Al poco tiempo de haber Felipe arrojado al piloto al mar, consiguieron al fin los náufragos ganar la costa, tanto tiempo deseada. Aunque la brisa era fresca, la mar no rompía en la playa y les fue fácil desembarcar en la menuda arena, sembrada de huesos de animales marinos muertos fuera de su elemento natural. La isla, como todas las demás, tenía numerosos bosques de cocoteros, cuyo ramaje hacía ondular el viento, produciendo una sombra agradable.
Felipe sólo se acordaba de Amina y los marineros no pensaban más que en su dinero; de modo que ninguno, a excepción de Krantz, pudo apreciar la belleza de aquel sitio encantador. Este último ayudó a Vanderdecken a saltar en tierra, y le condujo bajo los árboles; pero no habían transcurrido aún cinco minutos cuando corrió Felipe hacia la playa, para examinar en todos los sentidos la amplia superficie del mar, en busca sin duda de la balsa en que desapareció Amina.
—¡Perdida para siempre! —exclamó cubriéndose el rostro con las manos.
—De ningún modo, Felipe —replicó Krantz que permanecía a su lado—; la misma Providencia que nos ha preservado a nosotros, la habrá salvado a ella. Es imposible perecer entre tantas islas, muchas de las cuales estarán habitadas, y una mujer joven y bonita es siempre bien recibida en todas partes.
—¡Ojalá pudiera convencerme de ello!
—Reflexione un poco y se convencerá de que ha sido una ventaja el haberla perdido; pues mejor está separada de los desalmados que nos acompañan, y cuya fuerza reunida nos sería imposible resistir. ¿Cree usted, por ventura, que si todos hubiéramos arribado a esta isla, le habrían dejado mucho tiempo los marineros a su esposa? ¡No! Ellos no respetan ley alguna, y Amina, en mi concepto, no solamente ha sido preservadas de la muerte, sino del oprobio y de la vergüenza.
—¡Jamás se habrían atrevido a tanto! Pero, sin embargo, Krantz, deseo una pequeña balsa y correr en su busca; me es imposible permanecer aquí, y la buscaré por el universo entero si fuera preciso.
—Se cumplirá su deseo, Felipe, y cuente conmigo para todo, que no seré capaz de abandonarle nunca —replicó Krantz contento porque una idea cualquiera ocupara la inteligencia de su capitán—. Pero volvamos a la almadía, desembarquemos lo que hay en ella y, después que tomemos un refrigerio, pensaremos en lo que debe hacerse.
Felipe, que estaba desfallecido, aprobó la proposición de Krantz y se encaminaron juntos al lugar donde había atracado la balsa. Los marineros habían tomado asiento debajo de los árboles y, cuando Krantz los llamó para desembarcar los pocos artículos salvados, ni uno solo acudió. Pensaban únicamente en su oro, y nadie quería abandonarlo por temor de que se lo robaran los compañeros. Ahora que sus vidas estaban relativamente seguras, el demonio de la avaricia los dominaba por completo; permanecían sentados, macilentos y desfallecidos; y aunque la sed les devoraba y tenían gran necesidad de descanso, no se atrevían a moverse, como si estuvieran sujetos al suelo por algún poder misterioso.
—Maldito dinero —dijo Krantz a Felipe—. Tratemos nosotros de desembarcar lo que nos hace más falta, y después buscaremos agua.
Desembarcaron efectivamente las herramientas de carpintería, las armas y municiones, cuya posesión podría serles utilísima en caso de una refriega con los marineros, arrastrando también fuera del mar algunas berlingas pequeñas, y, después, condujeron estos objetos junto al tronco de un cocotero que crecía cerca de la playa.
En poco tiempo levantaron una pequeña tienda y colocaron en ella todos los artículos desembarcados, excepto las municiones, que Krantz enterró en un montecillo de arena detrás de la tienda sin que lo viesen los marineros, e inmediatamente fue a cortar un tierno cocotero lleno de fruto. Sólo el que haya experimentado los atroces tormentos de la sed, podrá comprender el excesivo placer que sintieron Felipe y Krantz al deslizarse la fresca leche del coco por sus abrasadas gargantas. Los marineros les contemplaban con envidia, pero ninguno se movió, a pesar de sufrir horriblemente.
