Cuando terminaron los soldados su tarea y dejaron los azadones, se suscitó un altercado. Parecía que aquel dinero estaba maldito, puesto que no cesaba de ocasionar víctimas. Felipe y Krantz resolvieron hacerse a la vela en seguida en uno de los barcos, y dejar que los soldados arreglasen sus contiendas como tuvieran por conveniente. Les pidieron permiso para tomar las provisiones y el agua que necesitarían y que los barcos habían llevado en abundancia, y partieron.
—Nuevamente habrá matanza —observó Krantz al separarse del barco de la orilla.
—Es indudable —repuso Felipe—; mire usted cómo luchan ya. Si hubiera de dar nombre a esta isla, la llamaría Isla Maldita.
—Cualquiera merecería el mismo nombre, encerrando el vil metal que tanto inflama las pasiones humanas.
—Es cierto. ¡Maldito oro!
—Siento mucho haber dejado a Pedro con ellos —agregó Krantz.
—Es su destino; no pensemos más en él. Ahora, ¿qué vamos a hacer? Con este barco, aunque pequeño, podremos atravesar el mar con seguridad, pues tenemos provisiones suficientes para más de un mes.
—Debemos hacer rumbo hacia los parajes frecuentados por los buques que, se dirigen a Occidente y tomar pasaje para Goa.
Y, si no encontramos ninguno, podremos entrar en el estrecho hasta Pulo Penang, donde esperaremos hasta que pase un buque.
—Conforme, pues ése es el sitio mejor, si no el único, a donde podemos dirigirnos; a no ser que vayamos a Conchinchina, donde hay juncos que van todos los días a Goa.
—Eso nos apartaría de nuestro rumbo y, además, los juncos no podrán pasar por el estrecho sin ser vistos por nosotros.
Les fue fácil fijar su rumbo, porque las islas de día y las estrellas de noche les sirvieron de brújula. No seguían el camino más recto, pero sí el más seguro, navegando en un mar tranquilo, y hacia el Norte; los praos malayos que infestaban aquellas costas los persiguieron muchas veces; pero la celeridad de su barco les libró de la persecución.
Krantz y Felipe casi no hablaron, durante aquel azaroso viaje marino, más que de Amina y de la empresa arriesgada que debía desempeñar Vanderdecken.
Una mañana, al pasar por entre las islas con menos viento que de costumbre, Felipe dijo;
—Krantz, me ha dicho usted que había acontecimientos en su vida, o relacionados con ella, que corroboraban la relación que yo le hice. ¿No me contará usted qué acontecimientos fueron ésos?
—Ciertamente —repuso Krantz—; ya he pensado muchas veces referírselos; pero siempre las circunstancias lo han impedido. Ahora ha llegado la ocasión. Prepárese, pues, a oír una historia extraña, casi tan extraña como la suya. ¿Supongo que sabrá dónde se encuentran las montañas de Hartz?
—No, señor, jamás he oído hablar de ellas —respondió Felipe—; pero en algún libro recuerdo haber leído que ocurrían allí cosas extraordinarias.
—Es una región muy agreste —prosiguió diciendo Krantz—, de la que se refieren cosas estupendas, y tengo buenas razones para reputarlas por ciertas. He dicho a usted, que creo en su comunicación con seres sobrenaturales; que creo en la historia de su padre y en la bondad de la misión que se ha impuesto, porque tengo la evidencia de que estamos rodeados, impelidos e inspirados por seres distintos de nosotros en su naturaleza, como comprenderá cuando le refiera lo ocurrido en mi propia familia. Por qué razón seres perversos como los que le voy a hablar a usted, se comunican con nosotros y castigan, en cierto modo, a mortales relativamente inofensivos, es cosa que traspasa los límites de mi comprensión; pero que el hecho es cierto, no cabe dudarlo.
—El infierno no abandona jamás su obra de perdición.
—Es cierto —corroboró Krantz—. Empiezo mi narración.
