XXXI

—Todas nuestras esperanzas han resultado fallidas —dijo Felipe con tristeza—. ¿Cómo podremos escapar de las garras de este tiranuelo?

—Las circunstancias varían constantemente —repuso Krantz—; ahora la perspectiva es poco agradable; pero hay que confiar en el porvenir. Se me ha ocurrido una idea que probablemente nos sacará de aquí tan pronto como este hombrecillo haya aplacado su furia. Aunque le agrada mucho Amina, hay algo que le agrada más y es el dinero. Ahora bien; como nosotros sabemos dónde está oculto el tesoro, si se lo ofrecemos en cambio de nuestra libertad, nos la dará.

—No es cosa imposible. ¡Dios confunda a ese malvado Schriften! Seguramente ese hombre no es de este mundo. Es mi eterno perseguidor, y parece que obra por impulso ajeno.

—Debe de estar unido a su destino de usted. Pero ¿nuestro noble comandante pensará dejarnos sin comer ni beber?

—No me sorprendería; estoy persuadido de que atentará contra mi vida, pero no podrá quitármela, aunque me haga padecer mucho.

Aplacada la furia del comandante, mandó llevar a su presencia a Schriften para interrogarle más detenidamente; pero, por más que los soldados buscaron, Schriften no pareció por alguna parte. El centinela que estaba a la puerta declaró que no le había visto pasar. Se hicieron nuevas investigaciones, y todas resultaron infructuosas. Hasta los calabozos y las galerías subterráneas fueron examinados, sin éxito alguno.

—¿Estará encerrado con los presos? —pensó el comandante—. Imposible: pero, de todos modos, lo veré.

Bajó y abrió la puerta del calabozo: miró, e iba a volverse sin hablar, cuando Krantz, le dijo;

—Está bien, señor comandante, buen tratamiento es éste después de haber vivido en su compañía tanto tiempo. ¿Le parece a usted bien encerrarnos en una prisión porque un tunante declare que no somos los que hemos dicho? Pero, en fin, supongo que nos enviará usted algo que comer y que beber.

El comandante, confuso por la extraordinaria desaparición de Schriften, repuso en tono más suave de lo que Krantz esperaba:

—Sí, les mandaré algo.

Después cerró la puerta del calabozo y desapareció.

—Es extraño —observó Felipe—; parece que está más pacífico.

A los pocos minutos se abrió nuevamente la puerta del calabozo y se presentó Pedro con un cántaro de agua.

—Ha desaparecido como por arte de magia, señores, y no se le encuentra en parte alguna. Lo hemos registrado todo y no ha aparecido.

—¿De quién habla usted, del marinerillo ese?

—Sí, señor, de aquél a quien usted pegó un puntapié. La gente dice que debe de haber sido un espectro. El centinela declara que no ha salido, ni le ha visto: su desaparición ha llenado de asombro a todo el mundo y el caso es tan extraño, que ha asustado al comandante.

Krantz dio un largo silbido, mirando a Felipe.

—¿Le han encargado a usted de cuidarnos, Pedro?

—Sí, señor.

—Pues, en ese caso, diga usted al comandante que si quiere oírme, tengo que decirle una cosa importantísima.

Pedro salió.

—Ahora, Felipe, voy a asustar a ese hombrecillo, para que nos ponga en libertad, si usted se aviene a declarar que no es el marido de Amina.

—No puedo decirlo, Krantz; no diré semejante cosa.

—Temía que me contestase usted como lo ha hecho; pero me parece que podemos aprovecharnos de una mentira para combatir la crueldad y la injusticia. En otro cosa, no se cómo arreglarme. Sin embargo, probaremos.

—Auxiliaré a usted en todo, menos a negar que Amina es mi mujer.

—Bueno; inventaré una historia que lo arregle todo: pensemos, pensemos.

Krantz siguió reflexionando mientras paseaba por el calabozo, y todavía estaba ocupado en sus meditaciones, cuando se abrió la puerta y se presentó el comandante.

—Me han dicho que desea usted comunicarme algo importante. ¿De qué se trata?

—Tráigame antes aquí a ese miserable, que ha hablado de nosotros, para confundirlo.

—No veo la necesidad —repuso el comandante—. ¿Qué puede usted alegar?

—¿Sabe usted quién era ese tuerto deforme?

—Un marinero holandés.

—No, señor, era un espíritu, un demonio que ha ocasionado la pérdida del buque, y que lleva la desolación y la ruina a todas partes donde se presenta.

—¡Santísima Virgen! ¿qué me dice usted?

—La verdad, señor comandante. Le agradecemos que nos haya encerrado, mientras él permanece en el fuerte; pero guárdese mucho de él.

—¿Se burlan ustedes?

