XXXIV

A las pocas horas de entrar Amina en su prisión, fue despojada de su cabellera por los carceleros.

La joven les dejó proceder a la infame maniobra sin resistirse, y, aquella noche, no volvieron a molestarla; pero, al día siguiente, se presentaron nuevamente los esbirros y le ordenaron que se descalzara y los siguiera.

—Si no se descalza y nos sigue —le dijeron—, nos veremos obligados a conducirla a viva fuerza.

Amina no se resistió y fue llevada a la sala de justicia, donde estaban el inquisidor general y su secretario.

La sala de justicia era una larga estancia con ventanas altas a cada lado y al extremo opuesto a la puerta por donde había entrado. En el centro se alzaba un dosel, y delante una gran mesa cubierta con un tapete azul con rayas encarnadas. En la pared lateral y enfrente del sitio donde fue colocada la joven, se levantaba un enorme crucifijo; el carcelero señaló un taburete y mandó a Amina que tomara asiento.

El secretario, después de mirarla durante algún tiempo, le preguntó:

—¿Cómo se llama usted?

—Amina Vanderdecken.

—¿De dónde es usted?

—Mi marido es holandés; yo soy del Oriente.

—¿Cuál es la profesión de su marido?

—Capitán de un buque mercante.

—¿Cómo ha venido usted aquí?

—Porque su buque naufragó y la tempestad nos separó.

—¿A quién conoce usted en Goa?

—Al padre Matías.

—¿Qué bienes tiene usted?

—Ninguno; todos pertenecen a mi marido.

—¿Y en poder de quién están?

—Están a cargo del padre Matías.

—¿Sabe usted por qué ha sido puesta en prisión?

—Ignoro de qué se me acusa.

—Usted debe saber si ha procedido bien o mal, y lo mejor es que confiese aquello de que le acuse su conciencia.

—Mi conciencia no me reprocha nada.

—Es decir, que se niega a confesar.

—Nada tengo que confesar.

—Ha declarado usted que había nacido en Oriente; ¿es usted cristiana?

—No, señor.

—¿Está usted casada con un católico?

—Sí, señor, con un verdadero católico.

—¿Quién bendijo su matrimonio?

—El padre Leysen, un sacerdote católico.

—¿Y entró usted en el gremio de la Iglesia, o su marido contrajo matrimonio con usted sin que fuera antes bautizada?

—Yo me sometí a una ceremonia parecida,

—¿Fue bautismo?

—Así creo que lo llamaban.

—¿Y dice usted que rechaza las creencias cristianas?

—Sí, señor, desde que veo cómo se conducen los que las profesan. Cuando me casé estaba muy dispuesta en favor de ellas.

—¿Qué bienes suyos guarda el padre Matías?

—Un poco de dinero, no sé exactamente cuánto.

El inquisidor general agitó una campanilla, entraron los carceleros y volvieron a conducir a Amina a su calabozo.

—¿Por qué me preguntarán tantas veces por mi dinero? —pensó Amina—. Si lo quieren que lo tomen. ¿Qué autoridad ejercen estos hombres? ¿Qué piensan hacer conmigo? En fin, pronto lo sabré.

Muchos días hubieran transcurrido sin que Amina supiera la suerte que le estaba reservada, a no haber sido porque, cuatro meses más tarde, debía celebrarse un auto de fe. Hacía ya tres años que no se celebraba ninguno por no haber suficiente número de víctimas, pero a la sazón estaba ya casi completo el total requerido. Sin embargo, todavía pasó un mes en la incertidumbre, antes de que volviera a ser llamada a la sala de justicia.

Allí le preguntaron si estaba dispuesta a confesar. Irritada de la injusticia con que se la trataba, contestó:

—He dicho cuanto tenía que decir, y no tengo que confesar nada; hagan ustedes lo que quieran, pero pronto.

—El tormento la obligará a usted a confesar.

—Que lo prueben —repuso Amina con firmeza—; pruébenlo ustedes, hombres crueles, y verán cómo no sacan de mí una sola palabra. Soy mujer, pero les desafío.

