XXI

—¡Al fin he visto a mi padre, Amina! ¿Puedes ponerlo en duda? —fueron las primeras palabras que pronunció Felipe, cuando hubo recobrado el conocimiento.

—No, Felipe, ya es indudable; pero debes revestirte ahora de todo tu valor.

—No temo por mí, pero sí por ti, Amina; bien sabes que la aparición de ese buque es presagio siempre de numerosas desgracias.

—Vengan en hora buena —contestó la joven completamente tranquila—. Ambos estamos preparados a sufrirlas. Te has salvado ya de varios naufragios; ¿por qué no me ha de ocurrir a mí lo mismo?

—¿Y los padecimientos que ocasionan?

—Los valientes resisten mejor los contratiempos que los cobardes. Soy una débil mujer, pero nunca te avergonzarás de tu Amina. No, Felipe, jamás me quejaré de nada; si puedo, te consolaré; si puedo te ayudaré, y si no logro prestarte ningún servicio, al menos tampoco seré para ti un estorbo.

—Teniéndote a mi lado, los peligros me acobardarían, Amina.

—Por lo contrario, te alentarán. Cúmplase el destino, y entretanto sube a cubierta, pues la tripulación está consternada y tu presencia les reanimará.

—Tienes razón —repuso Felipe abrazándola, y salió de la cámara.

—¡Todo era verdad! —exclamó Amina al quedarse sola—. Hay que estar preparada para los desastres y para la muerte. ¡Cuánto daría por saber nuestra suerte futura! —¡Oh madre! madre, mira a tu desdichada hija y revélale en un sueño las artes mágicas que ha olvidado. He prometido a Felipe no invocar más tu espíritu, pero la duda es para mí más horrible que la realidad; tengo presentimientos tristes y me falta el valor cuando pienso en nuestro porvenir.

Vanderdecken encontró a los marineros muy consternados, y hasta el mismo Krantz parecía lleno de terror; apoyado en el filarete miraba la superficie del mar profundamente abstraído, cuando Felipe le tocó en el hombro.

—Capitán —dijo—, temo que no volvamos a ver el puerto.

—Cállese, cállese por Dios, que pueden oírnos.

—No importa, todos a bordo creen lo mismo —replicó Krantz.

—Pues se equivocan todos —dijo Felipe entonces, dirigiéndose a los marineros—. Es muy probable, muchachos, que nos ocurra alguna desgracia después de la aparición de ese buque. Siempre que le he visto, han ocurrido; pero aquí me tenéis bueno y sano, lo que prueba que, mediante la voluntad de Dios, todos nos salvaremos. Confiad en la Providencia y cumplid vuestro deber. La tempestad va calmando rápidamente, y dentro de poco reinará el buen tiempo. He visto ya varias veces al Buque Fantasma, pero me importa poco encontrarle otras cincuenta. Señor Krantz, disponga usted que suban en seguida aguardiente, pues estos muchachos estarán fatigados después de haber trabajado tanto.

La palabra aguardiente animó instantáneamente a aquellos infelices, y todos corrieron a ejecutar la orden. Se sirvió el licor en cantidad suficiente para infundir valor al más cobarde y para inducir a los demás a desafiar al viejo Vanderdecken y a toda su tripulación de impíos. Así se logró restablecer la tranquilidad, y, a la mañana siguiente, ya con hermoso tiempo, el Utrecht bogaba en un mar tan tranquilo y transparente como un espejo.

Los vientos favorables duraron muchos días, haciendo esta circunstancia desaparecer por completo el pánico que la aparición del Buque Fantasma había producido; unos la habían casi olvidado, y otros la recordaban con indiferencia. El barco atravesó el estrecho de Malaca y penetró en el archipiélago de la Polinesia. Felipe tenía que tocar en la pequeña isla de Boton para recibir órdenes y hacer provisión de víveres.

Llegaron, al fin, sin sufrir contratiempo alguno, a la citada isla, que en aquella época era de los holandeses, y a los dos días volvieron a hacerse a la mar, intentando pasar por entre la isla de Gálago y la de los Célibes. Aunque el tiempo se mantenía hermoso, avanzaron con mucha precaución por entre los escollos y corrientes, procurando evitar con una vigilancia excesiva el encuentro con los buques piratas que infestan aquellos mares. Tuvieron la suerte que nadie les molestara, y ya habían doblado el extremo septentrional de la isla de Gálago, cuando sobrevino la calma y el buque principió a ser arrastrado por la corriente. Pasaron varios días buscando lugar a propósito para anclar, hasta que una tarde, encontrándose metidos entre la multitud de islas que circundan la costa Norte de Nueva Guinea, fondearon para pasar la noche y aferraron todas las velas.

