XXXVIII

A pesar del doloroso estado de su ánimo, Amina pudo dormir aquella noche, lo que probaba de un modo evidente el temple de acero de que estaba dotada. El ruido de los cerrojos que se descorrían y la entrada del carcelero principal con una luz la despertó del último sueño de este mundo en el momento en que soñaba con su marido.

El carcelero llevaba una túnica en la mano y se la mandó poner; encendió una luz y salió del calabozo. La túnica era de sarga negra con rayas blancas.

Amina se vistió con ella y volvió a tenderse en la cama, pero ya no le fue posible dormir. Pasaron las horas y el carcelero entró de nuevo y mandó que le siguiese. Quizá una de prácticas más terribles de la Inquisición era que después de ser acusados los reos, confesaran sus delitos o no, volvían a sus celdas sin la menor idea de la sentencia que se dictaba contra ellos, cosa que ignoraban aun en la mañana misma de la ejecución.

Los condenados fueron conducidos todos a un salón espacioso y alumbrado por una débil claridad. Eran unos doscientos hombres, todos vestidos de la misma sarga negra con rayas blancas, que se mantenían tan inmóviles y asustados que, a no haber sido por el movimiento de sus ojos al pasar los carceleros de una parte a otra, se hubiera creído que eran de piedra. Era la agonía de la incertidumbre, peor mil veces que la agonía de la muerte. Al cabo de un rato pusieron en la mano de cada preso una vela de cera de varios pies de longitud, y después a varios de ellos les vistieron los sambenitos y a otros las samarias. Los que recibían estos trajes que tenían llamas pintadas, se consideraban perdidos y era espantoso ver la angustia de cada uno al recibir aquel traje y el sudor que inundaba sus rostros.

Pero los reos de aquel salón no debían ser ejecutados. Los que llevaban sambenitos debían figurar en la procesión y recibir después un leve castigo; los que llevaban samarias habían sido condenados, pero se les perdonaba el castigo del fuego, por haber reconocido su culpa y pedido perdón, así es que tenían las llamas pintadas hacia abajo, lo cual significaba que no debían ser quemados; pero esto lo ignoraban aquellos infelices que temblaban ante los horrores que suponían que iban a sufrir.

Otro salón semejante había dispuesto para las mujeres. En él se practicaron las mismas ceremonias; la misma duda, los mismos temores, la misma angustia estaban reflejados en todos los rostros. Pero había una tercera sala más pequeña que las otras dos y reservada para los condenados a ser quemados vivos. A este lugar fue conducida Amina y allí encontró otras siete infelices vestidas de la misma manera que ella: dos solamente eran europeas; las cinco restantes eran esclavas negras. Cada una tenía su confesor a quien escuchaba. Un fraile se acercó a Amina, pero ella le despidió con la mano. El fraile la miró, escupió en el suelo y la maldijo. El carcelero principal entró entonces con las samarias que debían vestir. Éstas tenían las llamas pintadas hacia arriba. Además, eran de tela gruesa y de bastante vuelo, llevando en la parte inferior, delante y detrás, la imagen del culpado; es decir, la cara solamente sobre un haz de leña ardiendo y rodeada de llamas y de demonios. Debajo del retrato había una inscripción que publicaba el crimen que se iba a castigar. Pusieron, además, sobre la cabeza de cada reo gorros de hojas de caña, con llamas pintadas en ellos y a cada uno se le obligó a llevar una larga vela de cera.

Amina y las otras mujeres condenadas permanecieron en sus respectivos departamentos hasta algunas horas antes de que comenzase la procesión, porque había sido llamadas por los carceleros a las dos de la mañana.

El sol surgió brillante con gran contento de los empleados del Santo Oficio que no querían un día nubloso para vindicar el honor de la Iglesia y demostrar cómo practicaban las doctrinas misericordiosas del Salvador y los preceptos de caridad, amor al prójimo, tolerancia y perdón. Pero no sólo los individuos y familiares de la Santa Inquisición se regocijaban, sino millares de personas llegadas de todas partes para presenciar la espantosa ceremonia y celebrar aquel jubileo; muchos guiados por su fanatismo supersticioso; pero otros impulsados por la curiosidad y la afición a los espectáculos. Las calles y plazas por donde debía pasar la procesión, estaban atestadas de gente desde muy temprano; los balcones habían sido adornados con colgaduras de seda, tapicería y paños bordados de oro y plata en honor de la fiesta; y por doquier veíanse señoras y caballeros vestidos con sus mejores trajes, esperando con ansia el momento de ver el rostro a los condenados por la Inquisición.

