Me quedé sentado en el coche un rato más para mirar la antigua fotografía de ella, y también para escuchar «Here comes the sun» hasta el final. No es frecuente escuchar a Harrison en la radio, y hay pocas canciones matinales tan buenas como ésta. Para mí es importante saber cómo es una persona antes de encontrarme con ella por primera vez, para no tener ninguna sorpresa. En la fotografía se veía muy guapa, el pelo recogido hacia atrás, una frente inteligente, sonriendo a un árabe en algún mitin de gente progresista.
Era una mañana de finales de julio. En la calle había la tranquilidad urbana de las vacaciones de verano. Unos gatos trepaban para buscar comida en los contenedores de basura, dos amigos paseaban hacia el mar por la avenida de los tamariscos, riendo despreocupadamente y con unos patines debajo del brazo. Vivo en el tercer piso, me había dicho ella por teléfono. Los buzones del correo tenían muchas capas de etiquetas, inquilinos jóvenes que llegaban y se marchaban, y nombres con letras latinas de gente que ya no estaba viva. El edificio estaba muy descuidado y el yeso de las paredes desconchado. Las ventanas de la escalera, altas y estrechas como las de un monasterio abandonado, estaban opacas de tanta suciedad. Dafna abrió la puerta descalza, el pelo recogido, la mirada penetrante. Es lo que capté a primera vista.
—Estoy al teléfono. Pasa —dijo. Escuché algo de la conversación, una risa breve y algunas informaciones prácticas—. Ahora tengo que colgar; hay alguien que me espera.
Eché un vistazo a la sala: dos confortables sofás de los años setenta, un gran ventanal a través del cual se veía la copa de un ficus, un pequeño televisor y, en las paredes, algunas obras interesantes que no tuve tiempo de ver bien. El departamento daba a un patio interior y tenía mucha luz. No sé por qué, me esperaba un lugar oscuro.
—Ven, nos sentaremos en la cocina —me gritó.
Sobre la mesa redonda había un montón de papeles, un cuenco con melocotones para que maduraran, un mantel de colores hecho a mano. La radio emitía una música clásica suave, quizá de Chopin o de alguien que yo no conocía.
—¿Por qué has venido? —preguntó. Tenía una voz sorprendentemente juvenil.
—Me han dicho que podrías ayudarme a escribir; me recomendaron que viniera a verte. Quiero aprender a escribir.
—¿Es importante para ti? ¿Estás dispuesto a invertir tiempo? —me preguntó tranquilamente y con una sonrisa contenida mientras se sentaba en una silla, con una pierna doblada debajo de ella. Entonces vi que llevaba un pantalón de tela ancho.
—Sí, para eso he venido.
—¿No trabajas? ¿De qué vives? —inquirió. En ese momento su rostro era duro y tenía una expresión concentrada, casi como de hombre.
—Ya he trabajado bastante. Ahora quiero escribir. Es lo que de verdad me importa. —Sujeté con fuerza mi guion. Ahora de ninguna manera podía soltarlo.
—Los hay que vienen para que les haga el trabajo —dijo, poniendo las manos sobre la mesa, de lado. Tenía las uñas cortas y limpias—. Y eso no lo hago. Si quieres publicar tendrás que trabajar mucho. Yo no escribiré por ti.
En el alféizar de la ventana de la cocina, cerrada, había macetas de hierbas aromáticas. En las paredes, los años de lluvias y de salpicaduras de agua de mar habían hecho grietas. El techo también se pelaba.
Me preguntó dónde trabajaba y cruzó las piernas.
—Durante trece años he sido consejero en una compañía de inversiones —dije—. Han sido unos años muy buenos en el mercado. Pero lo he dejado. Quizás algún día vuelva a ese trabajo. Tengo suficiente dinero. Ahora me interesa más la creación. Desde pequeño sueño con escribir un libro.
No podía creer que aquellas palabras salieran de mi boca. Elige un empleo, me dije; decide quién eres.
—Has elegido un tema extraño para un consejero de inversiones. ¿Cómo llegaste a él? —me preguntó.
—Estudiaba historia en la universidad —contesté—, pero lo tuve que dejar para ganarme la vida. Por casualidad cayó en mis manos este artículo que habla de un vendedor de cidras en la época antigua, y el relato me enganchó. Busqué las fuentes y vi que aparecía en diversas formas, tanto en la Mishná como en la literatura helenística. Mi imaginación vuela sin cesar hacia este hombre.
Tenía las manos morenas y delgadas, adornadas con muchos y delicados anillos de oro, y los ojos muy hundidos; me costaba mucho mirarlos sin sentirme turbado. Tenía el cuello largo y delgado, con unas arrugas delicadas, pero eso no me molestaba, en absoluto. Según los papeles, tenía siete años más que yo. Cuando fue al ejército yo estaba en quinto.
—Eso sólo es un esbozo —dijo—. Estás muy al principio.
—No tengo ninguna prisa —dije.
—Estas hojas no irán mañana a la imprenta. Dime qué expectativas tienes. No quiero decepciones terribles. Ninguno de los dos lo resistiría —se rió—. Hay más gente que se ha colgado por falta de talento que por un desengaño amoroso.
—No te preocupes —me reí—. Entre los agentes de bolsa es más frecuente tirarse desde la azotea. No me colgaré. Sólo quiero escribir un buen libro. Ya no soy un niño, y tengo paciencia. Soy un nadador de largas distancias.
—Yo también nado —dijo animándose y volviendo a reír. Había conseguido romper el hielo—. ¿Dónde vas a nadar? —me preguntó con interés.
Le expliqué que de pequeño iba a la piscina del Instituto Weizmann, que quedé quinto en el campeonato de jóvenes israelíes de los quinientos metros crol. No era un gran nadador, pero tenía resistencia. Entrenábamos tres o cuatro veces por semana y nunca dejaba de ir. A mucha gente le aburre pasarse horas y horas en el agua, pero a mí me gustaba desconectarme.
—Yo voy a nadar varias veces por semana —dijo Dafna—. Dos kilómetros cada vez, a veces con aletas, a veces con flotadores en las piernas.
Cambiamos impresiones sobre distancias, piscinas y estilos de natación. Entonces comprendí de dónde le venía aquella reposada vitalidad. Siempre me había gustado la gente que se toma en serio la natación.
Me preguntó de dónde era.
—De Rejovot —le respondí—. Mi padre es profesor de agronomía y mi madre es maestra. La historia normal en Rejovot.
—No hay ninguna historia normal. Sólo sobre esta frase podrías escribir mil novelas. Estoy convencida de que tienes cosas que decir.
Me hizo sonrojar y ella, al darse cuenta, se rió. Ten cuidado, me dije, es mucho más inteligente que tú.
—¿Por dónde quieres empezar? —preguntó. En la ventana de la cocina había un pájaro, encima de una de las plantas, cantando a placer.
—Dímelo tú.
—Hablemos un poco de tu protagonista —propuso.
—He escrito todo lo que sé de él —dije—. Es un comerciante judío que, tras la destrucción del Templo, se va a una isla griega a buscar cidras para llevarlas a la Tierra de Israel.
—¿Lo conoces? —me preguntó.
—Creo que sí. He madurado mucho con él antes de ponerme a escribir. Hubo una época en la que a menudo viajaba al extranjero por trabajo, y siempre me acompañaba. A veces yo era el hombre de las cidras. En la biblioteca he examinado todas las versiones del relato. También he hecho investigaciones sobre la isla. Estuve allí el año pasado. Si existe un paraíso, es Naxos. Allí todavía cultivan cidras.
—¿Cómo es tu comerciante de cidras? ¿Qué piensa? ¿Qué cosas lo motivan? ¿Qué desayuna? —dijo Dafna disparando las preguntas. Conservaba su juventud: en el pequeño espacio entre los dientes, en los movimientos flexibles, en el hablar rápido.
No sé por qué azar me encuentro en este juego, me dije; habría tenido que proponer una historia diferente desde el principio. Pero no había otra.
—Es un superviviente —dije—. No piensa demasiado. Ha pasado una tragedia terrible y sólo intenta seguir viviendo en su pequeño rincón, llevando cidras para la fiesta de los Tabernáculos. Es un hombre práctico.
—No hay nadie que no piense demasiado —dijo con determinación—. Lo embarcas en un crucero de dos semanas y te aseguro que la cabeza le explota de tanto pensar. Pensamos mucho más de lo que actuamos.
No estaba de acuerdo. Hay gente que se mantiene permanentemente ocupada para no tener que pensar.
Se levantó a preparar café. En su cocina no había nada nuevo: los fogones eran viejos, el horno era como el de mi abuela en Rejovot, la nevera era una Amcor de los años sesenta. Pero todo estaba limpio y la luz era suave, como si penetrara del exterior a través de un filtro.
—Seguro que tomas el café con leche —dijo—, pero no tengo.
—No —me reí—. Lo tomo solo.
—No pareces un banquero —dijo, dándome la espalda—. Hay algo en ti que no me encaja. ¿Cuánta azúcar quieres?
Seguimos hablando de mi hombre, que ahora zarpaba del Asia Menor hacia la isla. Le describí la estructura de los barcos de vela en aquella época; todos los detalles los había comprobado cuidadosamente con anterioridad. Ella me ayudó con los pensamientos.
—¿Es casado? —preguntó—. ¿Ama a alguien?
—Tiene treinta y cinco años —respondí—. En aquella época los hombres de treinta y cinco años no eran solteros. Tiene mujer y muchos hijos. Pero le gusta viajar. La Tierra de Israel pasaba por una situación terrible cuando se hizo a la mar.
—¿Añora mucho a su esposa o mira a otras mujeres durante el viaje? —rió.
—¡Uy! Sabía que faltaba algo —dije, coqueteando—. Hace falta sexo para que el libro se venda. Quizás haré que se acueste con alguna prostituta en el puerto de Esmirna, antes de zarpar.
—No, no —dijo riendo y moviendo la mano en señal de protesta—, no lo hagas y, por supuesto, no la llames prostituta.
Anoté los puntos de nuestra conversación en un bloc de color amarillo que me parecía literario. Le prometí reescribir el comienzo de la historia para el próximo encuentro.
Me levanté para irme y dejé cien shéquels sobre la mesa, como habíamos acordado por teléfono. Me acompañó a la puerta, y cuando ya tenía la mano en la manija, me dijo en voz baja:
—No te prometo nada. No puedo prometer que el libro se publique. Podría ser que me pagaras en vano, que no saliera nada de todo esto.
—De acuerdo. Te lo he dicho: ya soy un chico mayor.
—No quiero que te decepciones —me repitió—. Hay cosas que no puedo prometer.
—De acuerdo, Dafna —por primera vez la llamé por su nombre. Quedamos en encontrarnos al cabo de una semana.
Al volver al despacho envié un corto informe por correo electrónico interno e inmediatamente me llamó Jaim pidiéndome que fuera a verlo. Fui a su oficina, al final del pasillo, saludando a los que veía en los otros despachos. Como siempre, Jaim estaba enterrado detrás de la computadora y los papeles, y sentado flojamente.
—¿Cómo te fue? —me preguntó. Iba sin rasurarse por alguna prescripción religiosa.
—Como en una clase particular —dije—. Ha hecho añicos mi historia. Me parece que no lo aguantaré.
—Tienes que hacerlo —dijo Jaim con una sonrisa torcida—. Tu historia es realmente inconsistente, ya te lo había dicho. No sé de dónde la sacaste. Las cidras se cultivaban en la Tierra de Israel; nunca fue necesario enviar a nadie a Grecia para ello.
Volví a mostrarle la Mishná, pero él la apartó con desprecio.
—Eso es lo que pasa cuando los profanos leen la Guemará —dijo—. Le quitan el alma y sólo le dejan los hechos. Ven a clase conmigo una vez por semana y entonces comprenderás el fundamento.
Me preguntó cuándo sacaríamos de Gaza al individuo.
—La próxima semana —dije—. Quizá dentro de dos semanas. Cuando me haya vuelto a encontrar con ella. Si es que está de acuerdo en colaborar con nosotros.
—¿Crees que querrá? —Jaim me miró con sus ojos enrojecidos.
—Me parece que no tendrá más remedio —dije.
—Sigue informándome. No somos los únicos involucrados, lo sabes bien. Quiero estar al corriente de cada detalle.
En el dossier de ella encontré, principalmente, recortes de periódicos viejos; críticas buenas de su primer libro en los suplementos literarios, indiferentes del segundo; una fotografía suya en la revista HaOlam Hazeh, una chica de veintidós o veintitrés años, con una falda corta, comiendo sandía junto a Dan Ben Amotz en una de las terrazas de la ciudad vieja de Yafo, con unos lentes grandes, y debajo, el pie de fotografía sacado de una página de chismes.
También había fotografías clandestinas hechas de lejos con un zoom; todas parecían preparativos de atentados: una reunión judeo-árabe en Nazaret en 1981, una manifestación contra el establecimiento de un nuevo asentamiento en Samaria. Ella salía en cuatro o cinco fotografías de eventos similares, pero sólo en una, impresionante, la cámara la había enfocado y aparecía en el centro, con los ojos abiertos de par en par, brillantes, de pie en una carretera estrecha y hablando con un viejo árabe, con el trasfondo de un olivar y llevando en la mano una pancarta escrita en hebreo y en árabe. Alguien había hecho un trabajo negligente, porque en ninguna esquina de la foto se mencionaba el lugar ni la fecha. En ninguna fotografía se veía enfadada, ni cuando a su alrededor había gente alborotando ni cuando tenía la boca abierta para gritar. Ella era una estadística. Hasta que empecé a trabajar en el asunto, no tenía ningún expediente propio; tuvieron que buscarme los documentos en los expedientes de otras personas más importantes que ella.
Su primer libro trataba de su infancia en Tel Aviv, cerca del mar, no muy lejos del mercado del Carmel; hija de padre búlgaro, obrero de la construcción, y de una madre que llegó sola de Europa después de la guerra. Cuando la trajeron al mundo ya eran mayores y conocían el sufrimiento; sin embargo, el libro irradiaba la alegría de vivir, era un libro resplandeciente. Por ejemplo, había un capítulo espléndido sobre el mar, sobre cómo su padre, cogiéndola en brazos, se metió en el agua con ella por primera vez. Se publicó en 1978, cuando tenía unos veintitrés años, y obtuvo unas críticas magníficas que hablaban de una nueva y sorprendente voz femenina en la literatura hebrea, una voz que inmolaba vacas sagradas sin renunciar a la compasión. Tuve que buscarlo en la biblioteca de la universidad porque en las librerías no quedaba ni rastro.
El segundo libro salió al cabo de dos años; era una historia de amor entre una mujer joven y un hombre casado. Al parecer, fue un libro demasiado sombrío y pretencioso, publicado por una editorial marginal y no especialmente querido por las críticas. No conseguí encontrarlo en ninguna parte, ni en las bibliotecas. Luego no publicó nada más, pero se encargó de la edición de bastantes libros y también hizo traducciones del inglés. Durante cierta época dio clases de literatura en secundaria.
Por el momento se trataba de una misión secundaria a la que no podía dedicar demasiado tiempo. Cada día interrogaba detenidos, como en una cinta transportadora. Les dedicaba toda mi atención. Hablaba con ellos, los tocaba, respirábamos el mismo aire sofocante y sin mirar el reloj. A veces me quedaba en el trabajo de noche porque se hacían grandes redadas y en el aire se notaba el olor de un ataque terrorista. Intentaba hablar por teléfono con Sigui dos veces al día. Ella me transmitía breves comentarios sobre el niño. Cuando le preguntaba qué le pasaba, sólo obtenía evasivas. Sabía que yo tenía la cabeza en otra parte, que en realidad no la escuchaba. Volvía a casa a horas extrañas, muerto de cansancio. Sigui dormía, o lo hacía creer. Al día siguiente, muy temprano, cuando yo aún dormía, si había vuelto a casa, ella llevaba al niño a la guardería y se iba directamente al trabajo.
Pedí que me trajeran las últimas grabaciones. Me llevaron resúmenes escritos de todas las conversaciones, pero a mí me gustaba escuchar personalmente lo que decía el objetivo, acercarme a él, intentar comprender a la persona. Me trajo las grabaciones una mujer, mayor y con una trenza blanca, que parecía una bibliotecaria. Se sentó frente a mí sin que se lo pidiera. Generalmente trabajaba con grabaciones en árabe, así que casi no conocía este departamento de audiciones.
—Normalmente los investigadores no piden escuchar las grabaciones ellos mismos —dijo.
—Parece que yo trabajo de otra manera —repliqué.
—Espero que no se las dé a nadie —me dijo con una expresión seria.
Levanté la cabeza de los papeles del interrogatorio de aquella noche. Un chico de Siquem hacía tres días que había desaparecido de casa, y su padre, durante el interrogatorio, insistió en decir que no sabía dónde estaba.
—Perdón, ¿qué decía? —dije, mirándola a los ojos.
—Quizá no hacía falta —intentó explicarse—, pero trabajar con judíos es diferente, completamente diferente. Me permito decírselo porque es la primera vez que usted trabaja con nuestra oficina. Hay más peligro de filtraciones. Es imposible saber quién conoce a esta mujer. Quizás alguien que vive cerca de ella, o alguien que hizo el servicio militar con ella; no podemos saberlo. Por eso somos más estrictos con los procedimientos.
—Tiene razón, no hacía falta —dije—. No he empezado hoy a trabajar aquí, y no me llevaré esto a ninguna parte.
—Escuchándola parece una mujer encantadora —dijo la transcriptora—. Leí su libro en su momento. No estaba mal. En todo caso —dijo, levantándose—, estoy convencida de que se comportará bien con ella. Todo está aquí, en el expediente. Devuélvanoslo cuando acabe.
No la haré sentarse en una silla torcida y con las manos atadas a la espalda, si a eso te refieres, pensé. Tampoco le pondré un saco con olor a mierda en la cabeza.
