Trasladémonos con el lector al lado de Felipe y de Krantz, quienes conversaron largamente acerca de la extraña reaparición de Schriften, concluyendo por acordar vigilarle y aprovechar la primera ocasión para separarse de él. Krantz le había preguntado cómo se salvo; Schriften le había contestado en su tono habitual sarcástico, que se había desprendido una de las tablas de la balsa durante la contienda, y que ésta lo sostuvo hasta llegar a una isla; que allí, al ver la piragua, se había arrojado nuevamente al mar, donde fue recogido. Como esto no era imposible, aunque sí bastante improbable, Krantz no le preguntó más. A la mañana siguiente, habiendo cedido el viento, echaron al agua la piragua, y se hicieron a la vela con rumbo a la isla de Ternate.
Cuatro días tardaron en llegar, y todas las noches desembarcaban y sacaban el barco a la playa arenosa. Felipe se había consolado al saber que vivía Amina; y hubiera sido feliz con la idea de volver a encontrarla, si la presencia de Schriften no le hubiese molestado de continuo.
Al llegar al puerto de Ternate, fueron conducidos a una gran vivienda construida con hojas de palmitos y bambúes, y les dijeron que permanecieran allí hasta que se le comunicara su llegada al rey. La cortesía y urbanidad peculiares de los isleños sirvieron de tema a las conversaciones de Felipe y de Krantz; su religión, lo mismo que su indumentaria, parecían un compuesto de mono y malayo.
Pocas horas después fueron llamados para asistir a la audiencia del rey, que se celebrada al aire libre. El monarca se encontraba sentado bajo un pórtico, servido por un numeroso concurso de sacerdotes y soldados. El concurso era numeroso, pero poco brillante; todos los que rodeaban al rey, llevaban túnicas blancas y turbantes blancos; pero él tenía muy pocos adornos sobre sí. Lo primero que llamó la atención de Felipe y de Krantz al ser presentados al monarca, fue la limpieza extremada que en todas partes observaron; todos los trajes eran inmaculados y de una blancura resplandeciente.
Después de saludar al rey, según la costumbre mahometana, tomaron asiento a una indicación de éste, y, en seguida, les dirigieron varias preguntas.
Felipe relató el naufragio, manifestando que su esposa había sido separada de él, y, según creía, se encontraba en poder de los portugueses en la factoría de Tidor. Por esta razón concluyó rogando al soberano que le ayudara a rescatarla.
—Bien dicho —contestó el rey—; que traigan refrescos para los extranjeros, y queda concluida la audiencia.
Felipe y Krantz, y dos o tres de los confidentes, amigos y consejeros del monarca, quedaron solos. Entonces les presentaron una colección de pescados y otros platos diversos; y, después de haber comido, les dijo el rey:
—Los portugueses son perros y enemigos nuestros: ¿queréis ayudarnos a combatirlos? Disponemos de grandes cañones, pero no sabemos manejarlos tan bien como vosotros. Enviaré una escuadra contra los portugueses de Tidor, si os decidís a prestarnos ayuda. Responded, holandeses, ¿queréis pelear? De este modo —añadió dirigiéndose a Felipe—, recobrarás a tu esposa.
—Mañana contestaré a esa pregunta —dijo Felipe—, porque deseo consultar con mi amigo. Como he dicho antes, yo era capitán del buque náufrago y mi amigo era mi segundo; debemos celebrar una consulta los dos.
Schriften, que para Felipe no era más que un simple marinero, no había sido llevado a la presencia del rey.
—Mañana espero vuestra respuesta —repuso el monarca.
Felipe y Krantz se despidieron; y al volver a su vivienda, vieron que el rey les había enviado dos trajes completos de moros con turbantes. Como los que vestían Felipe y Krantz estaban completamente desgarrados, y eran muy impropios para sufrir el ardiente sol de aquellos climas, el regalo de S. M. fue muy bien recibido. Los sombreros de tres picos que llevaban, recogían los rayos de calor hasta un punto intolerable, y los cambiaron con gusto por el turbante blanco. Guardaron su dinero en una faja malaya que formaba parte de su atavío y se vistieron a la usanza del país. Después de una larga conversación, decidieron aceptar los ofrecimientos del rey, por ser el único medio que Felipe tenía para reunirse nuevamente con su esposa. Al siguiente día comunicaron oficialmente su decisión y se hicieron todos los preparativos para la expedición.
