XXXV

Y, dejando por ahora a Amina entregada a sus tristes pensamientos, volvamos al lado de Felipe y de Krantz.

Cuando este último se despidió del comandante portugués, notificó a Vanderdecken lo ocurrido y le refirió la fábula inventada para engañar al comandante.

—Le dije que sólo usted sabía dónde estaba oculto el tesoro; que podía enviarle por él, porque probablemente me retendría a mí en rehenes; pero no se preocupe por ello, porque yo procuraré escaparme. Usted haga lo mismo y vaya en busca de Amina.

—Usted vendrá conmigo —repuso Felipe—, pues creo que, si nos separamos, no he de ser feliz en nada.

—No tiene usted razón; yo me fugaré de aquí de una manera o de otra.

—No declararé dónde se encuentra el tesoro, si usted no me acompaña.

—Está bien; haremos la prueba.

En aquel momento dieron un golpecito en la puerta. Felipe se puso en pie y franqueó la entrada a Pedro, que fue el que había llamado. Éste miró con mucho cuidado alrededor, y, después, cerrando la puerta sin ruido, se puso un dedo en los labios para recomendar el silencio. En seguida en voz muy baja, les refirió cuanto había oído.

—Procuren ustedes —les dijo— que yo les acompañe. Ahora me marcho, porque el comandante sigue paseándose en su habitación.

El agradecido soldado salió sin hacer ruido y siguió a lo largo de los parapetos procurando no ser visto.

—¡Infame traidor! Caerá en sus propias redes si es posible —dijo Krantz en voz baja—. Sí, Felipe; es preciso que vayamos los dos, porque quizá necesite usted mi auxilio. Trataré de conseguir que él nos acompañe. Y, por ahora, buenas noches.

A la mañana siguiente, Felipe y Krantz fueron invitados a almorzar por el comandante, quien les recibió cortésmente, especialmente al primero. Luego que terminó el almuerzo, les expuso sus deseos diciendo:

—He reflexionado, señor, respecto a lo que su amigo de usted me ha contado acerca de la aparición del espectro que produjo tanta confusión y me hizo proceder tan precipitadamente, por lo cual doy a usted mis sinceras excusas. Las reflexiones que he hecho, unidas a los sentimientos de devoción innatos en el corazón de todo buen católico, me han decidido a obtener, con auxilio de usted ese tesoro que pertenece a la Santa Iglesia. Mi intención es que lleven ustedes una partida de soldados a sus órdenes, que vayan a la isla en que el dinero se encuentra depositado, y vuelvan aquí con él. Ahora detendré cualquier buque que haga escala en este puerto, y en él irán ustedes a Goa con cartas mías y con el tesoro. Esto proporcionará a ustedes un buen recibimiento por parte de las autoridades y les hará pasar el tiempo agradablemente. Usted, señor Vanderdecken, verá a su esposa, cuyos encantos me sedujeron. Pido a usted perdón por la manera poco respetuosa con que la he tratado, y sírvame de excusa la ignorancia en que estaba de quién era y de sus relaciones con tan ilustre persona. Si les parece bien este plan, daré las órdenes necesarias para ponerlo en ejecución…

—Como buen católico tendré también mucho gusto en designar el sitio en que está escondido el tesoro y devolverlo a la Iglesia. Acepto las excusas de usted, porque su conducta procedió de la ignorancia en que se encontraba, de la condición y categoría de mi esposa. Pero hay un punto que debemos discutir. ¿Los soldados que usted desea que nos acompañen son gentes de confianza, o nos veremos obligados a luchar contra ellos?

—No tema usted nada; están bien disciplinados; no es necesario que su amigo de usted vaya; deseo que me acompañe durante su ausencia.

—No; es imposible —repuso Felipe—; no creo conveniente ir solo.

—Si ustedes me lo permiten —agregó Krantz—, daré mi opinión respecto al asunto. No hay inconveniente en que acompañe a mi amigo, si éste ha de ir con una partida de soldados, pero creo que de ningún modo debe ir. Recuerde, comandante, que el tesoro no es una cantidad insignificante; que tiene que ser desenterrado y visto por muchos hombres; que estos hombres llevan —muchos años aquí y desean volver al lado de sus familias; y, por tanto, cuando se encuentren con tanto dinero y separados de la autoridad de usted, no podrán resistir la tentación de apropiárselo. Les bastaría bajar por el canal del Sur y llegar al puerto de Bantam para verse libres y ricos. Enviar, pues, a mi amigo y a mí, sería enviarnos a una muerte segura: pero si usted nos acampañara, comandante, cesaría todo peligro. Su presencia y su autoridad les detendría, y cualesquiera que fueran sus deseos y pensamientos, se desvanecerían ante el brillo de las miradas de usted.

—Es cierto —apoyó Felipe—; nada de eso se me ha ocurrido a mí.

Tampoco se le había ocurrido al comandante; pero, cuando Krantz hizo la observación, comprendió toda su importancia, y antes de que éste concluyera de hablar, había resuelto formar parte de la expedición.

