XXIX

El calabozo en que Vanderdecken y Krantz fueron encerrados, en la cárcel, estaba debajo del fuerte y tenía una pequeña ventana que se abría al mar y por donde entraban la luz y el aire. Era bastante templado; pero carecía de muebles.

Felipe, que ansiaba vivamente conocer la suerte de Amina, se dirigió en portugués al soldado que les había conducido al encierro, diciéndole:

—Amigo mío, perdone usted…

—No hay de qué —contestó el soldado, saliendo del calabozo y cerrando la puerta tras de sí.

Felipe apoyó la espalda contra la pared mirando entristecido al suelo, mientras Krantz, más animado, comenzó a recorrer la estancia, que era sumamente estrecha.

—¿Sabe usted lo que se me ocurre? —dijo, deteniéndose de pronto y en voz baja—. Que es una fortuna que hayamos conservado el dinero, porque, si no nos registran, quizá podamos salir de aquí sobornando a los centinelas.

—Pues yo pensaba —repuso Felipe—, en que es preferible estar aquí, que en compañía de ese miserable Schriften, cuya presencia no puedo tolerar.

—Ese comandante me parece mala persona; pero mañana sabremos algo más de él.

El movimiento de la llave en la cerradura, al que siguió la entrada de un soldado con un cántaro de agua y un gran plato de arroz cocido, les interrumpió.

El recién llegado no era el mismo que los había conducido al calabozo, y Felipe le abordó, diciéndole:

—Mucho han trabajado ustedes en estos dos últimos días.

—Sí, señor —contestó el soldado.

—Los de Ternate nos obligaron a venir con su expedición; pero al fin nos pudimos escapar.

—Así lo he oído decir a ustedes.

—Ellos han perdido cerca de mil hombres —agregó Krantz.

—¡Bendito San Francisco! Me alegro mucho —repuso el soldado.

—En lo sucesivo tendrán más cuidado en atacar a los portugueses.

—Ésa es también mi opinión —confirmó el soldado.

—¿Han tenido ustedes muchas pérdidas? —preguntó Felipe observando que aquel soldado era algo más locuaz.

—Unos diez hombres de tropa portuguesa. En la factoría había unos cien indígenas con algunas mujeres y niños; pero eso importa poco.

—Aquí había una europea, según me han asegurado —se atrevió a decir Felipe—, que naufragó en un buque. ¿Estaba entre los que han muerto?

—¡Una joven! Sí, ya recuerdo. Pero la verdad es…

—¡Pedro! —grito una voz desde arriba.

El soldado enmudeció, se llevó un dedo a los labios, salió y cerró la puerta.

—¡Cielos, dadme paciencia! —exclamó Felipe—; esto es demasiado sufrimiento.

—Ya volverá mañana por la mañana —dijo Krantz.

—Sí, mañana por la mañana; pero desde aquí a mañana el tiempo va a parecerme una eternidad.

—¿Qué hemos de hacerle? Las horas transcurren aunque la impaciencia las convierta en años. Oigo pasos…

La puerta se abrió de nuevo, y un soldado entró diciendo:

—Síganme ustedes que el comandante desea hablarles.

Felipe y su compañero se apresuraron a obedecer la inesperada invitación. Subieron una estrecha escalera de piedra al fin de la cual se encontraron en un gabinete con el comandante, que les esperaba sentado en un confidente. Dos jóvenes indígenas le estaban abanicando.

—¿Quién ha dado a ustedes esos trajes? —les preguntó.

—Los naturales de Ternate, cuando nos hicieron prisioneros en la isla a donde llegamos, nos despojaron de nuestros vestidos y nos regalaron éstos.

—¿Y les invitaron a ustedes a servir en su escuadra para atacar este fuerte?

—Nos obligaron a ello —rectificó Krantz—; porque, como los portugueses y los holandeses no están en guerra, nos opusimos a entrar a su servicio; sin embargo, nos condujeron a viva fuerza a bordo para hacer creer a la tropa que los europeos los auxiliaban.