Al poco tiempo, centenares de piraguas de todas dimensiones flotaban junto a la orilla, unas al lado de otras formando una fila que ocupaba cerca de media milla sobre las aguas tranquilas de la bahía. Sus tripulantes las iban habilitando para el servicio; unos levantaban las velas; otros reparaban los desperfectos; pero la mayor parte aguzaban sus espadas y preparaban el veneno mortal de ciertas plantas para sus crises[14]. La playa ofrecía un aspecto de gran confusión: cántaros de agua, sacos de arroz, vegetales, pescados salados, cestas de aves ocupaban por doquier el terreno entre los isleños atentos a las órdenes de sus jefes, los cuales paseaban arriba y abajo vestidos de gala con brillantes armas y adornos. El rey tenía seis cañones de a cuatro, de bronce, regalo del capitán de un buque de las carreras de las Indias; estas máquinas de guerra, con una cantidad proporcionada de balas y de cartuchos fueron confiadas a la dirección de Felipe y de Krantz y colocadas en varias de las piraguas mayores con algunos indígenas instruidos en su manejo. Al principio, el rey, que esperaba la pronta rendición del fuerte portugués, manifestó su propósito de dirigir personalmente las operaciones; pero le disuadieron, y, a petición le Felipe, le aconsejaron que no expusiera su preciosa vida. En diez días quedaron hechos todos los preparativos, y la escuadra, tripulada por setecientos hombres, se hizo a la vela con rumbo a la isla de Tidor.
El espectáculo que ofrecía el azulado mar cubierto de cerca de seiscientas barcas pintorescas, todas navegando a la vela y saltando sobre las aguas como delfines en persecución de sus presas, era verdaderamente hermoso; todas iban llenas de indígenas, cuyos blancos trajes contrastaban vivamente con el azul obscuro de las aguas. Las grandes piraguas en que navegaban Felipe y Krantz con los jefes indígenas, habían sido adornadas con banderas de todos colores que ondeaban al impulso dé una fresca brisa. Más parecía aquélla una expedición de recreo, que una armada dispuesta a entrar en combate.
En la tarde del segundo día estuvieron ya a la vista de la isla de Tidor, a unas cuantas millas de la factoría y del fuerte. Los naturales de Tidor, que no podían soportar el yugo portugués, aunque se sometían a él por la fuerza, habían abandonado sus cabañas y retirándose a los bosques. La escuadra ancló cerca de la playa sin que nadie les molestara durante la noche. A la mañana siguiente, Felipe y Krantz salieron a hacer un reconocimiento.
El fuerte y la factoría de Tidor estaban construidos del mismo modo que las demás fortificaciones portuguesas en aquellos mares. Un foso con una fuerte empalizada entremezclada de mampostería, circundaba la factoría y todas las casas del establecimiento. Las puertas permanecían abiertas de día para la entrada y salida y se cerraban por la noche. En la parte de este recinto que miraba al mar se encontraba la ciudadela, hecha de mampostería sólida con parapetos, rodeada de un profundo foso sólo accesible por un puente levadizo, y defendida por un cañón en cada extremo. Su verdadera fuerza, sin embargo, estaba oculta por una alta empalizada que rodeaba todo el establecimiento. Después de examinarla cuidadosamente recomendó Felipe que las grandes piraguas con los cañones atacasen por mar, mientras los hombres que tripulaban las pequeñas, desembarcaran y rodearan el fuerte, utilizando para su defensa todas las prominencias del terreno y atacando al enemigo con sus lanzas y saetas. Aprobado este plan, ciento cincuenta piraguas se hicieron a la vela siendo sacadas a la playa las restantes. Los hombres que las tripulaban marcharon por tierra.
Los portugueses habían visto que se aproximaba la escuadra y estaban preparados para recibir a sus enemigos; los cañones dirigidos hacia el mar eran de grueso calibre y estaban bien servidos. Los de las piraguas, aunque bien dirigidos por Felipe, eran pequeños y ocasionaron poco daño en la piedra dura y espesa del fuerte. Después de un cañoneo de cuatro horas, durante las cuales la población de Ternate perdió un gran número de hombres, las piraguas, por consejo de Felipe y de Krantz, se retiraron a la mar y se reunieron con el resto de la escuadra, donde se celebró otro consejo de guerra. La fuerza que había rodeado el fuerte por la parte de tierra, no se había retirado con objeto de impedir todo auxilio de gente o de víveres y al mismo tiempo respirar contra los portugueses que osaran exponerse a sus tiros, circunstancia muy importante, puesto que se sabía que la guarnición era poco numerosa.