Muy rara vez oían los jueces semejantes expresiones y jamás habían visto a un acusado de tan enérgica resolución; pero el tormento no se aplicaba nunca hasta después que se había formulado la acusación y se había contestado a ella.

—Ya lo veremos —dijo el inquisidor general—; que la retiren.

Amina fue llevada nuevamente a su celda. Mientras tanto el padre Matías había celebrado varias conferencias con el inquisidor general. Aunque colérico, había acusado a Amina y presentado los testigos necesarios contra ella, estaba disgustado y perplejo. El largo tiempo que había vivido en su compañía; el conocimiento que tenía de que Amina no había abrazado nunca la fe; su valor y hasta su belleza y juventud, todo hablaba fuertemente en su favor. El único objeto del padre Matías era persuadirla a que se confesara culpable y abrazase la religión católica. Con este fin había obtenido permiso del Santo Oficio para entrar en el calabozo y aconsejarla, favor especial que por muchas razones no se le podía rehusar. Al tercer día después de su segunda declaración se descorrieron los cerrojos a hora desacostumbrada, y el sacerdote entró en al celda, que fue cerrada de nuevo quedando solo con Amina.

—¡Hija mía, hija mía! —exclamó el padre Matías con semblante dolorido.

—No diga usted eso, padre: eso es una burla, porque es usted el que me ha conducido aquí; márchese.

—Es cierto; pero ahora quiero sacarte de esta prisión, si tú me lo permites, Amina.

—Con mucho gusto; estoy resuelta a seguirle a usted.

—Necesitarnos hablar antes, porque éste no es un sitio de donde la gente puede salir fácilmente.

—Entonces dígame qué es lo que he de decir y qué debo hacer.

—Lo diré.

—Pero contésteme usted primero a esta pregunta: ¿Qué sabe usted de Felipe?

—Está vivo.

—¿Y dónde se encuentra?

—Pronto llegará a Goa.

—¡Dios mío, te doy las gracias! ¿Podré verle, padre?

—Eso depende principalmente de ti.

—¿De mí? Entonces dígame pronto lo que debo hacer.

—Confesar tus pecados, tus crímenes.

—¿Qué pecados? ¿qué crímenes?

—¿No has tenido tratos con seres maléficos? ¿no has invocado los espíritus y conseguido que te auxilien?

Amina guardó silencio.

—Respóndeme. ¿No confiesas?

—No confieso haber hecho nada malo.

—Esa negativa es inútil; te he visto yo y te han visto otros. ¿Por qué te obstinas en negarlo? ¿No sabes seguramente el castigo que te aguarda si no entras en el gremio de nuestra Iglesia?

—¿Y por qué he de entrar en ese gremio? ¿Castigan ustedes a los que se niegan a entrar?

—No; si no hubieras recibido el bautismo, no te exigiríamos que fueras cristiana; pero estás obligada a reconciliarte con la Iglesia, so pena de ser tratada como hereje.

—Cuando recibí el bautismo ignoraba su significado.

—Concedido; pero lo recibiste.

—Es cierto; ¿y cuál será el castigo que me impongan si me niego a reconciliarme con la Iglesia?

—Serás quemada viva y nada podrá salvarte. Óyeme, Amina Vanderdecken: cuando te conduzcan otra vez a la sala de justicia, debes confesarlo todo; pedir perdón y solicitar que te reciban en el seno de la Iglesia. Así te salvarás y podrás…

—¿Qué?

—Volver a estrechar a Felipe en tus brazos.

—¡Mi Felipe, mi Felipe! Usted me pone en un aprieto, padre; ¿pero cómo confesar que he hecho mal cuando estoy convencida, por lo contrario, de que soy inocente?

—¿Inocente?

—He invocado el auxilio de mi madre y me lo ha dado. ¿Hubiera una madre auxiliado a su hija en una acción mala?

—No era tu madre, sino un diablo que tomó su figura.

—Era mi madre y usted pretende que crea lo que no puedo creer.

—¿Qué no puedes creer, Amina? Desiste de tu terquedad.

—No soy terca, padre mío. Usted me ha ofrecido que volveré de nuevo a los brazos de mi marido. ¿Pero puedo degradarme con una mentira? No, no lo haré, ni por mi libertad, ni por mi vida, ni siquiera por él.