Llovía y la obscuridad era absoluta; se colocaron centinelas para que los piratas no los sorprendiesen, pues se temía que estos buques, si estaban escondidos entre las islas, apareciesen en un momento, auxiliados por la corriente que avanzaba a razón de ocho o nueve millas por hora.

A las doce despertó a Felipe un fuerte golpe, y creyendo que sería alguna proa que habría atracado al costado del buque para abordarlo, saltó del lecho y subió precipitadamente a cubierta. Allí encontró a Krantz, que también había subido casi desnudo, creyendo lo mismo. Poco tiempo después se repitió el choque, y ambos comprendieron que el Utrecht acababa de encallar en la costa.

La obscuridad de la noche les impidió ver dónde se encontraban, pero sondearon el mar y comprobaron que tenían debajo un banco de arena con sólo doce pies de agua por la parte más profunda, por cuya razón el buque quedó completamente inclinado.

Como la corriente no cesaba de empujarles, supusieron que el Utrecht habría arrastrado sus amarras; pero lo cierto era que la principal se había partido por el centro.

Era imposible reparar la avería hasta que amaneciese, y esperaron ansiosos la llegada del nuevo día. El sol fue deshaciendo poco a poco la niebla, y entonces pudieron apreciar bien su situación. Se encontraba, en efecto, el buque encallado en un banco de arena, del cual sólo una pequeña parte sobresalía fuera del agua, deslizándose la corriente con gran violencia en torno de él. Veíase cerca un grupo de pequeñas islas, llenas de cocoteros y sin señal alguna de estar habitadas.

—Estamos perdidos —dijo Krantz a Felipe—. Si aligeramos el buque, el ancla no agarrará bien, y la corriente nos empujará más sobre el banco.

—De todos modos haremos la prueba, aunque reconozco que la situación es muy crítica. Haga usted venir a toda la tripulación.

La marinería se presentó triste y descorazonada.

—¿Por qué ese desaliento, muchachos? —les preguntó Felipe.

—Porque estamos condenados, capitán; esto era inevitable.

—Dije antes que el buque se perdería probablemente, pero la pérdida del barco no trae aparejada la de su tripulación; por lo tanto, no debemos perder la esperanza. ¿Qué peligro nos amenaza ahora? Ninguno. La mar está tranquila; disponemos de tiempo para construir una almadía y la tierra sólo dista tres millas. Tratemos en primer término de salvar el buque, y, si no lo conseguimos, nos pondremos en salvo nosotros.

Reanimados un tanto con lo que acababan de oír, empezaron los marineros a trabajar ardorosamente, arrojando al mar todo aquello de que podía prescindirse, para aligerar el barco; pero las anclas continuaban agarrando, la violencia de la corriente era incontrastable, y Felipe se convenció de que todos los esfuerzos habían de ser infructuosos.

Hízose de noche y la brisa rizó algo la superficie del mar, cuyo oleaje hizo encallar al Utrecht todavía más en la arena. Felipe y Krantz ordenaron la suspensión del trabajo hasta la mañana siguiente.

Al amanecer se reanudó la tarea, pero infructuosamente, pues el casco del buque estaba casi lleno de agua y de arena. Indudablemente se había roto algún tablón, y se pensó en la construcción de una almadía suficiente para contener cómodamente a los que no cupiesen en los botes.

Después de un breve descanso, se arriaron las vergas más gruesas y comenzó a construirse la almadía con toda la solidez posible, pues Felipe deseaba evitar que se repitiera el caso de la Vrow Katerina. Asimismo, y con objeto de que los botes no tuvieran que remolcar una mole tan pesada en determinadas circunstancias, la dispuso de manera que pudiera ser dividida en dos fácilmente si, por cualquier circunstancia, había necesidad de abandonar una de sus partes.