Por la noche, después de todo un día de reuniones y evaluaciones de la situación tras el atentado que había tenido lugar debajo de nuestras narices, puse la cinta en la grabadora y la escuché con auriculares. Las conversaciones eran seguidas, pero no largas. Podía pasar de una a otra, como si fueran canciones de un disco.
La primera conversación era con una editora; la habían llamado para saber qué pasaba con el libro que estaba editando. Es porquería para sirvientas, decía; cada página es una tortura. Al final ella preguntaba qué pasaba con su pago; el de la editorial le decía que había un problema con un embargo que habían recibido en contra de ella, y que tenía que resolverlo para poder cobrar. «¿Qué pasa, Dafna? —le preguntaba el editor jefe—. ¿Cómo se han creado estas deudas?” “Déjalo —le decía ella—; de todos modos no puedes ayudarme.»
Después hablaba con un abogado; se le notaba impaciente y nada simpático con ella, y acababa diciéndole que estaba muy ocupado. Ella, agresiva, suplicaba y preguntaba cuándo sería el juicio. El abogado le decía que aún no habían recibido la opinión experta del servicio de libertad vigilada porque Yotam no se había reunido con ellos. «Esto es muy malo —recalcaba—. El servicio de libertad vigilada es su única esperanza. Ya sabes que tiene la condicional, y esta jueza lo enviará a la cárcel sin pensarlo dos veces. No creo que tu hijo esté hecho para la cárcel. Se lo comerán vivo. Tienes que hablar con él, que vaya a ver a la oficial de la libertad vigilada, que le cause una buena impresión, que acepte ir a un programa de desintoxicación. De otro modo, ni yo ni nadie podremos ayudarlo. Ahora tengo que colgar; me están esperando.»
Los ojos me escocían. Y aquella noche todavía tenía que ir al complejo ruso para encontrarme personalmente con algunos investigados; no veía cuándo tendría la oportunidad de volver a casa. Sin embargo, escuché la conversación siguiente.
El hombre de Gaza hablaba un buen hebreo. En la conversación con él, Dafna era otra mujer, completamente distinta: ni desesperada, como la que hablaba con el abogado, ni impaciente y amargada, como la de la conversación con el editor. «¿Cómo estás? —le preguntaba con preocupación y cordialidad—, ¿todavía te duele tanto?»
Él le decía que por la tarde había ido a ver el mar, alguien lo había llevado. Hay familias que pasan todo el verano viviendo en tiendas en la playa, decía, porque los campamentos de refugiados son demasiado asfixiantes. Clanes enteros, las chicas vestidas como en Arabia Saudí, se meten en el agua completamente vestidas. Había intentado apartarse un poco de todos, pero la playa estaba llena a rebosar. Ni siquiera el mar lo ayudaba.
—Ven aquí; iremos a la playa de Gordon —decía riendo Dafna, intentando animarlo—. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a bañarnos de noche y tú nos enseñabas canciones de Abdel Wahab?
—Tengo ganas de ir —decía el hombre de Gaza—; ya te extraño, Dafna. ¿Tienes alguna noticia de mi asunto?
—Ya no sé con quién hablar —decía Dafna—. He enviado cartas a todos los que he podido, pero ya no conozco a nadie. Hace tiempo conocía a alguien en el ejército, pero ya no está. Me puse en contacto con la oficina de Shimon Peres y prometieron darme una respuesta. Hani, por ti estoy dispuesta a poner al mundo patas arriba. Pero no sé cómo. Ya no es como antes. ¿Son imaginaciones mías o antes todo era mejor?
—Siempre ha sido una mierda —rió él, y luego siguió en un hebreo lento y conciso—, pero al menos podíamos reírnos. Hoy te pueden disparar como si fueras un perro, dejar que te pudras… ¡Ay! Duele, ya’lan… Perdona la maldición, Dafna, pero duele demasiado.
—¿No tienes nada para el dolor?
—No tienen nada para darme. La situación es realmente terrible. Me hace tanto daño que por la noche no puedo dormir. He probado con hachís, pero no me ayuda, sólo me provoca malos pensamientos, y el alcohol está prohibido. Ya sólo espero el final, Dafna. Esto no es vivir.
—Pienso en ti —decía Dafna con calma—. Te sacaré de ahí, no te preocupes. Haré todo lo que sea necesario. Vuelve a llamarme dentro de unos días.
Había dedicado demasiado tiempo a aquellas conversaciones literarias y de repente me di cuenta de que era tardísimo. Bajé corriendo al estacionamiento y conduje deprisa por Ayalón en dirección a Jerusalén. Tenía el celular lleno de mensajes; me habían llamado para decirme que volviera urgentemente; en el ambiente había una sensación de cosas que se descontrolaban: alguien con un cinturón cargado de material explosivo estándar y clavos se paseaba por la zona, por las calles iluminadas, frente a una cafetería, buscando un lugar con movimiento para liberarlo, entre un amontonamiento de carne viva que se convertiría en muerta, y no somos capaces de encontrarlo.
Pasado Latrún empezaba un enorme embotellamiento, seguramente causado por un accidente. Puse la sirena azul en el techo del coche y circulé por el arcén; los policías que estaban junto a los restos del coche me miraron y con la linterna me hicieron señales de continuar. Circulé a toda velocidad por la bajada de Motza. Abrí la ventana porque el bochorno de la costa se había disipado, reemplazado por el aire de Jerusalén. Cuando llegué al complejo ruso, la plaza estaba vacía, pero las torres de la iglesia rusa estaban bellamente iluminadas en honor de los turistas que no irían. Antes de llegar al área de la comisaría de policía, rodeada de alambres, salí unos instantes del coche, llamé a casa y pedí a Sigui hablar con el niño. «Hace rato que duerme —me dijo—. ¿Dónde estás? ¿Cuándo llegarás?»
Me metí en el corral humano dispuesto a pasar la noche.
Intenté convencer a Jaim de que me retirara de esta porquería. Era uno de los últimos de su generación que aún se mantenían en activo; tenía casi cincuenta años, una pierna triturada por una misión fallida en el Líbano, era un enfermo del trabajo. Cuando lo conocí no llevaba kipá, aunque siempre había sido religioso; sin embargo, en los últimos años volvió a ponérsela, de las negras.
—Podrías poner a cualquier otro en este expediente —dije—. Pon a alguien del departamento judío, o a una de las chicas; yo no tengo tiempo para estas clases de literatura. Voy de cabeza, hace dos días que ni he podido bañarme, huelo peor que los detenidos. Hazme un favor, Jaim, apártame de esto.
Jaim, refunfuñando, dijo que yo era el único que podía hacer ese trabajo. La historia de ella era complicada y sólo yo podía conectar con su trasfondo; no podía enviar a ninguno de los carniceros a hacer el trabajo, tampoco a una chica. Además, yo escribía bien. Le gustaba leer los informes de mis interrogatorios porque no redactaba plantillas, como los demás. Y no debía olvidar que en la entrevista de trabajo dije que estaba haciendo un curso de escritura creativa.
—Nos sonó peor que si nos hubieras dicho que te inyectabas heroína —rió Jaim—. Me costó mucho convencerlos de que te aceptaran. No querían un bohemio. Temían que fueras un espía de la prensa. ¿A veces lamentas no ser un escritor?
Le dije que me dejara tranquilo.
—Podrías haber sido un escritor —dijo para adularme—. Tienes buen ojo. Los buenos usan el sentido común, no la fuerza. Esto exige tener seguridad en uno mismo, permitirse ser sensible, no dejarse arrastrar por la bestialidad. Observar a la persona, ponerse en su lugar, no lanzarle la bomba directamente.
Intenté recordar la retahíla de detenidos que había interrogado en los últimos días, pero no me venía a la memoria ninguna cara.
—Lo dejo, Jaim —dije—. Yo también me estoy convirtiendo en un carnicero. Ya no tengo tiempo para ser sofisticado con ellos. Hay que utilizar la fuerza bruta desde el primer momento. No te comprenden cuando los tratas con delicadeza. Ellos también actúan siguiendo las reglas del juego: esperan humillaciones, golpes, ensuciarse los calzoncillos; sólo así se sienten justificados para hablar. En cualquier caso, nos odian y quieren ganarse el odio con honestidad. Hay demasiados proyectos y ningún momento de reposo. No hay tiempo para conversaciones en plena noche, para darles un cigarrillo, para escucharlos mientras te hablan del abuelo que huyó cuando la nakba [1] a lomos de un burro, para llegar poco a poco al hermano que está a punto de hacerse explotar. La elegancia ha muerto, Jaim, ahora ya no es como en tu época.
Jaim me miró; parecía un poco asustado. Normalmente, yo no hablaba mucho.
—Te hace falta un descanso —me dijo de lejos—. ¿Cuándo estuviste en casa por última vez? ¿Cuándo saliste una noche con tu mujer?
—Basta, Jaim —dije—. Estás desbarrando. Ahora ya no puedo parar, Jaim, no hace falta que te diga cómo es esto. Incluso cuando estoy en casa mi cabeza está allí abajo.
—De vez en cuando tienes que descansar —me dijo Jaim con una mirada de preocupación que no le conocía—. Limpiar la cabeza, pensar en otras cosas. Por lo menos el sabbat. Falta poco para las fiestas. No hay que mezclar las oraciones con pensamientos extraños ni hablar de dinero. Es por eso que volví a ser practicante. Con el tiempo descubrirás la grandeza que tiene todo esto. Debes estar con tu mujer. Siéntate a la mesa con ella. Hagan otro hijo; después lamentarás que ya sea tarde. Quítate algunos gramos del peso que cargas en los hombros, no perderás nada con ello. Y no golpees a nadie. Eso te destruiría.
La mirada de Jaim me acompañó durante muchas horas y muchos días, pero aquella noche, cuando me proponía ir a casa para llegar a tiempo de bañar al niño, mi teléfono empezó a arder con más informaciones sobre el chico desaparecido con su hermoso cinturón, como un novio el día de la boda. Fui inmediatamente donde debía ir y de madrugada estaba ronco de tanto gritar. Aquella noche no fui ni delicado ni elegante con nadie.
Llegué puntual al segundo encuentro, afeitado y limpio, vestido con unas bermudas, como quien ha hecho fortuna con la tecnología de punta y se ha jubilado antes de tiempo. Estaba un poco excitado. Subiendo la escalera resoplé; esperaba poder sentarme a la mesa de aquella cocina fría, con olor a romero, conversar sobre mi texto imaginario, hablar con una persona culta y agradable como ella.
Pero esta vez el departamento estaba oscuro, los postigos cerrados; cuando me abrió estaba en bata, y despeinada, como si acabara de despertarse.
—Lo siento, quizá me he equivocado de hora —balbuceé desde la puerta. Aquella situación no era cómoda desde ningún punto de vista.
—No; pasa —dijo agachando la cabeza—. Pero dame un momento para organizarme. Puedes sentarte en la sala. Abriré un poco la ventana.
En la estancia entró un poco de luz y ella corrió hacia las habitaciones interiores. En la pared había un póster de Tumarkin, una mujer de pie en medio del círculo de piedras de la tumba de algún jeque, y, más arriba, el esbozo de una catedral. Quizá la que estaba en medio de la ilustración era ella, pero veinte años antes. Al cabo de unos minutos salió vestida con unos pantalones de mezclilla y una blusa de punto descolorida y larga que ocultaba las líneas de su cuerpo. Estaba pálida y parecía agotada; tenía ojeras. Busqué señales de golpes, pero no las encontré.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada, ha habido un poco de movimiento —sonrió burlona—. Tuve una visita inesperada. Siento haberte recibido así; me fui a dormir un rato antes de que vinieras. Ahora ya estoy bien.
—¿Puedo ayudar en algo? —pregunté.
De repente, Dafna parecía pequeña y vulnerable, necesitada de protección.
—Espera unos minutos, ¿de acuerdo? —me pidió. La oí dar vueltas por las habitaciones y la cocina, recogiendo febrilmente algunas cosas y tirándolas, abriendo ventanas para que entrara el aire, destruyendo la evidencia de lo que había pasado.
Cuando volvió, se veía restablecida y se había recogido el pelo.
—¿Estás segura…?
—Todo va bien —dijo, como para cambiar de escena rápidamente—. Hablemos de tu libro —añadió poniendo agua a hervir—. He pensado un poco. El tema que has elegido es francamente interesante, quizá podamos hacer algo. Espero no haberte desanimado demasiado. Me parece que dejamos a tu hombre en el barco, navegando hacia la isla, ¿no?
No había tenido tiempo de escribir nada desde la semana anterior, así que tuve que improvisar.
—He pensado introducir una tormenta en alta mar —dije—. Pero quizá sería demasiado dramático.
—Introduce un poco de drama, me gusta —dijo con una risa exagerada. Estaba sentaba frente a mí, en el gran sofá—. Un Odiseo judío, ¿por qué no…? —Ella no tenía la cabeza en nuestro encuentro. En momentos así es cuando enviamos al interrogado a descansar a la celda porque comprendemos que entonces no conseguirá pronunciar ninguna frase lógica.
—Quiero explicarte algo —dije con voz suave, como si me estuviera confesando—. No sé hacia dónde ir con esta historia. Me siento atascado. He estado a punto de llamarte para anular la cita de hoy; de repente todo me parece muy artificial. ¿Qué tengo que ver yo con esto? Puede que sea pura fantasía.
En el ventanal trasero de la sala titilaba el resplandor del mediodía; una paloma pasó volando hacia otro lugar; la mirada de Dafna se clavó en mí y me atravesó como si, a través de mí, viera algo crucial.
—Puedes irte —dijo.
Busqué una frase para continuar la conversación. Luchaba contra mí mismo para no levantarme e irme a mi trabajo real.
—¿Conoces esa sensación? —pregunté.
Ella estaba sentaba con los brazos cruzados, replegada en sí misma.
—Naturalmente; es una quimera —dijo con voz transparente—. En las cosas reales no hay belleza ni lógica, como en una historia. Lo comprendes cuando la vida te ha dado la primera bofetada. Escribí un libro cuando tenía veintitrés años; entonces todo era claro, como la excursión de una niña a la playa, la cosa más sencilla del mundo, como respirar. Ahora intento escribir algo nuevo. Es tan duro como el infierno. Me torturo diciéndome que este libro no hará cambiar el mundo, lo sé; lo que yo pienso no tiene nada de genial, y eso también lo sé. Queda la historia, pero todas las historias ya han sido contadas; pon la televisión y verás todas las variaciones. Sin embargo, escribo páginas, las rompo y lamento mucho, hasta llorar, que no haya funcionado. No sé por qué te molesto con esto, quizá porque acabo de pasar dos días difíciles, con gente entrando y saliendo de casa, y tú vienes esperando que te dé una clase profesional, y en lugar de ello te meto en mi vida. Sabes escuchar muy bien.
—¿Quién se te ha metido en casa? —me enfadé conmigo mismo por no haber escuchado sus conversaciones telefónicas de los últimos días.
—Gente. —Me miraba con unos ojos helados, pero siguió—: Buscaban a mi hijo. Buscaron cosas suyas en los cajones, debajo del colchón y dentro de las ollas y cazuelas. Me dejaron la casa boca abajo. Como no encontraron nada, se llevaron mis joyas. No quedó nada. Me dijeron que cuando lo encuentren le cortarán el cuello, que les debía mucho dinero. Bueno, ya lo tienes. Materia prima para una novela.
Volvió la cara hacia el ventanal; la copa del árbol se movía lentamente dentro del marco, y lloró. Quizás era hora de descubrirme, de ofrecerle el acuerdo en ese momento de debilidad.
Demasiado pronto, me dije. No sería profesional.
A pesar de saberlo, le pregunté qué edad tenía su hijo y a qué se dedicaba.
—Temo que lo encuentren —dijo llorando—. Esa gente no tiene miedo a nada. Agradece, preciosa, que no te cortemos la cara. Pero quizá te rompamos algo, como recuerdo; yo temblaba deseando que acabaran conmigo de una vez…
Me levanté para ir a buscar un pañuelo. Nunca había podido soportar a los que lloran; utilizan las lágrimas para comprar compasión o un poco más de tiempo. Esto me enfurecía.
—¿Llamaste a la policía?
—No puedo llamar a la policía. ¿En qué mundo vives? No puedo complicar aún más la vida de mi hijo. —Se fue al baño, abrió la llave y se lavó la cara; cuando volvió, con la cara hinchada y roja, dijo riendo extrañamente—: No te preocupes, no es tu problema. Pongámonos a trabajar en tu relato histórico. ¿Ya has pensado quién hará el papel del vendedor de cidras en la película?
—La verdad es que sí —reí—. Dudo entre Al Pacino o De Niro. La cuestión es quién me dejará más dinero.
—Eres un buen chico —sonrió—. Me alegra que hayas venido. ¡Eres tan normal!
Preparó un té y trajo dátiles en una bandeja. Luego puso aquella música celestial y suave en la otra habitación, se sentó en el sofá doblando las piernas debajo de ella y me hizo preguntas sobre mi infancia en Rejovot y sobre mis padres. Le hablé del niño que había sido, de cosas ocultas de las que nunca había hablado; una recompensa por la mentira con la que ahora me revestía. Dafna dijo que en mi lugar escribiría sobre estas cosas, que sacaría el material de todo esto, que huiría de las cidras de la época de la Mishná.
—A mí no me parece tan interesante —dije. Aquellos recuerdos me parecían pintados de gris y azul oscuro.
—Al principio no necesitas ninguna historia —volvía a guiarme—. Sólo practicar los detalles. Antes de hacer una chapuza pintando un cuadro gigantesco de las batallas de Aníbal, más vale que aprendas a dibujar un caballo.
—¿Crees que alguna vez podré dibujar un caballo? —pregunté.
—Pruébalo —me respondió—. Todavía no sé hasta dónde eres capaz de llegar.