—Amina Vanderdecken, si confiesas tu crimen antes de que se formule tu acusación, habrás hecho mucho en tu favor, después te será de poco provecho.

—No confesaré antes, ni después, padre. Lo hecho, hecho está pero no es un crimen ni para mí, ni para los míos; para ustedes lo será quizá, pero yo no profeso su religión.

—No olvides que comprometes también a tu marido por haberse casado con una hechicera. No lo olvides. Mañana te visitaré nuevamente.

—Estoy acongojada, padre, y le agradeceré que me deje sola.

El sacerdote abandonó la celda algo animado por las últimas palabras de Amina creyendo que la idea del peligro que corría su marido había producido algún efecto en su ánimo.

Amina se arrojó sobre el colchón que había en el rincón de la celda y ocultó el rostro entre las manos.

—¡Quemada viva! —exclamó al cabo de algún tiempo, incorporándose y pasándose las manos por la frente—. ¡Quemada viva! ¡Dios de mis padres! ¡ayudadme contra estos malvados! ¡dadme fuerzas para sufrirlo todo por amor a mi Felipe!

A la tarde siguiente se presentó otra vez el padre Matías encontrando a Amina más tranquila; pero obstinada en rechazar sus consejos y advertencias. La última observación que el sacerdote había hecho de que su marido estaría en peligro si se sabía que se había casado con una hechicera, había fortalecido su corazón y la había determinado a no retroceder ni ante el tormento, ni ante la hoguera.

El sacerdote se despidió desconsolado y acusándose de precipitación; deseaba no haber visto jamás a Amina cuya perseverancia y valor, aunque empleados mal, le causaban admiración. Después pensaba en Felipe que tan cariñosamente le había tratado, y se recriminaba a sí mismo.

Transcurrieron otros quince días y Amina fue conducida de nuevo a la sala de justicia e interrogada si quería confesar sus delitos. Negó resueltamente y se leyó la acusación fulminada contra ella. Estaba acusada por el padre Matías de practicar artes prohibidas y confirmaban esta acusación las declaraciones del niño Pedro y de los otros testigos. En su celda había declarado, además, el sacerdote, que la había visto entregarse a las mismas prácticas en Terneuse y que durante la violenta tempestad que había sufrido el buque, cuando todos esperaban perecer, ella había permanecido tranquila y valerosa asegurando al capitán que se salvarían, lo cual solamente podía saber por insinuación profética de los malos espíritus. Amina sonrió despreciativamente a los jueces cuando oyó esta última acusación. Le preguntaron si tenía algo que alegar en su defensa y repuso:

—¿Qué defensa puedo hacer, ante acusaciones tan ridículas? Porque no soy tan supersticiosa como los cristianos, me acusan de hechicería. Pero díganme, si uno sabe que otro practica la hechicería y lo consiente y no lo declara, ¿no se hace cómplice del mismo crimen?

—Indudablemente —dijo el inquisidor.

—Entonces denuncio…

Y Amina iba a revelar que la misión de Felipe era conocida y no había sido prohibida por los padres Matías y Leysen, cuando al recordar que Felipe podría quedar incluido en su denuncia, se detuvo.

—¿A quién denuncia usted? —preguntó el inquisidor.

—A nadie —contestó Amina cruzándose de brazos e inclinando la cabeza.

—Hable usted.

Amina permaneció callada.

—El tormento la hará hablar.

—Jamás —contestó Amina—, jamás. Que me atormenten hasta que muera; lo prefiero a una ejecución pública.

El inquisidor y su secretario conversaron en voz baja, y convencidos de que Amina no variaría de resolución, y como preferían la ejecución pública, abandonaron la idea del tormento.

—¿Confiesa usted? —preguntó el inquisidor.

—No —contestó Amina con firmeza.

—Entonces que la retiren.

La noche anterior al auto de fe, el padre Matías entró en la celda de Amina; pero sus esfuerzos para convertirla al catolicismo fueron inútiles.

—Mañana concluirá todo —dijo Amina—; márchese usted, deseo estar sola.