La noche puso nuevamente término al trabajo, y la marinería se retiró a descansar. No hacía viento y el tiempo era hermoso. A las nueve de la mañana siguiente, concluida ya la balsa, se embarcó en ella agua y provisiones. Se preparó un sitio seguro y resguardado de la humedad para Amina, y, además, trasbordaron a la almadía velas y cabos de repuesto para el caso de verse obligados a desembarcar, sin olvidar las armas de fuego y las municiones. Cuando estuvo todo dispuesto dijeron los marineros a Felipe que llevando tanto dinero a bordo era una necedad dejarlo, y que querían trasladar a la balsa cuanto ésta pudiera soportar. Felipe accedió; pero hizo el propósito de reclamar aquel efectivo en nombre de la Compañía, tan pronto como llegasen a algún puerto donde pudiera ejercer su autoridad. Todos bajaron a la bodega, y después de reyertas sin número, cada cual tomó el dinero que pudo, embarcándose acto continuo en los botes o en la balsa. Amina se posesionó de su improvisada cámara y se pusieron en marcha remolcando los botes la almadía. Era muy difícil doblar la punta arenosa que sobresalía fuera del agua, pero, al fin, se consiguió aunque con excesivo trabajo.

Eran ochenta y seis personas; en los botes iban treinta y dos y el resto en la almadía, que había sido construida con solidez y flotaba con facilidad. Felipe y Krantz habían convenido ir uno en los botes y el otro en la balsa; pero al abandonar el Utrecht ambos se quedaron en ésta para decidir el rumbo que debía emprenderse después que se conociera la dirección de la corriente. Ésta parecía caminar hacia el Sur, o sea, hacia Nueva Guinea, y, discutida extensamente la conveniencia de desembarcar en dicho punto, resolvieron proceder como las circunstancias aconsejasen. Mientras tanto los botes seguían avanzando con ayuda de la corriente.

Cerró la noche, y dieron fondo con unas pequeñas anclas de que habían cuidado de proveerse. Felipe notó que allí no era tan violenta la corriente, pues los anclotes sujetaban bien los botes y la almadía. Quedóse un marinero de guardia, y los demás, cubiertos con las velas que habían sacado del Utrecht, se entregaron al sueño.

—¿No hubiera sido preferible que me hubiese quedado en uno de los botes? —preguntó Krantz a Felipe—. Supóngase usted que por salvarse los que los tripulan nos abandonasen.

—Eso no ocurrirá porque he tenido la precaución de no permitirles que lleven víveres.

—Ha sido una excelente idea, señor Felipe.

Krantz continuó en guardia y Vanderdecken fue a buscar el reposo de que tanto necesitaba. Amina le recibió con los brazos abiertos.

—No temo nada —dijo—; hasta creo que me gustan las vicisitudes y contratiempos de un naufragio. ¿Por qué no desembarcamos los dos en esa bella isla y construimos una cabaña debajo de los cocoteros viviendo allí tranquilamente hasta que venga un buque en nuestro socorro? Yo no necesito a nadie, teniéndote a ti.

—Cúmplase la voluntad de Dios y agradezcámosle que no nos haya dejado perecer —replicó Vanderdecken—. Ahora voy a descansar, porque pronto me tocará hacer la guardia.

Al día siguiente, al amanecer, estaba la mar llana y el cielo despejado. La almadía había derivado algo hacia sotavento del grupo de islas mencionado y era muy difícil abordarlas; pero, en el horizonte, se divisaban otras islas, cubiertas también de cocoteros, y se resolvió dirigirse a ellas. Después de servido el almuerzo y cuando los marineros se disponían a remar, apareció en lontananza una proa que, llena de hombres, avanzaba hacia ellos. No podía dudarse que era un buque pirata; sin embargo, Felipe y Krantz creyeron que podrían rechazar cualquier ataque. Se distribuyeron armas entre todos los que estaban en disposición de manejarlas y, para que los marineros no se fatigaran inútilmente, se les ordenó que se mantuvieran sobre los remos y aguardasen la llegada de los piratas.

Cuando éstos se hubieron acercado, cesaron a su vez de remar para reconocer al enemigo y rompieron seguidamente el fuego con un pequeño cañón que llevaba el buque a proa. La metralla hirió a varios y Felipe ordenó que todos se tendieran en el suelo de la balsa o en el fondo de los botes. El pirata avanzó entonces más y arreció el combate con la desventaja de que los del Utrecht no les podían contestar. En tan apurado trance, los marineros propusieron a Felipe que se atracase al pirata en los botes, como único medio de salvación y, en su consecuencia, después de reforzar la tripulación de aquéllos, Krantz se encargó del mando y se dirigió resueltamente al buque enemigo. Pero, apenas habían avanzado los botes algunos cables, y como inspirados por un pensamiento súbito, viraron a bordo y huyeron en opuesta dirección. Se oía la voz enronquecida de Krantz, que esgrimía furioso su espada; poco después se arrojó al mar y a nado se dirigió a la almadía. Era ya evidente que aquellos cobardes, deseosos de salvar el dinero de que se habían apoderado, habían apelado a la fuga, abandonando a la almadía, a su suerte. Los ruegos y amenazas de Krantz, fueron completamente inútiles, y éste, al ver que no podía sacar partido alguno y que exponía neciamente su vida, regresó a la balsa.