»Mi padre no había nacido en las montañas del Hartz; era siervo de un noble húngaro que poseía grandes propiedades en Transilvania; pero, aunque siervo, no era pobre, ni ignorante; por lo contrario, era rico y por su inteligencia y respetabilidad había sido elevado al cargo de mayordomo. Sin embargo, el que nace siervo, no varía de condición en toda su vida, y esto es lo que ocurrió a mi padre, aunque llegó a poseer una gran fortuna. Hacía cinco años que se había casado y de su matrimonio tenía tres hijos: César; yo, que me llamo Hermann, y mi hermana Marcela. Ya sabe usted, Felipe, que en aquel país se habla todavía le lengua latina y esto le explicará por qué llevamos nombres tan sonoros. Mi madre era una mujer muy hermosa; pero, por desgracia, más bella que virtuosa; el señor de la tierra la vio y la admiró; envió a mi padre fuera de la provincia con una comisión, y, durante su ausencia, mi madre, halagada por sus atenciones y seducida por sus obsequios, cedió a sus deseos. Mi padre regresó inesperadamente y descubrió la intriga. El delito era evidente; mi padre sorprendió a los delincuentes en flagrante adulterio y mató a su mujer y a su seductor. Sabiendo que, como siervo que era, nada podía librarle del castigo, recogió todo el dinero que pudo haber a las manos, enganchó los caballos al trineo, y, llevándose consigo a sus hijos, salió a media noche. Cuando se descubrió el trágico suceso, debía de haber recorrido ya una gran distancia, y para evitar ser alcanzado, si le perseguían, se internó en las montañas de Hartz. Todo esto lo supe después; mis recuerdos no alcanzan más que hasta la tosca pero cómoda cabaña en que vivía con mi padre y mis hermanos. Esta cabaña estaba situada al término de una de esas espesas selvas que cubren la parte septentrional de Alemania; alrededor de ella había unas cuantas fanegas de terreno que, durante el verano, cultivaba mi padre y que producían lo suficiente para nuestra alimentación. En el invierno no salíamos de casa, porque mi padre iba a cazar y nos dejaba encerrados por temor a los lobos que incesantemente nos amenazaban. Mi padre había comprado aquella cabaña y las tierras de alrededor, a uno de los rudos montañeses que ganan habitualmente su vida cazando o haciendo carbón para fundir el mineral de las minas inmediatas. La cabaña distaba dos millas de la vivienda más próxima; los altos pinos de los montes que nos rodeaban, la vasta selva que se extendía a sus pies, los arbustos y los árboles que veíamos desde nuestra casa y la rápida pendiente que descendía hasta el valle distante, todo lo recuerdo ahora perfectamente. En el verano el panorama era muy hermoso; pero, durante el invierno, no había paraje más triste y desolado.
»En el invierno mi padre no hacía otra cosa que cazar; todos los días salía de casa dejándonos encerrados. Nadie le ayudaba a cuidarnos; ni era fácil encontrar una criada que quisiera vivir en aquel desierto; pero, aun cuando hubiéramos encontrado alguna, mi padre no la habría recibido, porque le inspiraban horror las mujeres como lo demostraba la diferencia de trato que me daba a mí y a mi hermano comparado con el que sufría mi pobre hermana Marcela. Nuestra educación estaba muy descuidada; sufríamos mucho porque mi padre, temeroso de que nos ocurriera una desgracia, no nos permitía encender fuego cuando salía de casa y nos veíamos obligados a refugiarnos debajo de las pieles de oso, producto de la caza, para conservar el calor hasta su regreso. Entonces hacía lumbre, y ésta era nuestra única delicia. Mi padre no estaba un instante quieto; ya fuera por el remordimiento del asesinato que había cometido, o ya fuera sólo consecuencia de su cambio de situación o de ambas cosas juntas. Los niños, cuando son abandonados a sí mismos, adquieren una seriedad impropia de sus años. Esto nos sucedía a nosotros; y durante el invierno permanecíamos silenciosos esperando que la nieve se derritiese y nos permitiera salir a oír el canto de los pajarillos.
»Así continuamos hasta que mi hermano César tuvo nueve años; yo, siete, y mi hermana cinco.
»Una noche mi padre volvió a casa más tarde que de costumbre; no había cazado nada, porque el tiempo era muy crudo y cubrían la tierra muchos pies de nieve; venía no solamente yerto de frío, sino de pésimo humor. Había traído leña y le estábamos ayudando alegremente a hacer fuego, cuando agarró a la pobre Marcela por el brazo y la arrojó a un lado. La niña cayó y comenzó a echar sangre por la boca. Mi hermano corrió a levantarla; Marcela, acostumbrada al mal trato de mi padre, no se atrevió a llorar; pero le miró con aire lastimero. Mi padre acercó el taburete al hogar, murmuró algunas palabras contra las mujeres y se dispuso a calentarse. No tardó en levantarse una hermosa llama; pero no nos acercamos. Marcela, todavía arrojando sangre, estaba retirada en un rincón y mi hermano y yo nos sentamos a su lado mientras mi padre se calentaba. Así permanecimos durante media hora al cabo de la cual oyóse el aullido de un lobo cerca de la ventana de nuestra cabaña. Mi padre se levantó y tomó su escopeta, examinó el cebo y salió de la cabaña cerrando la puerta tras de sí. Todos esperamos escuchando ansiosamente porque sabíamos que si mataba al lobo volvería de mejor humor, y aunque era brusco para todos nosotros, le amábamos y deseábamos verle contento y feliz, porque él era nuestro único apoyo.