—Perfectamente, señores —dijo—; yo estoy siempre dispuesto a acceder a sus deseos; y puesto que juzgan necesaria mi presencia y no creo probable por ahora un nuevo ataque de los de Ternate, dejaré el fuerte por unos cuantos días a cargo de mi teniente y prestaré este servicio a la Iglesia. He enviado a buscar un barco indígena grande y cómodo y nos embarcaremos mañana.

—Sería preferible llevar dos barcos —dijo Krantz—; en primer lugar para atender a cualquier accidente que ocurra; y, además, porque así podemos embarcar todo el tesoro en uno con nosotros y poner parte de los soldados en el otro, de modo que donde vaya el tesoro seamos nosotros los más fuertes para que, si la vista del dinero estimula a la insubordinación, podamos dominarla.

—Tiene usted razón, llevaremos dos barcos: su consejo es bueno.

Todo quedó arreglado satisfactoriamente a excepción de lo referente a Pedro, de quien nada habían dicho; pero el mismo interesado notificó a Felipe y Krantz que el comandante le había designado para ser de la partida.

Los preparativos quedaron terminados al día siguiente. El comandante eligió diez soldados y un cabo y poco tiempo después se llevaron a los barcos provisiones y todo el material necesario. Al amanecer se embarcaron el comandante y Felipe en un barco; Krantz con el cabo y Pedro en otro. Los soldados, que desconocían el objeto de la expedición, fueron informados por Pedro, el cual tuvo con ellos una larga conversación en voz baja y muy a satisfacción de Krantz. Como el tiempo era hermoso navegaron a la vela durante toda la noche; pasaron a 10 leguas de Ternate y antes de amanecer se encontraban entre las islas, la más meridional de las cuales era la en que había sepultado el tesoro. La segunda noche se sacaron los barcos a la playa de una isleta, y entonces, por primera vez, se comunicaron los soldados del barco en que iban Pedro y Krantz con los que habían acompañado al comandante.

Al hacerse de nuevo a la vela a la mañana siguiente, Pedro se expresó ya con toda claridad, y pudo decir a Krantz que los soldados del barco habían adoptado ya su resolución y no dudaba que los demás se opondrían también a los planes del comandante. Su propósito era deshacerse del comandante; marchar a Batavia y, desde este punto, tomar pasaje para Europa en el primer buque en que pudieran hacerlo.

—¿No pueden ustedes realizar su propósito sin derramar sangre?

—Sí, señor, podríamos; pero no alcanzaríamos la venganza que deseamos. Ustedes ignoran el mal trato que nos ha dado; y, aunque nos gusta el dinero, nos gusta más la venganza. Además, ¿no ha decidido él asesinarnos a todos? Matándole hacemos justicia. No, no; si no hubiera otro puñal que clavarle, aquí está el mío.

—Todos opinamos de igual manera —dijeron los demás soldados echando mano a sus puñales.

Sé embarcaron de nuevo sin que advirtiera el comandante los rostros ceñudos y airados que le rodeaban, no cesando de hacer cortesías a Felipe y a Krantz. Pasaron con felicidad por entre las hermosas islas de que el mar estaba cubierto en aquel paraje, no tardando Felipe en reconocer la isla que buscaba y señalar al comandante el cocotero que servía de guía para encontrar el tesoro. Desembarcaron en la arenosa playa y se sacaron los azadones por orden del impaciente comandante que ignoraba que cada momento que apresuraba la instalación de la gente en la isla le aproximaba más a su perdición, y que mientras meditaba una traición contra sus soldados, éstos preparaban otra contra él.

Llegaron bajo el árbol; los azadones removieron en breve la ligera arena, y a los pocos minutos apareció el tesoro a su vista. Saco tras saco fueron extraídos y amontonados en la playa. Dos soldados fueron enviados a los barcos para buscar más sacos en que colocar las piezas de oro que se habían caído, descansando, entretanto, los que trabajaban. Apartaron los azadones; se dirigieron mutuamente miradas expresivas y se dispusieron a su obra sangrienta.

El comandante había vuelto la espalda para dar prisa a los soldados enviados por los sacos, cuando tres o cuatro puñales se clavaron al mismo tiempo en sus hombros. Cayó muerto casi instantáneamente. Felipe y Krantz fueron espectadores silenciosos; los soldados limpiaron los puñales y los guardaron en sus vainas.

—Ha encontrado su merecido —dijo Krantz.

—Sí —exclamaron los portugueses—, justicia, y nada más que justicia.

—Señores, tendrán ustedes cada uno su parte —observó Pedro dirigiéndose a Felipe y a Krantz—; ¿no es cierto, muchachos?

—Sí, sí.

—No tomaremos nada, amigos míos —repuso Felipe—; todo ese dinero es de ustedes y ojalá sean felices con él; todo lo que deseamos es que nos auxilien para embarcar; y ahora antes de repartir el dinero, den sepultura al cadáver de este desdichado.

Los soldados se apresuraron a obedecer, y el cuerpo del comandante no quedó insepulto.