Felipe, tan fatigado como su segundo, se había tendido al lado de éste, y por la mañana les despertaron la voz del comandante y el ruido de su largo sable que arrastraba sobre las piedras del pavimento. Levantáronse apresuradamente y vieron al comandante que reñía a los soldados, amenazando a unos con el calabozo y a otros con imponerles doble servicio.
El comandante, al verlos, les mandó que le siguieran a su aposento. Así lo hirieron, y tendiéndose aquél sobre el sofá, les preguntó si estaban dispuestos a firmar el documento de que les había hablado, o a volver al calabozo. Krantz contestó que, después de meditar el asunto, se habían convencido de la muerte del capitán y que por lo tanto estaban dispuestos a testificarlo con su firma. La actitud del comandante fue desde aquel momento bien distinta, y, habiendo pedido recado de escribir, redactó el documento que firmaron Krantz y Felipe. El comandante se manifestó tan satisfecho, que convidó a los dos amigos a almorzar.
Durante el almuerzo les prometió que podrían dejar la isla en el primer barco que partiera. Felipe estaba algo taciturno; pero Krantz procuró hacerse agradable y el comandante les convidó también a comer.
Krantz informó al portugués de que tenían unas cuantas monedas de oro, y expuso su deseo de alquilar una habitación donde pudieran vivir por su cuenta. Ya fuese porque quisiera tener sociedad, ya porque desease ganar dinero, o probablemente por ambas cosas, el comandante les contestó que podían comer con él y pagar el gasto, proposición que fue aceptada. Convenidas las condiciones, Krantz insistió en pagar adelantada la primera semana, y cuando lo hubo hecho, el comandante se manifestó con ambos amigos lo más cortés del mundo, no cesando de adularles y tratando de hacerles olvidar que los había tenido encerrados en un calabozo subterráneo.
En la noche del tercer día, como advirtiese Krantz, después de comer, que el comandante estaba de muy buen humor, se aventuró a preguntarle para qué quería el certificado de la muerte del capitán. El comandante contestó con gran asombro de Felipe que Amina le había prometido casarse con él tan pronto como le presentara aquel documento.
—¡Imposible! —gritó Felipe levantándose de la silla.
—¡Imposible! ¿Y por qué es imposible? —preguntó el comandante colérico retorciéndose el bigote.
—Yo también hubiera dicho lo mismo —interrumpió Krantz midiendo las consecuencias de la indiscreción de Felipe—, porque, si usted hubiera visto, comandante, las pruebas de amor que esa mujer ha dado a su marido, no creería que pudiese tan pronto entregar su corazón a otro; pero las mujeres son todas iguales, y los militares tienen gran ventaja sobre los demás. Brindo a su salud y por el buen éxito de su empresa.
—Ésa es precisamente mi opinión —agregó Felipe entrando en el plan de Krantz—; pero esa señora tiene una gran excusa, comandante, comparando a su marido con usted.
Ablandado con esta adulación, el comandante repuso:
—Aseguran, efectivamente, que los militares tenemos gran atractivo para el bello sexo. Presumo que esto consiste en que desean protección; ¿y dónde mejor pueden encontrarla que al lado de un hombre que lleva espada? Bebamos, señores, bebamos por la salud de Amina Vanderdecken.
—Por la hermosa Amina Vanderdecken —exclamó Krantz apurando su copa.
—Por la hermosa Amina Vanderdecken —repitió Felipe—. Pero, comandante, ¿no teme usted haberla enviado a Goa donde hay tantos peligros para una mujer?
—De ningún modo: estoy convencido de que me ama. Y, en confianza lo puedo confesar, creo que está enamorada de mí.
—¡Mentira! —exclamó Felipe.
—¿Cómo mentira? ¿Lo dice usted eso? —gritó el comandante apoderándose del sable que estaba sobre la mesa.
—No, no —contestó Felipe serenándose—; lo decía por ella, porque la he oído jurar muchas veces a su marido que no amaría a nadie más que a él.
—¡Bah! ¿no es más que eso? —preguntó el comandante—. Amigo mío, usted no conoce a las mujeres.
—No, ni le gustan mucho —agregó Krantz inclinándose al oído del comandante y añadiendo—: siempre que hablamos de mujeres ocurre lo mismo, porque, habiendo sido engañado por una, odia todo el sexo.
