XXXIX

El recuerdo del auto de fe en que Amina sufrió muerte ignominiosa llegó a borrarse de la memoria de las gentes.

Han transcurrido varios años, durante los cuales Felipe Vanderdecken ha vivido en las regiones de la inconsciencia.

El trágico fin de su esposa amada le había hecho perder el juicio, y, durante mucho tiempo, fue cuidado cariñosamente por una persona que vivió con la esperanza de devolverle la salud; pero esta persona murió presa de remordimiento sin haber logrado su deseo. Era el padre Matías.

La casa de Terneuse hacía tiempo que se había arruinado; muchos años esperó el regreso de sus propietarios; pero, al fin, sus herederos reclamaron y obtuvieron los bienes de Felipe Vanderdecken.

Los cabellos de Felipe habían encanecido; su cuerpo robusto estaba demacrado y parecía mucho más viejo de lo que realmente era. Había recobrado la razón pero no el vigor. Cansado de la vida, deseaba cumplir su misión y morir. Conservaba todavía la reliquia al cuello; había sido despedido del manicomio y le habían facilitado medios para volver a su patria. ¡Ah! No tenía ya patria, ni casa, ni nada en el mundo que le indujese a permanecer en él.

El buque estaba dispuesto para hacerse a la vela para Europa y Felipe Vanderdecken pasó a bordo sin averiguar adónde se dirigía. No pensaba volver a Terneuse; no podía resistir la idea de visitar nuevamente los sitios donde tanta felicidad había gozado y tantas desgracias sufrido. Las facciones de Amina estaban grabadas en su corazón y suspiraba impaciente porque llegase el momento de unirse a ella en la otra vida.

No era ya el sincero católico que había sido antes; pero todavía creía en la reliquia que era su pasaporte para él y para su padre al entrar en el otro mundo, el medio de reunirse con Amina, y muchas veces pasaba horas enteras contemplándola.

El buque en que Felipe navegaba como pasajero se llamaba Nuestra Señora del Monte, y era un bergantín de 300 toneladas que se dirigía a Lisboa. El capitán era un viejo portugués muy supersticioso y muy aficionado al arack[17]. Salieron de Goa y Felipe estaba a popa contemplando con tristeza las torres de la catedral en que había visto por última vez a su esposa, cuando sintió que le tocaban en el codo, y volviéndose oyó una voz muy conocida que le dijo:

—Volvemos a ser compañeros de viaje.

Era el piloto Schriften.

Éste no había sufrido alteración alguna; no parecía haber envejecido, y su ojo brillaban con la misma viveza de siempre.

—¡Otra vez usted, Schriften! —exclamó Vanderdecken—. Su presencia en este barco me indica que se va a cumplir mi misión.

—Puede ser —dijo el piloto—; los dos estamos cansados.

Felipe no respondió; ni siquiera preguntó a Schriften cómo se había escapado del fuerte; le era indiferente saberlo, porque estaba persuadido de que aquel hombre no era una criatura humana.

—Muchos han sido los buques que han naufragado, Felipe Vanderdecken, y muchas las almas llamadas a responder de sus acciones por haber encontrado el buque de su padre de usted, mientras usted ha permanecido encerrado mucho tiempo.

—¡Ojalá que nuestro próximo encuentro sea más afortunado por ser el último! —repuso Felipe.

—No, no; tendrá que navegar hasta el día del juicio —contestó el piloto con énfasis.

—¡Miserable! Tengo el presentimiento de que no ha de realizarse su diabólico deseo. Déjeme ahora, de otro modo le haré comprender que, aunque las desgracias han encanecido mis cabellos, todavía poseo gran vigor en el brazo.

Schriften se separó de Felipe sonriéndose sarcásticamente; parecía tenerle algún miedo, aunque era mayor su odio. Trató de enemistar a los tripulantes con Felipe, declarando que era un Jonás que causaría la pérdida del buque, porque estaba en relación con el Volador Holandés. Felipe advirtió en breve que todos evitaban su presencia, y declaró que Schriften era un demonio y no un hombre. La apariencia del piloto prevenía tanto contra él, y la de Felipe, al contrario, era tan amable, que la tripulación apenas sabía qué pensar, mientras el capitán y otros miraban con igual horror a ambos.

El capitán, que era a la vez supersticioso y borracho, por la mañana rezaba y blasfemaba por la tarde contra los mismos santos cuya protección había invocado.

El buque había llegado frente a la costa meridional de África, a unas 100 millas de la de Lagullas. Amaneció un día espléndido; el viento apenas rizaba la superficie de las aguas y el buque caminaba a razón de unas cuatro millas por hora.