Me puso tareas para el siguiente encuentro. Ejercicios fáciles para principiantes, miniaturas de escritura en una cáscara de huevo. Cuando estaba en la puerta volví a preguntarle si podía ayudar en algo y le aconsejé que cambiara la cerradura. Aún no había abierto la caja de las soluciones. Dafna sonrió, con sus manos delgadas agarró fuertemente la palma de la mía y el dedo corazón de la otra, y dijo:
—¡Qué bien que hayas venido! ¡Me has ayudado! Nos vemos la próxima semana.
Pedí escuchar urgentemente las conversaciones telefónicas de los últimos días. La mujer con la trenza blanca del departamento judío me las trajo personalmente, volviendo a proclamar que era un material delicado, que lo tuviera en cuenta. Casi la saqué de mi despacho a puntapiés; no sabía por qué sospechaba tanto de mí, como si tuviera grabada alguna señal que yo no hubiera visto.
Había estado haciendo llamadas como una loca para conseguir dinero. Algunas amigas se la habían quitado de encima. Lo sentimos, pero no sabemos de dónde sacarlo. Algunos hombres habían hablado con ella con mucha amabilidad; incluso le habían propuesto una cita. Lo que necesito es dinero, decía ella con firmeza, urgentemente.
«Sí, claro, ya lo entiendo —le decía una de las voces—. Almorcemos juntos y hablemos de ello.» No quería encontrarse con ellos ni al mediodía ni por la noche, de modo que las conversaciones acababan en nada.
Después había telefoneado a los amigos de su hijo para preguntarles si sabían dónde estaba, para que le dijeran que debía tener cuidado, que lo buscaban. Todos le habían respondido que hacía años que no lo veían, que hacía mucho tiempo se había roto el contacto.
En medio de todo esto telefoneó Hani, desde Gaza, preguntándole gentilmente si los del Centro Peres le habían contestado. A punto de ponerse a llorar, ella le respondió que en ese momento no lo podía ayudar.
—¿Qué pasa, Dafna? —le preguntaba.
—Es el muchacho —dijo ella—. Problemas con él.
—¿Drogas? —preguntaba, como si aquella conversación ya la hubieran tenido.
En la línea telefónica se oía un frufrú en vez de la respuesta.
Él tosió un buen rato, y cuando se calmó dijo:
—Yo jugaba con él. Era un niño muy guapo. Tú decías riendo que era horrible. Toquemos madera, que no le haya pasado nada. Le enseñé a nadar en la playa de ustedes, ¿te acuerdas? Tragó un poco de agua y se asustó, pero yo le dije que no debía tener miedo. Lástima que ahora no pueda encontrarme con él; le hablaría y le haría comprender la suerte que tiene de ser hijo tuyo, que supiera lo que se pierde…
—No sé por qué odia tanto la vida —sollozaba Dafna.
Hani volvía a toser sin parar, destrozándose los pulmones. Me imaginaba el sucio lecho donde yacía, su cara sudada por culpa de la enfermedad, la pared sin enyesar. ¿Cómo conseguía hablar con esa voz tan tierna?
—Te llamaré, Hani —le decía ella llorando—. Cuando la situación mejore un poco hablaré contigo. Mientras tanto, aguanta. Pienso en ti.
Silbato agudo de final de la conversación.
Dicté los detalles sobre Hani a nuestro contacto de la administración civil. Al cabo de unos minutos me llamó diciéndome que no había ningún problema: lo aceptarían en el hospital Ichilov de Tel Aviv. Para esta gente somos como dioses, sólo con una llamada se puede salvar una vida. En estos tiempos, los informadores y los traidores viven más, ya se sabe; Primo Levi escribió sobre ello en sus memorias. «Lo esperarán en el departamento de oncología —dijo el oficial mayor—. Debe llegar solo a la barrera de control, que nadie intente jugárnosla. Una ambulancia de la Estrella de David Roja lo recogerá en nuestro lado.»
Hice caso del consejo de Jaim y pedí entradas para Sigui y para mí para ir al teatro el jueves por la noche, cuando la gente normal empieza a calmarse después de haber pasado otra semana tranquila. Mi semana no tenía principio ni fin. Sigui se había puesto un vestido muy bonito y me hablaba de cosas divertidas del niño, aguantándose para no repetir las mismas quejas de siempre. Cuando apagaron las luces, se pegó a mí y me agarró la mano con fuerza. Al cabo de unos minutos el teléfono hizo temblar mi pierna con unas corrientes sutiles. Lo ignoré. La república se las arreglaría sin mí por una noche. Intenté sumergirme en la representación, pero era una obra anticuada, aburrida y demasiado larga. Ya no tenía cabeza para historias ni para aguantar un final malo. Pasé casi todo el rato mirando el perfil de Sigui e intentando comprender qué pensaba. Acabé adormilándome y despertándome asustado de vez en cuando, cuando un actor alzaba demasiado la voz.
Habíamos pensado ir a cenar después de la representación; la niñera podía quedarse hasta las doce. Queríamos hablar. Sigui se esforzaba en sonreír, ser amable, no inquietarme, ser buena.
—Sólo contesto una llamada y nos vamos —le dije cuando estábamos en el vestíbulo. Me alejé hacia un rincón oscuro, al lado de las plantas. La conversación se alargó. Intenté ahorrarme el viaje nocturno al centro de interrogatorios. Intenté obtener todos los detalles por teléfono y dar las directrices al joven que estaba allí, pero al final, enfadado, le dije: «No irá bien. Vuelve a llevarlo abajo una hora más. Enseguida iré».
Cuando nos sentamos en el restaurante empecé a mirar el reloj.
—¿No vienes a casa esta noche? —preguntó Sigui.
Me excusé, le expliqué con todo detalle lo que pasaba, quería que lo entendiera. No discutió, pero su cara decía que ya tenía bastante, que quería irse.
—Espero no haber roncado demasiado en el teatro —dije, intentando bromear—. No era para mí. Los personajes eran demasiado históricos.
—Se la considera una obra clásica —dijo ella con calma, ofendida, como si la hubiera escrito ella.
El restaurante se encontraba en la zona de esparcimiento de Herzliya Pitúaj. Había gente paseando por la calle, bronceada, relajada y bien vestida. La camarera explicaba con todo detalle las especialidades del día. El maldito teléfono volvía a vibrar.
Escuché los detalles del interrogatorio mientras veía cómo Sigui miraba al vacío. «Iré dentro de un rato. Déjalo en la celda, que se tranquilice un poco. Enseguida voy», murmuré en voz alta para sobreponerme al barullo de los otros comensales.
Pedimos la comida apresuradamente. Pregunté qué hacía el niño, cómo le iba en la guardería.
—Bien —dijo ella picando algo del plato.
Yo devoraba la comida porque estaba hambriento.
—¿Todos trabajan tanto como tú? —preguntó enfadada—. ¿Nadie vuelve nunca a casa?
—Estamos pasando una época loca —dije—, y hay mucha gente nueva que todavía no conoce el trabajo. Hay que enseñarles.
—¿Y tú qué les enseñas? —preguntó tranquilamente. Estaba triste y apagada; delante de ella me sentía como quien se tira en caída libre y no puede detenerse.
—Cómo se hacen los interrogatorios, cómo se saca información de un sospechoso. Y rápido. Antes que la bomba explote. —Sólo esporádicamente ella se interesaba por mi trabajo, y yo no contaba nada por propia iniciativa. Ahora no sabía adónde me llevaba.
—¿Todos tienen bombas? —preguntó con una sonrisa amarga que no me gustó—. ¿Todos se hacen explotar constantemente?
En la mesa de al lado había un grupo muy animado, hombres y mujeres, más o menos de nuestra edad, que parecían abogados, de una clase u otra. Uno de ellos, que tenía una gran calva y una sonrisa artificial, captó mi mirada y comprendió que yo lo miraba; susurró algo para sí mismo, como si me maldijera y sin poder resistirse de mirar a Sigui con sus ojitos codiciosos. Habría podido hacerlo añicos por esa mirada.
—Pensaba que tal vez el sábado podría llevar al niño a la playa —dije—. Quiero enseñarlo a nadar.
—¿Los golpeas? —preguntó Sigui.
—¿Perdón?
—¿Los golpeas?
Lancé la servilleta sobre la mesa y dije algo como que yo los protegía, a ella y a aquellos pretenciosos de mierda que estaban sentados junto a nosotros, para que la brigada de Yehuda Meshi Zahav [2] no tuviera que sacarlos rascando paredes al final de la noche. Algunas cabezas de la mesa de al lado se volvieron hacia nosotros, como si al menos les hubiera pegado.
—Quiero irme. —Sigui cogió su bolsa y se levantó. Intenté tomar su mano, impedírselo, retenerla, como si fuera la última oportunidad; incluso balbuceé unas disculpas—. Déjame —dijo. Noté su asco y entonces supe que ya era demasiado tarde.
Salimos a la calle por separado. Ella caminaba deprisa y yo corría tras ella entre la calina, cubierto de sudor como un animal asustado.
—No puedes ir así, sola, por la noche —dije—. Espera un momento, te llevaré a casa.
—Yo siempre estoy sola. Hace años que estoy sola. —Paró un taxi y subió.
—¡No arranque! ¡Pare inmediatamente a un lado! —grité. El chofer me miró con indiferencia. Aquí no tenía autoridad para detener nada. Sigui le ordenó tranquilamente que arrancara.
Me senté en el coche, en el estacionamiento, a oscuras, y apoyé la cabeza en el volante. No tenía fuerzas para moverme. La llamé, pero no contestó. Ante mí, bajo las farolas de la calle, paseaban parejas relajadas y satisfechas; les esperaban todas las delicias del fin de semana. Busqué desesperadamente algún rostro con quien poder hablar. Al cabo de muchas llamadas respondió. «Estoy en casa —dijo calmada—. La niñera dijo que el niño ha pasado la noche vomitando. Tengo que colgar.»
Circulaba en dirección sur bajo las luces color naranja de la autopista. La ventana del coche estaba abierta y el viento soplaba con fuerza. Puse en marcha el centelleo azul encima del techo, me salté los semáforos rojos; tenía prisa por llegar. Alguien estaba esperando que fuera a verlo.
El vigilante de noche de la instalación policiaca me conocía; abrió el portal, dijo buenas noches, preguntó si había visto el partido de la selección, han empatado con Eslovaquia, parece que esta vez tampoco lograrán llegar al mundial. Le pedí un cigarrillo. Estacioné el coche dentro, junto a la puerta de hierro del edificio de los interrogatorios. Me quedé de pie fuera, fumando. Por encima de mí, los haces de luz de los focos cortaban la oscuridad. El aire olía a sal. Quizá lleve al niño a la playa de Ascalón; dicen que allí el agua es más limpia que en Tel Aviv.
Tecleé el código y la puerta de entrada se abrió con un zumbido. Los británicos habían construido el edificio con líneas rectas y funcionales, con gruesas paredes de cemento armado y unos grandes sótanos. Nosotros introdujimos las modificaciones que exigían los avances tecnológicos. El aire siempre olía a heces a pesar de los desinfectantes que se esparcían. Bajé las escaleras hasta que encontré al detective joven que había destruido mi matrimonio.
—Perdona que te haya molestado durante tu tiempo libre —dijo al verme—, pero pediste que te mantuviéramos informado. No consigo hacer progresos con él. Es más terco que una mula. —Tenía cara de ingeniero mecánico, este detective, sin un ápice de sofisticación, no tenía ni una gota de poeta.
—¿Dónde está ahora?
—Lo mandé a la celda; está allí, sentado en el taburete.
—Pide que lo traigan —dije.
Las celdas estaban en el sótano más profundo, los detenidos lo llamaban «el infierno». Hacía doce años que estaba metido en aquello, pero no había bajado ni una sola vez. Algunos soldados con un coeficiente intelectual bajo nos hacían los traslados, y mientras no les avisábamos para hacer otro se quedaban acurrucados junto a las salas de los interrogatorios, como rottweilers aburridos.
En la sala de los interrogatorios había una mesa de oficina metálica, una silla para el detenido y una lámpara con una pantalla llena de cadáveres de insectos. Las grabadoras estaban escondidas en la pared, no había ninguna ventana, el aparato del aire acondicionado era viejo y retumbaba. A veces lo apagaba para poder oír lo que decía el interrogado. Había un solo póster, de animales salvajes de la Tierra de Israel; nadie era capaz de descolgarlo.
Empujaron al detenido hacia dentro; parpadeaba, abajo estaba a oscuras. Era un muchacho gordo con una barba negra. Lo hicieron sentar en la silla con las manos atadas detrás. Le ofrecí agua, como hacía siempre antes de comenzar un interrogatorio; siempre la bebían. Cuando alguien tiene sed nunca piensa en la orina que después deberá hacerse encima. Pedí que le sacaran las bridas de plástico de las manos. Así era mejor, ahora los dos éramos libres.
Lo llamé por su sobrenombre.[3] Nunca entraba en la sala de los interrogatorios sin haber leído antes el expediente. Le pregunté cómo se encontraba. Él bebió agua y murmuró algo.
—¿Qué dijiste?
—Duele un poco —musitó en árabe—. No me encuentro bien.
Le dije que quería enviarlo a casa, que sólo tenía que decirnos dónde estaba su hermano.
Él mascullaba dentro de la barba, costaba mucho entenderle. Había interrogadores que tenían un traductor al lado porque no estaban suficientemente seguros de su árabe. Yo no lo hacía. Aprendí el árabe en la escuela, después lo utilicé durante los cuatro años en el ejército, en la universidad me inscribí en unos cursos de historia de Oriente Medio, y ya hacía diez años que lo hablaba con los detenidos. Mi árabe se había vuelto cada vez más primitivo, era el árabe de las barricadas, el de las preguntas simples, dónde y cuándo, por qué, qué hacías allí, gemidos de monos. No tenía tiempo de leer nada que valiera la pena. A este joven gordo casi no le entendía, se tragaba las palabras.
Respiré profundamente, como si no tuviéramos ninguna prisa, aunque afuera deambulara su hermano con un cinturón de clavos y balines de hierro.
—¿Cuántos años tienes? —pregunté, aunque ya lo sabía.
—Treinta y tres.
Parecía mucho mayor, seguramente por las blakawa y los corderos que había trinchado.
—¿Y tu hermano?
—¿Qué hermano? —dijo haciéndose el inocente y alzando un poco sus ojos desafiantes.
—Maruán —lo llamé por su nombre—. El que ha desaparecido.
—¡Ah! Pronto cumplirá diecinueve.
—¿Adónde ha ido?
—No lo sé, de verdad. Quizás a buscar trabajo.
El chico estaba sentado a mi lado, como si se tratara de una entrevista de trabajo. Tamborileaba nervioso la mesa con los dedos. Yo estaba muy cansado y no sabía cómo hacer para avanzar con el detenido. Probé en una dirección diferente.
—¿Quieres a tu hermano Maruán? —pregunté.
—Sí. Lo quiero.
—¿Y no te importa que quiera hacerse explotar?
Bajó la cabeza y me di cuenta de que sus labios se tensaban en una sonrisa que no conseguía reprimir.
—¿Sabes qué pasa cuando alguien se hace explotar? —le dije—. Para empezar, la cabeza vuela por los aires como una pelota, pero los ojos siguen viendo unos segundos más. ¿Te imaginas el miedo que esto da? Después todos los órganos se esparcen por los alrededores, y la polla se va al diablo. ¿Alguna vez has pensado cómo es una cosa así?
Se hundió en sí mismo. Sus dedos enrollaban un tasbih imaginario, y su boca mascullaba versículos del Corán.
Me acerqué. Quería atraer su atención, que se llenara de mí y de las palabras que le decía. En ciertos momentos has de hacer tuyo el escenario.
—¿Es así como te preocupas por tu hermano? —le susurré—. ¿Es así como te preocupas por tu hermano pequeño? ¿Qué clase de persona eres?
—Quizá tiene miedo de lo que le pueda pasar a su hermano cuando lo atrapen —el joven hacía el papel del poli bueno con una especie de torpeza que me sacaba de quicio.
—Nosotros lo salvaremos —le dije al oído, una oreja carnosa—. Pasará cuatro o cinco años en prisión, comerá tres veces al día, y luego a casa. Quizá rapten a algún soldado y entonces saldrá antes.
Me sudaban las axilas y la espalda, tenía la camisa empapada. Mi interrogado llevaba una prenda de vestir negra y larga, pero a pesar de la barba y de la ropa pesada no parecía tener tanto calor como yo. Eres un charlatán, me dije; lo que haces le divierte.
—¿Pasaban mucho tiempo juntos cuando él era pequeño? —pregunté.
Volvió a musitar algo. En la frente tenía esas manchas negras de los religiosos fanáticos que se dan con la cabeza en el suelo. Si estuvieras en su lugar, ¿habrías traicionado al hermano que estaba a punto de suicidarse para santificar a Dios?, me pregunté.
—¿Qué es lo que más te gusta de él, de tu hermano Maruán? —pregunté pensando en mi hijo, que había vomitado y por la noche no dormiría. Me pregunta dónde estás, había dicho Sigui en la cafetería, antes de la representación teatral; te necesita. Me sentí inseguro.
Pedí al policía joven que fuera a buscarme un café.
—¿Puedo dejarte solo con él? —dijo en voz baja, porque eso iba contra el reglamento.
—No pasa nada —le respondí—. Tiene los pies atados. No irá a ninguna parte.
El joven salió. Apagué el interruptor de la grabadora que estaba debajo de la mesa; luego podría echar la culpa a un error técnico. Me acerqué al detenido hasta tocarlo y me quedé de pie a su lado. Me pasó por la cabeza la imagen de mí mismo sacándome la polla y meando sobre él. En aquel momento no le tenía ningún respeto, para mí era una caja de grasa que escondía un secreto que podía matarme.
—Escúchame con atención —le dije en el árabe más correcto que pude reclutar—. Si no me dices dónde está tu hermano, esta misma noche te mataré. No volverás a ver la luz del día, ni a tu mujer ni a tus hijos. Escúchame bien —le agarré el cuello de la camisa haciendo mucha fuerza con las manos—, tienes que hablar conmigo o morirás. Créeme.