»Esperamos algún tiempo, pero no llegamos a oír ningún disparo y César dijo:
»—Padre ha ido tras del lobo y tardará en volver un gran rato. Marcela, lavaremos la sangre de tu boca y después nos acercaremos al fuego para calentarnos.
»Así lo hicimos permaneciendo junto al hogar hasta cerca de media noche, sorprendidos de que, siendo tan tarde, no regresara nuestro padre. No podíamos suponer que estuviera en peligro, y pensábamos que había seguido la caza del lobo demasiado tiempo.
»—Voy a salir a ver si padre viene —dijo mi hermano César dirigiéndose hacia la puerta.
»—Ten cuidado —le recomendó Marcela—; puede ser que anden por ahí los lobos.
»Mi hermano abrió la puerta cautelosamente y sacó la cabeza.
»—No veo nada —dijo al cabo de un rato y volvió a reunirse con nosotros junto al fuego.
»—No tenemos qué cenar —dije yo; porque mi padre generalmente hacía la cena cuando llegaba a casa y durante su ausencia no teníamos más que las sobras del día anterior.
»—Y si padre viene, César —agregó Marcela—, se alegrará de tener algo preparado; hagamos la cena para él y para nosotros.
»César se subió sobre un banquillo y alcanzó un poco de carne; la cortamos según la cantidad que ordinariamente consumíamos y empezamos a aderezarla. Estábamos todos ocupados en esta faena alrededor del fuego, cuando oímos el sonido de un cuerno de caza. Escuchamos y sentimos ruido fuera y un minuto después mi padre entró acompañado de una joven y de un hombre alto y muy moreno vestido de cazador.
»Al salir de la cabaña había visto mi padre un gran lobo blanco a unas treinta varas de distancia, el cual se retiró lentamente gruñendo y aullando. Mi padre le siguió; el animal no corría, manteniéndose siempre a la misma distancia, y mi padre no quería dispararle hasta tener seguridad de no errar el tiro. Así estuvieron algún tiempo, el lobo dejando unas veces muy atrás a mi padre y después deteniéndose y aullando como para desafiarle, y corriendo nuevamente tan pronto como la distancia se disminuía.
»Deseando dar muerte al animal, porque el lobo blanco es muy raro, mi padre siguió persiguiéndolo durante algunas horas, mientras el cuadrúpedo iba subiendo por la montaña.
»Usted sabrá, Felipe, que hay sitios particulares en estas montañas en los cuales se supone, y mi historia prueba que la suposición es exacta, que habitan espíritus maléficos. Estos sitios son muy conocidos de los cazadores que evitan el pasar por ellos. Un espacio abierto en el bosque de pinos que dominaba la choza había sido señalado a mi padre como muy peligroso en este concepto; pero ya fuera que no creyese en estas relaciones, o ya que, empeñado en la persecución del lobo, no las recordase, lo cierto es que entró en él, pues el animal parecía detener allí sus pasos para esperarle. Mi padre se acercó al lobo, apuntó e iba a disparar, cuando el animal desapareció de repente. Creyendo que la nieve que cubría el suelo le había deslumbrado, bajó el arma para mirar dónde estaba el lobo; pero no lo encontró. Mortificado, iba a volver pies atrás cuando oyó el sonido lejos de un cuerno de caza, y, asombrado, olvidó por un momento el mal éxito de su tentativa y permaneció inmóvil en el sitio en que estaba. Un minuto después resonó por segunda vez el cuerno a poca distancia; se puso a escuchar y le oyó por vez tercera. No sé cómo se llama el toque que en aquel momento resonaba en la selva; pero mi padre comprendió que era una señal de que el cazador se había perdido en el bosque. A los pocos minutos se presentó un hombre a caballo con una mujer a la grupa y se dirigieron al sitio donde se encontraba mi padre. Al principio recordó las extrañas relaciones que había oído sobre los espíritus que frecuentaban aquellas montañas; pero, acercándose a los que venían, vio que eran mortales como él. El hombre que guiaba el caballo se paró junto a mi padre diciéndole:
»—Hermano cazador, ha salido usted muy tarde de casa y esto ha sido una fortuna para nosotros; porque hemos caminado mucho para salvar nuestras vidas, y nos vienen persiguiendo. En estas montañas hemos burlado hasta ahora la persecución; pero, si no encontramos abrigo y alimento, no servirá de nada y pereceremos de hambre y de frío esta noche. Mi hija, que es la que me acompaña, se encuentra más muerta que viva; ¿no puede usted ayudarnos en esta dificultad?
»—Mi choza —respondió mi padre— está a pocas millas de distancia; pero no puede ofrecer a ustedes otra cosa que abrigo contra el mal tiempo y lo poco que haya que comer. ¿De dónde vienen ustedes?