—¿Y cómo pueden probarnos que eso es cierto?

—En primer lugar, porque nosotros no mentimos y, además, por el hecho de habernos escapado.

—¿Pertenecían ustedes a un buque holandés de la carrera de las Indias? ¿Son ustedes oficiales o marineros solamente?

Krantz, creyendo menos probable que el comandante les detuviera si ocultaban su calidad a bordo, dio un codazo a Felipe para que se callara y contestó:

—Somos empleados del buque: mi compañero piloto y yo contramaestre.

—Y, ¿qué ha sido del capitán?

—Suponemos que moriría al dividirse la parte de balsa en que iba.

—¡Ah! —exclamó el comandante que guardó silencio durante un largo rato.

Felipe miró a Krantz como interrogándole: ¿y por qué estos subterfugios? pero Krantz le hizo señas para que no le contradijera.

—¿Ignora usted realmente si el capitán está vivo o muerto?

—Sí, señor.

—En el supuesto de que les dejara en libertad, ¿querrían ustedes firmar un documento afirmando que ha muerto?

—No veo inconveniente alguno en eso —dijo Krantz—; sin embargo, si volviéramos a Holanda, podría perjudicarnos esa declaración. ¿Me dirá usted, señor comandante, de qué puede servirle ese documento?

—No —gritó el comandante con voz de trueno—; no se lo diré; necesito esa declaración, y eso basta. Escojan ustedes o el calabozo, o la libertad y pasaje libre en el primer buque que salga de este puerto.

—La elección no es dudosa —repuso Krantz—. Además, abrigo la convicción de que el capitán ha perecido —añadió reflexionando—. Comandante, ¿quiere usted dejarnos reflexionar hasta mañana?

—Sí, señor, pueden ustedes retirarse.

—Pero no al calabozo, comandante —dijo Krantz—; no somos prisioneros, y si desea que le prestemos un favor, debe tratarnos bien.

—Ustedes han reconocido y confesado que han peleado contra Su Majestad fidelísima, y esto es suficiente para tenerlos prisioneros; sin embargo, les dejo en libertad por esta noche, y mañana por la mañana resolveré si debo tratarlos como prisioneros o no.

Felipe y Krantz dieron las gracias al comandante por su bondad y salieron presurosos de los parapetos. La noche estaba obscura y la luna no había salido aún. Se sentaron en un parapeto para gozar de la brisa y del placer de verse libres, después de haber sido encerrados; pero, cerca de ellos, había soldados en pie o durmiendo y se vieron obligados a hablar en voz baja.

—¿Para qué necesitará ese certificado de la muerte del capitán, y por qué le ha contestado usted de ese modo? —preguntó Felipe.

—Amigo mío —le respondió Krantz—, bien puede usted imaginar que he pensado mucho acerca de la suerte de su bella esposa; y al oír que había sido conducida aquí, he temblado por ella. ¿Qué podía ocurrir siendo joven y hermosa? Este comandante, ¿no ha podido enamorarse de ella? He negado nuestra posición porque pensé que obtendríamos la libertad más fácilmente siendo el piloto y el contramaestre del barco, que diciendo que somos el capitán y el segundo de a bordo, sobre todo si sospecha que hemos sido los jefes que han dirigido el ataque de la gente de Ternate. Además, al pedirnos el certificado de la muerte de usted, presumí que lo quería para inducir a Amina a casarse con él. ¿Pero dónde está Amina? Ésta es la cuestión.

—Indudablemente, Amina está aquí —dijo Felipe apretando los puños.

—Quizá tenga usted razón; pero lo que está fuera de duda es que vive.

La conversación se prolongó hasta que salió la luna y las movedizas olas del mar reflejaron su disco de plata.

Felipe y Krantz contemplaron las aguas inclinados sobre los parapetos; pero su meditación fue interrumpida por una voz que les dijo:

—Buenas noches, señores.

Krantz reconoció en seguida al soldado portugués con quien habían conversado el día antes.

—Buenas noches, amigo mío. Gracias al Cielo no tiene usted que volver a encerrarnos.

