una mesita de madera, con cara de aburrido. En las fotografías de celebridades locales que había a su alrededor, se podía seguir el itinerario de su envejecimiento. Dafna pidió una mesa en la terraza, de cara al mar. Yo eché un vistazo hacia la puerta para ver entrar a mis amigos. Aquel paseo nocturno no estaba programado; habíamos supuesto que Hani estaría demasiado cansado y debilitado para salir del hotel. El mesero vino a ofrecernos bebida. Pedí una botella de vino blanco local y un aperitivo. A nuestros pies, el agua calmada iba y venía. Hani murmuró algo, me acerqué y me dijo en árabe que aquel lugar se parecía a Haifa. Le pregunté cuándo había estado en Haifa.
—Pregúntaselo a ella —dijo sonriendo. No lo hice volver al hebreo; así ya me iba bien.
—¿Cuándo estuvieron en Haifa? —pregunté en hebreo a Dafna.
—¿En Haifa? —rió—. ¡Uy! Hace mucho tiempo. —La cara le resplandecía—. Hicimos una excursión por la Galilea; Hani quería ver el país. Estuvimos viajando una semana. Un amigo nos prestó su Subaru, de aquellos pequeños y antiguos. Subimos al monte Hermón. ¿Recuerdas cómo vomité, Hani? Entramos en lugares de los que nadie había oído hablar, vimos antigüedades, caminamos por ríos, por el agua. Era primavera, la nieve se había fundido, los campos estaban llenos de anémonas…
—Ella era la mujer más guapa del mundo —dijo Hani en hebreo—. Ni en sueños puedes encontrar a una mujer así. —Alguien debería guardar sus palabras en una caja de tesoros y envolverla con algodón, porque eran las últimas palabras de un poeta.
—La última noche cenamos en Haifa, en un restaurante de Bat Galim; seguro que ya hace tiempo que no existe —dijo Dafna poniendo una mano sobre la suya; dos manos muy diferentes, pero ambas largas y delicadas—. Comimos pescado; después fuimos a un hotel destartalado de marineros, en la parte baja de la ciudad.
—Tuvimos que quedarnos juntos —dijo Hani en árabe, discretamente.
Serví el vino, bien frío, como convenía. En la etiqueta había el dibujo de una cepa agarrándose a una pendiente rocosa. El mar rodaba contra el muro de piedra que teníamos debajo y luego retrocedía. Bebí deprisa el vino; lo necesitaba.
—Quiero tocarlo —dijo de pronto Hani—. Después podré irme. No me den demasiados medicamentos, quiero despertarme temprano. No tardará muchas horas en llegar, es lo que me dijo. Ya verán qué hombre. Te gustará; se parecen, ambos son tranquilos y leales. Dame la mano. Llegarás al Paraíso gracias a lo que haces por mí.
Le di la mano y él me la agarró con fuerza.
Dafna me miraba directamente a los ojos, hasta que me puse a temblar por dentro.
En un extremo del restaurante había gente en una mesa. Se veía a la legua que eran los que nos seguían. Mientras bebía me puse a reír, y Dafna preguntó qué me pasaba.
—Nada —dije—. Recordé un chiste estúpido que me contaron.
La comida era buena, el pescado frito muy fresco. Comí mucho. Hani probó un poco de queso Halloumi y de berenjena, y sonrió con tristeza. Hubiera querido levantarme y huir de aquella comedia barata, volver al lugar al que pertenezco, donde cada uno sabe exactamente adónde pertenece. Cálmate, empiezas a sudar.
Tres músicos subieron al pequeño escenario que había en el interior. Acababan de cenar. Poco a poco apagaron los cigarrillos y sacaron los instrumentos. El grupo no era joven; iban vestidos como oficinistas. Se sentaron, uno con un buzuki, otro con un violín, y el que estaba en medio tenía un tambor y cantaba. Cuando abrió la boca y tocó la primera cuerda ronca, casi se me llenaron los ojos de lágrimas. Este hombre, que parecía un aduanero del puerto, sólo cantaba para mí, sobre mis penas, desde muy adentro.
