XXVII

La sorpresa hizo retroceder a ambos. Amina, sin embargo, fue la primera en reponerse y le extendió la mano, pues el placer de encontrar un amigo le hizo olvidar sus antiguos resentimientos con el sacerdote.

El padre Matías, por lo contrario, la saludó con frialdad y, luego, poniéndole la mano sobre la cabeza, dijo:

—Dios te bendiga y te perdone, como yo te he perdonado.

El recuerdo del pasado enrojeció las mejillas de la joven, que no se atrevió a replicar.

¿La había perdonado realmente el padre Matías? Lo pareció, al menos, puesto que la trató como amiga, escuchó con interés la relación del naufragio y se prestó a acompañarla a Goa.

Pocos días después, el buque abandonó nuevamente la factoría y Amina dejó de sufrir las impertinencias del enamorado comandante. Atravesaron el archipiélago y llegaron a la embocadura del Golfo de Bengala sin novedad.

Cuando el padre Matías huyó de Terneuse, perseguido por la calumnia de Amina, regresó a Lisboa, pero, cansado de su inactividad, se ofreció para volver a la India a convertir herejes. Desembarcó en la isla Formosa y poco tiempo después de su llegada, recibió órdenes apremiantes de sus superiores para que se presentara en Goa lo más pronto que le fuera posible. Al hacer escala en la factoría, se encontró inesperadamente con Amina.

Al doblar la punta meridional de la isla de Ceilán, se presentó por primera vez el mal tiempo y cuando ya la tempestad se hubo desencadenado por completo, los portugueses encendieron varias velas ante una imagen que llevaban a bordo. Amina se sonrió entonces despreciativamente y, al volver la cabeza, vio al padre Matías que la contemplaba con severidad.

—Los salvajes entre quienes he vivido —pensó Amina—, adoran a los ídolos y son calificados de idólatras. ¿Qué calificativo merecen entonces estos cristianos, procediendo del mismo modo que ellos?

—¿No sería preferible que bajaras a tu cámara? —preguntó el padre Matías aproximándose a la joven—. El tiempo no es a propósito para que una señora permanezca sobre cubierta. Además, en la cámara podrías rezar un rato, para aplacar la cólera divina.

—Prefiero continuar aquí, padre. Me complace la lucha de los elementos enfurecidos y admiro el poder de Dios en medio de la tempestad.

—Muy bien dicho, hija mía —contestó el sacerdote—, el Todopoderoso no solamente debe adorarse recreándose en sus obras, sino en el retiro y en la meditación. ¿Crees ya con sinceridad en los preceptos de nuestra religión? ¿Reverencias sus sublimes misterios?

—Hago cuanto debo, padre —replicó Amina volviendo la cabeza hacia el mar y contemplando nuevamente las encrespadas olas.

—¿Rezas con frecuencia a la Santísima Virgen y a los santos, que son los intercesores de los hombres?

Amina guardó silencio; no quería irritar al clérigo, y le repugnaba mentir.

—Contéstame, hija mía —añadió el padre Matías severamente.

—Padre —contestó la joven—, he apelado a Dios solamente; al Dios de los cristianos, al Dios del universo entero.

—El que cree en todo en general, no cree en nada en particular, Amina. ¡Ya me lo temía! Hace pocos momentos sorprendí tu sonrisa de desprecio. ¿De qué te reías?

—De mis propios pensamientos.

—Di mejor que del fervor con que rezaban los demás.

Amina tampoco respondió esta vez.

—Veo con disgusto que sigues siendo hereje; pero ten cuidado, desgraciada.

—¿Cuidado, padre? ¿Por qué? ¿No hay en estos climas millones de seres más incrédulos y herejes que yo? ¿A cuántos ha convertido usted? No hay trabajo, fatiga ni penalidad que no sufra usted gustoso por difundir la fe, y, sin embargo, ¿en qué consisten los malos y pocos frutos que obtiene? ¿Quiere usted que se lo diga? Pues en que en estos pueblos tienen su creencia propia, que aprendieron de sus mayores. ¿No me encuentro en el mismo caso? Nací en un país lejano, mis padres me enseñaron su religión, ¿cómo pretende que reniegue de ella, sin convencerme de que no es la verdadera? Tanto usted como el excelente padre Leysen me han instruido en los preceptos del cristianismo, que son efectivamente admirables; ¿no es esto suficiente? Pero exige usted una obediencia ciega y una sumisión absoluta, y en estas condiciones jamás he de convertirme. Cuando lleguemos a Goa enséñeme otra vez los misterios de su religión y, si me convence, tendrá en mí la fe católica más fervorosa. Entretanto, padre, tenga usted paciencia.