Me lanzó una mirada rápida a los ojos, examinándome. Tenía un hablar espeso, pero su mirada era inteligente, escrutadora. No lo había asustado lo suficiente, de modo que me vi obligado a empezar a hacerle daño. La bofetada fue más fuerte de lo que yo pretendía y lo aturdió; entonces intentó levantar las manos para protegerse y, aún sentado, le di un puñetazo en el estómago. Esto no era nada comparado con tripas esparcidas por el suelo. Todo va bien hasta que las membranas se rasgan y los órganos se derraman.
El joven regresó con el café y enseguida se dio cuenta; comprendió que había pasado a la siguiente fase.
—No había más remedio, ¿verdad? —me susurró—. Espero que hayas parado la grabación.
El joven volvió a atar las manos del detenido a la silla, en una posición que le arqueaba la espalda hacia atrás, y yo volví a hablar.
—Te dejaré libre cuando me digas dónde está. Haz una buena obra musulmana. Salva a tu hermano, sálvate a ti mismo. Nadie sabrá que has cantado. Hemos detenido a treinta hombres para poder encontrar a tu hermano. Nadie sabrá que fuiste tú.
Lo dejamos sentado de esa manera hasta que en su rostro aparecieron señales de sufrimiento. En momentos así quieres liberarlos, darles agua; quizá te lo agradezcan y hablen. Pero es un error. Sólo están llenos de un odio terrible.
—¿Cuántos hijos tienes? —pregunté.
—Cuatro —musitó. Le caían chorros de sudor por la frente. Por fin era consciente de que se encontraba en un aprieto.
—¿Quieres que se queden sin padre? —pregunté. Tengo que meterme dentro de la cabeza de este tipo. Los golpes no lo harán cantar; se irá a otro mundo, a lugares en los que Dios se encuentra con él, y allí no puedo tocarlo—. ¿Por qué estás enfadado con nosotros? —pregunté, y él volvió a sonreír. El joven le dio un golpe en el hombro, sin mi permiso, que le provocó una exclamación de dolor—. Sólo yo puedo tocarlo —dije.
El joven se me acercó y me dijo al oído:
—Perdona, pero fuera todos están histéricos. Según las informaciones, ya ronda por ahí con la carga explosiva y esta noche lo harán entrar en el país, pero no saben quién. Tenemos que sacárselo.
Quizás un palo en el culo haría efecto, o un choque eléctrico y ratas, como hacían los sudamericanos en los buenos tiempos; pero yo sólo tengo manos, un saco y bridas de plástico. No he tenido tiempo para que se agotara en la mazmorra. Debe empezar a hablar. Mi teléfono se puso a temblar en el bolsillo, y cuando lo miré vi que Sigui me llamaba.
—Vuelvo enseguida —dije al joven y salí un momento.
Sigui lloraba. Pasó un tiempo precioso hasta que conseguí que me dijera que no había dormido en toda la noche, que el niño vomitaba y tenía fiebre.
—¿Ahora duerme? —pregunté.
—Sí, pero no lloro por eso —dijo todavía llorando; apenas entendía lo que me decía.
—Bueno, si no es urgente, hablamos después.
—¿Cuándo vendrás? —En aquel momento sentí una presión en el pecho.
—En cuanto terminemos. —Abrí la puerta de la sala de los interrogatorios.
—¿Y eso cuándo será?
—Cuando hayamos atrapado al tipo que se quiere hacer explotar —dije. Colgué el teléfono y entré en la sala.
Arrastré la silla y me acerqué mucho a él; respiraba su aliento, arrimé mi cara a la suya, buscándole los ojos.
—Vamos, salvemos juntos a tu hermano —dije—. Ayúdame.
Él movió la cabeza de un lado a otro con fuerza. Estaba hecho de un material irrompible; aunque lo trituráramos no se convertiría en un traidor.
—Iremos a buscar a tu mujer —dije—. ¿Sabes dónde la pondremos? En la celda de los hombres, donde están los violadores y los pervertidos; la están esperando, cada semana les hacemos llegar una remesa fresca. ¿Crees que bromeo? ¿Crees que los judíos no hacemos estas cosas? Las hacemos, las hacemos; nos hemos vuelto tan cerdos como ustedes. —Sentía vergüenza de mí mismo; las palabras que salían de mi boca me daban asco; el detenido que tenía delante era un tipo noble comparado conmigo. Si alguna vez me encuentro en su situación, espero tener la fuerza de actuar exactamente como él.
Hice una señal al joven, y él apretó aún más las bridas. Ahora el detenido estaba completamente torcido hacia atrás, arqueado, con el vientre hacia adelante, como si estuviera separado del cuerpo; en los pantalones se le había esparcido una mancha de pipí. Un interrogatorio elegante, me dije. Dejé que se consumiera unos minutos y mientras tanto salí para llamar a Sigui, pero no contestó.
Cuando volví, el joven le estaba describiendo, con su árabe vacilante, cómo se la tirarían por delante y por detrás; costaba creer que de la boca de un ingeniero mecánico pudieran salir esas palabras, hablar de posiciones que aparentemente había inventado mientras se masturbaba en el cuarto de baño. Frente a su silencio, éramos unos trapos, sucios y desgraciados.
El tipo empezó a gritar muy fuerte, como si estuviera a punto de romperse. Me acerqué, le puse una mano en la cabeza y se la acaricié, induciéndolo a hablar, a darnos nombres y lugares. Tardé un buen rato en comprender que se ahogaba con su vómito, que sus resoplidos eran de agonía.
Pasó demasiado tiempo antes de que llegara el sanitario; el joven había ido a buscarlo corriendo, pero estaba fuera del recinto comiendo lo que le había llevado su novia. Nos embrollamos con las bridas porque estaban demasiado apretadas; el joven corrió a buscar unas tijeras. Intenté enderezarlo para que escupiera el vómito que tenía en la boca, pero sus pupilas ya habían rodado hacia atrás y se notaba el olor a mierda, como si saliera de un ahorcado. Cuando el sanitario llegó, se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué hacer, hacía falta un médico de urgencias. Él mismo fue a llamar al médico de guardia, que vivía en Asdod, y mientras llegaba tuvimos un cuerpo graso y maloliente tumbado en el suelo, dentro del cual se pudría el secreto que le queríamos sacar.
Cuando salí de las instalaciones policiacas ya amanecía. Llené los formularios que se requieren en esas situaciones y los envié por fax adonde debía enviarlos. Llamé a Jaim para informarle, y él me pidió que fuera allí a las ocho y media porque había que investigar los hechos, pero que antes durmiera un rato porque me esperaba un día nada fácil. El joven estaba completamente asustado, veía cómo su carrera se acababa antes de empezarla. Le dije que yo me haría responsable de todo; él podía decir que estaba fuera cuando había pasado. En cualquier caso, el único testigo estaba muerto y no había ninguna grabación. El médico, en un aparte, nos dijo que aparentemente el hombre tenía una sensibilidad especial, que no creía que hubiéramos transgredido el procedimiento, pero que trasladarían el cuerpo para hacerle la autopsia y saber cuál había sido la causa de la muerte.
El sol ya deslumbraba nada más al salir por encima de las montañas, no se compadecía ni un momento. En la radio leían las noticias de los periódicos y tocaban estrepitosas canciones israelíes. Junto a la carretera había esqueletos de edificios y restos de campos amarillentos que ninguna lluvia podía salvar.
—Tienes que descansar un rato —había dicho Jaim por la mañana. Estaba muy cansado, los pensamientos me llevaban adonde no quería llegar—. No quiero suspenderte; sólo te pido que te apartes un tiempo de los interrogatorios. Vete unos días de vacaciones. Seguro que en los próximos días habrá reacciones, los periodistas se interesarán en el asunto, quizás algún parlamentario hará alguna pregunta. Lo superaremos. Lo que me interesa es que, desde el punto de vista espiritual, estés en paz. No es fácil, lo sé.
—¿Desde el punto de vista espiritual? —me reí por debajo de la nariz—. Jaim, esta noche maté a un ser humano, lo ahogué como a un cerdo. ¿Cómo puedes hablar de espiritualidad en medio de este vómito?
Desde el otro lado de la mesa, Jaim puso una mano sobre la mía. Desde que mi padre intentaba tranquilizarme cuando era un niño, ningún otro hombre me había tocado de esa manera. Mis ojos rojos miraron los suyos, frágiles; no hizo falta que nos dijéramos nada más. Él sabía perfectamente lo que en ese momento me pasaba por la cabeza.
—¿Lo atraparon? —pregunté.
Jaim negó con la cabeza.
—Está en algún lugar, de camino, seguramente ya le habrán puesto el cinturón. Una nueva banda que no conocemos actúa con él, una que vigila bien la seguridad. No tenemos ningún hilo para estirar.
—Me corroe no haber conseguido sacarle nada —dije—, y encima haber acabado con él de esa manera.
—Si tú no lo has conseguido, nadie lo habría hecho —dijo.
—No es cierto. No estoy en forma. Hay pensamientos que me estorban. En una situación así te ves arrastrado a la violencia. Es lo que me pasó. Pero no quería matarlo.
—No lo mataste —dijo Jaim—. Sácatelo de la cabeza.
Me habían ido a reclutar al campus. Me habían investigado, sabían que había estado en el servicio de información militar, que sabía árabe; parece que tenían buenas recomendaciones. Sabían más cosas; por ejemplo, mis opiniones de entonces, porque me hablaron de la joven paz y de la importancia que tenía protegerla. Dudé, les di una impresión de debilidad, pero Jaim insistía y nos encontramos dos o tres veces en un café. «Necesitamos gente que sea exactamente como tú —dijo—, no los exaltados que sólo quieren a su amado país sin crueldad. No busco a nadie que odie a los árabes. Por mí los puedes amar.» Me habló de Rabin. Le pedí que me dejara pensarlo, y entonces hubo los atentados de Purim de 1996, en invierno, un autobús, y otro, y otro, oí cómo el autobús de la línea 5 explotaba unas calles más allá de la terraza cerrada donde estaba estudiando para un examen. Y vi cómo las buenas intenciones se iban a freír espárragos. Llamé a Jaim para decirle que aceptaba, que quería proteger lo que quedaba.
—Ahora quiero que te concentres en la historia del hombre de Gaza —dijo Jaim que, detrás de su mesa, parecía una pelota hinchada y cubierta con una kipá—. Sácalo de allí enseguida. Empecemos a hacer avanzar el asunto. Dentro de unas semanas todo se calmará, y entonces podrás volver a los interrogatorios, si quieres. El sabbat descansa como es debido, ve a algún lugar con tu mujer. No quiero que te hundas. Te necesito, de verdad.
—Eres demasiado compasivo conmigo —dije.
—Debes sobreponerte —dijo Jaim—. Toma lo que te mereces. Aplácate un poco por dentro y fortalécete. Ahora ve con tu mujer. Yal-la, vete.
Y, cojeando, me acompañó hasta la puerta.
Cuando iba hacia mi casa, me llamó una chica del departamento de recursos humanos para decirme que Jaim había hablado con ella y que habían reservado una habitación a mi nombre en un hotel del mar Muerto. Hacía años que no iba. Llamé a Sigui al trabajo. Con voz tierna me dijo que estaría encantada de ir.
La madre de Sigui cuidaba del niño en nuestra casa. El pequeño se encontraba mucho mejor y se alegró al verme. Los vómitos habían cesado. Me mostró un coche nuevo que Sigui le había comprado e intentó hacer una voltereta, como le había enseñado un niño de la guardería. Me di un buen baño y me afeité. Aún tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado, pero sabía que las lágrimas no llegarían. Después, mi suegra y yo nos sentamos en la cocina y tomamos un café. Con mucho cuidado, me preguntó si estaba muy ocupado. Sigui le había dicho que apenas nos veíamos.
—Quizás ahora estaré un poco más libre —dije. La madre de Sigui era una buena mujer, viuda, maestra jubilada y dispuesta a dar el alma por su hija.
—Traje algo de comida —dijo la abuela—, carne rebozada y puré de papa, y en el refrigerador hay arroz. El médico dijo que el niño debe comer arroz. —La liberé; ella dio un beso y un abrazo al pequeño, que se dejó hacer encantado.
Intenté olvidarme de todo, hablar con el niño de las cosas que últimamente le habían pasado, llevarlo a caballo, comer juntos. Él quiso interesarme en sus cosas, me agarró la mano y me hizo sentar para que mirara los dibujos que había hecho. Le dije «muy bien, muy bien», pero no conseguía ser claro, me sentía como si alguien me hubiera anestesiado el cerebro para no sentir ningún dolor. El niño notó que no estaba con él y se fue a sus cosas. Me senté en la sala e intenté leer el periódico, que me puso enfermo —todos protestaban y querían más dinero— hasta que me dormí. Cuando me desperté casi estaba oscuro y tenía a Sigui delante de mí, preguntándome por qué había dejado solo al niño.
El viernes por la mañana bajamos al mar Muerto vía Jerusalén. El niño iba detrás, en su sillita.
Sigui me preguntó cómo era que me habían dado el día libre.
—Jaim dijo que me veía demasiado agotado. No quiere que me hunda —le dije una media verdad.
—¿Encontraron al chico que buscaban?
—Todavía no.
La vegetación se hacía más escasa a medida que descendíamos la montaña, la luz era deslumbrante. En los alrededores de la carretera había lugares donde solíamos parar cuando íbamos de excursión —el extraño monasterio de Mar Elías, Wadi Qelt, gargantas donde se podían ver cabras monteses—, pero ahora era peligroso ir solo, con una mujer y un hijo.
Sigui hablaba de las cosas que le habían pasado en el trabajo; trabajaba en el departamento de marketing de una empresa farmacéutica, donde no hacía demasiado la habían ascendido. Pero yo tenía la cabeza en otro sitio y casi no la escuchaba.
—¿Qué opinas? —me preguntó.
—¿De qué? —dije, agitado.
—Del viaje. Me parece que es una oportunidad magnífica para nosotros.
Me disculpé diciéndole que durante unos momentos no la había escuchado.
—Me propusieron ir dos años a trabajar a Boston para la empresa —dijo impaciente—, para dirigir el marketing de la costa este. Les dije que tenía que hablar contigo. Quieren una respuesta antes de fin de mes.
—¿Y nosotros qué?
—¿Qué quieres decir? Ustedes vienen conmigo. Ellos pagan el alojamiento y todos los gastos. El sueldo también será americano. Bastará para vivir bastante bien.
En dirección contraria circulaba demasiado rápido una camioneta con la matrícula azul de los árabes. Me puse tenso. Detrás, el niño dormía. Estábamos muy cerca del final de la bajada, faltaba muy poco para el desvío a la izquierda que va a Jericó. La última vez que estuve allí, habíamos ido para encontrarnos con la gente del servicio de información palestino; pretendíamos obtener información de sus hermanos. En honor nuestro sacrificaron cuatro corderos, pero no nos dieron nada que valiera la pena. El reservista de la barricada del ejército me hizo una señal con la mano indicándome que pasara. Me dio pena que tuviera que estar allí de pie, con aquel calor tan terrible.
—Tengo que pensarlo —dije—; de momento me parece ilusorio.
—Allí podrías terminar el doctorado —dijo Sigui—. En esa zona hay muchas universidades. Ya lo he mirado, podría ser ideal.
No sé por qué, pero la rabia me quemaba por dentro; dominarla me provocó una acidez que me subía por la tráquea, y entonces volví a decirle: «Tengo que pensarlo. Dame unos días».
—No puedes imaginar lo bonito que es Boston —siguió ella.
Por encima del valle se veía una bruma de calor. La línea de la costa del mar Muerto estaba más lejos de lo que yo recordaba; en lugar del mar había un salar agrietado y pequeños y miserables matorrales.
—Mira cómo se seca el mar —le dije—. Estos sonados sacan el agua por dinero. Los mapas ya no sirven. Cuando el niño sea mayor, ya no quedará nada.
—Allí las cosas nos podrían ir bien —insistía Sigui—. Necesitamos cambiar de aires. El médico también me lo ha dicho. Haz unas vacaciones largas y quedarás embarazada. No me ha encontrado algo que no sea normal. Recuerda que la primera vez me costó muy poco.
—Pues vete de vacaciones —dije—; ya saldremos adelante con mi sueldo.
—No puedo hacer vacaciones aquí —dijo Sigui—. ¿Qué quieres que haga? ¿Esperar a que vuelvas del trabajo de madrugada? No puedo vivir todo el día con esta tensión. Ambos estamos metidos en esto. No depende sólo de mí. A ti también te hace falta descansar. Eres tú quien insiste en tener otro hijo.
Di un manotazo al volante y sonó el claxon en la curva de la carretera vacía. El niño dio un brinco, asustado.
—Perdón —dije con calma—. Quiero que disfrutemos del fin de semana. Dejemos esto de lado.
—Lo que haces no está bien —masculló Sigui por detrás de los lentes para el sol—. No sé qué te pasa por la cabeza.
El vestíbulo de entrada del hotel estaba lleno de grupos de gente gorda que se sentaba en las butacas y hablaba a gritos, y de niños que corrían de un lado a otro. Había el alboroto de una estación de trenes que no iban a ninguna parte. Di mi nombre en la recepción y me entregaron la llave magnética. Sigui llevaba el niño en brazos. Subimos en el ascensor a la habitación, que era silenciosa, espaciosa y tenía una buena vista al mar Muerto y a las montañas de Moab, o de Amón, de una de las dos tribus.
El niño se despertó al llegar a la habitación y se puso a dar saltos sobre la cama de matrimonio hasta que casi se cayó; pedía que lo hiciera volar como si fuera un avión, reía como un loco. Es un niño feliz, me dije, no se lo puedes estropear. Sigui sacó de la bolsa los cochecitos del niño. Hacía mucho tiempo que no estábamos así, los tres juntos. Quería tumbarme para descansar, pero el niño dijo que quería ir a la alberca.