—Entonces debemos compadecerle —dijo el comandante—; variemos de conversación.
Al retirarse a su aposento, Krantz manifestó a Felipe la necesidad de reprimirse, si no quería que lo encerrase nuevamente en el calabozo. Felipe reconoció que había procedido imprudentemente, pero añadió que la circunstancia de haber prometido Amina casarse con el comandante si le presentaba el certificado de su muerte, la había disgustado mucho.
—¿Cómo puede ser eso? —exclamó—. ¿Es posible que Amina haya cometido tal falsedad? El vivo deseo manifestado por el comandante de obtener el documento me prueba la verdad de su afirmación.
—Pienso, Felipe, que acaso Amina habrá dado esa palabra al comandante; pero tengo la seguridad de que lo ha hecho para salvarse de la situación peligrosísima en que estaría colocada. Cuando usted la vea, le probará plenamente la necesidad en que se vio de engañar a ese hombre, porque quizá, en caso contrario, a estas horas hubiera sido víctima de algún atentado.
—Puede ser —dijo Felipe.
—Puede ser y es; lo juro por mi vida, Felipe. No abrigue usted ni por un momento un recelo tan injurioso a una persona que sólo vive para usted. ¡Sospechar de una mujer tan cariñosa y tan buena es una gran injusticia!
—Tiene usted razón, amigo mío, y pido perdón a Amina por haber dudado de ella —respondió Felipe—; pero es triste para un marido oír tratar a su mujer de la manera que la trata ese miserable comandante.
—Admito eso, pero lo prefiero al calabozo —repuso Krantz—, y, así, buenas noches.
Tres semanas más continuaron en el fuerte, estrechando las relaciones con el comandar e, que muchas veces hablaba con Krantz en ausencia de Felipe acerca de su amor a Amina y entrando en pormenores de lo ocurrido, el marino se convenció de que había formado una opinión exacta y que Amina no había hecho otra cosa que engañar al comandante para escaparse. Pero el tiempo se les hacía muy largo a Felipe y a Krantz porque no se presentaba ningún buque.
—¿Volveré a verla? —se preguntaba Felipe una mañana inclinado sobre el parapeto al lado de Krantz.
—¿A quién? —inquirió el comandante que, sin ser visto, se había colocado junto a él.
Felipe se volvió y balbuceó algunas palabras ininteligibles.
—Hablábamos de su hermana —dijo Krantz tomándole de un brazo y llevándole aparte. Después añadió—: No hable usted de eso con mi amigo, porque es un asunto que le aflige mucho y constituyen una de las razones que le hacen odiar a todo el bello sexo. Su hermana estaba casada con un amigo suyo y se separó del marido. Era su única hermana, y aquella ligereza causó la desgracia de su madre. No hable de eso, se lo suplico.
—No, no; ciertamente que no. No lo extraño; el honor de una familia es cosa seria —dijo el comandante—. ¡Pobre joven! Con la conducta de su hermana y con la de su novia, no me sorprende ya que esté tan grave y taciturno. ¿Es de buena familia?
—De las más nobles de Holanda —contestó Krantz—. Es heredero de inmensos bienes e independiente por el capital de su madre, pero esos dos acontecimientos desgraciados le indujeron a abandonar secretamente su país y embarcarse para estos climas con la esperanza de olvidar sus penas.
¡Una de las más nobles familias! —repitió el comandante—. ¿Entonces el nombre que lleva no es el suyo? Seguramente, no se llama Jacobo Vantreat.
¡Oh! no —ratificó Krantz—, no se llama así; pero acerca de su verdadero nombre he prometido guardar el secreto.
—Eso se entiende con todos menos con quien puede guardarlo. Ahora no se lo pregunto a usted. ¿De modo que es realmente un noble?
—De las más elevadas familias del país, de una familia poseedora de riquezas fabulosas e influencia, y aliada por enlaces con la nobleza española.
—¿Es cierto? —insistió el comandante reflexionando—. Entonces conocerá a muchas familias portuguesas.
—Está más o menos relacionado con ellas.
—En ese caso, puede ser a usted muy útil, señor Richter.