Llegada la noche, se acostó Felipe sobre una cama de velas que no habían sido necesarias para cubrir la tienda, no tardó en conciliar el suelo. Krantz, por su parte, se dedicó a explorar la isla, que tenía unas tres millas de longitud por 500 ó 600 metros de anchura. Como no encontrase agua en ninguna parte, se vio obligado a abrir un pozo para obtenerla. A su regreso pasó junto a los marineros. Todos velaban, y, al verlo, se levantaron en seguida temerosos de ser despojados de su dinero; pero no tardaron en tranquilizarse. Krantz fue luego a la balsa, que estaba casi destruida, porque las ligaduras que sujetaban los tablones se habían aflojado, y arrojó al mar las armas que habían quedado en ella olvidadas. Volvió después a la tienda, y, acostándose junto a Felipe, procuró conciliar el sueño.
Estaba ya muy avanzado el día cuando Krantz abrió los ojos y despertó a Felipe. Desayunaron el fruto de un cocotero y, dejando a Vanderdecken entregado a sus reflexiones, el animoso joven marchó en busca de los marineros. Estaban tan abatidos y macilentos, que la muerte se reflejaba en sus rostros; pero, no obstante, vigilaban todavía su codiciado tesoro con el mismo interés. Era triste contemplar a aquellos infelices obcecados por la avaricia, y forjó un plan para salvarlos. Les propuso que enterrasen el dinero a gran profundidad, a fin de que fuera imposible extraerlo sin tardar largo rato en la operación, con lo cual nadie atentaría contra la propiedad de otro sin que lo advirtiera su dueño, que tendría tiempo sobrado para impedirlo.
La idea fue aprobada por unanimidad y Krantz les entregó el único azadón que había. Uno por uno enterraron sus tesoros muchos pies debajo de la arena. El hacha derribó en seguida varios cocoteros, y su fruto les infundió nueva vida y vigor a todos. Apagada la sed, volvieron a sus respectivos sitios, entregándose al reposo de que tanta necesidad tenían, sobre la capa de tierra que cubría los talegos en que guardaban su fortuna.
Felipe y Krantz discutieron detenidamente los medios más a propósito para salir de la isla y buscar a Amina; pues, aunque Krantz consideraba irrealizable la última parte de la proposición de Vanderdecken, no quiso manifestárselo por no ocasionarle un disgusto. Lo urgente era abandonar la isla, y si conseguían desembarcar en otra que estuviese habitada, su salvación era segura. En cuanto a Amina, la creía muerta; ya porque las olas hubiesen destruido su frágil embarcación, o ya porque su delicado cuerpo no hubiese podido resistir los rigores de aquel sol ecuatorial durante tantos días.
Sin embargo, no manifestó su opinión por no entristecer a Felipe, y siempre que se hablaba de la próxima partida, convenía con él en no salir de la isla para salvarse ellos, sino para buscar a la perdida esposa. Determinaron construir una pequeña, pero sólida almadía, sujetando a sus extremos cuatro toneles que se había salvado, lo cual la haría flotar más fácilmente. Esta embarcación navegaría a la vela y estaría dotada de condiciones a propósito para seguir un rumbo determinado. Sacaron, por consiguiente, del agua los tablones y berlingas que creyeron más útiles para su objeto, y se empezó la tarea; pero los marineros se negaron a prestarles ayuda. Repuestos de sus fatigas por el reposo y por la alimentación, no estaban ya satisfechos con el dinero que poseían, sino que deseaban más. Desenterraron una pequeña cantidad y, con pequeños guijarros de la playa, inventaron un juego para robarse unos a otros. Ocurrióseles otra idea que les fue fatal: hicieron profundas hendiduras en los troncos de algunos cocoteros, y obtuvieron el toddy[13], bebida que embriaga, y desde entonces sucediéronse las escenas de violencia acompañadas de los juramentos e imprecaciones que inspira la embriaguez. Los que perdían, se mesaban el cabello desesperados, arrojándose después como verdaderos demonios sobre los gananciosos. No escaseaban los golpes ni las heridas; pero, en el momento en que reñían dos, les separaban los demás, para que no se interrumpiera el juego.