—No, señor. Hágale usted bajar aquí. Mi noble amigo ejerce gran poder sobre él, y me maravilla que estando aquí se haya él presentado, porque mi amigo tiene sobre su corazón una prenda que le obligaría a humillarse, y temblar y desaparecer. Tráigale, y le verá desvanecerse entre gritos y maldiciones.

—¡Dios nos asista! —exclamó el comandante lleno de terror.

—Envíe por él, señor comandante.

—Se ha marchado, ha desaparecido, no se le encuentra en parte alguna.

—Lo presumía —dijo Felipe en un tono significativo.

—Pues si ha desaparecido, supongo que nos dará usted sus excusas, por habernos tratado tan mal, y nos permitirá volver a nuestra habitación. Allí le referiré esta extraordinaria e interesante historia.

El comandante, confuso como nunca no sabía qué hacer. Al fin hizo una reverencia a Felipe, y le dijo que podía considerarse libre. Después, dirigiéndose a Krantz, añadió:

—Me alegraré mucho de que me explique este enigma, en que todo es contradictorio.

—Seguiré a usted a su habitación, pero no mi amigo, porque está muy indignado con usted por habernos tratado con tanta descortesía.

El comandante salió dejando abierta la puerta, y Felipe y Krantz le siguieron: el primero se retiró a su aposento y el último siguió al comandante al suyo. La confusión del comandante le daba un aspecto altamente ridículo. Apenas sabía qué conducta debía observar; pues ignoraba si hablaba al contramaestre de un buque o a algún personaje; si había insultado a uno noble o había sido burlado por el capitán de un barco. Se arrojó en el sofá, y Krantz, tomando asiento en una silla habló así:

—Ha sido usted engañado a medias, comandante. Cuando llegamos aquí, ignorando el trato que recibiríamos, ocultamos nuestra categoría; después manifesté a usted la calidad de mi amigo en su país, pero no juzgué prudente revelar su verdadera situación a bordo del buque. El hecho es, como usted puede suponer, tratándose de una persona de tan elevada categoría, que mi amigo es propietario del hermoso buque que se perdió por la intervención de ese miserable tuerto; pero de ese asunto le hablaré en otra ocasión; ahora proseguiré la historia. Hace diez años se padeció mucha hambre en Ámsterdam, y el tuerto vivía allí miserablemente; no vestía más que harapos, y habiendo sido antes marinero, su traje era de la forma que usa la gente humilde del pueblo. Tenía un hijo a quien negaba todo lo necesario para vivir, y a quien trataba con crueldad. El diablo instigó al hijo, después de haber intentado inútilmente apoderarse de la riqueza del padre y asesinarlo; y el anciano fue, efectivamente, encontrado muerto en su lecho una mañana, pero, como no había señales de violencia, aunque recayesen sospechas en el hijo, éste heredó la fortuna de su padre. Todos esperaban que el heredero gastaría alegremente sus riquezas; pero, por lo contrario, nunca gastaba nada, y aparecía más pobre que nunca. En vez de estar alegre y contento, se mostraba desgraciado, y andaba por la ciudad pidiendo un pedazo de pan a quien se lo quería dar. Algunos decían que su padre le había inoculado su carácter avaro, y otros movían la cabeza juzgando aquella conducta como extraordinaria y antinatural. Al fin, después de seis o siete años de decadencia y miseria, el joven fue encontrado muerto en su cama, junto a la cual había un papel, dirigido a las autoridades, en el que declaraba haber asesinado a su padre por heredarle y afirmando que, cuando había ido a tomar alguna cantidad para su gasto ordinario, habían encontrado el espíritu de su padre sentado sobre los sacos de dinero, y amenazándole con la muerte instantánea si tocaba a una sola moneda, por lo que se vio obligado a prescindir del dinero, sin atreverse a gastar un céntimo. Agregaba en la carta que, aproximándose su fin, deseaba qué aquel dinero se entregase a la iglesia de su patrón; y que si no había ninguna dedicada al santo, se edificase una y se dotara con aquellos fondos. Hechas las investigaciones necesarias, se averiguó que no había tal iglesia ni en Holanda ni en los Países Bajos, y se acudió a las naciones católicas de Portugal y España; pero tampoco se encontró, hasta que se descubrió que había una edificada por un noble portugués en la ciudad de Goa, en las Indias Orientales. El obispo ordenó, por consiguiente, que se enviara el dinero a Goa, y este dinero fue embarcado a bordo del buque de mi amigo, para ser entregado a las primeras autoridades portuguesas que se encontraran. Para mayor seguridad guardóse el dinero en la cámara del capitán, y cuando éste fue a acostarse la primera noche, encontró a ese hombrecillo tuerto, sentado sobre las cajas que contenían el tesoro.

—¡Dios misericordioso! —exclamó el comandante—. ¿Y era ése que se nos ha presentado hoy?