La gruesa campana de la catedral resonó a la salida del sol, en el espacio, y todos los presos fueron llevados al gran salón para disponer el orden de la procesión. En la puerta de entrada habíase levantado un dosel bajo el cual había tomado asiento el inquisidor general rodeado de la mayor parte de la nobleza y caballeros de Goa. A su lado estaba su secretario, y, al pasar los presos por delante del dosel, éste publicaba sus nombres y llamaba a uno de los circunstantes, que en seguida se adelantaba colocándose al lado del reo. Estos individuos se llamaban padrinos y su deber era acompañar y responder del condenado que se les confiaba hasta que terminaba la ceremonia. Se consideraba aquél un gran honor conferido por el inquisidor general a quienes le placía.

La procesión se organizó al fin, y se puso en marcha. Delante iba el estandarte de la Orden de los dominicos, porque éstos habían sido los fundadores de la Inquisición y reclamaban este privilegio como derecho imprescriptible. Después seguían los frailes en dos filas; luego los reos hasta el número de trescientos, cada uno con su padrino al lado y la gran vela de cera encendida en la mano. Aquellos cuyas culpas eran más leves, iban primero, todos con las cabezas desnudas y descalzos. A éstos que no llevaban más que la túnica de sarga negra con rayas blancas, seguían los que llevaban sambenitos; luego los que llevaban samarias con las llamas hacia abajo; después había una separación en la procesión causada por una gran cruz con la imagen del Salvador clavada en ella. Esto significaba que los que iban delante y sobre quienes caía la mirada del Salvador no debían sufrir penas corporales, mientras los que iban detrás, y a quienes la imagen volvía la espalda, estaban destinados a morir.

Al crucifijo seguían los siete condenados al fuego, y Amina la última como la criminal más terrible de todas. Detrás de Amina iban cinco efigies levantadas sobre grandes pértigas, vestidas con los mismos trajes de llamas y demonios y detrás de cada efigie un ataúd que contenía el esqueleto: estas efigies eran de los que habían muerto en el calabozo o en el tormento y que después habían sido condenados a la hoguera. Los esqueletos habían sido extraídos de sus tumbas y debían sufrir la misma sentencia que hubieran sufrido si hubieran estado en vida. Las efigies debían atarse al palo de la hoguera y ser quemados sus huesos. Luego iban los consejeros de la Inquisición, los familiares, monjes, clérigos y centenares de penitentes con trajes negros que ocultaban sus rostros; todos llevaban velas encendidas en las manos. Tardó dos horas en pasar la procesión, que recorrió las calles más importantes de Goa, antes de llegar a la catedral donde debían verificarse otras ceremonias. Los reos, que iban descalzos, apenas podían andar porque las piedras agudas de las calles les habían herido los pies; de modo que el camino aparecía regado de sangre.

El altar mayor de la catedral estaba colgado de negro y alumbrado por millares de luces. A un lado estaba el dosel del inquisidor general; al otro una plataforma para el virrey y su séquito. En el centro se habían colocado bancos para los reos y sus padrinos, y el resto de la procesión se instaló a derecha e izquierda de las bóvedas mezclándose por entonces con los espectadores. Tan pronto como los presos fueron entrando en la catedral, fueron llevados a sus respectivos sitios; los menores criminales se sentaban junto al altar, y los demás más lejos, por orden de importancia de sus culpas. Amina, cuyos pies chorreaban sangre, se acercó vacilando al asiento, suspirando porque llegase la hora en que había de ser separada del mundo cristiano. No pensaba en sí misma, ni en lo que iba a sufrir; pensaba en Felipe que se veía libre de aquellos crueles inquisidores; pensaba en la felicidad de morir primero y encontrarle en el Cielo.

Consumida por el prolongado encierro en su insano calabozo, por la incertidumbre, por la ansiedad y por la fatiga del penoso paseo que la habían obligado a dar, exponiéndose al sol ardiente después de tantos meses de prisión en un calabozo, había perdido mucho de su belleza; pero su rostro demacrado y sus facciones perfectas, tenían mayor atractivo. Objeto de las miradas de todos, caminaba con los ojos bajos y casi cerrados; pero, de vez en cuando, levantaba la cabeza y miraba; y la llama que brillaba en sus ojos, revelaba un alma altiva que hacía temblar a muchos.

Hacía dos segundos que Amina había tomado asiento en su banco de la catedral, cuando, abrumada por sus penosas sensaciones y por el cansancio, se desmayó.