—¡Benditos sean todos los santos y santas! —dijo el capitán que acababa de subir sobre cubierta—: un esfuerzo más en favor nuestro y llegaremos al puerto con felicidad. ¡Benditos sean todos los santos y santas, y especialmente nuestro glorioso San Antonio que ha tomado bajo su protección a Nuestra Señora del Monte! Tenemos señales de buen tiempo; vamos, señores; almorzaremos, y fumaremos luego sobre cubierta.

Pero, de pronto, se levantó una masa de nubes por el horizonte extendiéndose con rapidez tal, que pareció a los ojos de los mismos marineros extraordinaria, cubriendo rápidamente todo el firmamento. El sol se obscureció; los objetos apenas se distinguían; el viento decayó, y el océano quedó en calma. El cielo parecía cubierto por un velo rojo como si el mundo estuviera en un estado de conflagración.

En la cámara, quien primero advirtió la obscuridad fue Felipe que subió sobre cubierta seguido del capitán y de los pasajeros asombrados. Aquella obscuridad era extraordinaria e incomprensible.

¡Santísima Virgen, protégenos! ¿Qué puede ser esto? —exclamó el capitán lleno de terror—. ¡Glorioso San Antonio, sálvanos! Esto es horrible.

—¡Allí, allí! —gritaron varios marineros señalando un costado del buque.

Todos volvieron la vista hacia el sitio designado. Al costado y a unos dos cables de distancia vieron alzarse poco a poco de la superficie de las aguas los topes de una arboladura de otro buque, que fueron subiendo gradualmente; luego aparecieron las cofas, las vergas, las velas, por último las jarcias y el casco, y el nuevo buque se fue levantando hasta hacerse visibles las portas con sus cañones. Aquel buque se aproximó, poniéndose al costado y a cierta distancia de Nuestra Señora del Monte.

—¡Santísima Virgen! —exclamó el capitán aterrorizado—. He visto hundirse buques en el mar; pero no he visto ninguno salir desde el fondo a la superficie de las aguas. Ofrezco mil velas de cera, de diez onzas cada una, ante el altar de la Virgen porque nos salve de esta desgracia. Señores —añadió dirigiéndose a los pasajeros que estaban asustados como él—, ¿lo prometen ustedes también?

—¡El Buque Fantasma, el Volador Holandés! —gritó Schriften—. Felipe Vanderdecken, allí está su padre. ¡Ji, ji!

Felipe fijó la vista en el buque y advirtió que estaban arriando un bote.

—Es posible —pensó— que me sea permitido pasar a él.

Y apretó la reliquia que llevaba en el pecho. La obscuridad aumentó entonces y el Buque Fantasma sólo se distinguía a través de una atmósfera densa. Los tripulantes y pasajeros de Nuestra Señora del Monte se arrodillaron invocando a Dios y a los santos. El capitán, después de haber tomado la imagen de San Antonio, de haberle besado y colocado nuevamente en su nicho, corrió por una vela de cera para ponérsela delante encendida.

Al poco tiempo oyóse el ruido de los remos al costado del buque y una voz que decía:

—Buena gente, échenos un cabo.

Nadie respondió ni aceptó la invitación. Sólo Schriften se dirigió al capitán diciéndole que si los de aquel buque querían enviar cartas, no debía recibirlas, porque, si las recibía, todos morirían.

Al poco tiempo se presentó un hombre entrando por el portalón.

—Bien podían ustedes haberme echado un cabo —dijo al pisar la cubierta—. ¿Dónde está el capitán?

—Aquí estoy —contestó éste temblando de pies a cabeza.

El hombre que se acercó al capitán parecía un marinero curtido por el temporal, vestido con una gorra y chaqueta de lona. Llevaba algunas cartas en la mano.

—¿Qué se le ofrece a usted? —preguntó por último el capitán.

—Sí, ¿qué desea usted? —insistió Schriften—. ¡Ji, ji!

¡Cómo! ¿Es usted piloto aquí? —preguntó aquel hombre—. Creía que hacía tiempo que estaba usted en el otro mundo.

—¡Ji! ¡ji! —contestó Schriften volviéndole la espalda.

—El caso es, capitán —dijo el marinero del Buque Fantasma—, que hemos tenido un tiempo muy malo y que deseamos enviar cartas a nuestras familias. Creo que no conseguiremos nunca doblar este cabo.

—No puedo encargarme de ellas.

—¿Qué no? ¡Cosa extraña! Todos los buques se niegan a recibir nuestras cartas. Eso está mal hecho, los marineros deben prestarse ayuda especialmente en las desgracias. Dios sabe cuánto deseamos nosotros volver a ver a nuestras mujeres y familias; sería un consuelo para ellas recibir noticias nuestras.

—Me es imposible tomar esas cartas; Dios nos libre —dijo el capitán.

—Llevamos mucho tiempo en el mar —agregó el marinero moviendo la cabeza.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó el capitán por no ocurrírsele otra cosa.

—No lo sé; el viento se ha llevado nuestro almanaque y hemos perdido los medios de averiguarlo. Jamás hemos podido tomar exactamente la latitud.