—Llévatelo —dijo Sigui con una sonrisa cansada—. Yo me quedaré a descansar.
Le puso el bañador entero que parecía una especie de traje de submarinista y le untó las partes del cuerpo que le quedaban al descubierto con una espesa capa de crema protectora. Yo le coloqué los flotadores, luego me puse el traje de baño y bajamos descalzos. El sol del mediodía era tan fuerte que quemaba cualquier pensamiento; todo lo que todavía amenazaba molestarme lo hundí en aquella agua agradable y azul. Casi teníamos la alberca para nosotros solos porque en el comedor ya empezaban a servir la comida y los de los grupos organizados se habían ido. El niño golpeaba el agua con sus piececitos, lanzaba salpicaduras, me saltaba encima, se separaba de mí, me pedía que le tirara una pelota; quería ver cómo me hundía hasta tocar el fondo de la piscina, me sumergí completamente y emergí de pronto como un león marino y él se retorcía de la risa. Nunca estarás mejor, me pasó por la cabeza un pensamiento cegador; saca de este momento tantas fuerzas como puedas.
Fuimos a ver de cerca el mar. Un hombre flotaba en el agua mientras leía un libro, y dos mujeres se untaban lentamente con barro con la esperanza de conservar la belleza. El niño me agarró fuerte la mano; quería que nos quedáramos allí mirando. Me vi arrastrado detrás de él, hacia arriba, hacia abajo, dentro del agua; fuera, a lo lejos, una bruma se alzaba de la tierra como al principio de la creación, la excitación no desaparecía de su rostro.
Tuvimos tiempo de comer lo que quedaba en el comedor. Los otros huéspedes ya no parecían tan terribles —familias sanas y alegres concentradas en sus hijos—. Aquel apelmazamiento ya no me molestaba. El niño devoró un plato de arroz y pollo, y un helado de postre. Mientras me tomaba el café quiso sentarse en mi regazo y apoyó la cabeza en mi hombro cuando aún no había tenido tiempo de terminarlo. Lo llevé a la habitación y con mucho cuidado lo dejé en su camita, junto a la nuestra.
Esperaba que Sigui me sorprendiera en la regadera, como solía hacer antes, pero dormía profundamente. Cuando salí del baño, me metí suavemente en la cama, a su lado, y la abracé. El aire acondicionado no hacía ruido, las sábanas eran agradables, y cuando el niño me despertó dando saltos sobre mí, casi estaba oscuro.
—Buenos días —me sonrió ella. A todos nos hacía falta un sueño así. Yo no quería abrir los ojos. El momento era agradable. Me pasó por la cabeza un pensamiento malo y oscuro, y tenía la certeza de que se haría realidad. Intenté no hacer caso.
Sigui bañó al niño y luego se bañó ella y los tres bajamos, limpios y perfumados, al vestíbulo del hotel. Sigui quería tomar un café; después buscamos el lugar del servicio del sabbat para los niños que había organizado el personal del hotel.
—¿Qué es lo que te molesta?
«Sabbat de paz y bendiciones», cantaban los niños en el sótano. Luego un payaso hizo trucos de magia; vio que yo estaba de pie detrás y trató de arrastrarme al pequeño escenario para utilizarme como víctima de sus tonterías. No, gracias, le dije con un gesto; no quiero participar en eso.
—Nada —mentí a Sigui—. Lo pasamos muy bien en la alberca. El niño ha estado muy contento.
Sigui me cogió fuerte la mano y me miró de cerca. Ahora había una música de fondo ensordecedora. «Te quiero mucho», dijeron sus labios.
Entonces mi mensáfono se puso a vibrar y supe que las vacaciones se habían terminado. Leí la información, pero decidí callar. Al fin y al cabo me habían echado de los interrogatorios. Intenté retenerme por el bien del niño.
Pero no sólo yo había recibido la noticia. Sigui se dio cuenta de que la gente se reunía en el vestíbulo, se amontonaba alrededor de los sofás y conversaba nerviosa; de repente todos parecían sudorosos, y preguntó qué pasaba.
—El hombre que buscábamos se hizo explotar —dije—. En Jerusalén. Hace unos minutos. Al lado de una sinagoga.
En el vestíbulo comenzó el ceremonial de expresiones furiosas, de miradas de aflicción y de llamadas a los parientes que podrían haber estado en el lugar de la desgracia. Hombres mal hablados y mujeres enjoyadas decían que habría que hacerlos explotar a ellos y se preguntaban hasta cuándo deberían soportarlos. Aquello no me interesaba. Al cabo de poco rato debería sentarme con ellos para la cena de sabbat, escuchar cuando alguien rezara las bendiciones, ponerme una servilleta en la cabeza y comer sopa de pasta y pescado con salsa. No me veía capaz de quedarme allí más tiempo. Había abandonado la lucha por debilidad; tenía que reunir fuerzas y regresar.
—Debo irme —dije—. No puedo quedarme aquí.
—¿Adónde se va papá? —preguntó el niño.
—A trabajar —contestó Sigui con cansancio—. Podrías llevarnos de vuelta a casa —dijo en voz baja—. Ahora esto no tiene ningún sentido.
—Quédense. Volveré —dije—. Tal vez mañana aún tengamos tiempo de ir a la alberca.
Subí a la habitación para cambiarme de ropa. No podía presentarme ante un detenido vestido con pantalones cortos y sandalias. A nuestro alrededor continuaban las lamentaciones, pero se notaba un movimiento vivaz hacia el comedor.
Sigui pidió que al menos me quedara a cenar con ellos. Me senté a la mesa, impaciente. En la mesa del centro, alguien pronunciaba la bendición del vino y todo el mundo se puso de pie. Estaba lleno a rebosar y hacía mucho calor, como si los aparatos del aire acondicionado hubieran dejado de funcionar y todo el calor del desierto penetrara a través de las paredes. Para conseguir la comida había que hacer una larga cola. El niño, dándose cuenta de mi inquietud, también se puso nervioso; gemía diciendo que tenía hambre, pero no veía nada que le apeteciera y acabó echándose encima un vaso de jugo de fruta.
—Vete —me dijo Sigui—, vete de una vez. No sirve de nada que estés aquí.
Volví solo a Jerusalén. Fuera de la zona de los hoteles, el cielo era negro y profundo, lleno de estrellas. Un zorro atravesaba la carretera corriendo y frené para no atropellarlo. El soldado de la barricada estaba de pie en medio de la carretera, con el fusil orientado a sesenta grados; me hizo una señal con la mano para que me detuviera. «Sí, esta mañana pasé por aquí, con mi mujer y el niño», dije para tranquilizarlo.
—¿Y ellos dónde están? —dijo metiendo la cabeza por la ventana, como si los hubiera liquidado y escondido en la cajuela.
—Se quedaron en el hotel. Me llamaron urgentemente de Jerusalén por cosas del trabajo.
—¿Dónde trabaja para que lo llamen un viernes por la noche? —preguntó el reservista mirón, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.
—En el Servicio de Seguridad General.
No sé por qué, pero aquello lo hizo reír.
—Cuando vuelva podría traerme algo para comer, ¿no le parece?
—Ningún problema, hermano, pero ahora déjame pasar.
Subí del desierto por la carretera vacía y llegué a la ciudad, que estaba muy tranquila. Los ultraortodoxos, con sus trajes de sabbat, paseaban satisfechos con sus hijos, los viejos pinos movían las copas con el viento del atardecer. Las murallas de la ciudad vieja estaban bellamente iluminadas para los escasos turistas. Las siluetas de los soldados de la guardia fronteriza patrullaban tenebrosas por las calles. Se notaba la calma serena de una ciudad silenciada. La explosión había ocurrido lejos de aquel lugar, al otro lado de la ciudad.
Enseñé el documento de identidad al guardia de la entrada del recinto de los rusos. Un coche del ejército descargaba dos detenidos, esposados y con la cabeza cubierta, empujándolos con fuerza hacia el interior de las instalaciones policiacas. Atravesé los pasillos; en todos se notaba el tumulto posterior a un ataque, teléfonos móviles alocados, personas con los ojos tapados empujadas con fuerza y monitores parpadeando nuevas informaciones. Estaba contento de estar allí, me sentía cómodo en ese tumulto.
Jaim estaba de pie, con su traje de sabbat, detrás de una mesa de formica y dando órdenes. Al verme se calló.
—¿Qué haces aquí? Te dije que te fueras a descansar.
—Vengo del mar Muerto —dije—. No puedo quedarme sentado.
—No tenías ninguna necesidad de dejar a tu mujer —dijo clavándome una mirada cansada.
—Ahora ya estoy aquí.
—Me hicieron levantar de la mesa mientras comía el pescado —masculló Jaim—. Hay mucha presión en el sistema. Los jefes me pidieron que me ocupe directamente del asunto. ¿Por qué viniste?
—Quiero hacer el interrogatorio —dije. Uno de los jóvenes nos miraba con curiosidad.
—Ven aquí un momento —dijo Jaim, renqueante tras la mesa y poniéndome la mano en el hombro. Era una cabeza más bajo que yo. Estábamos de pie en un pasillo, en medio de un convoy de prisioneros que empujaban hacia dentro—. No está bien —dijo—, no quiero que hoy interrogues a nadie.
—No me hagas esto, Jaim. Sé que me necesitas. Debo reparar lo que he estropeado. Me has dejado solo con mis pensamientos. No me jubiles a los cuarenta años. Sabes que no hay retorno.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó. Estábamos tan cerca el uno del otro que noté cómo su aliento se mezclaba con mi respiración. Su boca desprendía el agradable olor del sabbat.
—Estaré bien, Jaim. Metí la pata. Sabes que no tengo la culpa.
Jaim me miró desde abajo; tenía unos ojos bonitos y cálidos, como los de un cantante turco.
—Trajimos a dos de sus parientes. Ambos estuvieron en contacto con él en los últimos días, con este mal nacido. Su filmación ya circula por la red, con el kalashnikov, la bandera y el discurso de despedida. Conozco la sinagoga. Tengo amigos que van a las plegarias allí. Se puso los tzitzit [4] en los pantalones, como un chico bueno de Jerusalén. Me vuelve loco pensar que estuvo dando vueltas tres días entre nosotros sin que hubiéramos podido atraparlo. Los que lo enviaron no son tontos. Saben hacer su trabajo.
—¿De quién quieres que me ocupe? —pregunté.
Estábamos en Jerusalén, así que las salas de los interrogatorios tenían más carácter. Los techos eran altos y las paredes de piedra. Jaim volvió a asignarme a uno de los jóvenes con la cabeza rapada y la piel de la cara grasienta. Antes que trajeran al detenido preparamos la orientación de la investigación dividiéndonos los papeles; esta vez quería actuar siguiendo la norma, aunque nunca había dado resultados.
El tipo al que hicieron sentar delante de mí era completamente distinto del que yo había matado. Llevaba la barba recortada, con estilo, ropa pulcra y el cabello untado con algún tipo de brillantina. No me gustó, parecía un proxeneta. Por su forma de encarar las orejas hacia mi conversación con el joven ayudante, enseguida me di cuenta de que entendía el hebreo. Eché un vistazo a los papeles. En los años setenta, cuando era un joven, estuvo dos meses en prisión por pertenecer a una organización ilegal, y desde entonces no se había oído hablar de él.
—Te hemos estado buscando —empezó a decir el joven ayudante en hebreo.
—¿Por qué? —preguntó el detenido—. No he hecho nada malo.
Del otro lado de las gruesas paredes de piedra llegaba un grito de terror, y el tipo se retorció en la silla de una manera nada estética. De momento, sólo tenía atadas las piernas.
—¿Conoces a un tal Maruán? —preguntó el ayudante.
—¿Qué Maruán?
—El Maruán que se ha hecho explotar, volar, el Maruán con los tzitzit —dijo el ayudante. Sus idas y venidas ante el detenido eran de profesional; logró que yo también me pusiera nervioso.
—No te diré que no —respondió el detenido. Por un momento pareció que sería fácil trabajar con él, tal vez podría volver con Sigui por la noche.
—¿De dónde lo conoces?
—Es el hijo de mi primo —dijo el detenido—. Lo conozco del pueblo.
—Pero hace mucho tiempo que no vives allí —dijo el ayudante— y él es mucho más joven que tú. ¿Qué tienes que ver con él?
—Nada en especial —respondió el detenido. Seguía con la cabeza los movimientos del joven ayudante, las pupilas de los ojos se le movían nerviosamente—. Nos encontramos en las bodas.
—Y hoy nos han obsequiado un buen casamiento —dijo el ayudante. Luego se detuvo, como si me estuviera haciendo un lugar para intervenir en el interrogatorio.
Callé. Hasta entonces el chico hacía progresos, para qué estropearlo.
—¿Cuándo hablaste con él por última vez? —preguntó el ayudante.
—No lo sé, de verdad; quizás hace uno o dos meses.
—¿Y si te digo que hablaste con él anteayer? ¿Sabes lo que quiere decir anteayer? —El ayudante se acercó al detenido, que estaba sentado, y casi le rozó la cara con la hebilla del cinturón.
—Claro que lo sé, pero no es cierto —respondió el detenido, empezando a jugar con nosotros.
El ayudante lo agarró por el cuello de la camisa hasta que se oyó el ruido de un desgarro, y entonces lo levantó con una sola mano. El detenido era un muchacho fuerte.
—Te daré por el saco si no me dices inmediatamente la verdad —dijo el ayudante.
El muchacho tosió y, moviendo las manos, dijo:
—En serio, es la verdad —y luego murmuró algo en árabe.
El ayudante volvió a mirarme, pero yo seguí sentado, observando como si estuviera en un teatro. No me veía capaz de intervenir. Abrió la puerta, llamó al soldado que esperaba al otro lado y le pidió que atara las manos del detenido detrás. Ya estamos otra vez, pensé.
Mientras tanto, el joven ayudante se me acercó, la cara le resplandecía, y me susurró:
—Ahora te necesito; tengo la sensación de que es alguien de peso, podría ser que supiera algo de los otros que rondan por la zona.
La primera vez fue con Jaim. Él era mi monitor. Me impresionó su elegancia, la manera como se acercaba y se alejaba, como hacía presión y aflojaba, como revoloteaba ante un prisionero como una mariposa y como le hacía cantar sin tocarlo ni una sola vez. En el momento álgido parecía como si hubiera descorchado una botella de un vino bueno y caro.
La elegancia ha muerto, me dije.
Ahora el prisionero estaba echado hacia atrás, como un plátano. No me sentía cómodo. Despierta, hace años que se sientan así ante ti, esos clientes, es parte de la representación, por eso pagan entrada.
El joven se rascó la cabeza, me miró decepcionado y volvió a acercarse al prisionero. Una y otra vez lo interrogó sobre la última conversación; le escupía que era un mentiroso, pero la investigación no avanzaba.
—Me gustaría llevarlo abajo algunas horas para que tuviera tiempo de cocinarse un poco en el infierno —me musitó el ayudante—, pero no queda tiempo. Este tipo hace tictac.
—Déjame a mí un momento —me sacudí y entré en escena. Ante mí vi el rostro sonriente del niño en la piscina. Hay que pagar un precio muy alto para un momento así—. Sabemos que hablaste con él —dije con calma.
Él me miraba de una manera extraña, casi con desprecio. Yo no tenía ningún respeto por aquel cabrón que, si hubiera podido, me habría arrancado el corazón sin pensarlo dos veces.
—Hace unos días, alguien estaba sentado frente a mí exactamente como tú ahora, y yo le preguntaba. Él no quería contestar. Murió en medio de nuestra conversación. Tú no quieres que te pase lo mismo, así que hablemos.
—Conversamos sobre la fiesta —escupió el tipo—. Me dijo que compraría un cordero para la familia. Eso es todo.
—No creo que hablaran de eso.
—Lo juro por mis hijos —dijo el detenido—. No tengo nada que ver con estas cosas. Voy con cuidado.
No avanzábamos y él empezaba a dominar la situación. El ayudante, que también lo notaba, se quedó de pie a mi lado. Si hubiéramos podido esperar unas horas, habríamos conseguido quebrarlo tapándole la cabeza con un saco y poniéndole una música que no lo dejara dormir. Pero no había tiempo.
—He visto la foto de tu mujer que llevas en la cartera —le dijo sonriendo mi colaborador—. Es guapa, tu mujer. Mírala —le pasó por delante de la cara una foto de pasaporte de una chica de labios carnosos y cabello largo—. Me gustaría follarla. Podría hacerlo esta noche. Puedo pedir que me la traigan. —Eso también lo teníamos. Éramos como un mal teatro donde noche tras noche se representa la misma obra.
En la cara del detenido apareció una expresión extraña. La boca se le abrió un poco, el cuello se le tensó formando un ángulo. Daban ganas de enderezárselo, de volver a ponerle cada cosa en su sitio.
—¿Qué dices, Ahmed? ¿Tu mujer y yo lo hacemos esta noche? ¿Le gusta que se lo hagan fuerte por detrás? —Yo notaba cómo me subía la bilis, a pesar de haber oído las mismas palabras una infinidad de veces. Podía ver al interrogador que tenía a mi lado intercambiando el lugar con Ahmed, y a Ahmed amenazando con follarse por detrás a la rolliza mujer del interrogador. La visión empezó a pixelarse ante mis ojos, en fracciones de una fotografía, y entonces noté el escupitajo resbalándome por la cara, hacia la boca; mi puño se disparó sin darme cuenta, y el sonido siguiente fue el de astillarse los dientes del detenido, el señor Ahmed. Chilló.
—¿Por qué lo has hecho? —gimió el ayudante. Su imagen estaba desmenuzada delante de mí—. Ahora deberemos redactar informes y todos estos dolores de cabeza, una pérdida de tiempo. Precisamente ahora que hacíamos algún progreso. ¿Qué te pasa?