»—Se lo diré a usted, porque ya no es un secreto. Nos hemos escapado de Transilvania donde el honor de mi hija y mi vida estaban en peligro.
»Aquella observación despertó el interés de mi padre. Recordó que él también se había escapado; recordó la pérdida del honor de su esposa y la tragedia que había sido su consecuencia y se apresuró a ofrecerles todo el auxilio que sus escasos medios le permitieran prestar a los viajeros.
»—No hay tiempo que perder, amigo mío —observó el cazador—; mi hija está casi helada y no puede resistir más tiempo el rigor del frío.
»—Síganme ustedes —dijo mi padre guiándoles hacia la casa—. Me he extraviado siguiendo a un gran lobo blanco que llegó hasta la ventana de mi cabaña; de otro modo no hubiera venido aquí a estas horas.
»—Ese lobo pasó junto a nosotros hace poco cuando veníamos —observó la mujer con voz argentina.
»—Estaba a punto de disparar mi escopeta —agregó el cazador—, pero, puesto que nos ha hecho tan buen servicio, me alegro de que se haya escapado.
»Al cabo de media hora, durante cuyo tiempo mi padre caminó con rápido paso, llegaron los tres a la cabaña y entraron.
»—Llegamos a tiempo, según veo —observó el cazador viendo la carne que estaba puesta a asar, acercándose al fuego y mirándonos a todos—. Tiene usted aquí tres jóvenes cocineros, amigo mío.
»—Me alegro de que no tengamos necesidad de esperar —dijo mi padre—. Vamos, señorita, siéntese usted junto al fuego; necesitará usted calentarse después de su largo viaje.
»—¿Dónde pondré mi caballo? —preguntó el cazador.
»—Cuidaré de él —contestó mi padre saliendo de la cabaña.
»Aquella mujer era joven y, al parecer, tenía unos veinte años de edad. Llevaba un traje de camino, bordado con guarniciones blancas, y un sombrero de armiño blanco en la cabeza. Su cabello era rubio brillante, y su boca, al abrirse, mostraba los más hermosos dientes que he visto en mi vida. Pero había algo en sus ojos que a nosotros nos hizo estremecer; sus miradas parecían furtivas e inquietas; entonces ignoraba yo por qué, pero conocía que aquellas miradas revelaban un carácter cruel; y cuando nos invitó a acercarnos a ella, lo hicimos temblando. Sin embargo, era hermosa, muy hermosa. Nos habló con mucha amabilidad; nos colmó de caricias tanto a César como a mí; Marcela huyó de ella y se escondió bajo la cama, sin cenar a pesar de que media hora antes había manifestado deseos de comer.
»Mi padre, después de llevar el caballo a una cuadra inmediata bien cerrada, volvió y empezamos a cenar. Mi padre ofreció a la joven su cama diciendo que él permanecería junto al fuego acompañando al cazador, ofrecimiento que fue aceptado.
»Nosotros no pudimos descansar aquella noche. Era una circunstancia muy extraordinaria y asombrosa que aquella gente extraña estuviera y durmiese en nuestra casa. La pobre Marcela dormía; pero, durante toda la noche, aunque dormida, no cesó de temblar y suspirar. Mi padre había sacado cierto licor que tenía reservado, y él y el cazador permanecieron bebiendo y hablando delante de la lumbre. Nuestros oídos, atentos al más leve ruido, escucharon cuanto se dijo.
»—¿Y vienen ustedes de Transilvania? —preguntó mi padre.
»—Sí, señor —respondió el cazador—. Yo era siervo en la noble casa de…; mi amo quería que le entregase mi hermosa hija, y el asunto concluyó con meterle unas cuantas pulgadas de acero en el cuerpo.
»—Somos compatriotas y hermanos de desgracia —contestó mi padre estrechando amistosamente la mano del cazador.
»—¿De veras? ¿Es usted también de Transilvania?
»—Y he huido también para salvar mi vida; pero mi historia es más triste que la de usted.
»—¿Cómo se llama usted? —preguntó el cazador.
»—Krantz.
»—¡Cómo, Krantz de…! Conozco esa historia; no necesita usted renovar su dolor refiriéndomela. Me alegro mucho de haber encontrado a usted, mi buen amigo, mi digno pariente. Yo soy su primo segundo, Wilfredo de Barnsdorf —exclamó el cazador, levantándose y abrazando a mi padre.
»Llenaron las copas hasta el borde y bebieron uno a la salud del otro, según la vieja costumbre germánica. La conversación continuó luego en voz baja, y todo lo que pudimos oír fue que el nuevo pariente y su hija iban a residir en nuestra cabaña, a lo menos por algún tiempo. Una hora después, mi padre y el cazador se recostaron en sus sillas y parecieron entregados al sueño.
»—Marcela, querida mía, ¿has oído? —preguntó mi hermano al oído de Marcela.