—Mañana no piensas matar a nadie, ¿verdad? —me susurró Dafna al oído, con una voz suave que se entrelazaba con el griego como si fuera una estrofa de la canción.
Dejé que sonara la canción. Bebimos juntos; terminamos bebiendo del mismo vaso. Pedimos otra botella de vino; comimos los salmonetes con los dedos y del mismo plato. Hani se durmió; de vez en cuando se despertaba, nos sonreía y decía algo en árabe. El lugar se iba abarrotando porque venía gente del pueblo a escuchar la música.
Nos levantamos de la mesa hacia las once de la noche, cuando apenas empezaba a calentarse el ambiente, pero teníamos que llevar a Hani a dormir y volver a llenarlo de medicinas. Apenas podía llevarlo en línea recta; el suelo se movía bajo mis pies. Intentaba escuchar los pasos del escolta, observaba los coches que nos pasaban al lado, hasta que Dafna me abrazó y empujamos juntos la silla hasta el hotel, y ya nada de lo que nos rodeaba tenía importancia.
Metimos a Hani en la cama. Le quité los zapatos, lo desnudamos y le puse almohadas bajo la cabeza. Me quedé sentado a su lado hasta que se calmó y se durmió. Dafna estaba apoyada en la barandilla de la terraza.
—Ven —dijo en voz baja.
Observábamos las luces extrañas y el agua oscura; nos acercamos hasta tocarnos y nos besamos. Dormimos juntos en mi habitación, en la cama blanca y ancha, con la ventana abierta sobre el rumor silencioso del mar. La noche era dulce como la miel y vasta como un lago de oro; navegué lejos hacia un mundo nuevo, un mundo nuevo.
Con la luz fría que precede al amanecer me despertó una llamada de la recepción, con un susurro en griego. Recordaba que me había pasado algo maravilloso, pero enseguida se impusieron las instrucciones de la operación. El gran combate empezaba a hacer tictac, alrededor estaban todos los ayudantes del torero, y los espías, y los escuchas, y los vigías; seguro que el pistolero ya se ocupaba de su instrumento no muy lejos de aquí.
Me levanté para afeitarme y lavarme los dientes. El hombre del espejo me sonrió como un canalla, con sus ojos claros; me gustaba aquella sonrisa, justo antes de cubrirse con su pesimismo habitual. Pronto serían las seis. Tenía que ir a despertar a Hani, prepararlo para el día, para el encuentro, desayunar con él, darle ánimos, decirle palabras de paz.
Dafna no estaba a mi lado; se había ido a dormir con Hani. «Mañana iremos a las montañas», prometió.
Por la calle circulaban escasos coches, chipriotas diligentes que se habían levantado para ir al trabajo. Nuestro invitado ya estaba en la terminal de Damasco, seguramente tomándose el café de la mañana. Me vestí y llamé a la puerta de al lado. Me abrió Dafna; llevaba la bata del hotel, la cabeza cubierta con una toalla blanca, como un casquete turco improvisado. Olía bien, a dentífrico y a jabón. Me dio un beso. Hani se ponía los pantalones; nos dijimos buenos días en árabe, sabah al-ful, sabah al-qishta. No era capaz de tenerse en pie; estaba tan delgado que los ojos casi le colgaban fuera en las cuencas. En ellos tenía la mirada clara del mundo futuro. Dentro de una hora y media estaría sentado en la silla de ruedas esperando a su hijo, que entraría con el andar seguro de un hombre. Yo desaparecería unos minutos antes, diría que tenía que ir al lavabo, a hacer caca. Éste era el programa de la operación.
A las siete fuimos los primeros en llegar al comedor. Nos sentamos junto a la ventana, de cara a la bahía. En el puerto había mucha actividad, grandes barcos que entraban y salían haciendo sonar las sirenas. Dafna trajo tortilla, queso y verduras del bufé. Una camarera con un delantal negro nos ofreció té o café. Alrededor sentía canturrear, o quizá sólo eran imaginaciones mías. En definitiva, un ring esterilizado. Estábamos solos en el comedor. Ningún movimiento imprevisto.
Hani dijo a Dafna que era bonita como una rosa mientras ella le ponía un trozo de queso en la boca. Casi no lograba tragar ni una migaja; tosió.