—El mismo —confirmó Krantz.

El comandante se santiguó y Krantz siguió diciendo:

—Mi noble amigo, como usted comprenderá, se alarmó bastante; pero como no le falta valor, preguntó al tuerto quién era y cómo había venido a bordo.

»—He venido a bordo por mi dinero —contestó el espectro—. Este dinero es mío y pienso guardarlo. La Iglesia no se aprovechará de este oro.

»Mi amigo sacó entonces del pecho una famosa reliquia que lleva siempre y se la puso delante, y el espectro empezó a gritar y desapareció. Durante dos noches el espectro siguió obstinado en sentarse sobre las cajas del dinero, pero a la vista de la reliquia, invariablemente desaparecía gritando como si sufriera: «¡perdido! ¡perdido!», y durante el resto de nuestro viaje no nos molestó más.

»Todos creímos que aquella exclamación se refería al dinero; pero después nos convencimos de que aludía a la pérdida del buque. Fue una imprudencia llevar a bordo la fortuna de un parricida; pues con semejante cargamento era imposible que tuviéramos un viaje feliz. Cuando se perdió el buque, mi amigo quiso salvar el dinero; lo pusimos en la balsa, y cuando desembarcamos, lo sacamos y lo enterramos para que pueda ser entregado a la iglesia que ha sido legado; pero los hombres que lo enterraron han muerto y el único que sabe el sitio dónde se encuentra el tesoro es mi noble amigo. Me olvidaba decir que al enterrar el dinero en la isla, se presentó nuevamente el espectro y se sentó sobre el caudal, y presumo que, cansado de estar allí, ha venido para que se busque el dinero, aunque ignoro la razón que tenga para ello.

—Todo eso es muy extraño. En suma: ¿hay un gran tesoro enterrado en la playa?

—Sí, señor; el espectro lo ha abandonado, puesto que ha venido aquí.

—Así debe ser, porque de otro modo no habría venido.

—¿Y qué presume usted que se haya propuesto al venir?

—Probablemente anunciar su intención, o decir a mi amigo que envíe por el tesoro; pero como fue interrumpido cuando empezaba a hablar…

—Es verdad, pero llamó a su amigo de usted Vanderdecken.

—Era el nombre que había tomado a bordo del buque.

—Y ése era también el nombre de la señora.

—En efecto, la encontró en El Cabo de Buena Esperanza y se la llevó consigo.

—Entonces, es su mujer.

—No puedo responder a esa pregunta. Bástele saber que la trataba como mujer propia.

—¡Ah! Pero hablemos del tesoro. ¿Está usted seguro de que nadie conoce el sitio en que está enterrado más que su amigo?

—Nadie.

—¿Quiere usted presentarle mis excusas por lo ocurrido, y anunciarle que tendré el placer de verle mañana?

—Con mucho gusto —le contestó Krantz y poniéndose de pie, se despidió del comandante y se retiró.

—Buscaba una cosa y he encontrado otra —dijo el comandante hablando consigo mismo—. Sí, puede haber sido un espectro; pero tiene que ser un espectro muy osado el que me asiste a mí hasta el punto de obligarme a volver sin ese dinero; además, llevaré un cura. Veamos: si dejo a ese hombre marchar con la condición de que descubra a la autoridad, es decir, a mí el sitio donde se encuentra el tesoro, perderé esa hermosa joven; pero, como poseo el documento en que se declara la muerte de su marido, si se lo presento, se casa conmigo. Entre la mujer y el dinero, prefiero esto último, si es que no puedo obtener ambas cosas. De todos modos, apoderémonos primero del oro. Lo necesito más que la Iglesia… Pero si me apodero de ese caudal, estos dos hombres pueden exponerme a un disgusto… Es preciso deshacerme de ellos; imponerles silencio para siempre y entonces quizá obtenga también a Amina. Sí; la muerte de estos hombres es necesaria para que mi propósito se realice por completo. Meditemos.

El comandante se paseó unos cuantos minutos reflexionando sobre el mejor modo de proceder, y luego agregó:

—Ese hombre ha dicho que el tuerto era un espectro y me ha referido una historia que a su juicio lo explica todo; pero tengo mis dudas; quizá me engaña. No importa: si el dinero está donde ha dicho, lo tendré, y, en caso contrario, sabré vengarme. Sí, es preciso dar muerte a ese hombre y, después, deshacerme poco a poco de los que me ayuden a desenterrar el dinero. Entonces… ¿Pero quién está ahí? ¡Pedro!

—Señor.

—¿Cuánto tiempo hace que ha llegado?

—Llego ahora mismo, señor. Oí a usted hablar y creí que me llamaba.

—Puede retirarse; no le necesito.

Pedro se retiró; pero había oído todo el soliloquio del comandante, porque hacía tiempo que estaba escuchando.