»—Sí —contestó ésta en voz baja—; lo he oído todo. ¡Oh, César! no puedo soportar las miradas de esa mujer; me asusta mucho.
»Mi hermano no contestó, y al poco tiempo estábamos los tres profundamente dormidos.
»Cuando despertamos a la mañana siguiente, la hija del cazador estaba ya levantada. Me pareció más hermosa que la noche anterior. Acercóse a Marcela y la acarició; pero mi hermana rompió a llorar y a sollozar, como si se le quisiera romper el corazón.
»El cazador y su hija se instalaron definitivamente en la cabaña. Mi padre y él salían diariamente de caza dejando a Cristina con nosotros. Esta hacía el oficio de ama de casa; era muy amable con nosotros y gradualmente fue dominando la aversión que inspiraba a Marcela. Pero mi padre experimentó una gran metamorfosis; ya no parecía tan enemigo del bello sexo, y estaba muy obsequioso y atento con Cristina. Muchas veces, luego que su padre y nosotros nos habíamos acostado, permanecía a su lado conversando en voz baja, sentados ambos a la lumbre. Mi padre y el cazador Wilfredo dormían en otro departamento de la cabaña, pues la cama que mi padre había ocupado antes y que estaba junto a la nuestra, había sido cedida a Cristina. Hacía ya tres semanas que los nuevos huéspedes estaban con nosotros, cuando una noche, después de habernos acostado nosotros, celebraron una consulta mi padre y sus dos parientes. Mi padre pidió la mano de Cristina y obtuvo su consentimiento y el de Wilfredo, después de lo cual, dijeron lo siguiente:
»—Puede usted casarse con mi hija, señor Krantz, y obtendrá mi bendición: yo me iré a vivir a otra parte, no importa dónde.
»—¿No seguirá usted a nuestro lado, Wilfredo?
»—No; tengo que hacer en otra parte; baste a usted saber esto, y no pregunte más. Le dejo a usted mi hija.
»—Muchas gracias; procuraré hacerla feliz como merece, pero hay una dificultad.
»—Ya sé lo que va usted a decir; que no hay cura en este país montuoso. Es cierto; ni tampoco hay leyes a que sujetarse. Sin embargo, alguna ceremonia hay que celebrar para satisfacer a un padre. ¿Quiere usted casarse con ella, conforme le diga? Si acepta, los casaré al momento.
»—Acepto —contestó mi padre.
»—Entonces, tome usted su mano, y ahora diga usted conmigo: juro…
»—Juro —repitió mi padre.
»—Por todos los espíritus de las montañas del Hartz.
»—No, eso no; por el Cielo —interrumpió mi padre.
»—No es ésa mi costumbre —dijo Wilfredo—. Si, prefiero el otro juramento aunque sea menos sagrado, ¿por qué ha de oponerse usted?
»—Sea como usted quiera; diga usted lo que prefiera. ¿Pero quiere usted hacerme jurar por aquellos en quienes no creo?
»—Muchos que no son cristianos más que en apariencia, lo hacen así —arguyó Wilfredo—. En una palabra: ¿quiere usted casarse, o me llevo a mi hija?
»—Siga usted —contestó mi padre impaciente.
»—Juro por todos los espíritus de las montañas del Hartz, por todo el poder que ejercen en el bien y en el mal, que tomo a Cristina por mi mujer; que la protegeré siempre y la amaré, y que mi mano no se levantará jamás para hacerle daño.
»Mi padre repitió las palabras de Wilfredo.
»—Y, si falto a mi juramento, que la venganza de los espíritus caiga sobre mí y sobre mis hijos; que perezcan en las garras del buitre, del lobo o de otras fieras del bosque, que sus carnes sean despedazadas y sus huesos blanqueen, en la espesura. Así lo juro y prometo cumplirlo.
»Mi padre vaciló al repetir las últimas palabras; Marcela no pudo contenerse al oír repetir la última frase, y rompió a llorar. Esta repentina interrupción introdujo alguna confusión en los circunstantes y particularmente en mi padre; dirigió algunas palabras duras a la niña, la cual reprimió sus sollozos ocultándose el rostro con las sábanas del lecho.
»A la mañana siguiente Wilfredo montó a caballo y se despidió de nosotros.
»Mi padre volvió a posesionarse de su cama que estaba en el mismo cuarto que la nuestra, y las cosas volvieron al estado que tenían antes del matrimonio, a excepción de que nuestra madrastra dejó de ser amable con nosotros, y durante la ausencia de mi padre nos golpeaba, particularmente a Marcela, mientras sus ojos lanzaban chispas al mirar a la hermosa y amable niña.
»Una noche mi hermana nos despertó a mi hermano y a mí.
»—¿Qué tienes? —preguntó César.