—Qué vacío —dijo de repente Dafna mirando a su alrededor—; parece que no haya nadie más en el hotel. Es extraño.
Al momento entró una pareja mayor, dos nórdicos altos, vestidos con pantalones cortos y sandalias de marcha, que me ahorraron explicaciones.
—Quizá sirven almuerzos —dijo Hani en árabe—. Pregúntalo, por favor, y reserva una mesa para cuatro; podremos comer con mi hijo. No tenemos ninguna necesidad de ir lejos. Es muy bonito aquí, al lado de la ventana.
—¿No preferirías comer solo con él? —pregunté con pragmatismo.
—No; ustedes son amigos, quiero que los conozca —dijo Hani con los ojos brumosos—. Quisiera poner un poco de amor en su corazón.
Empujamos la silla de Hani hasta el vestíbulo. Dafna propuso que esperáramos en el jardín del hotel; allí había parterres de flores, una pequeña fuente y unos bancos de cara al mar.
—Pero deberías ir a buscar el sombrero de Hani a la habitación y, si no te importa, una botella de agua y la bolsa de medicamentos que olvidé —me pidió Dafna con su mirada más dulce.
—No se alejen demasiado —les pedí—. Los encontraré en el jardín dentro de un par de minutos.
Fui hacia el ascensor. Pensaba en mi hijo, en Dafna y en la noche pasada, y el mar resplandecía dentro de mis ojos. Entré en el ascensor, mi mandíbula se apretó, pulsé el botón del tercer piso. Sabía que me observaban desde todos los ángulos. Caminaba deprisa, abrí la puerta de la habitación. La ropa de ella estaba desordenada junto con los medicamentos de él; olores de perfume y de enfermedad mezclados. Busqué su sombrero, la bolsa de los medicamentos y la botella de agua mineral que había quedado del día anterior, y me fui corriendo.
En el jardín había senderos cubiertos de agujas de pino, un pequeño tobogán con la pintura desconchada, helechos verdes alrededor de los troncos de árboles altos, macizos de flores silvestres y bancos de cara al inmenso mar. No estaban. Los instrumentos de comunicación conectados a los orificios de mi cuerpo se pusieron a vibrar y a gritar todos a la vez. Corrí hacia el hotel y, jadeando, pregunté al recepcionista dónde estaban la mujer guapa y el hombre en silla de ruedas.
—Salieron al jardín. —Me miró con severidad aquel griego. Pensé en el pequeño departamento donde debía vivir, con la mujer y los hijos; en cuánto dinero debía haber cobrado por colaborar. O quizás era un refugiado griego de Famagusta y no tenía ningún aprecio a los musulmanes.
Volví corriendo al jardín, asustado; los busqué por otros senderos. Oí que me llamaban desde lejos. Estaban escondidos detrás de un matorral espeso y oloroso, bajo un gran árbol, donde bateaba la brisa salada del mar.
—¿Pensabas que habíamos huido? —rió ella.
Le di el sombrero y la botella de agua, y le dije que deberíamos volver al hotel, que él no tardaría en llegar. Sabía que si el hijo no veía al padre esperando a la entrada, como habían acordado, no saldría del coche, y entonces todo se complicaría. Y ellos querían que todo saliera bien.
—¿Quién más lo esperará allí arriba? —preguntó Dafna, muy erguida y seria.
Ya no podía mentir más.
—Yo —dije.
—¿Tú te ocuparás de él? —preguntó.
Hani me miró atónito, y luego aterrado.
—Tú…
Corrí por el sendero, las piernas me pesaban; apartaba las ramas delgadas que me cerraban el paso. Debía estar allí, no podía huir. Por el pequeño auricular que llevaba en la oreja oí: «Dos minutos para la llegada». Me detuve antes de salir del jardín, entré en el hotel poco a poco y me senté en el sofá. Ante mí, la explanada estaba vacía. Contaba los segundos con los latidos del corazón. El recepcionista me miró y descolgó el teléfono. Por todos lados veía siluetas moviéndose; no tardarían en tomar forma y salir de sus rincones. Un taxi blanco daba vueltas por el estacionamiento. ¡Corre! Algo me empujó hacia las puertas de cristal. ¡Corre! Volé hacia el centro del estacionamiento; de un salto me planté delante del taxi y le hice señas para que se detuviera. El taxista salió y se puso a maldecir en griego; yo irrumpí en el asiento trasero y cerré la puerta. De repente, ante nosotros el asfalto se llenó de gente que salía de las paredes y de entre los árboles.