—Estamos perdidos —dijo Felipe—; somos tan pocos que no podremos resistir mucho tiempo. ¿Qué le parece, Schriften? —se atrevió a preguntar al piloto, que permanecía a su lado.

—Que estamos efectivamente perdidos, pero no hay que temer que los piratas nos causen daño alguno.

Schriften decía la verdad. Los piratas, comprendiendo que todos los objetos de valor irían en los botes, comenzaron a darles caza en seguida. La proa, rozando la cresta de las olas como un ave marina, dejó atrás la almadía, demostrando que su rapidez era mayor que la de los botes; pero su velocidad fue disminuyendo poco a poco y, a la caída de la tarde, la distancia entre perseguidores y perseguidos era casi la misma que al empezar la caza.

La balsa había quedado a merced de las olas, y Felipe y Krantz, aprovechando las herramientas de carpintería que llevaban consigo, eligieron dos gruesas berlingas e hicieron los preparativos necesarios para colocar un mástil y una vela a la mañana siguiente.

Los primeros objetos que vieron los náufragos tan pronto como hubo amanecido, a la mañana siguiente, fueron los botes, que regresaban a todo remo, perseguidos de cerca por los piratas. Sin duda habrían decidido regresar a la almadía para defenderse con ayuda de sus compañeros y para obtener agua y víveres de que carecían en absoluto cuando emprendieron la fuga. Sus esperanzas resultaron fallidas, porque, rendidos de fatiga, abandonaron poco a poco los remos y la proa continuó persiguiéndoles con ardor. Los botes fueron capturados uno a uno, y el botín encontrado en ellos superó las esperanzas de los piratas. Es ocioso decir que ninguno de aquellos desgraciados escapó con vida. La escena horrible se desarrolló a tres millas aproximadamente de la balsa y Felipe supuso que después les tocaría a ellos sufrir la misma suerte; pero se equivocó por completo. Satisfechos con el botín y suponiendo que no habría en la balsa objeto alguno que mereciera la pena de abordarla, se dirigieron los piratas a las islas de donde habían salido. Así quedaron justamente castigados los que tan cobardemente abandonaron a sus compañeros, mientras que los que creían su muerte segura se vieron milagrosamente en salvo.

Quedaban a bordo de la balsa unas cuarenta y cinco personas; Felipe, Krantz, Schriften, Amina, dos contramaestres, dieciséis marineros y veintitrés soldados de los que se habían embarcado en Ámsterdam. Tenían suficientes víveres para tres o cuatro semanas; pero de agua andaban muy escasos, pues solamente les quedaba para tres días.

Cuando el mástil estuvo colocado y la vela izada, Felipe indicó a los marineros y soldados la conveniencia de reducir la ración de agua a fin de que durase más tiempo, obligándose todos a no exigir más de media pinta diaria.

Como la balsa podía dividirse en dos, se discutió la conveniencia de abandonar la mayor parte, pero la idea fue rechazada puesto que el número de náufragos apenas había disminuido y, además, porque la balsa gobernaba bien a la sazón, cosa que probablemente no ocurriría, si se alteraba su figura dejándola reducida a una masa flotante de madera cuadrada.

Durante tres días reinó calma completa; el sol abrasaba con sus rayos a aquellos desgraciados, haciéndoles sufrir los horrores de la sed y, sin embargo, persistieron en su resolución de no alterar la ración de agua.