Nadie se aproximó a prestarle auxilio. Es verdad que centenares de personas lo hubieran hecho de buena gana; pero no se atrevieron; era una réproba; estaba excomulgada, abandonada, perdida; y si alguno, movido a compasión por los padecimientos del reo, hubiera osado levantarla, habría sido objeto de sospechas, y probablemente registrado su nombre para ser llamado a comparecer ante el tribunal de la Santa Inquisición.

Dos oficiales de la Inquisición se aproximaron al fin a Amina, la levantaron, la hicieron sentar, y ella se recobró lo suficiente para mantenerse sentada.

Un monje dominico predicó un sermón describiendo la misericordia y el amor paternal que desplegaba constantemente el Santo Oficio. Comparó la Inquisición con el arca de Noé, de la que habían salido todos los animales después del diluvio, pero con una diferencia notable a favor del Santo Oficio: que los animales habían salido tan malos como habían entrado, mientras que los que habían penetrado en la Inquisición, llenas sus almas de perversidad y de crímenes y con corazones de lobos, salían de ella tan pacientes y tan sufridos como corderos.

Luego subió al púlpito el fiscal de la Inquisición y leyó el extracto de los crímenes y de las sentencias de cada uno de los reos. Éstos, al ser leída su sentencia, eran llevados delante del púlpito para oírla de pie con la vela en al mano. Publicadas las sentencias de aquellos a quienes se les perdonaba la vida, el inquisidor general, vestido con el traje de sacerdote y seguido de varios oficiales de la Inquisición, levantaban las excomuniones que habían caído sobre los reos y les bendecían, y aspergeaba.

Concluida esta parte de la ceremonia, los condenados a muerte y aquéllos cuyas efigies debían ser quemadas, fueron llevados uno a otro para oír sus sentencias, que concluían diciendo que la Santa Inquisición no había podido perdonarles, a causa de la dureza de sus corazones y de la multitud de sus crímenes; y con gran sentimiento los entregaba al brazo seglar para que sufrieran la pena impuesta por las leyes, exhortando a las autoridades a que los trataran con benignidad, y no procedieran a la pena de muerte ni efusión de sangre. ¡Sarcasmo horrible!

Amina fue la última en ser llevada delante del púlpito, que estaba fijo en una de las columnas macizas de la nave del centro cerca del dosel bajo el cual estaba sentado el inquisidor general.

—¡Amina Vanderdecken! —gritó el fiscal.

En aquel momento oyóse un ruido desacostumbrado entre la multitud situada junto al púlpito: hubo voces y empujones; los oficiales de la Inquisición levantaron sus varas para imponer silencio pero el ruido no cesó.

—Amina Vanderdecken, acusada de…

Después de una lucha violenta, logró salir de entre la multitud un joven que corrió a donde estaba la reo, y la estrechó en sus brazos.

—¡Felipe, Felipe! —gritó Amina reclinando la cabeza sobre su pecho.

Al recibirla Vanderdecken en sus brazos, la caperuza cayó de la cabeza de Amina y rodó sobre el pavimento de mármol.

—¡Amina, esposa mía, mi amada esposa! ¿Eres tú y te encuentras aquí? Señores, es inocente, apártense —continuó, dirigiéndose a los oficiales de la Inquisición, que se esforzaban por separarle—, apártense si estiman sus vidas en algo.

Esta amenaza a los oficiales de la Inquisición y el desprecio de todas las reglas, eran intolerables; todo el concurso estaba conmovido; la solemnidad de la ceremonia se veía comprometida. El virrey y su séquito se habían levantado de sus asientos para presenciar la escena, y la multitud se apiñaba cada vez más cuando el inquisidor general dio sus órdenes y varios oficiales se apresuraron a prestar ayuda a los dos que habían llevado a Amina y a separarla de los brazos de Felipe. La lucha fue terrible; Vanderdecken parecía tener la fuerza de veinte hombres, y transcurrieron algunos minutos antes que los oficiales de la Inquisición pudieran separarle.

Amina, contenida por dos de los familiares, gritaba, intentando, aunque inútilmente, lanzarse a los brazos de su marido. Al fin, por un tremendo esfuerzo, Felipe se vio libre de los que le detenían; pero en seguida cayó sobre el pavimento. La fuerza que había hecho le había roto una vena y había quedado desmayado en el suelo.

—¡Oh! ¡Le han asesinado! ¡Monstruos, asesinos! ¡Déjenme abrazarle por última vez! —gritó Amina frenética.