—¡Arranca! ¡Circula! —grité en inglés—. ¡Rápido! —Oí que ellos se conectaban: corrientes entre todos los instrumentos, consultas con palabras fragmentadas; cómo se les puede detener—. ¡Circula! —le grité. Ya estábamos en la carretera de la costa, volviendo hacia el aeropuerto, en medio del tráfico ruidoso de un día cualquiera.
Respiraba como un loco. Miré a la derecha. Se le veía joven y más vulnerable que en la fotografía, pero su mirada era indescriptiblemente dura. Cuando lo miré a los ojos me arrepentí de mi acción. Debido a esos ojos hubiera querido matarlo con las manos.
—Tu padre te envía recuerdos —resoplé.
Parecía asustado y se puso la mano en el bolsillo, olvidando que lo habían obligado a dejar el arma antes de subir al avión.
—¡El muy traidor! ¡El muy mierda! —dijo en árabe, intentando encontrar la manija de la puerta.
—No —le dije—. Él no te ha traicionado. Tu padre te ha salvado.
Miró a los lados, excitado. De pronto todo le parecía inestable. Tanto él como yo nos encontrábamos en una caída libre, sin paracaídas y sin nada donde agarrarnos. Abrió la puerta deprisa mientras el taxi corría. Tuve tiempo de gritarle, pero él ya rodaba por el margen de la carretera, como una pelota de un hombre doblegado. Inmediatamente empezaron a oírse bocinas; el taxista miró por el retrovisor, de nuevo se puso a gritar y a maldecir, y se detuvo en la acera. Me quedé todavía un momento sentado. Esperaba que estuviese muerto, pero para ellos quería que viviera. Salí del coche y me puse a caminar deprisa por el carril de seguridad, al otro lado del cual había matas de plantas carnosas y el chisporroteo del mar. En la carretera había un gran revuelo y ya se veían las luces giratorias de los coches de la policía local. El taxista gritó señalándome. Un momento antes de que me atraparan, pasó un coche oscuro y una mano fuerte me hizo entrar en él.
No sabía ni cuándo ni cómo me habían devuelto a Israel. Me desperté en una pequeña habitación de un kibutz, o de un internado: barrotes en las ventanas, rejas, una cama de muelles estrecha, paredes desnudas pintadas de un color verdoso. Rumor de ramas de eucalipto movidas por el viento. Fui a la puerta; estaba cerrada con llave. Afuera se sentaba un hombre vestido de civil. Lo oí hablar por el transmisor informando que ya me había despertado. Me sentía fresco como una rosa, pero no por mucho tiempo.
Se sentaron delante de mí en una sencilla mesa de madera de un kibutz. Eran dos. Entraron sin llamar a la puerta. «Levántate, vístete.» Capté una mirada firme, un cuerpo corpulento, una casa, un vehículo todo terreno y unas mujeres que daba gusto ver, gente normal y corriente. Casi no emplearon la fuerza; sólo fueron muy fríos. No me preguntaron cómo me sentía; disparaban preguntas y yo respondía. De vez en cuando salían a descansar; yo los oía cuchichear y reír maliciosamente; para ellos sólo era un montón de basura. Me hicieron muchas preguntas sobre Dafna y Hani, y sobre Yotam. Se lo conté todo tal como había sucedido, sin callar casi nada. Luego me preguntaron cosas de Chipre, lo querían saber todo, minuto a minuto. Intentaba sentarme erguido, responder con claridad, que no se me notara roto. Recordé a los detenidos que me inspiraban respeto y a los que consideraba como desechos humanos. Sólo me guardé algo: el recuerdo de la noche con Dafna. En esto sí les mentí: no, no me había acostado con ella. De ella dijeron cosas ofensivas, pero me aguanté; no quería que se dieran cuenta de que me importaba, no quería que le pusieran sus sucias manos encima. A veces aparecían de noche, después de todo un día de mutismo, encendían la luz, me sacaban de la cama, no me dejaban lavar los dientes, me sentaban delante de ellos en calzoncillos —por la noche ya empezaba a refrescar; no me permitían ir al lavabo así como así…
Entre visitas había muchas horas vacías, intentos de dormir entre el sudor y las pesadillas, hacer suposiciones sobre qué hora sería, recordar la cara de mi hijo. Afuera, los guardias se cambiaban, se sentaban en sillas de plástico, iban vestidos de civil. Tenían una pequeña arma en el cinturón —estudiantes que se ganaban la vida haciendo de guardianes del traidor—. Parecían despreocupados; habría podido sorprenderlos, romperle la cabeza a uno por detrás. ¿Y qué? ¿Adónde podría ir desde aquella gran prisión? Una o dos veces por hora un coche patrulla recorría la valla de alambre. Podía oler el mar a escasa distancia, ver de lejos la vegetación de la piedra caliza.