El cuarto día empezó a soplar una fresca brisa que hinchó la vela; la almadía adelantó desde entonces cuatro millas por hora y la esperanza renació en todos los pechos. Veíase ya la tierra y cada cual se regocijaba con la perspectiva de un próximo desembarco y con la seguridad de encontrar el agua de que tanta necesidad tenía. Siguieron avanzando toda la noche, pero por la mañana descubrieron que lo que ganaban mientras la brisa era fuerte, volvían a perderlo a causa de la intensidad de las corrientes. El viento soplaba de día, pero calmaba a la caída de la tarde. Tres días consecutivos ocurrió lo mismo hasta que, al fin, la tripulación, rendida con tantas fatigas y viendo que aquellos sufrimientos no iban a tener fin, se declaró en abierta rebelión. Proponían algunos dividir la almadía, para llegar a la costa más fácilmente con la otra media, pero la grave dificultad estribaba en la carencia de anclotes, pues los de que antes se habían servido, fueron robados por los que huyeron en los botes. Felipe indicó como el mejor medio, que el dinero de todos se metiera en sacos, que muy bien cosidos y sujetos por una cuerda podrían substituir a las anclas y sostener la almadía una noche contra la corriente: de este modo estarían seguros de ganar la costa a la mañana inmediata. Pero todos rechazaron la proposición; aquellos miserables no querían arriesgar el oro de que tan injustamente se habían apoderado. Preferían morir en medio de los más crueles tormentos. La proposición fue hecha varias veces por Felipe y Krantz; pero siempre el mismo resultado negativo.

Amina no perdía el valor a pesar de todo, siendo para su marido un verdadero consuelo en medio de tantas desgracias.

—Anímate, Felipe —le decía frecuentemente—; todavía podemos construir una cabaña bajo la sombra de los cocoteros y pasar en ella una parte, o quizás el resto de nuestros días, porque, ¿quién sabe si vendría alguien a socorrernos en un lugar tan apartado?

Schriften seguía portándose bien, pero no hablaba una palabra con nadie más que con Amina. Hasta parecía demostrar por ella más simpatía que antes.

Transcurrió otro día; se aproximaron nuevamente a la costa, pero la brisa desapareció a la tarde y la corriente volvió a arrastrarlos a alta mar. Los marineros, a pesar de las amenazas de Krantz y Felipe, arrojaron todo al agua, hasta las provisiones, con la única excepción de un tonel de aguardiente y del agua que aún quedaba y, después de esta hazaña, conferenciaron respecto a la conducta que debían seguir.

Felipe estaba lleno de ansiedad, y, llegada la noche, propuso por última vez utilizar los talegos de dinero para convertirlos en anclas; pero ninguno le hizo caso; y, abatido y desconsolado, se dirigió a la popa donde tenía Amina su improvisada cámara de tablones y velas.

—¿Por qué te apuras? —le preguntó la joven.

—Por la avaricia y estupidez de estos desdichados. Prefieren morir a exponer su maldecido dinero. Tienen en su mano los medios de salvarse y no los aprovechan. Llevamos en la balsa metal en barras, cuyo peso es suficiente para sujetar diez almadías y no consienten en ello, por no arriesgarlo. ¡Maldito amor al oro, que hace a los hombres locos, avaros y miserables! Sólo tenemos ya agua para dos días y vamos a vernos precisados a repartirla gota a gota. Están hambrientos, pálidos, enfermos y, sin embargo, con cuánto deleite contemplan esas monedas que probablemente no podrán jamás emplear aunque pisen la tierra firme.

—No sufras tanto, Felipe. He sido previsora y he guardado agua y galleta sin que lo sepa nadie. Bebe y te aliviarás.

Felipe bebió y experimentó efectivamente algún consuelo, calmándose la excitación que le produjeron los acontecimientos de aquella triste jornada.

—Gracias, Amina, gracias, esposa mía; me siento mejor. Dios mío, ¿cómo puede haber hombres tan obcecados por la codicia, que prefieran un miserable pedazo de oro a una gota de agua, en circunstancias tan críticas como la por que atravesamos?

Brillaban en el firmamento algunas estrellas; pero no había luna. Vanderdecken se levantó a la media noche para relevar a Krantz en el timón. De ordinario, los marineros pasaban la noche indistintamente en cualquier sitio de la balsa, pero a la sazón permanecían agrupados todos en la proa. De repente oyó Felipe como el rumor de una lucha y después la voz de Krantz que pedía socorro. Abandonando el timón y apoderándose de un machete, se apresuró a acudir en su ayuda; pero no tardó en quedar sujeto y desarmado.

—¡Corta, corta los cabos! —gritaron aquellos bandidos entonces y, dos segundos después, Felipe vio, desesperado, que la parte de la balsa en que estaba Amina, quedó en seguida separada de la otra.

—¡Por piedad, mi esposa, mi Amina! ¡Por amor de Dios, salvadla! —gritó el infeliz luchando por desasirse.

Amina, por su parte, apoyada en el extremo de la balsa, extendía hacia él los brazos; pero inútilmente; les separaba un cable de distancia. Felipe realizó un último y supremo esfuerzo y cayó al suelo sin sentido.