—Es verdad, y eso me sorprende —dijo el soldado en voz baja—, porque el comandante le complace ejercer su autoridad, y sus órdenes son cumplidas sin remisión.

—Ahora no nos oye —replicó Krantz.

—¡Buen sitio éste para vivir! ¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí?

—Trece años, señor, y estoy bien cansado de él. Tengo mujer e hijos en Oporto; es decir, los tenía; pero quién sabe si habrán muerto.

—¿No espera usted volver a verlos?

—¡Oh, señor! no: un soldado portugués no vuelve jamás. Nos alistan por cinco años, pero dejamos aquí los huesos.

—Eso es muy duro.

—Ciertamente, señor —confirmó el soldado en voz aún más baja—; es cruel. Muchas veces he estado a punto de suicidarme saltándome los sesos; pero mientras hay vida hay esperanza.

—Le compadezco, buen amigo —dijo Krantz—. Mire usted, me han quedado dos monedas de oro, tome una; puede usted enviársela a su mujer.

—Y aquí tiene usted otra mía —añadió Felipe.

—¡Qué Dios y todos los santos se lo paguen a ustedes —repuso el soldado—, porque ésta es la primera dádiva que he recibido desde hace muchos años! Por lo demás, mi mujer y mis hijos tienen pocas probabilidades de recibirlas.

—Ayer nos habló usted de una joven europea que estaba aquí —observó Krantz después de un rato de silencio.

—Sí, señor, era muy hermosa; el comandante estaba prendado de ella.

—¿Y dónde está ahora?

—Ha sido enviada a Goa en compañía de un sacerdote que la conocía. Se llama el padre Matías y es un buen anciano. A mí me confesó durante su corta permanencia aquí.

—¡El padre Matías! —exclamó Felipe; pero Krantz le mandó callar.

—¿Dice usted que el comandante estaba prendado de la europea?

—Sí, señor, loco, completamente loco de amor; y si no hubiera llegado el padre Matías, tengo la seguridad de que no le habría permitido marcharse, aunque está casada con otro.

—¿Y ha sido enviada a Goa?

—Sí, señor, en un buque que hizo escala en este puerto. Debe de haberse alegrado mucho de salir de este fuerte, porque el comandante la perseguía constantemente y ella echaba de menos a su marido. ¿Saben ustedes si éste vive?

—No, no lo sabemos; ignoramos cuál ha sido su suerte.

—De todos modos, si vive, no creo que venga aquí, porque el comandante se apresuraría a deshacerse de él. Es hombre que no le detienen obstáculos. No puede negarse que es valiente; pero por poseer a esa señora, haría los mayores desatinos… Señores —continuó Pedro, que así se llamaba el soldado después de una breve pausa—, no conviene que me vean aquí mucho tiempo. Si me necesitan ustedes, dispongan de mí como les plazca. Ya saben cómo me llamo; buenas noches, y mil gracias por sus bondades.

Y, dicho esto, el soldado se retiró.

—Hemos ganado un amigo —dijo Krantz—, y, además, hemos tenido noticias importantes.

—Sí, pero recuerde que estamos en poder de su enemigo. Debemos salir de aquí lo más pronto posible; mañana firmaremos el documento que desea. No importa nada el uso que haga de él, pues probablemente estaremos en Goa antes de que Amina pueda verlo; y, si no estamos, la noticia de la muerte de usted no decidirá a Amina a contraer matrimonio con ese miserable comandante.

—De eso estoy convencido; pero semejante noticia la afligiría en extremo.

—La incertidumbre en que ahora se encuentra es más dolorosa aún, Felipe; pero es inútil hablar de lo pasado; mañana firmaremos, yo como Cornelio Richter, que es el nombre del tercer contramaestre, y usted como Jacobo Vantreat: no lo olvide.

—Convenido —repuso Felipe volviendo la espalda a Krantz, pues deseaba quedarse solo.

Krantz lo advirtió y se tendió en el hueco de un baluarte, no tardando en conciliar el sueño.