»—Se ha marchado —contestó Marcela en voz baja.
»—¡Se ha marchado!
»—Sí, ha abierto la puerta y ha salido con su bata de noche. La he visto levantarse, observar si padre dormía y dirigirse luego a la puerta.
»Una hora después oímos el aullido de un lobo bajo nuestra ventana.
»—Ése es un lobo —dijo César—; la va a devorar.
»—¡Oh, no! —gritó Marcela.
»A los pocos minutos regresó mi madre política; llevaba su bata de noche como Marcela había dicho. Dejó caer el picaporte de la puerta lentamente para no hacer ruido; se acercó a una palangana llena de agua; se lavó la cara y las manos y se acostó en seguida sin que mi padre advirtiera nada.
»Los tres temblábamos sin saber por qué y resolvimos vigilar a la noche siguiente, y así lo hicimos, en efecto, no sólo aquella noche sino otras muchas, y, siempre a la misma hora observamos que mi madrastra se levantaba del lecho y salía de la cabaña; que después oíamos invariablemente el aullido de un lobo debajo de la ventana y la veíamos volver, lavarse y acostarse de nuevo. Observamos también que raras veces comía los manjares aderezados, y cuando lo hacía, parecía que no le agradaban; mientras que, cuando estaban crudos y los íbamos a preparar, solía, a hurtadillas, meterse en la boca algún pedazo de carne cruda.
»Mi hermano era un chiquillo muy valiente y no quiso revelar nada a mi padre hasta saber alguna cosa más positiva. Con este fin resolvió seguir a mi madrastra y observar lo que hacía. Marcela y yo tratamos de disuadirle de aquel proyecto; pero no nos hizo caso y a la siguiente noche se acostó vestido, y cuando Cristina salió de la cabaña, se levantó, tomó la escopeta de mi padre y la siguió.
»No habían transcurrido muchos minutos, cuando oímos el ruido de un disparo de arma de fuego. Aquel ruido no despertó a mi padre, pero nos llenó de ansiedad. Casi simultáneamente, volvió mi madrastra; su bata de noche estaba llena de sangre. Puse la mano en la boca de Marcela para evitar que gritase, aunque también estaba yo muy alarmado. Mi madrastra se acercó a la cama de mi padre; observó si estaba dormido y después se acercó a la chimenea y sopló los carbones para levantar llama.
»—Duérmete, querido —contestó ella—, soy yo; he encendido fuego para calentar un poco de agua porque no estoy muy bien.
»Mi padre volvióse del otro lado y volvió a quedarse dormido.
»Nosotros continuamos observando a mi madrastra. Ésta se cambió de ropa y arrojó al fuego la bata que había llevado; entonces vimos que salía sangre en abundancia de su pierna derecha, como si hubiera sido herida por una bala. Se vendó la herida, concluyó de vestirse y se acomodó junto al fuego hasta rayar el día.
»La pobre Marcela me estrechaba junto a su pecho que latía apresuradamente. Lo mismo me ocurría a mí. ¿Qué había sido de César? ¿Cómo había recibido aquella herida mi madrastra si no procedía de la escopeta que había llevado mi hermano? Al fin, mi padre abandonó el lecho, y yo le pregunté:
»—Padre, ¿dónde está mi hermano César?
»—¡Tu hermano! ¡Cómo! ¿se ha marchado?
»—¡Dios mío! —exclamó mi madrastra—. Anoche, como no podía dormir, me pareció advertir que alguno levantaba el picaporte; y, efectivamente, ¿dónde está tu escopeta?
»Mi padre dirigió la vista a la chimenea y comprobó que el arma no estaba allí. Quedóse un momento perplejo; y después, tomando un hacha, salió de la cabaña sin pronunciar una palabra.
»A los pocos momentos volvió llevando en sus brazos el cuerpo mutilado de mi hermano; lo dejó en el suelo y se ocultó el rostro con las manos.
»Mi madrastra se levantó a mirar el cadáver, mientras Marcela y yo llorábamos y sollozábamos amargamente.
»—Acuéstense, niños —dijo con dureza—. Este chico —agregó dirigiéndose a mi padre—, tomó sin duda la escopeta para matar a un lobo y el animal ha podido más que él. ¡Pobre muchacho! Ha pagado cara su ligereza.
»Mi padre no contestó. Quise hablar para contarle cuanto sabía; pero Marcela, que advirtió mi intención, me detuvo por el brazo y me miró de modo tan suplicante, que desistí de mi intento.
»Mi padre, por consiguiente, quedó en el error en que estaba; pero Marcela y yo, aunque no podíamos comprender la causa, estábamos convencidos de que nuestra madrastra no era ajena a la muerte de mi hermano.