Un sacerdote se adelantó; era el padre Matías que con semblante dolorido suplicó a varios de los circunstantes que se llevaran a Felipe Vanderdecken, y éste, en estado de insensibilidad, fue separado de Amina derramando sangre por la boca. Se leyó su sentencia; pero Amina no la oyó porque su cerebro ardía. Fue nuevamente conducida a su sitio y entonces cedieron su valor, su constancia y fortaleza, y durante el resto de la ceremonia llenó la catedral de sollozos histéricos sin que súplicas ni amenazas pudieran hacerla callar.

Todo había concluido, excepto la última escena del drama. Los reos perdonados fueron conducidos otra vez a los calabozos de la Inquisición con sus padrinos, y los sentenciados al fuego enviados a la orilla del río para sufrir su sentencia. Era un largo espacio abierto a la izquierda de la Aduana donde debía celebrarse el auto de fe. Como en la catedral, se habían levantado tablados para el inquisidor general y para el virrey que en traje de ceremonia guiaba la procesión seguido de un inmenso concurso. Trece hogueras había dispuestas, ocho para los vivos y cinco para los muertos. Los verdugos estaban sentados junto a la estaca donde debían ser atados los presos, y las pilas de haces de leña esperaban a las víctimas. Amina, que no podía andar, fue llevada por los familiares hasta la estaca que la había sido destinada. Cuando la pusieron en pie junto a ella pareció recobrar su valor; se acercó al palo, cruzando los brazos y se apoyó en él.

Los verdugos dieron principio a su triste misión. El delicado cuerpo de Amina fue sujetado con cadenas y se amontonaron en su derredor dos numerosos haces de combustible. Los mismos preparativos se hicieron para las otras víctimas, cuyos confesores continuaban al lado de cada una de ellas. Amina despedía indignada con la mano a cuantos se le aproximaban, cuando el padre Matías, casi sin aliento, atravesó la multitud, y se acercó a su vez.

—Amina Vanderdecken, infeliz mujer, si hubieras seguido mis consejos no te verías en tan triste situación. Ahora es demasiado tarde para salvar tu vida, pero aún es tiempo de salvar tu alma. Llama al Salvador para que reciba tu alma; invócale por su pasión y muerte y Él te concederá la paz eterna. Amina —continuó el anciano derramando lágrimas—, te conjuro por tu salvación. A lo menos no me desconsueles.

—¿Infeliz mujer, dice usted? —contestó Amina—. Mejor debe usted decir infeliz sacerdote; porque mis sufrimientos van a concluir pronto y usted sufrirá los tormentos de los condenados. Infeliz fue el día en que mi marido salvó a usted de la muerte; todavía más infeliz la compasión que le indujo a darle hospitalidad en mi casa. Infeliz soy por haber conocido a usted. Le abandono a los remordimientos de su conciencia, si es que usted los tiene y no cambiaría la cruel muerte que me espera por los remordimientos que usted ha de sufrir en su vida. Márchese. Muero en la fe de mis padres y no en una religión que ofrece estos espectáculos.

—¡Amina Vanderdecken! —exclamó el sacerdote cayendo de rodillas y cruzando los brazos.

—Márchese, padre.

—Todavía dispones de un minuto… Por amor de Dios.

—Ya he dicho a usted que me deje; ese minuto es mío.

El padre Matías se separó de Amina desesperado y llorando amargamente. Como Amina había dicho, su dolor era extremado.

Preguntó entonces el verdugo a los confesores cuáles eran los reos que morían en la verdadera fe. A éstos se les pasaba una cuerda por el cuello y se les ataba a la estaca, de modo que fueran ahorcados antes de encenderse el fuego. Todos los reos, excepto Amina, murieron de este modo. El verdugo preguntó al padre Matías si Amina había pedido a Dios misericordia. El padre Matías respondió que no y movió la cabeza.

El verdugo se volvió. Después de un momento de pausa el sacerdote fue tras él, le asió del brazo y le dijo con voz desmayada:

—Que no sufra mucho.

El inquisidor general dio la señal y las hogueras fueron encendidas. Para complacer al sacerdote, el verdugo arrojó una cantidad de paja húmeda sobre la pila de Amina para que el humo denso la sofocara antes de que las llamas acariciaran su cuerpo.

—¡Madre, madre, recíbeme en tu seno! —fueron las últimas palabras que murmuraron los labios de la infeliz Amina, que realmente mereció haber alcanzado mejor suerte.

Las llamas consumieron furiosamente la leña subiendo a gran altura alrededor de las estacas a que estaban encadenados los reos. De la simpática e inteligente Amina, sólo quedó un montón de huesos calcinados.