XXXIII

Una tarde, al regresar Amina de paseo por las calles de Goa, donde había hecho algunas compras en diferentes tiendas, exclamó, tomando asiento en un sofá:

—Gracias al Cielo que estoy sola sin que me espíe nadie. ¡Felipe, Felipe! ¿dónde estás? —exclamó.

Y, después de una pequeña pausa, agregó:

—Ahora lo sabré.

El hijo de la viuda entró en la habitación en aquel momento, corrió hacia Amina, le dio un abrazo y la besó.

—Dime, Pedro ¿dónde está tu madre? —le preguntó la joven.

—Ha salido a hacer unas visitas esta tarde y estamos solos. La acompañaré a usted, si le agrada.

—Sí, hijo mío. Dime, ¿sabrás guardar un secreto?

—Sí, señora; confíemelo usted.

—Nada tengo que decirte; pero quiero hacer un juego para que tú veas unas cosas en tu mano.

—Oh, sí, enséñemelo usted.

—¿Me prometes no contárselo a nadie?

—Lo prometo.

—Entonces, ahora verás.

Amina encendió carbón en un brasero y lo colocó a sus pies; tomó luego una pluma encarnada, un poco de tinta de una botellita y un par de tijeras y escribió en un papel varios caracteres murmurando palabras ininteligibles para el muchacho. Después echó un poco de incienso y de simiente de coriandro[15] en el braserillo que en seguida produjo una humareda de fuerte olor aromático; dijo a Pedro que se sentara a su lado en un taburete y le tomó la mano derecha. Sobre la palma de la mano del niño trazó un cuadrado con caracteres a cada lado, y en el centro formó con tinta un espejo negro del tamaño de un real de plata.

—Ahora ya está todo preparado —dijo Amina—. Mira, Pedro, ¿qué ves?

—Veo mi cara —respondió el niño.

Amina arrojó más incienso al braserillo hasta que se llenó de humo la habitación, y enseguida cantó:

—Turshun turyo-shun, baja, baja: venid, servidores de estos nombres; descorred el velo y revelad la verdad.

Había recortado con las tijeras los caracteres escritos en el papel, y tomando uno de ellos lo echó en el braserillo, sosteniendo entre las suyas la mano del niño.

—Dime ahora, Pedro, ¿qué ves?

—Veo un hombre que nada —respondió el niño lleno de asombro.

—No tengas miedo, ya verás más cosas. ¿Ha concluido de nadar?

—Sí, ha concluido.

Amina pronunció otras palabras y arrojó el otro pedazo de papel al fuego.

—Mira ahora, Pedro, y repite lo que yo diga: ¡Felipe Vanderdecken, preséntate!

—¡Felipe Vanderdecken, preséntate! —repitió el niño temblando.

—Veo un hombre sentado en la arena… Este juego me aburre…

—No te asustes. Luego te convidaré. Dime lo que ves. ¿Cómo está vestido ese hombre?

—Lleva una chaqueta corta y calzones blancos, mira en derredor de sí mismo y saca una cosa de su pecho y la besa.

—¡Él es, él es, y viene! ¡Cielos, os doy gracias! Mira otra vez, hijo mío.

—Ahora se levanta… No me gusta este juego; tengo miedo, no me gusta.

—No temas nada.

—Sí, sí; no quiero jugar más —insistió el muchacho arrodillándose—. Déjeme usted marchar. Déjeme usted.

Pedro había vuelto hacia abajo la palma de la mano; se esparció la tinta, se deshizo el encanto y Amina no pudo saber más. Tranquilizó al niño a fuerza de dulces y de caricias, le hizo repetir la promesa de que no diría nada y aplazó las investigaciones que pensaba hacer hasta que se la presentara ocasión de conseguirlas.

—Mi Felipe vive; madre, mi querida madre, te doy las gracias.

Amina no permitió que Pedro se separase de ella hasta que creyó que se había recobrado de su temor por completo.

Durante algunos días le recordó la promesa de no decir nada de aquello a su madre, ni a ninguna otra persona y le colmó de regalos.

Una tarde, estando la viuda ausente, Pedro entró a preguntar a Amina si quería repetir el juego de los días anteriores.

Amina, que no deseaba otra cosa, se regocijó con la petición del niño e hizo en seguida los preparativos necesarios. De nuevo se llenó la habitación de humo de incienso: de nuevo murmuró las palabras de encantamiento y otra vez el espejo mágico estaba en la mano de Pedro. Cuando éste gritó: Felipe Vanderdecken, preséntate, se abrió de pronto la puerta de la estancia y entraron el padre Matías, la viuda y otras varias personas.

Amina se asustó. Pedro lanzó un grito y corrió a refugiarse al lado de su madre.

—Es decir, que no me había equivocado al juzgar lo que vi en Terneuse —exclamó el sacerdote cruzando los brazos sobre el pecho y lanzando a Amina miradas de indignación—. ¡Maldita hechicera, estás convicta de sortilegio!

Amina le miró despreciativamente y, recobrando su serenidad, contestó:

—Ya sabe que no profeso su religión; y sin duda el escuchar a las puertas forma parte de la de usted. Éste es mi aposento y no es la primera vez que he necesitado mandarle que salga de él. Ahora repito la misma invitación a usted y a cuantos acaban de entrar.

—En primer término, apodérense ustedes de esos instrumentos de sortilegio —dijo el padre Matías a los que le acompañaban.

Éstos recogieron el braserillo y demás efectos usados por Amina; y, precedidos del padre Matías, salieron de la habitación.

Amina comprendió que estaba perdida; sabía que la magia era un crimen enorme en los países católicos y había sido sorprendido in flagranti.

—Está bien —pensó—; era mi destino.

Pedro, al día siguiente de la primera tentativa de Amina, olvidando su promesa, había referido a su madre el juego en que la joven le había hecho tomar parte. La viuda, asustada, buscó al padre Matías y, después de informarle del caso, le rogó que la aconsejara. El sacerdote dirigió muchas preguntas a Pedro, y, convencido de que había hechicería en el asunto, determinó llevar testigos que sorprendieran a Amina en sus manipulaciones y propuso que el niño volviese a proponerle la operación.

Amina, fue, por esa causa, sorprendida ejerciendo sus artes, y, poco rato después, dos hombres vestidos de negro entraron en su aposento y la intimidaron[16] que les siguiese. La joven no opuso la menor resistencia; cruzaron la plaza, se abrió la puerta de un gran edificio, en el que la obligaron a entrar, y a los pocos minutos era encerrada en uno de los calabozos de la Inquisición.