—Llama al sanitario —dije—. Y luego a Jaim. Yo también estoy herido —le mostré los restos de sangre que tenía en los nudillos.
Pensaba pedirle perdón, pero no lo hice. No demasiado lejos de donde estábamos, todavía recogían los pedazos que su primito había dejado esparcidos. Él tampoco inspiraba ningún afecto, con su boca sanguinolenta, sus gemidos de dolor y aquella expresión asquerosa en el rostro. Seguí con estos pensamientos hasta que entraron el sanitario y Jaim, el pobre Jaim. ¡Por qué cosas tenía que pasar en vez de estar con su mujer y sus hijos, sentados alrededor de la mesa de sabbat!
Nos quedamos de pie afuera, la gran explanada de la iglesia rusa estaba iluminada como si filmaran una película. Los jeeps protegidos con rejas seguían metiendo prisioneros.
—Ahora es oficial —dijo Jaim—. No volverás a acercarte a los prisioneros. No tenías ninguna necesidad de venir hoy. Me he equivocado accediendo. Ve con tu mujer. Sé amable con ella. Ya encontraremos a otro para hablar con él. He visto demasiada gente destrozada en esos sótanos, no quiero que te pase lo mismo.
Me quedé callado. El puño me sangraba un poco por el golpe. Había golpeado a un hombre que iba esposado. Ni siquiera podía sacar ningún placer de la idea de haber luchado por mi vida. Tenía ganas de volver a aquella sala, liberarlo y darle la oportunidad de defenderse. Entonces podría matarlo sin remordimientos de conciencia.
Las calles de alrededor de la plaza estaban silenciosas y todos los callejones parecían presagiar algo malo. Los enormes cruces de carreteras de la salida de la ciudad estaban desiertos. Me habían expulsado de Jerusalén.
Conduje despacio por las curvas de la bajada hacia el mar Muerto. Me sentía purulento y atrapado en un dolor de cabeza cegador. Solo en la carretera, en medio de la noche, alguien podría dispararme un tiro como si nada y en mi estado ni siquiera podría empuñar el arma. Una luna enorme resplandecía sobre las montañas iluminando el valle del Jordán. Boston, pensé, nunca iré a Boston, no renunciaré a estos placeres. Paré el coche al lado de la carretera, junto a la gran apertura de un wadi, salí de él, mi alma clamó al cielo, y las aves del desierto a las que desperté respondieron con un grito.
—Estoy acabado, ya habibi —decía Hani por teléfono a Dafna—. No puedo dormir, no puedo comer. Sálvame.
Fui a casa de Dafna al mediodía. Había alguien sentado. Un hombre con lentes, parecía un literato, llevaba pantalones de pana y sandalias.
—Es mi sustento —le dijo ella presentándome.
Se veía muy segura; llevaba unos pantalones grises que le quedaban muy bien; iba un poco maquillada, arrogante.
—Siendo así, me iré —dijo el hombre, decepcionado—. Nos veremos el jueves en la fiesta. Seguro que el aperitivo será bueno. Siempre es así en las fiestas de los ricos. No reparan en gastos.
Ella le puso la mejilla para recibir un beso ligero.
—Que vaya bien, señor Sustento —dijo el hombre mientras salía. Su cara me sonaba, no sabía de dónde, pero no lo suficiente para ponerle nombre.
Esto no irá a ninguna parte, me dije. Sale con muchos hombres. El proyecto está bien jodido. No estará dispuesta a sacrificar nada por este árabe enfermo.
—Ha llegado el hombre de las cidras —me sonrió—. ¿Has tenido una buena semana? ¿Has ganado mucho dinero en la bolsa?
—Tenemos que hablar —dije.
Una terrible expresión de desengaño apareció en su rostro. Su mirada era penetrante y hostil.
—¿De dónde vienes? —me dijo enfadada—. ¿Qué quieres de mí?
Aunque en ese momento ella me odiaba, yo estaba dispuesto a mirarla a la cara siempre. No en vano ellos cubren con un velo el rostro de sus mujeres.
—No eres un hombre de cidras —dijo.
—No, en absoluto —contesté.
—Entonces, ¿qué quieres de mí? —preguntó.
—Quiero ayudar —dije.
—Otro que quiere ayudar —rió brevemente—. El que estaba aquí antes que tú también lo quería. Hoy estoy rodeada de pequeños ayudadores. —Rápidamente recuperó el equilibrio, no dejó que la rabia la dominara.
No podía atarle las extremidades con bridas ni taparle la cabeza con un saco maloliente. Sin manos. Eres un rufián con un árabe muy malo, un cobarde; empieza a reinventarte. Sé un judío inteligente.
—Dime en qué puedo ayudarte —sugerí.
A Dafna le dio un ataque de risa, como si hubiera fumado algo antes que yo llegara; cuando se calmó tenía lágrimas en los ojos.
—¿Por qué debería jugar tu juego? —Sus ojos me agarraban fuerte—. Quizá seas un maniaco. ¿Quién eres realmente?
Callé, pero ella continuó.
—No eres un maniaco —dijo—; tienes ojos de poeta, no de policía. Me da igual, seguiré jugando contigo. ¿Puedes hacerme cualquier favor que te pida?
—Casi —dije. Y ella volvió a reír.
—Una vez tuve un marido así —dijo—. También hacía milagros. Ya no está entre nosotros, pobre. Y tú, ¿de qué corriente de milagreros eres?
—¿Qué quieres que haga por ti? —insistí.
En el edificio de al lado alguien escuchaba a Frank Sinatra. Las ventanas estaban abiertas. Podría quedarme sentado en la cocina de su casa para siempre mirando su preciosa cara.
—Sabes muy bien lo que quiero —dijo—. Ustedes son dioses, saben lo que quiere una persona antes de que sus labios lo digan. Eres un ángel que me han enviado.
—Dímelo tú, yo sólo puedo hacer suposiciones.
—Hay dos cosas urgentes —dijo. Su rostro parecía turbado y maduro, la arruga escondida en la frente se hizo más profunda—. Tengo un amigo que está muy enfermo. Vive en Gaza. Quiero que lo traten.
—El miércoles, en el paso fronterizo de Erez, lo esperarán una ambulancia y un permiso de entrada. Lo llevarán directamente al hospital Ichilov. Se lo puedes decir.
—¿Qué tendré que darte a cambio? —preguntó sorprendida—. Porque no estoy dispuesta a pagar lo que pienso que querrías.
—Un momento, todavía no hemos terminado con tus deseos. ¿Qué más quieres?
—Que salves a mi hijo —refunfuñó de pronto—. Que no lo maten, que no lo metan en la cárcel, que vuelva a la vida. ¿Puedes hacerlo?
Respiré profundamente. Aquello era más de lo que yo pensaba proponer. Dile algo, ahora.
—Sí —dije.
Tenía algunas dudas en la punta de la lengua, pero las detuve. No soy un abogado de mierda. Ella asintió lentamente, seria. Llevaba el pelo recogido.
—¿Quieres que te prepare algo para comer? —preguntó aligerada, como si acabáramos de cerrar un trato—. De todos modos lo iba a hacer. ¿Comes tomates y queso búlgaro?
Estaba de pie al lado de la estufa; puso pasta a hervir en una olla grande, concentrada en sus pensamientos. Yo la miraba como un cachorro. Luego mezcló tomates troceados con queso búlgaro, cebolla y pimienta negra, echó la mezcla fría sobre la pasta cocida y puso en la mesa una botella de vino medio llena y una jarra de agua fría.
—Come —dijo—; incluso la gente como tú tiene que comer.
Hacía seis años que estaba casado con Sigui, pero nunca habíamos comido de una manera tan íntima. Bebimos el vino en unos vasos pequeños y bajos, como la gente que vive en un pueblo antiguo desde tiempos inmemoriales.
—¿Qué debo hacer? —preguntó ella al fin. Los platos y la botella de vino estaban vacíos delante de nosotros.
—Nada —dije—. Sólo seguir trabajando conmigo sobre el vendedor de cidras. Algunas veces por semana. Te telefonearé antes de venir, no te preocupes. Me presentarás a tu amigo enfermo y le dirás que soy un escritor joven y prometedor. O un idiota sin talento que intenta escribir, o el señor Sustento, lo que quieras. A mí me da igual. Pero no me odies.
—¿Por qué no tendría que odiarte? —preguntó.
—Porque tengo buenas intenciones.
—No te creo —una chispa de sospecha le brilló en los ojos—. ¿Tienes la intención de hacerle daño a mi amigo de alguna manera?
—No —respondí—. No le haré nada. Te lo prometo.
—Pues entonces, ¿qué quieren de él?
—Prefiero no meterte en esto —dije honestamente.
—Debes prometerme que no le harán nada —dijo en voz baja, con la cabeza gacha, con el orgullo perdido del que acaba de venderse.
—Te lo prometo.
Pero ella pidió que se lo escribiera. Siempre lo quieren por escrito. Dafna cogió una hoja de un montón de papel blanco que había sobre la mesa y me puso una pluma en la mano.
—Escribe. «Prometo no hacer ningún daño al amigo Hani.»
Lo escribí.
De hecho, no era del todo mentira.
Dafna se levantó, llevaba la nota doblada en la mano. Seguí con la mirada cada uno de sus pasos, hasta que desapareció en las habitaciones interiores. Ojalá que no llamara a nadie para pedirle consejo porque podría echarlo todo a perder. Pero al cabo de un momento volvió y se quedó de pie, cerca de mí, por encima de mí.
—Quiero que encuentres a mi hijo y que te ocupes de él. Si es necesario, utiliza la fuerza. Sé un hombre. No llores con él.
—¿Dónde está? —pregunté.
—Búscalo en las cabañas triangulares que hay junto a la playa de Cesarea.
Me habló de su hijo mientras tomábamos un café. Luego me trajo el álbum de su infancia, se sentó a mi lado y fue sacando fotos de un chico adolescente, con el pelo cubriéndole la cara y la mirada apagada.
—No tengo ninguna fotografía de los últimos años —dijo—. No es culpa mía: no se deja fotografiar.
Fui a pie hacia el estacionamiento subterráneo del ayuntamiento. La cabeza me daba vueltas, en el patio me golpeé con una pesada rama de buganvilia en flor. Pensaba en la cocina de ella, en su rostro que nunca envejecería. En el bolsillo llevaba dos fotografías del hijo. Me apresuré a ir a buscar a mi hijo a la guardería.
Antes de ir a su casa, volví a repasar el expediente.
Una fotografía de embarazada, con un vestido a cuadros, a comienzos de los años ochenta, del diario Davar. La joven escritora embarazada en la recepción en honor del conocido y viejo escritor judío Isaac Bashevis Singer, que se encontraba de visita en Israel. Resultaba difícil creer lo guapa que era. Ningún hombre a su lado. Tenía un vaso y un cigarrillo en la mano, se reía.
«‘¿Su belleza la ha ayudado a publicar su primer libro a una edad tan temprana?’, le pregunto, y ella ríe, dejando ver unos dientes muy blancos», escribió el que la había entrevistado para el suplemento del Yediot Ajaronot. Podrías ser un oficial del servicio de espionaje de una revista para mujeres, me dije saliendo de la habitación en busca de señales de vida. Allí, en el extremo del pasillo, donde hay gente ocupada en cosas reales, no me resulta nada cómodo dejarme ver ahora.
Justo después de terminar el servicio militar, ella se fue a Nueva York, donde trabajó en una galería de arte y escribió su primer libro. De lejos, las cosas se ven más claras, había dicho al periodista del Yediot que la entrevistaba. Al cabo de dos años volvió a Israel y empezó a estudiar literatura en la universidad. Luego llegaron las críticas excelentes, Dan Miron escribió de ella cosas conmovedoras, una voz femenina nueva y fuerte en la literatura hebrea. Cuando el libro se tradujo al francés, se fue a París para promocionar las ventas y se quedó varios meses. En algún lugar había una grabación de una entrevista que le habían hecho para un programa cultural de la televisión francesa, al principio de los tiempos del video. Había estudiado francés en el instituto, su madre también había traído restos culturales de Europa.
En París, leí después de comer, conoció a Avital Yegnes, nieto del distinguido profesor Martin Yegnes, uno de los fundadores del hospital Hadassa y de la asociación médica. En aquella época, la primera película de Avital se proyectaba en las filmotecas de París y Lyon. La acción transcurría en los barrios obreros de Haifa. En Israel, al cabo de dos semanas la película ya no estaba en cartelera, a pesar de los elogios de la crítica, que se reía del público que no había ido a verla, tildándolo de provinciano. La película tenía un olor extranjero, escribían, los suburbios de Haifa casi parecen Nápoles, y Gila Almagor parece Anna Magnani. Se encontraron en la recepción que había organizado el agregado cultural de Israel, y se fueron a vivir juntos en una buhardilla de un callejón de la rive gauche, cerca de la plaza del Panteón. Nuestro corresponsal en París se encontró con ellos y escribió sobre los jóvenes creadores de éxito que atraen la atención incluso en el extranjero.
Alguien que se dirigía al baño pasó por delante de mi despacho y clavó una mirada inquisidora. De repente me había convertido en el historiador de las antiguas columnas de chismes. De la lectura afloraban vagos recuerdos de la infancia, héroes desaparecidos, programas de televisión en blanco y negro, Ofra Haza, la cantante del barrio Ha-tikva, un nuevo libro de David Avidan. Mi madre, una amante de la cultura, seguía desde nuestra casa de Rejovot lo que pasaba en los círculos de la bohemia.
Una fotografía de ellos de 1980, poco después de que volvieran a Israel para filmar la nueva película de Yegnes. Ambos iban vestidos de blanco con el trasfondo de los mástiles del puerto de Yafo. Se podía notar el fresco aroma de ella desde el papel amarillento, verle las piernas bronceadas bajo una minifalda, la sonrisa clara. Pronto publicaría su segundo libro. Avital dirige en un plató a actores israelíes e internacionales, lleva unos lentes de sol como los de Antonioni…
—Veo que estás completamente sumergido en el tema.
Jaim estaba de pie en el umbral de la puerta, sonriendo.
—Mira lo que me has hecho —me reí—. En lugar de eso, habrías podido cortarme la mano para que no pudiera volver a golpear.
—También pensamos en eso —dijo Jaim—. Hemos recibido una carta de la asociación pro derechos humanos sugiriendo que en honor tuyo volviéramos a la guillotina.
Jaim se sentó delante de mí, llenando con su cuerpo el espacio de la pequeña habitación, y me dijo que el tema empezaba a ser urgente, que habían llegado informaciones en absoluto afables de los servicios secretos del ejército.
—¿Cuándo llegará el padre de Gaza? —preguntó.
—Pasado mañana —dije—. Todo está arreglado con el hospital. Y con la mujer.
—¿Con ella ha ido bien? —preguntó Jaim—. ¿Qué te pidió?
—Quiere que saque del pozo a su hijo.
Jaim intentó relajar su pierna coja.
—¿Qué le pasa a su hijo?
—Problemas gordos —dije—. Sobre todo drogas. Debe mucho dinero a los traficantes.
—¿Cómo lo harás? —preguntó Jaim.
—No tengo ni idea —dije—. Todavía no he visto a ningún drogadicto que de verdad haya logrado desintoxicarse.
—¿Y por qué se lo prometiste? —la silla chirrió debajo de él.
—¿Desde cuándo prometemos lo que podemos cumplir? —le pregunté asombrado—. Fue su condición. De lo contrario no lo habría aceptado.
Jaim miró las fotografías esparcidas por la mesa.
—Vigila, no te acerques demasiado —dijo de repente. Su voz parecía de ultratumba—. Aparta el alma y el deseo de todo esto.
—Tú siempre dices que hay que trabajar con el alma —le dije—. Que es imposible llevar a cabo una misión cuando nos apartamos de ella. Que la separación entre cuerpo y alma es artificial, un invento de los incrédulos.
—Con los árabes no tenemos ningún problema —Jaim estiró la pierna jodida—. Estamos tan enfadados con ellos que no nos cuesta ser brutales. Mira lo que te ha pasado. Nunca les perdonarás que mandaran al cuerno tus ilusiones de paz. Cuando viniste a trabajar aquí, en el coche llevabas aquel adhesivo de nubes blancas en un cielo azul y unos ángeles revoloteando. Cada mañana solía mirar si ya lo habías sacado. Créeme, cuando vi que no estaba, lo lamenté mucho por ti. Mírala —dijo señalando la gran fotografía en blanco y negro impresa junto a la entrevista olvidada—. ¿Todavía es tan bonita?
—Sí —asentí.
Jaim dudó, dijo que no se sentía cómodo, que tenía un mal presentimiento.
—Ahora no puedo reemplazarte —musitó para sí mismo—. Eres el único adecuado para esta misión. ¿Ya has llamado al asesor?
Se refería al psicólogo al que el servicio envía a los que se han pasado de la raya.
—Lo telefonearé —prometí.
—Debes ir a verlo —dijo Jaim—. Es la excusa que di para que no te despidieran. Lo prometí. —Jaim se levantó poco a poco y fue a ocuparse de cosas importantes.
Tras la espléndida imagen de Dafna embarazada, sólo volvía a aparecer en un rincón de fotografías de otras personas. El niño nació a finales de los años de gloria, cuando las huellas que habían dejado los medios de comunicación empezaban a desvanecerse. Para conservar la fama tienes que esforzarte a diario, y con respecto a Dafna y a Yegnes hay que decir que, aparentemente, habían dejado de intentarlo. Busqué en Google y encontré muy pocas referencias sobre Avital Yegnes, su retorno a la religión; luego desapareció. Las dos películas que tuvo tiempo de hacer se pueden encontrar en las tiendas de videos.
Entonces yo pasaba muchas horas en casa. Por la noche iba a correr por el barrio, algunos kilómetros por el arcén de la autopista. Comía la carne rebozada y el arroz que preparaba mi suegra. Ayudaba a Sigui a bañar al niño. A él le leía cuentos cuando se iba a dormir.