»Aquel día mi padre salió, abrió una fosa, y dio sepultura al cadáver de mi hermano, amontonando piedras sobre ella para que los lobos no profanaran la tumba. Esta catástrofe produjo en mi padre una tristeza profunda; durante muchos días abandonó la caza, no cesando de maldecir a los lobos.
»Mi madrastra, por el contrario, continuó dando sus paseos nocturnos con la misma regularidad que antes.
»Al fin un día mi padre tomó su escopeta y volvió al bosque, pero pronto regresó a casa muy disgustado.
»—¿Quieres creer, Cristina —dijo—, que los lobos, maldita sea toda la raza, han abierto la sepultura de mi pobre hijo y no han dejado de él nada más que los huesos?
»—¿De veras? —exclamó la interpelada.
»Marcela me dirigió una mirada muy expresiva que entendí perfectamente.
»—Todas las noches aúlla un lobo bajo nuestra ventana, padre —dije yo.
»—¿De veras? ¿Por qué no me lo has dicho antes, niño? Despiértame cuando lo oigas.
»Miré a mi madrastra y sus ojos lanzaban chispas, y tenía los dientes apretados.
»Mi padre volvió a salir y cubrió con un montón de piedras mucho más grande los restos de mi pobre hermano que los lobos habían esparcido por el suelo. Éste fue el primer acto de la tragedia.
»Llegó la primavera; la nieve desapareció y pudimos salir de la cabaña; pero jamás dejaba yo sola a mi hermanita, a quien, desde la muerte de César, quería más que nunca. Mi padre estaba ocupado en labrar la tierra y yo le prestaba algún pequeño auxilio.
»Marcela acostumbraba sentarse junto a nosotros mientras trabajábamos, dejando a mi madrastra sola en la cabaña. Debo advertir que a medida que adelantaba la primavera mi madrastra fue abandonando sus paseos nocturnos y no oímos al lobo bajo nuestra ventana desde el día en que hablé de ello a mi padre.
»Un día, mientras trabajábamos en el campo mi padre y yo, teniendo a nuestro lado a Marcela, mi madrastra salió de la cabaña diciendo que iba al bosque a buscar algunas hierbas de que mi padre necesitaba y que mi hermana podría cuidar de la comida, y así se hizo. Al cabo de una hora oímos gritos desconsoladores.
»—Marcela se ha quemado, padre —dije arrojando mi azadón.
»Mi padre arrojó el suyo y ambos nos encaminamos precipitadamente hacia la cabaña. Antes de que llegáramos a la puerta, salió un gran lobo blanco que huyó con la mayor celeridad. Mi padre no tenía armas; corrió a la cabaña y allí vio a nuestra pobre Marcela expirando. Su cuerpo estaba horrorosamente mutilado, y la sangre que de él manaba había formado un gran charco en el suelo. El primer pensamiento de mi padre fue tomar su escopeta y perseguir al lobo; pero aquel horroroso espectáculo le detuvo. Se arrodilló junto a su hija moribunda; Marcela nos miró afectuosamente durante algunos minutos y sus ojos se cerraron para siempre.
»Estábamos todavía inclinados sobre el cadáver de mi pobre hermana, cuando entró mi madrastra. Ante aquel espectáculo se mostró muy conmovida, pero no pareció repugnarle la vista de la sangre como ocurre a la mayor parte de las mujeres.
»—¡Pobre niña! —exclamó—. Debe de haber sido víctima de ese gran lobo blanco que pasó junto a mí hace poco asustándome. Está muerta, Krantz.
»—Lo sé, lo sé —respondió mi padre con acento dolorido.
»Llegué a pensar que mi padre jamás se recobraría del dolor que le había ocasionado aquella segunda desgracia; lloró amargamente sobre el cadáver de su hija y durante muchos días la tuvo insepulta, aunque con frecuencia le aconsejaba mi madrastra que la enterrase. Al fin abrió una fosa junto a la de mi hermano, tomando todas las precauciones posibles para que los lobos no ultrajasen su cadáver.
»La noche después del entierro de mi hermana, estando despierto en la cama, vi a mi madrastra que se levantaba y salió al campo. Esperé algún tiempo y me vestí también; abrí un poco la puerta y miré al exterior. La luna brillaba esplendorosa en el espacio, y pude ver el sitio donde mi hermano y mi hermana estaban enterrados. ¡Pero cuál no sería mi horror al descubrir a mi madrastra que estaba muy afanada quitando las piedras que cubrían la tumba de Marcela!
»Llevaba su bata blanca y la luna se reflejaba sobre ella. Cavaba con las manos y arrojaba las piedras, detrás de sí con toda la ferocidad de una bestia salvaje.
»Pasó algún rato antes de que pudiera reponerme de la sorpresa y adoptar una resolución. Al fin vi que, después de haber quitado todas las piedras, levantó el cuerpo de mi hermana hasta el extremo de la tumba; y siéndome ya intolerable aquel espectáculo, corrí a despertar a mi padre y le dije:
»—¡Padre, padre! vístase usted y tome su escopeta.