Los guardias no entraban en la caseta, sólo me miraban desde fuera a través de la ventana enrejada. Y a través de los barrotes les pedí que me dejaran telefonear a mi hijo. Dos de ellos me ignoraron por completo; el tercero se levantó de la silla —tenía un móvil en la mano y se pasaba el día charlando y riendo con los de su pandilla—, se acercó a la ventana con pasos firmes y me dijo que callara y no volviera a hablarle. Comprendí. Callé.
Contaba las horas entre una puesta de sol y la siguiente; habían pasado más de dos semanas. Esperaba que sucediera algo. Preparé los títulos de los capítulos de mi discurso de defensa, para el día que me llevaran ante un juez, pero no conseguía redactar un alegato ordenado. Sólo veía caras y ojos, y sentía suspiros y voces angustiadas, nada que pudiera convertir en palabras.
La víspera del año nuevo me dieron una kipá, un libro de oraciones y una ración especial de pescado; en la tapa de plástico decía «carpa a la Khreime». Por fin tenía algo para leer. Estaba harto de dormir; durante los últimos días los interrogatorios habían disminuido. Me pasaba la noche y el día leyendo las oraciones, hasta llegar a las de la fiesta de Sucot. Intenté descifrar señales, vi la cara de Dios —un hombre oscuro y aterrador—. Afuera, un guardia flirteaba por teléfono con una chica; parecía un muchacho vulgar y deseé que ella le diera calabazas. Luego se durmió en plena guardia; sus ronquidos me volvían loco. Imaginándome que le torcía el cuello, sentí una quemazón en los dedos.
Pasadas las fiestas me llevaron a una comisaría cerca de Ramle, en una celda de detención de verdad, sin ventana, sin árboles afuera, con un colchón delgado y lleno de chinches. Allí los interrogatorios fueron más formales, siguiendo unos protocolos determinados. No me dejaron lavar ni afeitar. Dormía acurrucado como un feto peludo y asqueroso, y pensé en la muerte.
De repente, una mañana, me dejaron libre. Un hombre pálido que estaba sentado frente a mí en la sala de interrogatorios me hizo firmar todo tipo de papeles. Me prohibieron hablar de nada que tuviera que ver con el servicio, de las operaciones, de las cosas que había hecho. Prohibido salir del país. Prohibido hablar con periodistas. Un guardia me acompañó hasta la puerta de la comisaría. Al salir, el sol me cegó. Me había crecido la barba, llevaba la ropa muy sucia y apestaba. No tenía dinero. Incluso olvidaron devolverme el reloj. Pasó mucho rato antes de que un taxi aceptara llevarme. El taxista me preguntó qué me había pasado. Callé.
Pasé tres días durmiendo en casa, una casa cerrada y desierta que era el mausoleo de una familia que ya no existía. Dejé las persianas bajadas. No conseguía leer; en las estanterías no había nada ni nadie dispuesto a hablar con un hombre en mi estado. Intercambié algunas palabras con mi hijo por teléfono; confiaba mucho en esta conversación, pero me ahogaba y no pude seguir hablando. «¿Cuándo vendrás a verme, papá?», me preguntó; la voz se oía lejana, como si estuviera en otro sistema solar. Sigui me preguntó dónde me había metido, en un tono de voz plano y hostil. “Tengo una relación seria con alguien; sólo te lo digo para que lo sepas, no quiero que te enteres por el niño. Te añora. No vuelvas a desaparecer. No castigues al niño por mi culpa.»