—Tengo que darles una respuesta sobre el tema de Boston —me repetía Sigui sin cesar.
Yo intentaba acercarme a ella, calmarla, ser delicado, pero ella sólo quería oír que iríamos. Boston la estaba esperando, Boston no esperaría. Al final exploté, era uno de esos malditos atardeceres que soplaba el siroco, y empecé a bramar que no iría, que no cedería.
Las casetas de madera triangulares se habían construido entre las dunas de la playa de Cesarea. Eran demasiado pequeñas para vivir en ellas de forma permanente porque sólo tenían una planta baja y una buhardilla. En los años setenta se vendieron como casitas de vacaciones para la gente acomodada de Tel Aviv y de Haifa, siguiendo el modelo europeo. Pero en realidad la gente rica compraba chalets con piscina a unos cuantos kilómetros del lugar y, con el tiempo, las casetas triangulares fueron abandonadas y se convirtieron en unos esqueletos de madera destartalados. La arena las fue cubriendo lentamente.
Cuando llegué, hacía muy mala mar y las salpicaduras llegaban muy lejos. Pisaba una sucesión de hojas carnosas y nidos gigantes de hormigas. Dafna me había indicado dónde estaba la caseta, inspirada en las francesas de verano, que había comprado con Yegnes cuando volvieron a Israel y tenían dinero. En la puerta no había ningún cartel; fuera había una bicicleta vieja con una sola rueda. La puerta de madera estaba carcomida y mis golpes no obtuvieron respuesta. En la fotografía que ella me había mostrado, el niño estaba sentado en una piscina de plástico para niños, sobre un césped verde, ahora cubierto de arena.
En los territorios ocupados tenemos métodos para sacar a la gente de sus madrigueras: perros, vecinos, gas lacrimógeno. Pero aquí mis medios eran limitados y había venido solo. Tarde o temprano tendría que salir a comprar comida o drogas, o a respirar aire puro, al fin y al cabo el chico no era ninguna Ana Frank. Pero yo no tenía paciencia para esperarlo todo el día. Fui detrás de la caseta y miré por la ventana enrejada. No estaba en la planta baja. Puse el pie en un tablón, y al subirme a él hizo un gran estruendo. Haciendo fuerza con las manos me levanté un poco más hasta el alféizar de la ventana de la buhardilla; sabía que lo lamentaría al sentir un pinchazo en la espalda, y cuando estaba a punto de rodar hacia el interior noté que la ventana se abría. A pocos centímetros tenía una cara pálida y muy delgada, cubierta por una barba muy fina, y unos ojos que reían de manera extraña. En la mano tenía un gran cuchillo de cocina.
—Detente —grité, y él retrocedió un poco. Tenía el torso desnudo—. No te haré nada —dije, y él retrocedió un poco más.
—Lárgate —dijo con una voz infantil y blandiendo el cuchillo con una mano inestable.
—Ya bajo —dije—. Ábreme la puerta.
—Te cortaré —dijo desde arriba.
—No cortarás a nadie. Me ha enviado Dafna. Soy un amigo —dije desde abajo, como si se tratara de una serenata tortuosa.
La puerta se abrió poco a poco, oí que arrastraba bultos detrás, ya no tenía el cuchillo en la mano. Dentro, como era de esperar, había un gran desorden de cosas, utensilios de cocina por el suelo, olor a leche agria y muchos libros esparcidos.
—¿Quién eres? —me cerraba el paso. Tenía un cuerpo bello, largo y muy delgado; de cerca se veía que no estaba bien.
Dije que era un amigo de Dafna, que me había dado dinero para él y me había pedido que viniera a ver cómo se encontraba. Le di los quinientos shéquels que había sacado de la caja para los pequeños gastos de los agentes. En Gaza era una cantidad que podía mantener a una familia durante un mes. Aquí apenas le serviría para comprarse cocaína para un día. Sin embargo, el dinero lo suavizó. Se lo puso en el bolsillo de los pantalones cortos que llevaba y se alejó de mí.
—Salgamos —propuse—, hace un viento agradable. Aquí dentro se está un poco apretado.
—Tú puedes salir —dijo—, yo no. —Tenía los ojos rojos y no me miraba. Y los brazos llenos de agujeros y cicatrices de pinchazos. Se dio cuenta de mi mirada y se puso una camiseta sucia que había en una silla; las mangas largas le cubrían las manos.
—No eres un poli, ¿verdad? —preguntó—. Te he visto de lejos, cuando llegabas. Has hecho un gran escándalo. Salvo las ratas, aquí no viene nadie. Sólo un poli puede ser tan pesado.
Tenía una risa infantil y cuando reía los ojos se le encogían, podía parecer encantador.
Le prometí que no era un poli y le pregunté si necesitaba algo.
—Me hace falta dinero —dijo—. Lo que me trajiste da risa.
Aparté un montón de ropa y vete a saber qué más para poder sentarme en una vieja silla de madera.
—Basta para hacer una buena compra en el supermercado —dije—. Hay familias que con ello podrían vivir una semana.
Yotam Yegnes casi se ahogaba de la risa.
—Mi madre siempre encuentra gente extraña —dijo—. En eso es muy buena. Criaturas de la luna. Tú no pareces un poli, los conozco. Me juego lo que quieras a que eres un actor fracasado con quien mi madre se acuesta y que ahora viene a representarme una comedia. Como no tiene dinero para pagar investigadores privados, me envía un farsante. Lo sé porque le he quitado todo lo que tenía, a mi pobre madre. Has superado la prueba, felicidades.
Pateaba, aplaudía y reventaba de risa.
—Estás de buen humor —dije.
—Compré droga buena. —Cruzó las piernas y se dobló como si se muriera de frío—. Conocí a una joven rica y la compramos juntos, de la de los ricos. Ya hace una semana que vivo de los restos, pero, lamentablemente, se está acabando y no creo que ella quiera volver a verme. Al final tuvimos una escena, como en las películas.
Hablaba con desafío, con una voz transparente y el buen hebreo de su madre, como si hiciera mucho tiempo que estuviera esperando a alguien con quien hablar. Pero mis respuestas no le interesaban; hablaba para oír el sonido de su voz.
Cogí uno de los libros del suelo; era algo de Jung sobre Job, en inglés.
—¿Es interesante? —pregunté.
—Mi padre lo dejó todo aquí —dijo Yotam con voz infantil—. Cuando nos abandonó, vivió aquí, entre la arena, como un cavernícola. Hasta que se fue a Jerusalén, y de allí a la tumba. Los libros le destrozaron la cabeza. Yo sólo juego con ellos, para pasar el tiempo. No creo nada de lo que la gente escribe. ¿Has leído al tal Jung? ¿Has oído hablar de él? Seguro que no…
Le pregunté si quería que lo ayudara a limpiar un poco. El hedor era insoportable, la pequeña pila estaba llena de trastos viejos llenos de moho. Por delante de mí pasó, por lo menos, la cola de una rata.
—Si quieres, limpia tú —dijo—. Yo no lo haré. Con tu permiso, me voy arriba, no me encuentro muy bien. Me has interrumpido. Tengo que dormir un rato. De todos modos, gracias por el dinero, pero dile que me traiga más o tendrá que comprarme una lápida, y he oído decir que el mármol escasea. Tiene que darme más. Por mí puede vender el departamento, de todos modos el edificio se está derrumbando. Que venga a vivir aquí, junto al mar; aquí el aire es fantástico. Yo me iré, quiero ir a Cuba, eso es lo que me hace falta hacer. Cierra la puerta al…
Yotam subió los escalones chirriantes, estaba harto de hablar conmigo. ¿Qué le habían hecho para que llegara a este estado?, me pregunté. Me acerqué a la cocinita mugrienta y dudé unos instantes. Le había prometido que tendría cuidado. Comprobé que salía agua por la llave y me puse a lavar los platos, intentando no respirar por la nariz; en los platos había moho, cucarachas y suciedad de semanas. Uno a uno, fui aplastando a los insectos vivos con una sartén pesada; luego llené el fregadero con agua y jabón y puse los platos a remojar. Recordé algo que había escrito un sabio budista; decía que disfrutaba lavando los platos, que bendecía los platos y el momento. Unas olas altas rompían delante de mis ojos en la pequeña ventana. Con agrado les abriría esta casa de madera podrida para que se llevaran toda la suciedad. Estuve un buen rato de pie ante el fregadero. Al terminar me sentí mareado; me senté en una silla, cogí el libro de Jung y lo hojeé; los ojos me pesaban y me dormí. Cuando desperté, la caseta estaba a oscuras y había un silencio sepulcral. Me asusté.
Comprobé que mi arma estuviera en su lugar —no sabía de qué podía ser capaz aquel drogadicto-y subí para ver cómo estaba. Estaba acostado en un colchón, tapado con una sábana sucia y manchada de sangre, leyendo.
—¡Eh! —dijo sobrecogido—, ¿todavía estás aquí? ¿No te has ido?
—Te he limpiado la basura de allá abajo.
—Fantástico —dijo girándose hacia mí—. ¿Te gustaría lavar la ropa también? No me queda ninguna corbata limpia.
Me agaché y le clavé la cabeza contra la cara.
—Estoy aquí sólo por tu madre, pedazo de mierda —el monje budista no aguantó mucho— y voy a empezar a educarte. Sacaré de esta madriguera hasta el último grano de droga y te dejaré encerrado hasta que te limpies. Mírate, con todos estos pinchazos y viviendo en esa pocilga.
Alargó la mano hacia el cuchillo, que había quedado en el alféizar de la ventana. Se la pisé, pero con cuidado para no hacerle daño.
—¿Qué te pasa? —le grité—. ¿Qué te has creído?
Ahora se reía sin parar, con una risa que, poco a poco, se fue transformando en el aullido de una bestia herida.
—¿Sabes cuánta gente me ha enviado mamá para ayudarme? ¿Sabes cuántos psiquiatras, neurólogos, filósofos y otros inútiles han venido a verme? Pobre mamá, Dios mío, con cuántos profesores ha tenido que acostarse para que aceptaran visitarme en casa… ¡Ay! Me haces reír, y llorar. ¿No tendrás por casualidad un poco de droga?
Yotam yacía con los brazos estirados junto al cuerpo, pálido, delgado como un esqueleto, lleno de pinchazos.
—Mírame —dijo—. He visto tu arma. Nadie lo sabrá, mi madre pensará que Azaria me ha liquidado, hazlo de una vez…
—¿Quién es Azaria? —pregunté.
De repente, una mirada serena y concentrada atravesó la máscara de drogado.
—¡Eh! Tú no eres uno de los poetas de mi madre —dijo—. Aquéllos son todos unos estúpidos y unos blandos. Quizá sí eres un detective privado, aunque, de hecho, también son unos desgraciados. Tú eres de otro mundo; sería interesante saber de dónde te ha sacado mamá. Debes tener cuidado con ella. Aléjate de ella mientras puedas.
Tenía la piel más oscura que ella, pero se le parecía mucho, con las extremidades largas y delgadas. ¿Cómo podía ser que no viniera a quitarle las agujas de las venas, que no se quedara día y noche con él vigilando que no se hiciera daño?
—Noji Azaria es el hombre que va detrás de mí —dijo—. Cree que le robé dos kilos de droga. Un polvo blanco excelente, como harina para hacer la jalá, el pan del sábado, en el Templo. No lo admito. Me pide cinco mil dólares. Es un tipo interesante, un oficial de la Brigada Golani, licenciado en dirección de empresas por la Universidad Abierta, un hombre con clase. Es muy buena persona. Espero que me encuentre y me liquide. Él y yo no tenemos nada en común.
—¿Dónde puedo encontrarlo? —pregunté.
—En casa, creo —dijo. Ahora hablaba febrilmente, deprisa, como si por dentro algo le quemara—. Es un tipo muy hogareño. Antes de pelearnos iba a menudo a su casa. Le gusta mucho la cultura. Yo era el único que podía hablar con él. Lo rodean todo tipo de simios de los barrios bajos, gente de muy mala calaña. Le llevé libros. Toma, Yotam, cómprate los libros que quieras, pero cómprame también algo bueno. Sólo cosas serias. Aristóteles, Maquiavelo, Shakespeare, todos estos. Gozaba con ellos, el tal Noji. Es un tipo extraordinario, como a mi madre le gusta decir. Muy inteligente. Tiene una mujer fantástica, holandesa; la conoció cuando creó la red en Ámsterdam. Es la mujer más delicada que jamás he visto. Está loca por él, por Noji Azaria. Tiene una enorme propiedad en un pueblo. Y caballos. Y jeeps. Y me persigue.
Conocía el pueblo del que me hablaba, no estaba lejos de Rejovot.
—Aquí me pudro —dijo Yotam, sonándose—. Soy como los cangrejos que se esconden bajo la arena. No puedo volver a la ciudad. Las calles están llenas de su gente, no puedes caminar un metro sin que te pongan la mano encima.
Le prometí que iría a hablar con Noji Azaria de su parte.
—¿Tienes hambre? —pregunté—. Así como veo el refrigerador, no habrás comido desde hace meses.
Tenía los ojos cegados por la bombilla desnuda que colgaba del techo. Ahora se volvía a apagar, como si se hubiera quedado sin aire. Yo también tenía los ojos enrojecidos y cansados. Callábamos.
—Te traeré comida —dije finalmente, y me fui abajo.
Fui al centro comercial de Or Akiva, llené un carro con víveres y añadí un paquete de tabaco. Cuando volví, él estaba arriba, acostado en la cama y a oscuras. Comprobé que respiraba, guardé la comida en la pequeña nevera y anoté mi teléfono en una hoja de papel para que pudiera llamarme si quería. Esperaba haber cumplido mi obligación con aquel chico.
—¿Cómo está el paciente de Gaza?
El director de la unidad vino a encontrarme antes de comenzar la ronda de los médicos. Un médico de guardia, con bata verde, salía del despacho tras haber hecho el informe sobre las defunciones de la noche.
—Muy enfermo —dijo el director—. No aguantará más de uno o dos meses. Sólo podemos aliviarle el dolor, pero no curarlo. Si hubiera venido hace medio año, quizás hubiéramos podido hacer algo por él. Ahora ya es demasiado tarde.
—¿Qué tiene?
—Cáncer de páncreas. Es un tumor muy maligno que provoca muchos dolores. Es lo último que uno quisiera tener.
—Tenemos que mantenerlo vivo al menos un mes más —dije.
El director sonrió. Era un hombre agradable; tenía los ojos azules y severos.
—Deberían haberle dado antes el permiso para entrar; tal vez habría ayudado.
Busqué una excusa.
—No dependía de mí —dije.
—¿Entonces de quién? —dijo en voz baja, como si se divirtiera—. Pensaba que ustedes eran los señores de la vida y la muerte.
—Yo sólo soy…
—Un pequeño engranaje —dijo suspirando el director de la unidad.
Se puso la bata blanca y se preparó para la ronda de los médicos.
—Sin nosotros ya estaría muerto —intenté convencerlo. Su simpatía era importante para mí—. Nadie le habría permitido la entrada. En Gaza agonizaba. Nosotros no somos culpables de la situación que se han buscado. Yo no tengo ninguna culpa de que sus dirigentes hayan robado los billones que les han dado. Habrían podido construir un buen hospital.
—Eso es discutible —dijo el médico, mirándose en un pequeño espejo de la pared y comprobando el nudo de su corbata de seda—. ¿Qué quieren ustedes de mí?
—Doctor…
—No parece alguien que pueda acarrear una bomba —dijo el médico—. Me han dicho que es poeta. ¿Qué creen que les pueda hacer?
—Un poeta nada malo, dicho sea de paso —dije—. Si quiere, le traeré uno de sus libros. Él mismo lo tradujo al hebreo.
—No creo leerlo; estoy ocupado —dijo mientras abría la puerta—. Pero mi mujer quizá sí. Le interesa la poesía.
—¿Puede salir de aquí por su pie, profesor? —pregunté. De hecho, eso era lo que importaba.
—Lo tranquilizaremos durante unos días, le calmaremos los dolores; después quizá pueda marchar por algunas semanas, hasta que llegue el final. Le daremos mucha morfina. Espero que no tengan la intención de devolverlo a sus subterráneos; no es el tratamiento aconsejado en su estado.
Me tragué sus comentarios en silencio; necesitaba su colaboración. En otros lugares lo habrían puesto a raya inmediatamente.
—¿Puedo verlo? —pregunté.
—Está sedado; queremos hacerle unas pruebas —contestó el doctor apresuradamente—. Despertará mañana, o pasado mañana. Por cierto, hoy tuvo una visita. Una mujer guapa que parecía muy cercana a él. Ahora, si me permite…
Lo observé a través de la ventana transparente de la UCI, rodeado de enfermos viejos y arrugados, con los ojos cerrados y tubos en los orificios. Parecían completamente muertos. Realmente me hubiera gustado hacerles un favor y apartarlos de ese sufrimiento. Hani estaba entre ellos, muy delgado; con cara atormentada, pero aún se le veía vivo. Lo superarás, le dije por dentro; no te vayas todavía, te necesito.
Sigui me anunció que se iba a Boston al cabo de dos semanas. La dirección de la empresa le había exigido una respuesta inmediata. De verdad, es una oportunidad que no volverá a presentarse, me explicó. El niño debía ir a una nueva guardería allí, y ella quería darle tiempo para que se adaptara.
—Dentro de dos semanas no puedo ir —dije.
—¿Por qué no? —preguntó—. ¿No te darán un año de permiso?
—Tengo cosas entre manos —dije—; lo que hago no es ningún juego.
Estábamos sentados en la cocina. Sigui preparaba una comida ligera —con ella siempre era ligera— y el niño dormía en la cama. Todo está en tus manos, me dije; todavía es posible salvarlo. Pero la sangre empezó a subirme a la cabeza, no podía controlarme. Me enfadé mucho con ella porque se llevaba al niño, porque me exigía que lo dejara todo, por su silencio, porque no discutía.
