Al recobrar Amina el conocimiento, se encontró en una pequeña cabaña, acostada sobre un lecho de hojas de palmera. Una joven negra de aspecto repulsivo estaba a su lado espantando las moscas.
La balsa había sido juguete de las olas durante dos días, y en ese tiempo Amina permaneció en un estado de insensibilidad absoluta. La tempestad y las corrientes la arrojaron a la costa oriental de Nueva Guinea, en ocasión en que los indígenas traficaban allí con algunos comerciantes llegados de la isla de Tidor. Los salvajes la despojaron de sus vestidos, y cuando la hubieron dejado completamente desnuda, excitó su curiosidad una sortija de gran valor que llevaba en el dedo; un salvaje intentó quitársela, y no consiguiéndolo, sacó su enorme y tosco cuchillo, dispuesto a cortar el dedo. Se presentó entonces una mujer anciana, aparentemente de gran autoridad entre aquellas gentes, y obligó a desistir al salvaje de su propósito. Los comerciantes de Tidor, comprendiendo que los portugueses pagarían caro el rescate de aquella mujer a quien creyeron lusitana, recomendaron a los salvajes que la cuidaran bien hasta que ellos regresasen en el próximo viaje, a fin de enterar de lo ocurrido al comandante de la factoría. A esta circunstancia debía Amina las atenciones que se le prodigaban, pues los naturales de Nueva Guinea están algo civilizados por sus frecuentes relaciones con los comerciantes de Tidor, que cambian con ellos baratijas y quincalla europea por productos naturales que los indígenas no aprecian.
Las mujeres condujeron a Amina a una cabaña, donde luchó varios días con la muerte, admirablemente cuidada.
Al abrir Amina los ojos por vez primera, su enfermera corrió a comunicar el suceso a la anciana, quien se presentó inmediatamente en la cabaña. Era excesivamente corpulenta y estaba desnuda por completo, pues su único atavío estaba compuesto por un pedazo de tela de seda descolorida arrollado a la cintura, sortijas de plata en sus dedos y un collar de nácar en el cuello. Tenía ennegrecidos los dientes por uso del betel y su aspecto era tan repugnante, que la enferma se horrorizó.
Dirigió la recién llegada algunas palabras a Amina que no la entendió y, fatigada por aquel ligero esfuerzo, volvió a caer en el lecho desvanecida. Pero, si la mujer descrita era horrible, no carecía, en cambio, de bondad, pues, merced a sus desvelos y atenciones, en el espacio de tres semanas, estuvo Amina en disposición de salir de la cabaña a disfrutar las frescas brisas de la tarde. Los salvajes la contemplaban admirados y respetuosos, porque temían a la mujer anciana que la protegía. Aquellos infelices no llevaban más traje que unas cuantas hojas de palmera en la cintura y sus adornos se reducían a sortijas en la nariz y orejas y a algunas plumas de pájaros, especialmente de aves de paraíso, en la cabeza. Amina deseaba vivir, y frecuentemente se sentaba a la sombra de los árboles, contemplando ansiosa el mar y las piraguas que cruzaban su superficie, saltando sobre la espumosa cresta de las azules ondas, pero sólo su adorado Felipe reinaba en su pensamiento.
Una mañana salió de la cabaña con el rostro radiante de alegría y sentóse, como acostumbraba, debajo de un árbol.
—Gracias, querida madre —dijo—, gracias porque al fin me has revelado tu arte que me era imposible recordar; ya poseo los medios de conversar con los espíritus, y si no estuviera donde estoy, ahora mismo sabría la suerte que ha cabido a mi esposo.
Durante dos meses, Amina permaneció confiada a los cuidados de la anciana indígena. Cuando regresaron los comerciantes de Tidor, traían orden de conducir a la factoría a la joven y de pagar la hospitalidad que le habían prestado los salvajes. Dieron a entender por señas a Amina que debía acompañarlos, a lo que accedió gustosa por abandonar cuanto antes aquel país. Pronto hendió las aguas la velera piragua, y al verse nuevamente en el mar se acordó Amina del sueño de Felipe y de la concha de sirena, que tanto se asemejaba a la frágil embarcación en que a la sazón viajaba.
El buque empleó dos días en llegar al puerto de su destino y Amina fue conducida inmediatamente a la factoría portuguesa.
Allí la curiosidad de todos estaba excitada, pues su salvación había sido casi milagrosa. Desde el comandante, hasta el último soldado, todos deseaban vivamente conocerla. El comandante le hizo varios cumplimientos en portugués, quedando asombrado de no obtener contestación, y no podía suceder otra cosa, puesto que Amina no entendía una palabra de aquella lengua.
Indicó por gestos que aquel idioma le era desconocido, y los portugueses, creyéndola inglesa u holandesa, buscaron un intérprete, a quien se dio a conocer Amina como esposa del capitán de un buque holandés, que había naufragado recientemente.
A todos sorprendió agradablemente aquella noticia, pues los holandeses eran enemigos suyos, aunque se alegraron de que se hubiera salvado Amina. El comandante ofreció hacer cuanto pudiese para que la estancia en la isla le fuera agradable, añadiendo que esperaba dentro de dos meses un buque, en el cual podía embarcarse, si lo deseaba, e ir a Goa, donde encontraría medios de volver a Europa. Después la instaló en una bonita vivienda y puso una indígena a su servicio.
El comandante era un hombre pequeño, enjuto y tan delgado que parecía un alambre, sin duda a causa de su larga permanencia bajo aquel sol tropical. Tenía largas patillas y usaba una descomunal espada; estos dos objetos eran los únicos que llamaban la atención en su indumentaria y en su persona.
Amina comprendió bien su propósito, del que se habría reído de buena gana, a no haberse encontrado en su poder. Pocas semanas después sabía ya pedir en portugués lo que necesitaba, y cuando abandonó la isla de Tidor conocía el idioma perfectamente. Pero su ansiedad por averiguar la suerte de Felipe era mayor cada día, y, transcurridos tres meses, pasaba horas enteras contemplando el mar, deseando distinguir algún barco cuya llegada pusiera término a su destierro. Al fin apareció éste y, cuando Amina gozosa le veía aproximarse, el comandante, que estaba a su lado, se arrodilló a sus pies declarándole su violento amor y concluyendo por suplicarle que se casara con él.
La joven, aunque sorprendida, fue prudente y le contestó que antes necesitaba convencerse de la muerte de su marido, para lo cual iba a Goa, desde donde le comunicaría el resultado de sus averiguaciones.
El comandante, que no dudaba de la muerte de Felipe, quedó satisfecho y declaró que tan pronto como recibiese la carta con la noticia, él mismo iría a Goa para contraer matrimonio, terminando con mil protestas de amor y fidelidad eterna.
—¡Necio! —murmuró Amina, mientras miraba complacida la embarcación que se acercaba a la costa.
Poco tiempo después fondeaba el buque en la bahía y los pasajeros se apresuraron a desembarcar. Entre ellos iba un clérigo que se dirigió inmediatamente al fuerte. Amina tembló sin saber por qué, pero su asombro no tuvo límite al reconocer al padre Matías, que era el sacerdote en cuestión.