»—¿Qué sucede? —gritó mi padre—; ¿están ahí los lobos?
»Saltó de la cama; se vistió apresuradamente y en su ansiedad no pareció advertir la ausencia de su mujer. Tan pronto como estuvo vestido abrió la puerta, salió y yo le seguí.
»Imagínese cuales serían su sorpresa y horror, cuando vio de improvisó a su mujer inclinada sobre el cuerpo de mi hermana arrancándole grandes pedazos de carne y devorándolos con avidez como si fuera un lobo. Estaba demasiado ocupada en su tarea sacrílega y no nos sintió. Mi padre dejó caer su escopeta; se le erizaron los cabellos lo mismo que a mí; comenzó a respirar fuertemente y después, de pronto, quedó paralizado. Levanté la escopeta y se la puse en la mano. Entonces pareció que concentraba toda su rabia. Se había duplicado su fuerza; se echó la escopeta a la cara; disparó y, exhalando un alarido, cayó la miserable a quien había estrechado tantas veces contra su pecho.
»—¡Justo Cielo! —gritó mi padre cayendo en tierra desmayado después de disparar su escopeta.
»Yo permanecí a su lado hasta que recobró los sentidos.
»—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¿Qué ha sucedido? ¡Oh! sí, ahora recuerdo. ¡Dios mío, perdóname!
»Púsose en pie y nos acercamos nuevamente a la fosa, y quedamos asombrados al encontrar junto a los restos de mi pobre hermana un gran lobo blanco.
»—¡El lobo blanco! —exclamó mi padre—, ¡el lobo blanco que me condujo engañado hasta el bosque! Ahora lo comprendo todo; he tenido relaciones con los espíritus de las montañas del Hartz.
»Mi padre quedó silencioso meditando profundamente durante largo rato. Después, levantó con cuidado el cadáver de mi hermana; volvió a colocarlo en su tumba; lo cubrió con piedras y destrozó la cabeza del animal con el tacón de sus botas gritando como un loco. Volvimos a la cabaña, se arrojó en la cama y yo le imité lleno de estupor.
»Por la mañana temprano nos despertó un fuerte golpe descargado sobre la puerta. Abrimos y entró Wilfredo.
»—Mi hija, ¿dónde está mi hija? —gritó colérico.
»—Donde debe estar esa miserable, ese diablo —respondió mi padre desplegando una ira igual—; donde debe estar, en el infierno. Salga de aquí inmediatamente.
»—¡Ja, ja! —contestó el cazador—. ¿Querrá usted matar a un poderoso espíritu de las montañas del Hartz? ¡Pobre mortal, que se casa con un lobo!
»—Fuera de aquí, demonio; te desafío a ti y a tu poder.
»—Ya sentirás la influencia de mi cólera; recuerda tu juramento; juraste no levantar la mano contra ella.
»—No he pactado jamás con los espíritus infernales.
»—Lo hiciste y te entregaste a su venganza si faltabas a lo jurado. Tus hijos debían ser pasto de buitres, de lobos…
»—Fuera de aquí, fuera de aquí, demonio.
»—Y sus huesos blanquean en la espesura. ¡Ja, ja!
»Mi padre, frenético, empuñó el hacha y la levantó sobre la cabeza de Wilfredo.
»—Todo eso juraste —continuó el cazador en tono sarcástico.
»El hacha descendió, pero pasó por el cuerpo de Wilfredo sin ocasionarle el menor daño; mi padre perdió el equilibrio y cayó al suelo.
»—Mortal —dijo el cazador poniendo el pie sobre el cuerpo de mi padre—, nosotros sólo tenemos poder sobre los asesinos. Tú has cometido dos crímenes; pagarás la pena a que te sometiste por el juramento. Dos de tus hijos han perecido ya; el tercero les seguirá, sin duda alguna, porque tu juramento fue aceptado. Para ti sería un beneficio el matarte, pero tu castigo es que vivas.
»Y, dicho esto, el espíritu desapareció. Mi padre se levantó del suelo, me abrazó con ternura, se arrodilló después y estuvo rezando un rato.
»A la mañana siguiente abandonamos para siempre la cabaña, dirigiéndonos a Holanda, a donde llegamos con felicidad. Mi padre llevaba algún dinero; pero, a los pocos días de encontrarnos en Ámsterdam, fue acometido de una fiebre cerebral y murió delirando. A mí me llevaron a un asilo, y más tarde me alistaron como marinero. Ya sabe usted toda mi historia. La cuestión es si debo sufrir o no la pena del juramento de mi padre. Estoy convencido de que, de una u otra manera, la sufriré al fin.