—Podrías dejar al niño aquí —sugerí— y marcharte sola.
—¿Quién se ocuparía? ¿Te lo llevarías al trabajo?
La miré mientras cortaba la lechuga en tiras uniformes, mordiéndose los labios. Me sentía pesado como un borracho a pesar de no haber bebido. Ya no me quedaban fuerzas para nada.
Trajo la fuente, dos platitos y dos rebanadas de pan, se sentó y se puso a llorar.
—No quiero irme sin ti, pero no tengo más remedio. Hace tiempo que tú no estás con nosotros. Estás metido en una mala película.
La miré a distancia. Nada de aquello iba conmigo.
—Ya basta, no hace falta que llores.
Una ligera caricia en el pelo; más no le podía dar.
—Luchas contra todos —seguía llorando—. No hay nadie en el mundo de quien puedas decir que es un amigo. Todos han desaparecido. ¿No te has dado cuenta?
Es más o menos cierto, me dije; pero ¿qué otra opción tiene alguien en este mundo?
—¿Por fin estás dispuesto a hablar conmigo?
Me vino un terrible ataque de risa, imposible de frenar. Sigui me miraba boquiabierta y asustada, y se fue a su habitación. De repente tuve miedo, pero me quedé sentado hasta que la risa se transformó en una tos que me atragantaba. Me costaba respirar. Me puse debajo del agua bien caliente de la regadera para calmarme —todo estaba lleno de vapor; me había ingeniado un baño turco privado— e intenté mirarlo todo de lejos. Con los ojos cerrados y el pensamiento en blanco, me costó salir de allí; estaba a punto de desmayarme. Ya de noche, fui a la habitación para calmar a Sigui; hacía horas que estaba acostada, con los ojos abiertos y mirando la oscuridad.
—Es por eso que no tenemos más hijos —dijo—. Los niños no se pueden hacer con una presión tan terrible, así la naturaleza no les permite vivir.
Entonces le dije unas cosas horribles de las que me arrepentí en cuanto me salieron de la boca.
Dormí en el sofá de la sala. Me pasé la noche yendo y viniendo por el puente suspendido que lleva a la explanada de las mezquitas, en el monte del Templo, entre cuchillos y miradas de odio, y cuando fui a lavarme la cara en la pequeña fuente decorada con turquesas, bajo un cielo brillante, alguien me puso las manos encima y supe que iban a despedazarme.
Dafna quería verme urgentemente; propuso que nos encontráramos en una cafetería cercana a su casa.
El doctor me había informado verbalmente que mi hombre se recuperaba poco a poco de la intubación. Mañana o pasado mañana podría hablar.
Llegué unos minutos tarde por culpa del coche; no quería llamar la atención estacionándolo en la acera. El local estaba casi lleno. ¿De qué vivirá esa gente que puede estar en un bar a media mañana?, me pregunté; todos iban debidamente vestidos como si estuvieran en Milán y parecían acomodados. Ella llevaba un vestido y lentes oscuros. Era la primera vez que le veía las piernas; hasta entonces sólo había podido imaginarlas; eran largas y bonitas. Nos sentamos fuera, en la terraza del primer piso; la brisa marina era agradable, la calle parecía tranquila y en calma, como si al cabo de un momento tuviera que ocurrir una desgracia.
—¿Cómo estás? —me sonrió desde el otro lado de los cristales oscuros.
Pedí un café con leche y un pastel. Dafna se tomó un gran vaso de café con hielo. Un joven repartidor con el uniforme de una empresa de agua mineral la miró fijamente desde la calle. Aquí estamos indescriptiblemente expuestos, me dije. Pero, de hecho, ¿de quién nos escondíamos? ¿Quién me conoce? Ninguno de mis clientes habituales pasaría por el norte de Tel Aviv a media mañana.
—Me telefoneó Yotam —dijo—. Me dijo que fuiste a verlo. Que eres extraño. Dice que parecía que fueras disfrazado. Es difícil engañarlo…
—Intenté ayudarlo y le compré comida —dije—. Estaba en un estado deplorable. Si mi hijo se encontrara así, lo encerraría en una habitación y lo desintoxicaría, sin importarme que chillara.
—¿Me estás dando una lección de moral? —preguntó a media voz y cruzando las piernas.
Me tomé el café. Ella me preguntó qué edad tenía mi hijo. Pero yo no quería entrar en asuntos personales.
—Cuatro —disparé con hostilidad.
Alguien la llamaba y ella saludó con la mano. Luego respiró profundamente y dijo:
—Desde el principio había algo en él que no funcionaba. No paraba de llorar y yo no pude dormir durante meses. Lo paseaba por las calles con el cochecito, como una zombi, de madrugada o al mediodía, con el siroco… Y encima la gente me preguntaba por qué había dejado de escribir. No le encontraron ningún problema. Sólo un médico, que me pareció más inteligente que los otros, me dijo que el niño era muy sensible; hay niños así, todo los hace llorar. Yo lo acepté como una terrible profecía. Me dijo que tenía que tratarlo con dureza, darle una educación espartana, no acercarme a su cama si de noche lloraba, no cargarlo demasiado en brazos. Yo quería salvarlo, y es lo que hice…
Cuánto sufrimiento por el niño, pensé, y recordé las fotos de ella, radiante. Debería haberlo abrazado todo el tiempo.
—Seguro que el médico era un criminal, pero en aquella época lo que decía parecía sensato. Me puso el ejemplo de los hijos de nobles ingleses, aquellos pequeños lores, y el de las familias de los kibutz, cuyos hijos acaban siendo pilotos o formando parte de un comando. Yo quería que fuera un chico fuerte y sólido, no un poeta… Fui una estúpida. Al final dejó de llorar. Nadie se le acercaba. Cómo me gustaría ahora tomarlo en brazos y abrazarlo.
—¿Dónde estaba el padre?
Me daba la sensación de que ella no paraba de saludar a gente, como si toda la cafetería girara a su alrededor con ocultas insinuaciones. No me hacía sentir cómodo.
—El padre… —Sus dedos vagaban lentamente de un lado a otro de la mesita—. Si te refieres a Yegnes, no estaba con nosotros. Se pasó dos años sentado en una tumbona en la terraza, fumando, leyendo con voracidad, mirando el cielo, abandonándose, escribiendo notas que no dejaba ver a nadie. Cuando la segunda película fracasó, tuvo una seria crisis. Y cuando el niño nació, él ya estaba bajo la influencia de su rabino. Todo lo hacía con una enorme meticulosidad, por dentro, con fuerza, nunca jamás hizo nada para deslumbrar. Después dejamos de verlo. Se lo tragó algún callejón de Jerusalén. Cuando tuve al niño, vino al hospital diez minutos y desapareció. Seguro que lo sabías, ustedes lo saben todo.
—¿Nunca volvió? —pregunté.
—Volvió hacia el fin —dijo—, cuando el niño ya era mayor. Estaba destrozado; vino buscando un lugar donde comer y dormir. Llamó a mi puerta en lugar de ir a un comedor de beneficencia. Sin dientes, podrido por dentro y enfermo. Cuando vi que enviaba a Yotam a comprarle droga, lo eché de casa. Luego se fue a Alemania; en un periódico publicaron que estaba rehabilitado, que rodaba una película sobre la Shoá, que los alemanes lo financiaban, que se había casado allí…
Dafna se quitó los lentes y me miró fijamente a los ojos. Los suyos estaban húmedos.
—Seguro que crees que estoy completamente trastocada —dijo.
Pensé en mí y en mi mujer, que la próxima semana se iría con el niño, y en lo que yo hacía en la vida, y negué con la cabeza. Por un momento olvidé lo que quería de ella y hacia dónde debía encaminar la conversación; ella también callaba. Estábamos sentados en la terraza de una cafetería. En la jardinera que teníamos al lado crecía una albahaca silvestre. Ahora me tomaría un whisky y daría el día por terminado antes de que empezara.
Pasó por nuestro lado una conocida de ella y se detuvo a saludarla. Dafna me presentó por mi nombre y le dijo que estábamos haciendo juntos algo para internet.
—¿Por qué tuviste que decir eso? —le pregunté cuando la conocida se alejó.
—Necesitamos una tapadera, ¿no? —rió de una forma que me dio miedo—. Estamos tramando algo. ¿No has leído Macbeth?
—¿Por qué me llamaste? —pregunté. Nuestra reunión en público, en aquella terraza, a la vista de toda la ciudad, de repente se había convertido en escandalosa. Debería hacer volver a su lugar lo que había entre nosotros.
—Quería darte las gracias —dijo con franqueza—. Fui a ver a Hani al hospital Ichilov. Vi que se ocupaban bien de él. Dicen que el cáncer se extenderá, que no hay ninguna posibilidad de cura. Al menos no sufrirá demasiado; lo atiborran de morfina. Espero que lo dejen salir unos días. Han pasado muchos años desde que Hani estuvo en Tel Aviv por última vez.
—¿Cómo lo conociste? —pregunté.
—¿Grabas nuestras conversaciones? —preguntó en voz baja e inclinándose hacia mí. Por un momento, sus cabellos me rozaron la mejilla.
—Basta —le dije.
—A finales de los años setenta él estaba por aquí —dijo Dafna—. No recuerdo cómo llegó. Era del grupo. Era el único árabe que conocíamos que no trabajaba haciendo limpieza ni en un taller mecánico. Era una atracción. Y encantador. Un chico muy, muy educado y especial. De vez en cuando venía a vivir a casa, sobre todo después de que Avital se fuera. Me ayudaba con Yotam. Me cuesta mucho verlo como está. ¿Me dirás qué quieren de él? Es un moribundo, ¿en qué les puede ayudar?
Desde el interior de la cafetería, al otro lado de los cristales, alguien nos estaba mirando. Se tomaba una cerveza sin dejar de mirarnos.
—¿Conoces a ese hombre?
—Sí —ambos estábamos nerviosos; a nuestro alrededor, el aire quemaba—. Como conozco a mucha gente aquí. Es mi barrio. Casi no he salido de él en todas mis metamorfosis.
El hombre dejó de mirarnos. La próxima vez no nos encontraríamos en un lugar tan expuesto. Pedí la cuenta.
—Quiero ayudarlo —dije—. Créeme.
—¿De repente este árabe te ha tocado el corazón más que los otros? —Por un momento su risa iluminó la mesa y se me contagió; reíamos tanto que todos nos miraban—. No sé por qué, confío en ti —dijo rápidamente. Me levanté y seguí su vestido por la faja de sombra de la calle—. Y no estoy segura de que sea por tu bien. En ti veo algo escondido. Ojos de poeta, un vendedor de cidras, no eres un hombre simple. Yotam también cree que tienes algo extraño. Sería interesante saber qué pensará Hani de ti. No permitiré que lo toques, ¿me oyes?
Su cara rondó por mi cabeza todo el día. Me agarré a la línea acusada de su pómulo para recordarla. Y empecé a añorarla.
Finalmente tuve que ir a ver al asesor. «Si no vas —me dijo Jaim—, no te dejarán volver nunca más a los interrogatorios.»
El asesor era un hombre alto, atlético, de cabellos grises, y me recibió en sandalias en el consultorio que tenía en el kibutz Shefaim. En el césped se respiraba la calma de la tarde después del almuerzo; a lo lejos se oían voces de niños. Las frondosas copas de los árboles esparcían el brillo del sol poniente. Hubiera preferido hablar con una mujer. Pausadamente, sin muchos preámbulos, me pidió que le hablara del trabajo, de las presiones, de lo que había pasado. Le hice una descripción tan detallada como pude.
—¿Qué sentiste? —me preguntó.
Recordé la última mirada del hombre gordo antes de ahogarse, cuando sabía que su fin había llegado; cómo lo respeté por el hecho de que no hablara.
—No me enfadé con él —dije al terapeuta—. Él lo comprendía. Era algo mecánico, eso de arrancarle el secreto como se saca un tumor a alguien. Con unas tenazas, con un corte al rojo vivo, colgándolo de los pies para que el secreto le cayera de la cabeza. Execramos la Inquisición, pero aquella gente sabía trabajar. Sencillamente arrancaban la confesión como hace un dentista con una muela cariada.
Sabía que lo que decía no me ayudaría a recuperar el trabajo, pero me hacía sentir un poco liberado.
—Cómo esperan que se detenga a un terrorista suicida —le dije. A través de la mosquitera de la ventana entraba un sol anaranjado—. Esto no funciona sólo con el raciocinio. La razón no tiene lugar en el trabajo de ellos, ni en el nuestro; dos grupos de gorilas apaleándose. Es como en Odisea 2001, de Kubrik, sólo que nuestros bastones son más perfectos. Utilizamos satélites espías para olfatear el eructo que sale de la boca de un joven de Jenin cuando ha comido humus con habas y cebolla. Acaba haciendo daño a la piel, a los nervios, a la bolsa fétida, a las manos atadas con unas bridas que se clavan en la carne. Para que no tengas necesidad de utilizarlo, ellos deben tener un miedo mortal de lo que les puedas hacer. Pero no tienen tanto miedo. Han oído hablar de los medios de tortura que tenemos a mano. Por eso, de vez en cuando debemos hacer algo excepcional, brutal, para que el rumor se extienda. Con el segundo, el padrote de cabello grasoso, a quien di un puñetazo en los dientes, no tuve ningún problema. No le tenía ningún respeto. Es por culpa de gente así que se echan a perder. Pero el primero, el gordo, era un hombre fuerte. No le importaba morir. No lo engañé. Él sabía que debía ganar tiempo, algunas horas, hasta que su hermano pequeño se hiciera explotar. Quería morir con él. Hacen monumentos para honrar a este tipo de gente.
Seguí hablando algo más de una hora, sin descansar, como una diarrea de palabras; a ratos olvidaba que el terapeuta estaba allí. Callaba y tomaba notas. Era agradable estar en su casa y sacar cosas del corazón.
Cuando callé, sólo me hizo una pregunta:
—¿Quieres seguir haciendo lo que haces?
Shmulikipod [5] huyó a su cueva. Creía que quería escucharme, ocuparse de mí, pero de pronto se puso del lado de ellos. Todo lo que había dicho se lo transmitiría; aquí no había privilegios.
—¿Ellos quieren que lo deje? —pregunté.
—¿Qué quieres tú? —preguntó. Todas sus preguntas eran abiertas, no como las nuestras, que queríamos saber lugares, fechas y nombres.
—Quiero que no nos maten —dije.
—¿Quieres vivir?
No me contuve y le describí mi sueño recurrente: el monte del Templo, la fuente de color turquesa, mi degüello, y él, por primera vez, se rió, sin poder parar, como si hubiera tropezado con el hombre elefante de la psicología.
—Allí es donde se sitúa el sacrificio de Isaac, justo allí —musitó sorprendido, reclinándose hacia atrás como si acabara de follar.
El doctor Freud no me preguntó nada de mi mujer, ni del hijo, ni de los padres, ni de Rejovot. Si me lo hubiera pedido, me habría metido en ello de lleno porque quería hablar con alguien. Pero no lo hizo.
Le pregunté cuándo tenía que volver. Me contestó que no había ninguna prisa, pero me recomendó descansar. Lamenté las cosas que había dicho, haberme enfurecido, no haberme contenido. ¿Quién era él? Un extraño que trabaja para ellos. El silencio no se lamenta nunca; hablar demasiado, sí.
Conduje hacia Ichilov en medio del gran tráfico de la tarde. Pasé las torres de la autovía Ayalón, entre la hilera de farolas. Pensé en lo vulnerables que éramos con tanta luminaria y en lo difícil que era nuestra situación cuando enviábamos al psiquiatra a la gente que necesitaba ser la más cruel.
Encontré al doctor cuando estaba a punto de salir hacia su consulta privada. Tuvo tiempo de decirme que habían sacado a Hani del coma inducido; le habían hecho todas las pruebas; tenía un tumor que había hecho metástasis y que pronto lo mataría, pero podía ser que le quedaran algunas semanas de vida. Desde el punto de vista clínico, al día siguiente se le podría dar el alta si hubiera un lugar donde pudiera reposar.
—No lo devuelva a Gaza —pidió—. Allí no le darán medicamentos y morirá en medio de unos dolores terribles. Puede entrar a verlo —sonrió—. Pero deje las tenazas fuera.
—No —dije—, ahora no quiero molestarlo. Y habría preferido ahorrarme la broma.
—Es un espía sin humor —escupió—, qué lástima. —Antes de irse elegantemente a sus ocupaciones lucrativas de la tarde, se detuvo y miró hacia atrás—. Su amiga ha vuelto, es una mujer impresionante. Tienen una buena relación. Quizá podría quedarse unos días en su casa.
—Gracias —dije—, gracias por todo, doctor.
Mis planes estaban a la vista de todos, todo transcurría a su ritmo, como si un motor interior guiara las cosas, sin interferencias exteriores; pero en lugar de poner en marcha la trama me transformé en su instrumento.
Dafna me dijo por teléfono que se llevaría a Hani a su casa; había preparado una cama y un equipo médico que le habían proporcionado en Yad Sarah.[6] Todo funciona, me dije; no tengo que hacer nada.
—Mañana iré a clase —dije con prepotencia—. El hombre de las cidras hace progresos.
Después de un corto silencio, dijo:
—No creo que mañana me vaya bien. Estaré ocupada con Hani.
—Pues iré pasado mañana por la mañana —dije. Me quedé en la puerta del hospital; mutilados y cojos pasaban ante mí sin cesar.
—Ya te telefonearé —dijo con frialdad—. No creo que esta semana pueda ser.
—Habíamos quedado, Dafna —dije bajando la voz.
—Teníamos un acuerdo en cuanto a Yotam —dijo con firmeza—, y no veo que te ocupes de él. Todavía está tirado en Cesarea y aún lo quieren matar; los matones vienen a verme a diario. Esto no es lo que acordamos. Creía que eras más resuelto.