—Creo que, cuando regresemos al país, no necesitaré cuidarme de ganar la vida, porque tendré asegurada la subsistencia para siempre. Mi amigo es un hombre muy agradecido, muy generoso, y se lo demostrará a usted si alguna vez lo necesita.
—No lo dudo, y puedo asegurar y usted que estoy muy cansado de residir aquí, donde, probablemente tendré que permanecer hasta que sea relevado y me incorpore a mi regimiento en Goa, pero no me darán licencia para volver a Portugal mientras no pida mi retiro. Aquí viene su amigo de usted.
A consecuencia, sin duda, de esta conversación, la conducta del comandante, que tenía gran respeto a la nobleza, cambió notablemente para con Felipe, tratándole con un respeto que asombraba a la gente del fuerte, y a Felipe mismo, hasta que Krantz le explicó el misterio. El comandante siempre hablaba de la condición de Felipe con Krantz y le consultaba si su conducta había logrado impresionarle favorablemente, porque el comandante pensaba utilizar la supuesta influencia de Felipe para obtener alguna ventaja en su carrera.
A los pocos días, encontrándose los tres sentados a la mesa, entró un cabo, y saludando al comandante, le dijo que un marinero holandés acababa de llegar al fuerte y solicitaba ser presentado. Felipe y Krantz palidecieron al oírlo, pero tuvieron la precaución de callar. El comandante mandó entrar al marinero y a los pocos minutos se presentó Schriften, quien, al ver a Felipe y a Krantz sentados a la mesa, exclamó:
¡Oh, capitán Felipe Vanderdecken y mi buen amigo señor Krantz, contramaestre del Utrecht, me alegro mucho de verles a ustedes!
—¡El capitán Felipe Vanderdecken! —gritó el comandante saltando de su asiento.
—Sí, señor, éste es mi capitán, el señor Felipe Vanderdecken; y éste es mi primer contramaestre, el señor Krantz, ambos pertenecientes al buque Utrecht; naufragamos juntos; ¿no es cierto, señores? ¡Ji, ji!
—¡Sangre de…! ¡Vanderdecken! ¡El marido! ¡Cuerpo del diablo! ¿es posible? —gritó furioso el comandante empuñando furioso su largo sable con las dos manos—. ¡Es decir, que he sido engañado, burlado!
Y, después de una pausa, agregó, encolerizado e hinchándosele las venas de la frente como si fueran a saltar:
—Amigo mío, doy a usted las gracias; pero ha llegado mi turno. ¡Cabo! que venga la guardia en seguida.
Felipe y Krantz comprendieron que toda negativa era inútil. El primero se cruzó de brazos y guardó silencio. Krantz se limitó a observar:
—Un poco de reflexión convencerá a usted que esa acusación es injustificada.
—¡Injustificada! —repitió el comandante con forzada sonrisa—: ustedes me han engañado, pero han caído en la trampa. Guardo el documento que han firmado y del cual no dejaré de hacer uso. Usted ha muerto, capitán; está firmado, y su mujer se alegrará mucho al saberlo.
—Le ha engañado a usted, comandante, para evitar su presencia —dijo Vanderdecken—. Despreciaría a un miserable como usted, si fuera libre como el aire.
—Retírense ustedes, ahora me corresponde a mí. Cabo, encierre a estos dos hombres en el calabozo y póngales un centinela a la puerta. Noble señor, tal vez sus amigos influyentes de usted en Holanda y en España le devolverán la libertad.
Felipe y Krantz fueron conducidos al calabozo entre soldados, muy sorprendidos por aquel cambio de conducta. Schriften les siguió, y al pasar por los parapetos, junto a las escaleras que conducían a la prisión, Krantz, furioso, se separó de los soldados y le dio un puntapié haciéndole rodar algunas varas de distancia.
—¡Buen puntapié! ¡Ji, ji! —exclamó Schriften sonriéndose y mirando a Krantz al levantarse.
Sin embargo, unos ojos dirigieron a Felipe y a Krantz una mirada de inteligencia, cuando bajaban las escaleras que conducían al calabozo. Eran los del soldado Pedro, quien deseaba manifestarles que tenían un amigo con quien podrían contar y que les ayudaría en su desgracia. Aquella mirada fue un consuelo para ambos, un rayo de esperanza que les proporcionó gran consuelo.