—Veamos esas cartas —dijo Felipe adelantándose y recibiéndolas de manos del marinero.

—¡No las toque usted! —gritó Schriften.

—Fuera de aquí monstruo —respondió Felipe—; ¿quién se atreve a detenerme a mí?

—¡Estás condenado, estás condenado! —gritó Schriften corriendo por la cubierta y lanzando una carcajada feroz.

—¡No toque usted esas cartas! —ordenó imperiosamente el capitán que temblaba como un azogado.

Felipe alargó la mano para recibir las cartas no haciendo caso de la prohibición.

—Ésta es de nuestro contramaestre para su mujer que reside en Ámsterdam en el muelle de Waser.

—El muelle de Waser desapareció hace ya mucho tiempo, amigo mío —dijo Felipe—; ahora se han construido allí grandes almacenes para recibir el cargamento de los buques.

—¡Imposible! —contestó el marinero—. Aquí hay otra del patrón de la lancha para su padre que vive en la plaza del Mercado Viejo.

—Tampoco existe la plaza del Mercado Viejo; allí se ha construido una iglesia.

—¡Imposible! —repitió el marinero—. Aquí tiene usted otra para mi novia Brow Katcer; lleva dinero para que se compre un brazalete.

—Recuerdo que así se llamaba una vieja soltera que fue enterrada hace treinta años.

—¡Imposible! La dejé en toda la lozanía de su juventud. Aquí está otra para la casa Slutz y Compañía, propietaria de este buque.

—Ya no existe semejante casa —dijo Felipe—. Sin embargo, hace muchos años me hablaron de unos comerciantes que llevaban ese nombre.

—¡Imposible! ¡Usted está burlándose de mí! Aquí hay otra carta de nuestro capitán para su hijo.

—Entréguemela usted —exclamó Felipe tomando la carta.

Iba a romper el sello, cuando se la arrebató Schriften de las manos arrojándola después por la borda de sotavento.

—Es una broma intolerable para un antiguo compañero mío —observó el del Buque Fantasma.

Schriften no respondió; pero, apoderándose de las demás cartas que Felipe había puesto en el cabestrante, las arrojó al mar como la primera.

El marinero del Buque Fantasma rompió a llorar y se marchó por el mismo costado por donde había entrado diciendo:

—Es muy dura, muy dura la conducta que observan con nosotros; pero tiempo llegará en que nuestras familias conozcan nuestra situación.

Pocos segundos después se percibía el ruido de los remos que conducían el bote del marinero hacia su buque.

—¡Glorioso San Antonio! —exclamó el capitán—; estoy atemorizado y lleno de asombro. Mayordomo, tráigame usted el arack.

El mayordomo le llevó una botella de arack, y, estando asustado como el capitán, se sirvió a sí mismo un buen vaso.

—Ahora —dijo el capitán después de apurar de un solo trago la botella—, ¿qué vamos a hacer?

—Se lo diré a usted —repuso Schriften acercándose a él—; ese hombre tiene un amuleto alrededor del cuello; quíteselo, arrójelo al mar y el buque se habrá salvado; si no se lo quita, el buque se perderá y con él todos cuantos van a bordo.

—¡Sí, sí, tiene razón! —gritaron los marineros.

¡Necios! —exclamó Felipe—; ¿creéis a este miserable? ¿No habéis oído al marinero que ha salido de aquí llamarle compañero suyo? ¿No veis que es él quien atrae todas las desgracias por su presencia a bordo?

¡Sí, sí, también es cierto! —gritaron los marineros—; le ha llamado compañero suyo.

—Es mentira —protestó Schriften—; el que causa todas las desgracias es éste; quitadle el amuleto que lleva al cuello.

Felipe retrocedió hacia donde estaba el capitán, a quien dijo:

—¿Qué van a hacer estos locos? Lo que llevo alrededor de mi cuello es una reliquia de la verdadera cruz; si se atreven a arrojarla al mar, están perdidos para siempre.

Y aquí Felipe, sacando la reliquia de su pecho, se la mostró al capitán.

—No, no, muchachos —gritó el capitán que estaba ya algo más tranquilo—; no hay que hacer eso; los santos nos libren.

No obstante, los marineros empezaron a dar voces; una parte de ellos pretendieron arrojar a Schriften al mar, y la otra proponiendo arrojar a Felipe. Por último, el capitán resolvió la cuestión mandando que se arriara el chinchorro, y que Felipe y Schriften fueran abandonados en él. Los marineros aprobaron la determinación, que era satisfactoria para todos. Felipe no hizo objeción alguna. Schriften gritó y luchó hasta que le arrojaron al bote, y allí permaneció temblando sobre la popa, mientras Felipe, que se había apoderado de los remos, se separaba de Nuestra Señora del Monte, con dirección al Buque Fantasma.