El fuerte no podía ser tomado con los cañones; por la parte del mar era inexpugnable; y, por consiguiente, sus esfuerzos debían dirigirse por la parte de tierra. Krantz, después de conferenciar con los jefes indígenas, les aconsejó que esperaran a que anocheciera para proceder al ataque. Cuando soplara la brisa de tierra, los hombres debían preparar grandes haces de palmitos secos y hojas de cocoteros y llevarlos junto a las empalizadas a barlovento dándoles fuego en seguida. De este modo destruirían las empalizadas y ganarían la entrada en la fortificación exterior, después de lo cual consultarían respecto a la manera de proceder en adelante. Este consejo era demasiado juicioso para no ser seguido y todos los que no tenían armas se dedicaron a formar haces de combustibles, no tardando en reunirse una gran cantidad de leña seca.
Los de Ternate se despojaron de sus vestidos blancos, no conservaron más que sus fajas, sus cimitarras y crises y unas túnicas azules, y se acercaron en silencio a las empalizadas donde depositaron sus haces de leña ejecutando varias veces la misma maniobra. Conforme se aumentaba el parapeto de haces, la gente trabajaba con más valor hasta que quedaron completas las pilas, y les prendieron fuego por varias partes. Las llamas subieron, los cañones del fuerte resonaron, y muchos indígenas fueron víctimas de la metralla y de las granizadas de balas que los portugueses arrojaron. Sofocados éstos por el humo, se vieron obligados a abandonar los atrincheramientos para evitar la sofocación. Las empalizadas ardían y las llamas empezaron a atacar la factoría y sus casas. No había resistencia posible y los de Ternate, entrando por los huecos que iban dejando las empalizadas destruidas, dieron muerte con sus cimitarras y crises a cuantos no se habían refugiado en la ciudadela. Éstos eran principalmente criados indígenas a quienes el ataque había sorprendido y por cuya suerte se preocupaban poco los portugueses, que no hicieron caso de los gritos que lanzaban para que bajasen el puente levadizo y los metiesen en el fuerte. La factoría y todas las casas exteriores estaban ardiendo y las llamas iluminaban la isla con resplandores siniestros en el espacio de muchas millas. El humo se había desvanecido en parte y las defensas del fuerte quedaron visibles a la luz del incendio.
—Si tuviéramos escalas de asalto —dijo Felipe—, nos apoderaríamos del fuerte, porque no hay un alma en los parapetos.
—En efecto —repuso Krantz—; pero, de todos modos, los muros de la factoría serán un puesto ventajoso para nosotros cuando se extinga el incendio; y, si la ocupamos, desde allí impediremos a todos que se asomen a los parapetos mientras se construyen las escalas. Mañana por la noche pueden quedar terminadas y nos apoderaremos del fuerte por asalto.
—Cierto —confirmó Felipe—, eso es lo que hay que hacer.
Se dirigió entonces a los jefes indígenas, y les comunicó sus planes, que se apresuraron a aprobarlo. Schriften, que, sin saberlo Felipe, había acompañado a la expedición, se aproximó al grupo y dijo:
—Eso es imposible. Jamás se apoderará del fuerte, Felipe Vanderdecken. ¡Ji, ji!
No había concluido aún de hablar el piloto, cuando oyóse una tremenda explosión, llenándose el aire de grandes piedras que volaban en todas direcciones, ocasionando numerosas víctimas entre los de Ternate. Era la factoría que había volado porque bajo sus bóvedas existía una gran cantidad de pólvora que se había inflamado a consecuencia del incendio.
—Su plan, señor Vanderdecken, ha quedado deshecho. ¡Ji! ¡ji! —gritó Schriften.
La pérdida de tantas vidas y la confusión que produjo la inesperada explosión, causaron un pánico entre la gente de Ternate que huyó precipitadamente hacia la playa donde estaban las piraguas.
Fueron inútiles los esfuerzos de Felipe y de los jefes por reunirles de nuevo. Los de Ternate, no acostumbrados a los terribles efectos de la pólvora en grandes cantidades, creyeron que había ocurrido algún suceso sobrenatural, y muchos saltaron a las piraguas y se hicieron a la vela, mientras los demás, confusos y temblorosos, corrían despavoridos por la playa.