De este modo transcurrieron quince días, durante los cuales la construcción de la almadía no adelantó gran cosa. Algunos perdieron toda su fortuna y sus compañeros les alejaron a cierta distancia, para que no les interrumpieran. Vagaban estos desdichados por la isla o a lo largo de la costa con la desesperación reflejada en el rostro buscando armas para vengarse, y apoderarse nuevamente de su perdida riqueza. Krantz y Felipe les propusieron que abandonasen la isla, pero rehusaron.
Krantz no abandonaba jamás el hacha. Cortaba diariamente con ella los cocoteros que se necesitaban para manutención de todos; pero no permitía que se hicieran nuevas hendiduras en los troncos. Los marineros arruinados iban siendo cada vez más numerosos, quedando reducidos a tres los afortunados que consiguieron apoderarse del dinero de los otros. La consecuencia fue que a la mañana siguiente, aparecieron estrangulados sobre la costa los poseedores del oro que fue repartido nuevamente. El juego se reanudó con más ardor que antes.
—¿Cómo terminará esto? —preguntó Felipe a Krantz, contemplando los ennegrecidos rostros de los cadáveres.
—Con la muerte de todos —contestó Krantz—. Es imposible evitarlo; ése es un castigo.
La almadía quedó terminada, al fin; cavaron la arena a su alrededor para que la misma agua del mar la pusiera a flote, y algunas horas después se balanceaba suavemente sobre las olas, amarrada a una estaca que clavaron en la playa. Felipe y Krantz embarcaron en ella gran cantidad de cocos tiernos y maduros, para hacerse a la mar al día siguiente.
Por desgracia, uno de los marineros, al bañarse, encontró en el fondo del mar las armas que Krantz había arrojado al agua. Se sumergió y sacó un machete; otros siguieron su ejemplo, y, a la media hora, todos estaban ya armados. Esto indujo a Felipe y a Krantz a dormir en la almadía, temerosos de ser atacados. Efectivamente, aquella noche, durante el juego, se suscitó un altercado que terminó en una refriega espantosa. El combate fue terrible, pues los marineros estaban más o menos embriagados, y sólo tres quedaron con vida. Vanderdecken y Krantz contemplaron sobrecogidos aquella carnicería, en la que no hubo misericordia para nadie, hasta que los tres sobrevivientes descansaron sobre sus armas. Después de un rato, dos de ellos se arrojaron sobre el tercero, que cayó herido de muerte bajo sus repetidos golpes.
—¡Dios misericordioso! —exclamó Felipe—, ¿son esas criaturas hijos tuyos?
—No —replicó Krantz—, son demonios. ¿Imagina usted que esos dos, que poseen ahora más dinero que el que podrían gastar si volviesen a su patria consentirán en repartírselo? Jamás; cada cual lo desea todo, absolutamente todo.
Aún no había concluido Krantz de decir esto, cuando uno de los marineros, aprovechándose de una distracción del otro, le atravesó el costado con su machete. El desdichado cayó exhalando un gemido, y el agresor volvió a hundirle el cuchillo en el pecho.
—¿No lo dije? Pero ese malvado recibirá su recompensa —continuó Krantz, levantando su fusil y disparándole un tiro que le dejó muerto en el acto.
—Ha procedido usted mal —dijo Felipe—; el castigo de ese hombre era dejarle abandonado sin medio alguno de subsistencia en esta isla, para morir entre los tormentos del hambre y la sed, con el maldito dinero siempre ante su vista.
—Quizá tenga usted razón —contestó Krantz—; pero no pude contenerme. Saltemos en tierra ahora que la isla está desierta. Obraríamos cuerdamente si enterrásemos ese tesoro en sitio en que pueda encontrarse algún día, llevándonos una parte, que posiblemente nos hará falta. Pasemos aquí el día sepultando los cadáveres y guardando las riquezas que han causado su desastrosa muerte.
Felipe accedió a ello, y, efectivamente, cumplieron con los muertos el último deber, y ocultaron el oro al pie de un árbol, cuyo tronco marcaron con el hacha y pico, separando antes quinientas monedas que ocultaron entre sus vestidos, por si de ellas tenían necesidad.
Al fin, izaron la vela y salieron de la isla, con rumbo hacia donde fue vista por última vez la balsa que conducía a la desamparada Amina.