Cuando logré levantarme, busqué en los montones de periódicos acumulados junto a la puerta el de aquella fecha, la de Chipre, pero no encontré nada. Llamé a Jaim; fue una estupidez, me colgó el teléfono, y al cabo de media hora unos policías llamaron a la puerta para preguntarme si todo iba bien. Dieron una vuelta por el departamento y revolvieron mis cosas. Tenía que desaparecer, hacerme olvidar, enterrarme en un rincón abandonado de la mano de Dios.
Pasado el verano, el último día del mes de octubre, salí de casa por primera vez. Una calle aburrida de suburbio, casas impersonales, gente desconocida. A cada paso que daba había ojos que se me clavaban como flechas. Conduje hasta la ciudad. No me había afeitado la barba que me había crecido en la prisión, estaba pálido como un muerto. Añoraba la calle de ella, los ficus bonitos que ensuciaban las aceras, los higos deformes de la ciudad, la penumbra de la escalera. Buscaba su calidez. Subí las escaleras despacio, como la primera vez.
El ventanal estaba abierto; las manchas púrpura de la puesta de sol volaban hacia adentro con el viento. Nos sentamos en la cocina.
—El hombre de las cidras ha vuelto —dijo, pasándome la mano por la cabeza. Había oscurecido, pero no encendimos ninguna luz.
—¿Y Hani? —pregunté.
—Murió —dijo Dafna—. Unos días después de regresar. Murió aquí. En la habitación grande. Mientras dormía. Yotam me telefoneó para decírmelo. No estaba en casa.
—¿Dijo algo? —pregunté.
—Te agradeció que salvaras a su hijo.
—No sabía que lo había conseguido —dije.
—Lo hiciste —dijo Dafna—. Estuvieron aquí, me hicieron preguntas. Me llevaron detenida un par de noches. No fue ningún placer. Supe que él había salido herido, pero vivo. No es tan terrible; puede que se lo mereciera un poco.
—Es un asesino —dije—. Lo vi en sus ojos. Debería haberlo matado allí, dentro del taxi.
—Todos ustedes son unos asesinos —dijo Dafna. Estaba muy delgada y tenía los ojos tristes. Me levanté para acercarme a la jardinera de la ventana, olí las hierbas, escuchaba las voces del patio y de la calle. Ella se sentaba encogida y tapada con la ropa de cualquier manera. Dijo que empezaba a refrescar, pero que la lluvia no llegaba.
—¿Dónde está Yotam? —pregunté.
—Aquí —dijo Dafna a media voz—. En su habitación. Sólo sale por la noche. Me quita dinero. Vuelve por la mañana, sucio y tembloroso. —Miré hacia la puerta del pasillo, en un extremo del cual estaba sentado el monstruo.
—Tienes que echarlo de aquí —le dije con rabia.
—No puedo —dijo ella—. Es mi hijo. Es el hijo de Hani. Ahora sólo me queda él.
Estaba sentado desencajado en un rincón de la cama, el pelo le cubría la cara; debajo, en la sábana, había pequeñas manchas de sangre. Era una habitación de niño, y él la llenaba con el olor de un hombre viejo y enfermo. Entré con pasos firmes y revisé la habitación. Miré en los cajones y en los escondites. Metí en una bolsa toda la droga que encontré. Él me apartó e intentó levantarse y salir, empujándome. Lo arrimé contra la pared. Dafna cambió la ropa de la cama, y barrió y fregó la habitación rápidamente. Él se descontroló, maldecía y escupía. Hice mucha fuerza, resistí, lo agarraba fuerte para que no lograra desembarazarse de mí. Dafna puso una bandeja con fruta, pan y agua encima del pequeño escritorio. Salimos los dos a la vez y cerramos la habitación con llave.
Y nos sentamos en la cocina, esperando.