—Nunca tomará usted ese fuerte, señor Vanderdecken —repetía con insistencia una voz bien conocida.
Felipe levantó su espada para dividir en dos al hombrecillo; pero se detuvo pensando:
—Es una verdad muy inoportuna, pero una verdad; ¿por qué he de matarle por eso?
Celebraron consejo los jefes y se convino en que el ejército continuase allí hasta que a la mañana siguiente se adoptara una resolución definitiva.
Al rayar el día, como el fuerte portugués no estaba ya rodeado de otros edificios, se vio que era más formidable de lo que al principio habían supuesto. Los parapetos estaban atestados de gente ocupada en colocar cañones para disparar contra las fuerzas de Ternate. Felipe consultó con Krantz, y ambos reconocieron que, habiendo el suceso de la víspera sembrando el pánico entre los suyos, nada se podría hacer. Los jefes opinaron lo mismo, en virtud de lo cual se ordenó el regreso de la expedición. Los jefes de Ternate estaban satisfechos del éxito alcanzado, porque habían destruido una gran fortificación, una factoría y todos los edificios portugueses: solamente la ciudadela continuaba intacta; pero era inaccesible, y, además, sabían que lo ocurrido era considerado por su rey como una gran victoria. Se dio, por tanto, la orden de reembarcarse, y dos horas más tarde toda la escuadra, con pérdida de setecientos hombres, tomó el rumbo hacia Ternate. Krantz y Felipe se embarcaron juntos para tener el placer de conversar. A las tres horas de haberse hecho a la vela, el tiempo se encalmó; y hacia el anochecer advirtieron señales de tempestad. Cuando se levantó de nuevo la brisa fue en dirección contraria; pero aquellos buques sentían tanto el viento, que esta circunstancia no les preocupó poco ni mucho.
A las doce de la noche se desencadenó el huracán, y antes de que hubieran salido de la punta nordeste de Tidor, empezó a soplar con tal violencia, que muchos hombres fueron lanzados al agua desde sus barcas, ahogándose no pocos. Se recogiéron las velas, y los buques flotaban a merced del viento y de las olas qué frecuentemente pasaban sobre ellos. La escuadra fue acercándose a la orilla, y, poco antes de amanecer, la barca en que navegaban Felipe y Krantz, se encontraba entre los remolinos de la playa frente a la punta norte de la isla. Pronto se estrelló contra las rocas, y cada uno de los tripulantes tuvo que atender a su propia salvación, Felipe y Krantz se agarraron a una tabla, y, sostenidos por ella, llegaron a la orilla donde encontraron unos treinta compañeros que habían sufrido la misma suerte. Cuando amaneció, observaron que la mayor parte de la escuadra se había puesto a la capa, pero no abrigaron temor alguno respecto a los demás barcos, porque el viento se había moderado bastante.
Los indígenas de Ternate propusieron, que puesto que tenían armas, cuando el viento se apaciguase, se tomaran algunas lanchas de los isleños para agregarlas a la escuadra; pero Felipe, que había consultado con Krantz el caso, quiso aprovechar la ocasión para saber la suerte que había corrido Amina. No pudieron los portugueses probar nada contra ellos, fácilmente podrían negar que habían estado entre los agresores, o decir que les habían obligado a asistir a la acción. De todos modos, Felipe estaba decidido a quedarse en Tidor, y Krantz a seguir su suerte. Por consiguiente, fingiendo que aceptaba la propuesta de los indígenas de Ternate, les permitieron ir a buscar las piraguas enemigas; y mientras las botaban al agua, se internaron en la espesura del bosque y desaparecieron. Los portugueses, que habían presenciado el naufragio de sus enemigos y que estaban irritados por las pérdidas sufridas, salieron en persecución de los que habían sido arrojados a la playa. Los indígenas, no tenían ya nada que temer, obedecieron y encontraron a Felipe y Krantz que estaban sentados a la sombra de un gran árbol esperando la marcha de los de Ternate. Les condujeron al fuerte, y fueron presentados al comandante que estaba enamorado de Amina. Como Felipe y Krantz vestían de musulmán, el comandante mandó que los ahorcaran; pero Felipe manifestó que eran holandeses, que habían naufragado y que el rey de Ternate les había obligado a tomar parte en la expedición, y el comandante portugués, volviendo de su acuerdo, dispuso que fueran encerrados en un calabozo, hasta que se resolviera definitivamente el castigo que debía imponérseles.