La imprudente réplica de la joven dejó perplejo al sacerdote, pues realmente tenían un gran fondo de verdad las observaciones de Amina. Recordó entonces que el padre Leysen, no creyéndola suficientemente instruida, había dilatado su bautismo hasta que conociese bien las verdades cristianas y lo pidiera ella misma, a fin de no irritar su indomable carácter.

—Hablas osadamente, hija mía, pero al menos eres sincera —replicó el padre Matías después de una breve pausa—. Cuando lleguemos a Goa hablaremos nuevamente de este asunto, y, con la ayuda de Dios, confío en que comprenderás la verdad de mis argumentos.

—Convenido —dijo Amina.

La joven pensaba en aquel momento en un sueño que había tenido en Nueva Guinea, en el cual su madre le reveló sus artes mágicas, y deseaba llegar a Goa para ponerlas en práctica.

Mientras tanto la tempestad era cada vez más imponente y el buque comenzó a hacer agua. Los marineros, aterrorizados, invocaban a los santos; el padre Matías y otros pasajeros se consideraron perdidos viendo que las bombas no achicaban el agua. Las olas barrían con furia la cubierta aumentando el pánico que reinaba a bordo. Unos lloraban como niños, otros se mesaban los cabellos y hasta algunos, más desesperados, prorrumpieron en juramentos e imprecaciones. Solamente Amina permanecía tranquila, contemplando despreciativamente la cobardía de aquellos hombres.

—Hija mía —dijo entonces el padre Matías, procurando disimular la agitación de su voz—; hija mía, no dejes pasar esta hora de peligro. Antes de perecer, entra en el seno de la Santa Iglesia. Te absolveré de tus pecados y conseguirás la bienaventuranza.

—Padre, la tempestad no me asusta, puesto que permanezco impasible ante la terrible lucha de los elementos; además, mi arrepentimiento no sería sincero, pues para ello el alma debe estar completamente tranquila y no impulsada por el temor. Hay un Dios en el cielo en cuya misericordia confío y cuyos decretos reverencio; cúmplase su voluntad.

—No mueras sin convertirte, hija mía.

—Mire usted, —añadió Amina, señalando con el dedo a los marineros que gritaban llenos de terror—, ésos son cristianos. Confían en su salvación y, sin embargo, ¿por qué no les presta la fe y el valor que necesitan para morir en paz?

—La vida es muy estimable, Amina, y esos infelices dejan en este mundo esposas e hijos. ¿A quién le agrada morir? ¿Quién puede ver acercarse ese terrible momento sin temblar?

—Yo —replicó la joven—; yo que no tengo esposo, o al menos no creo tenerlo. Para mí la vida carece de encantos. No me espanta la muerte que considero como el fin de mis angustias. Si estuviera Felipe a mi lado sería otra cosa, pero, habiendo muerto, sólo deseo reunirme con él en el otro mundo.

—Felipe profesó la fe de sus mayores, y si deseas reunirte con él debes hacer lo mismo, hija mía; mientras tanto rogaré por ti y porque Dios ilumine tu entendimiento —dijo el padre Matías arrodillándose.

—Hágalo usted, buen padre, sus oraciones serán más gratas que las nuestras a los ojos del Todopoderoso —contestó Amina dirigiéndose a otro lado.

—¡Perdidos, señora, estamos perdidos! —exclamó el capitán que estaba asido a uno de los cabos de los obenques.

—De ninguna manera —replicó la interpelada.

—¿Qué dice usted? —arguyó el capitán asombrado al contemplar la serenidad de Amina—. ¿En qué funda usted su creencia?

—Abrigo la convicción de que nos salvaremos todos si ustedes no se acobardan y cumplen con su deber; hay algo aquí dentro que me lo asegura.

Y Amina se puso la mano en el corazón. La joven hablaba así porque había advertido que la tempestad empezaba a ceder, circunstancia que hasta entonces no observaron el capitán ni los marineros a causa de su terror.

La tranquilidad de Amina, su belleza y acaso el contraste que su valor hacía con el pánico de los demás, impresionaron al capitán y a la tripulación, quienes, contemplándola respetuosamente y con admiración, recobraron la perdida energía. Las bombas volvieron a funcionar, la tempestad se calmó durante la noche y a la mañana siguiente, conforme había pronosticado Amina, el buque estaba salvado.

Todos la consideraron entonces como una santa, creyéndola católica, y hablaron de lo ocurrido al padre Matías, el cual estaba perplejo. Pero, cuando el sacerdote se quedó solo, se hizo a sí mismo las preguntas siguientes—: ¿Quién le ha inspirado tan extraño valor? ¿Quién le ha infundido ese espíritu profético? No es el Dios de los cristianos, puesto que la infeliz es hereje.

Y, recordando el sacerdote lo ocurrido en la alcoba de la casa de Terneuse, movió la cabeza profundamente entristecido.